Poderoso el chiquitín La lucha entre dos mundos antagónicos (o buenos y malos, bah) es tan vieja como la Tierra. Bryan Singer, el director de Los sospechosos de siempre, insiste desde hace un tiempo con la misma idea, sea con los mutantes de X-Men o con Hitler en Operación Valquiria. El poder enceguece, parece, y en términos del Hollywood moderno es más sencillo repartir los roles protagónicos entre varios personajes. A Singer también le gusta ser grandilocuente, por lo que Jack, el cazagigantes le debe haber interesado ya desde el título. El cuento anónimo de las habichuelas mágicas, que mojadas germinan y crecen hasta más allá de las nubes, tuvo varias adaptaciones al cine, desde el dibujo animado de Mickey hasta la más reciente El Gato con botas -que no se menciona a Jack-. Con algunos cambios en los personajes y creando más de un gigante ogro, Singer se vuelca decididamente al cine de acción y aventuras, con humor y muchos personajes secundarios -humanos y/o gigantes-. Jack (Nicholas Hoult, de Mi novio es un zombie) es el joven granjero que vendía una vaca (ahora va a vender un caballo, pero lo mismo da) y termina con las habichuelas. Cuando éstas crezcan, no quedará otra que treparlas, porque la princesa (Eleanor Tomlinson) anda por ahí. Y Jack, más el heroico caballero Elmont (Ewan McGregor) y el pretendiente de la hija del rey (Stanley Tucci con peluquín) llegarán a un mundo donde los gigantes son generados por computadora, y se nota. El líder tiene dos cabezas, pero no siempre dos cerebros piensan más que uno. Y aquí, pese a que se reúne el dúo de director y guionista de Los sospechosos de siempre, no sobran ideas, y las habichuelas, en términos de interés, no levitan demasiado. Sí vale el filme como espectáculo, que además es en 3D, por lo que la catarata de vuelos, mazazos y pies grandes están a la orden del día. En síntesis, que si lo que busca es entretenimiento, aquí lo hay.
Estampa familiar Julie Delpy dirige y coprotagoniza esta comedia costumbrista sobre una extensa familia, que se reúne un día en el campo. Hay quienes tienen familias acotadas, y quienes para Navidad se gastan una fortuna en regalos. La de Albertine es de estas últimas. Reunida en la casa en la campiña -la Bretaña francesa- de la matriarca del clan familiar, festejan el cumpleaños de la abuela, y entonces se reúnen hijos, tíos, hermanos, primos y todos los etcéteras que esta suerte de Los Campanelli, algo más osada, ha dirigido Julie Delpy. La actriz de Antes del atardecer y Bleu, Blanc y Rouge construye una comedia costumbrista, en la que las discusiones más apasionadas pueden surgir por un tema político o alguna desavenencia que se arrastra sin remedio. Armada a partir de recuerdos de su propia infancia -Delpy interpreta a la madre de Albertine; Albertine es ella, y a la abuela de Albertine la encarna Emmanulle Riva-, la película está ambientada en 1979, cuando la estación espacial Skylab estaba por caer a la Tierra. Salvo por una analogía muy básica -la llegada del Skylab y la primera menstruación de la protagonista-, la realizadora opta por hacer una radiografía de los comportamientos de la sociedad francesa de esa época, y en la que los progres de izquierda y los conservadores de derecha bien podían compartir una mesa. Cómo terminaba la cosa, ésa es otra historia. La larga jornada en la campiña está vista desde la perspectiva de la niña, cuyos padres liberales le han formateado una manera de enfrentar la vida para la que no está preparada. Cuando le llegue el primer enamoramiento con un chico mayor que ella, quedará inocentemente embobada. Delpy construye las escenas desde la multiplicidad de miradas y aprovecha los distintos escenarios -la mesa puesta en el campo, el interior de la casona, la visita a la playa y el sector nudista, la fiesta de adolescentes- para desacartonar la puesta, muy basada en los diálogos, las opiniones y las réplicas. Pese a que su posición ante la familia es muy clara, la película abre con una escena en la que cuando viaja con los suyos en el tren, no consiguen sentarse todos juntos, y poco menos que estalla. Cohesión: el mantener la familia unida ante todo problema externo, aunque internamente las diferencias estén. La decisión de iniciar el filme con esa escena no es superflua.
