Una birome y una hoja Una birome y una hoja en blanco alcanzan para modificar la percepción de la realidad y mucho más si de romper la inercia del encierro de una cárcel se trata para liberarse y hacer de esa reja una chance más que un freno. Esa parece ser una de las consignas invisibles que motorizan este taller de poesía en la Unidad 31 del penal de Ezeiza y que forman parte del marco de Lunas cautivas, documental de la realizadora Marcia Paradiso, ganador del Premio Mejor Documental Nacional en el 14º Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos, entre otras distinciones. La puesta en escena intenta por un lado reflejar el contacto intimista de la cámara con las protagonistas, focalizadas en tres poetas, Liliana, Lidia y Majo, durante su proceso de transformación a partir de la palabra y de la poesía dentro del penal para afrontar la inminente liberación en el caso de algunas internas y los contrastes que implican vivir en una cárcel y salir transitoriamente para luego regresar. Para muchos el encierro es una palabra pero para ellas fue y es una realidad. El énfasis puesto en el aquí y ahora de cada de una de ellas opera como puente con un pasado ligado a los recuerdos y a lo que en algún momento fueron, donde el vínculo con familias, ruidos, fotos o imágenes son lo suficientemente poderosos para que la palabra viaje, evoque, confronte, llore o anhele. Todo eso teñido de absoluta verdad, franqueza como la que se encuentra en esos textos y cierto orgullo por atreverse a romper los prejuicios de la estigmatización y no aferrarse a los errores cometidos en algún momento. El equilibrio entre las historias de vida que llega por fragmentos, sin afincarse en prontuarios o causas judiciales, y los textos poéticos que fluyen en cada encuentro y desde la reflexión sobre la propia poesía o la ajena son la mayor virtud de Lunas cautivas, que además nos acerca a la temática carcelaria con un enfoque distinto al habitual y aporta otra mirada sobre un tópico universal, que si bien ha formado parte del documental de observación desde diversos aspectos, por lo general estuvo siempre concentrado en el mundo masculino. Por otra parte y más allá de los elementos catárticos aportados por esta actividad coordinada por María Medrano y Claudia Prado – el equipo de rodaje estuvo presente durante un año en el registro de los talleres- es importante rescatar el valor de la poesía como herramienta liberadora ante el encierro mental cuando las barreras del prejuicio social parecen más sólidas que las frías y anónimas del mismísimo penal.
Pasión, emoción y transpiración La pasión es algo que no se puede racionalizar ni explicar sin reducirla a un mero estado anímico que mezcla la locura con el enceguecimiento feroz ante cualquier obstáculo de la realidad. Tal vez el lugar más adecuado para llegar a tomar verdadera conciencia de lo que significa no sea otro que el fútbol (ni siquiera el automovilismo o cualquier otro deporte, ya sea individual o de equipo, reúnen estas características). El problema radica en ubicar la pasión en otros ámbitos como por ejemplo la militancia política tanto en la coyuntura general como en el microclima particular e interno de un club de fútbol. Esos colores que llevás documenta sin otra mirada que la del testigo de un acontecimiento singular y sin precedentes el efecto que genera el amor por un cuadro o el sentido de unión cuando se tiene en claro un objetivo concreto y alejado de toda especulación económica o política que hoy por hoy es exactamente lo mismo. El trabajo realizado por Federico Peretti (El otro fútbol, 2009) otorga al hincha anónimo, sin sponsors más que el sentimiento por River Plate, el lugar merecido, esquivando rápidamente los oportunismos y concentrado también en el único y noble objetivo: dejar registrado el proceso de confección de la bandera más larga del mundo dando voz a sus artífices sin distinciones de roles y explotando esa irracionalidad en cada testimonio a cámara, que se suma a las voces de símbolos futbolísticos del pasado para la rica historia de este cuadro centenario. Nueve meses de trabajo y de recolección de retazos de trapos que cada hincha aportó –recordemos que en esa época el cuadro de Nuñez intentaba desde la primera B recuperar la categoría-, además de su compromiso y esfuerzo personal, dieron por consumado el desafío de poner a River Plate en el libro Guinnes; recorrer el mundo a través de los medios que se hicieron eco inmediatamente de la hazaña y recuperar la sensación de que lejos de los barra brava y la dirigencia se pueden lograr cosas imposibles como haber llegado a reunir más de 120 mil hinchas el 08/10/2012 desplazados entre la avenida Libertador y Tagle –donde estaba el viejo estadio de River allá por 1923– hasta el Monumental de Nuñez. Una distancia aproximada de 70 cuadras, con una bandera rojiblanca extendida y miles de personas consumando el hito para la historia riverplatense. Si algún espectador logra por un momento abstraerse y deja de lado la imagen de River Plate y lo que representa como institución deportiva o club social seguramente entrará en sintonía muy rápido con el trabajo