Peor el remedio En su despedida como cineasta, el director de “Traffic” regala un thriller con todas sus marcas. Camaleónica actuación de Rooney Mara. La manifiesta despedida de Steven Soderbergh de la dirección en cine -planea seguir haciendo TV, harto de los manejos de los financistas en Hollywood- es un trabajo que lo representa ciento por ciento. Efectos colaterales es un thriller en el que los personajes principales no son buenos ni malos, ni héroes ni villanos, son todos ambiciosos y han hecho -o harán- lo impensable para destrozar, arruinarse sus vidas. Son personajes ambiguos, sí, pero egoístas al extremo. La trama depara, como todo buen thriller, más que vueltas de tuerca en su desarrollo, sorpresas difíciles de prever. La historia se centra en Emily Taylor (la siempre camaleónica y sorprendente Rooney Mara). Cuando su marido (Channing Tatum) sale de la cárcel tras cuatro años en prisión por manejos fraudulentos, Emily se siente algo perdida. Se sube al auto en su garage, apunta a un muro, aprieta el acelerador y choca. En el hospital, por su intento de suicidio, la atiende el psiquiatra Jon Banks (Jude Law), quien ante la depresión de Emily le receta Ablixa, un antidepresivo en etapa de estudio. No tardan los efectos colaterales, al margen de las virtudes del medicamento que promueven los anuncios de la TV y la web. Somnolencia, sonambulismo, renovación del apetito y voracidad sexual. Y Soderbergh ahí sirve el thriller: se produce un asesinato. Los ataques y acusaciones a la industria farmacéutica están casi en primer plano, pero lo central más que la protesta es cómo se desenvuelven los personajes mencionados, más la psiquiatra que interpreta Catherine Zeta-Jones, que atendía a Emily y ha promovido las bondades y excelencias del remedio. Soderbergh ama los filmes corales. Desde sexo, mentiras y video, pasando por Traffic y la saga de La gran estafa, prefiere repartir protagonismo. También opta por no ahondar en la problemática farmacológica, y su denuncia es a los personajes tramposos del argumento. Si en el cine es hasta aplaudible que nos engañen, Soderbergh no lo hace. Las cartas están jugadas desde la primera toma, un paneo aéreo que termina en un edificio de Nueva York (¿qué es?) y sí juega con la percepción del espectador. Película de tensión, de climas, y de personajes, Efectos colaterales enlaza al espectador y si cuando se acerca a la resolución puede ser maniqueísta y algo simplista, el tono, la sequedad, los engaños e intrigas se sostienen. Es un thriller sin revólveres, sin balas, que se desarrolla tanto en la mente del espectador como en el mundo de la psiquiatría sin remedios.
Confesiones de hombres de 40 Hablan. Cómo hablan los personajes de las seis historias de Una pistola en cada mano. Lo peor para los protagonistas masculinos es que creen saberlo todo, pero el desenlace de cada secuencia les demuestra lo contrario. Los deja mal parados. En un offside irremediable. La película, que transcurre en Barcelona, defenestra a los hombres que rondan los 40. “Lo más jóvenes son más interesantes”, dirá una de las mujeres, que son menos vuelteras, más sinceras y fuertes que los hombres en el guión de Cesc Gay y su habitual colaborador Tomás Agaray. La primera historia reencuentra a dos amigos (Leonardo Sbaraglia y Eduard Fernández), uno medicado por stress, el otro sin trabajo. En la segunda Javier Cámara es un padre divorciado que intentará volver a su hogar, pero... En la tercera Ricardo Darín ha seguido a su esposa hasta el departamento del amante de su mujer, y charla en un parque con un conocido (Luis Tosar). La cuarta tiene a Eduardo Noriega tratando de “levantar” a una compañera de trabajo, y en la quinta y sexta se entrecruzan dos parejas, yendo a una misma fiesta (Leonor Watling encuentra en la calle y lleva en su auto a Antonio San Juan, y Jordi Mollá y Cayetana Guillén Cuervo, sus parejas, se cruzan y van caminando). Recién al final las seis tramas se cruzan. El título hace referencia a que los personajes masculinos no ponen los huevos en una sola canasta. Y por lo general, terminan enfrentando, con vergüenza genuina, alguna situación embarazosa. Es la regla del cortometraje: el final debe ser más o menos sorpresivo o shockeante. Con un apuesta algo teatral, a Una pistola en cada mano le cuesta salirse del formato. No es que puedan cerrarse los ojos y escuchar los diálogos para entender lo que sucede, porque las actuaciones son ricas en gestualidad, hay giros más inesperados que previsibles y un cabal aprovechamiento de los actores. Gay suele filmar películas corales (En la ciudad) y ser ácido. Aquí redobla la apuesta. Entretenida y con algún relato mejor construido que otros -se destacan el de Cámara y el de Darín con Tosar-, más que los diálogos las salidas inesperadas de algunos personajes (“Se lo debo -dice unmarido engañado-, después de tantos años de estar juntos”), o “No es culpa de nadie”, y “para qué sirve la madurez”. Que hay que afrontar las cosas, de eso habla esta suerte de Confesiones de mujeres de 40, pero masculina.
Comer y no ser comido... Entretenida desde que empieza hasta que termina es la nueva película del director de “Lilo & Stitch”. Entre las películas animadas de los últimos años, dejando de lado a la dinastía Pixar, Chris Sanders demostró ser un director ingenioso, ya en la construcción de los personajes como de las situaciones que deben atravesar. El director que hizo Lilo & Stitch para Disney, saltó a DreamWorks Animation con otra película de un dúo imposible. Si en aquella era una chica hawaiana que adoptaba un extraterrestre -la voz original es de Sanders-, en Cómo entrenar a tu dragón el protagonista era un joven vikingo junto al personaje del título. En Los Croods -codirigida por Kirk De Micco-, el universo se vuelve volcánicamente más rico. La familia Croods -papá, mamá, la hija mayor, los hermanitos y la abuela- deben abandonar la cueva en la que vivían en la Edad de Piedra cuando el suelo empieza a moverse y descubrir un nuevo mundo para sobrevivir. Sanders cambia la paleta de colores -de tonos ocre en el comienzo, cuando los cavernícolas casi que vivían ocultos, en la oscuridad- a unos más brillantes, con vegetación al salir de la caverna, y con bestias prehistóricas multicolores. No son dos películas distintas, cambia el entorno. Porque Eep, la hija adolescente, es igual de rebelde, y papá Grug es realmente de piedra (“El miedo nos mantiene vivos, no dejen de tener miedo” es su frase de cabecera. “Ya entendí, papá, nunca voy a hacer nada nuevo o diferente”, le dice su hijo Thunk). Algo cambia cuando Eep se encuentra con Guy (lo más parecido al primer homo sapiens), quien le enseña el fuego y se sumará al clan familiar para sobrevivir, si pueden, juntos. A quienes ven con asiduidad la animación de Hollywood no sólo muchas situaciones, sino características de los personajes les parecerán reconocibles. Combinación de La Era de hielo 4 y Los Increíbles, Eep es muy parecida a Merida, no sólo porque es pelirroja como la protagonista de Valiente, y la abuelita es como la abuela de Sid en La Era de hielo 4. Por no decir que el animalejo que persigue a los Croods se asemeja en su rostro al dragón de Cómo entrenar a tu dragón. No es que Los Croods vayan a cambiar el mundo de la animación ni mucho menos, pero a fuerza de gags, gracia y agudeza se erige en un entretenimiento desde que comienza hasta que termina, para chicos y grandes. Desde la poética idea de montar el sol para ir hasta el mañana, mientras todo cambia y explota alrededor, hasta el placer de la familia por escuchar relatos orales que les cuenta Grug, no es difícil sentirse cómodo entre estos cavernícolas. Sanders ya tuvo nominados al Oscar al mejor filme de animación a Lilo & Stitch y Cómo entrenar a tu dragón. Ya le llegará el reconocimiento.
Siempre fuimos compañeros Parejas y amigos de la tercera edad, con Jane Fonda y Pierre Richard a la cabeza Si para algunos vivir no es tarea sencilla, imagínense lo que es envejecer. Los personajes de esta comedia dramática coral rondan los 75 años y los achaques ya empiezan a formar parte de la rutina diaria. Son parejas y amigos desde hace añares, y cuando alguna descubre que tiene una enfermedad incurable (Jane Fonda), y que su esposo (Pierre Richard), que empieza a padecer Alzheimer, quedaría solo en la vida, surge, entre ella y todos, la pregunta del título. A diferencia de Amour, otra película sobre el apego y la ternura en momentos en los que la muerte está cada vez más cerca, ¿Y si vivimos todos juntos? plantea los problemas de la tercera edad con una sonrisa. O al menos con una mueca. En el grupo de amigos hay quien se mandó una infidelidad con la mujer de otro y, lo que pudo encadenar como una tragedia, pasa como una anécdota. A la comunidad que prefiere vivir así, en lugar de en una institución geriátrica, se suma un joven (Daniel Brühl) que seguirá el comportamiento en la casa en la que viven en común, para un estudio universitario, y le permitirá al director Stéphane Robelin la inclusión de una mirada, primero distante, y luego comprometida. La película se basa en esas relaciones amistosas, y no le esquiva el bulto al sexo maduro, a los temores, a la enfermedad, a la soledad y a la muerte. Así como hay un eterno seductor (el personaje de Claude Rich), hay cierta ambigüedad entre los de Fonda y Brühl, que podrían ser la abuela y su nieto. Pero todo es armonioso, digerible y sienta bien. El elenco es todo un lujo -sumar a Geraldine Chaplin y otra gloria del cine francés como Guy Bedos- en este filme tranquilo, pausado, que no se hace drama ni cuando la tragedia toca a la puerta de la residencia.
Con cama adentro Los manejos de una empleada doméstica con una familia chilena, con la que trabajó por más de 20 años. ¿Cuánto llega a formar parte e integrar una familia una empleada de servicios domésticos, que cocina, lava, aspira y convive con ellos por veinte años? Los manejos de Raquel, la empleada, con sus patrones, y su particular relación con Lucas, el hijo varón más grande, y lo pésimo que se lleva con Camila, la hija más grande, son como hitos en La nana, una coproducción chileno-mexicana con vartios premios en su haber, y que llega a las salas comerciales argentinas tras varios años de retraso -es de 2009-. Embarcada en lo que fue una suerte de (¿re?)nacimiento del cine chileno, junto a Tony Manero (2008, de Pablo Larraín, el mismo director de No), La nana trata sobre la lucha de clases al comienzo, para luego adentrarse más en la figura protagónica de Raquel, sus celos cuando, por sus constantes jaquecas y desmayos, le traen varias mucamas para que la ayuden, y cómo ella, que se siente la reina en la casa, empieza a sentir que, como tal, no gobierna. El director Sebastián Silva marca de entrada cómo es cada personaje en relación con Raquel, de trato más bien hosco y receloso. El cariño que los patrones le tienen se demuestra con la torta y el festejo de su cumpleaños con que abre la película, pero de golpe y porrazo la trama se abrirá cuando Raquel salga del ámbito familiar y descubra un par de cosas de las que había estado ajena, sumida en su mundo de cuatro paredes. La película es homogénea en cuanto al tratamiento narrativo, pero lo cierto es que los personajes no crecen desde que son apenas pincelados. Catalina Saavedra “es” la película, está prácticamente en todas las escenas y con su mirada desconfiada, de pocas amigas, sabe ganarse su sitial en un elenco parejo en una película seca, áspera.
Cuerpos calientes Nicholas Hoult, el inglés a quien en un par de semanas veremos como Jack, el cazagigantes, y que hace once años era el chico de Un gran chico al lado de Hugh Grant, es R. Vive en un avión. Pero no en el sentido figurado de que es comandante de a bordo, o asistente de vuelo. Ha hecho literalmente su hogar en una nave en un aeropuerto abandonado. Bah, hay quienes deambulan por ahí. R es el zombie del título en castellano del más entrador Warm Bodies (cuerpos tibios) del original. R es, entonces, un muerto vivo ambulante, que junto a otros cadáveres tiene rasgos en común. No sangran, no sienten dolor, se mueven -despacio- en grupos, están pálidos y huelen a podrido. Pero lo que lo diferencia es que R se ha comido el cerebro de Perry, el novio de la más humana Julie (Teresa Palmer, de El aprendiz de brujo y Cuentos que no son cuentos), y así “siente” lo que él sentía, y así está “un poquito menos muerto”. Y se enamora de Julie, la hija del jefe de la resistencia -un John Malkovich con la misma cara de extrañeza de siempre: podría estar en Relaciones peligrosas o ser Athos, Murnau o el Dr. Jekyll-, a la que salva del ataque de otros cadáveres, y ambos se enamoran. Mezcla de comedia romántica con algún leve toque de terror -está lejos de ser una película de Sam Raimi, y a miles de kilómetros del primer Peter Jackson, cuando el creador de El Señor de los anillos aún no había salido de Nueva Zelanda-, Mi novio es un zombie tiene algunos gags muy bien trabajados, una banda de sonido que aprovecha canciones vintage ( Missing You de John Waite, Guns N’ Roses, Scorpions, Bob Dylan) y otros momentos en que el ritmo y la trama desbarrancan. Jonathan Levine ( 50/50) tal vez no quiso hacer una nueva Twilight, pero le pasó raspando…
Los Angeles, al desnudo Un policial con Jake Gyllenhaal, en el que el compañerismo y la violencia son los ejes. Cumple el propósito de entretener. ¿Thriller, drama policial o reality show? En la mira sigue en lo básico a una pareja de policías que patrulla el barrio de Newton, en Los Angeles, y lo hace con cámaras y dispositivos HD colocados en el coche, y hasta en el pecho, cerca de la placa, de Taylor (Jake Gyllenhaal), con el pretexto de que el personaje está haciendo un proyecto de documental. Esa inmediatez reditúa desde lo formal. Desde el contenido, primero parece un “buddy filme” policial, como Arma mortal o 48 horas, en vez que con un blanco y un negro, con un blanco y un latino. Pero esa camaradería que hace a un buddy film - Una extraña pareja y Butch Cassidy también lo fueron- sobrepasa a la trama, que enfrenta a los oficiales Taylor y Zavala (Michael Peña) con la lucha entre narcos de color y mexicanos. Se ha dicho que Gyllenhaal y Peña se subieron a patrullar como investigación de sus papeles durante cinco meses. Cuántas veces hemos oído algo similar de otros actores para consustanciarse con lo que les sucede a sus personajes. La cosa es que ese se vea reflejado en la pantalla, y en el caso de En la mira, funciona. El guionista y director David Ayer había escrito el libreto de Día de entrenamiento, también sobre una pareja de policías, pero con un Denzel Washington corrupto. Aquí se está del lado bueno de la ley, y aunque hay clisés -desde el café humeante hasta las pujas internas entre los agentes-, todo zafa en relación a lo que se quiere contar. Los policías tienen pareja o familia, se cuidan espalda con espalda. Los narcos hablan soez, son sanguinarios y desprecian la vida ajena. Tampoco es que ofrezca una mirada condescendiente sobre la fuerza policial (esto no es Comandos azules). Hay resentimientos raciales, escenas de violencia como para revolver el estómago y dos actuaciones como las de Gyllenhaal y Peña (de Vidas cruzadas y Fuerza antigángster) comprometidas y que reflejan un compañerismo sincero. La película abre con una persecución, con la cámara puesta en el patrullero que parece una versión más seria de cómo arrancaba La pistola desnuda. Ciertamente terminará teniendo otra entidad, y otro objetivo. Pero el mismo propósito de entretener, lo cumple.
Clásico revisitado Con una trama que no envejece, esta versión de la historia de Tolstoi muestra a una Keira Knightley a la altura de las circunstancias. Filmada infinidad de veces, tal vez porque es un clásico sobre la infidelidad, que no envejece, esta versión de Anna Karenina le escapa a la adaptación precisamente fiel. Sí, los personajes y las situaciones son en la práctica los mismos, pero hay una carga erótica más explícita que la que Vivien Leigh y Greta Garbo le podían dar en 1948 y 1935. La puesta en duda de la virtud de una mujer, por ser infiel, y el coraje de la misma por dejar a su marido y su hijo por su amante son los dos tópicos sobre los que tintinea la campana del filme. Que nunca se detiene y va de un extremo al otro. Anna viaja de San Petersburgo a Moscú a reparar la relación entre su hermano y su cuñada, porque él le ha sido infiel con una institutriz. Pero mientras Kitty, la hermana de su cuñada, coquetea con el conde Vronsky en una fiesta, Anna y el noble se sienten atraídos. Anna morderá la manzana y nada será igual para ella, que es mostrada en esta versión como una gran seguidora de los libros de Bucay. Previsor, o porque leyó el libro de Tolstoi, de 1877, el conde le advierte a su futura amante que “Sólo desdicha o la mayor felicidad posible” les espera. Cuánta verdad. Para acentuar -aunque consigue exagerar, que no es lo mismo- la vida artificial de Anna en la Rusa imperial, las acciones se sitúan prontamente en el escenario, las bambalinas y la platea de un teatro. Un problema que afronta la película es el casting. Keira Knightley sabe llorar y sufrir. Lo viene haciendo desde hace años, tal vez porque le aprieten los corsés o los vestidos de época, pero lo hace muy bien. Joe Wright, que ya la dirigió en Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado, sabe cómo enaltecerla e iluminarla desde abajo, de frente y de costado. Distintos son los casos de Jude Law, como Karenin, el esposo engañado, y más aún el de Aaron Taylor-Johnson ( Kick-Ass), como el conde Vronsky. Porque si en el guión del dramaturgo Tom Stoppard -que ha escrito el de Shakespeare apasionado, pero también el de Brazil- muestra a los hombres -todos los hombres- como pusilánimes, cobardes, tipos sin ánimo, los dos amores de Anna son como marionetas. Ganadora del Oscar al mejor vestuario, Anna Karenina se luce por eso, por su ropaje externo, su ambientación. Claro: Greta hubo uno sola.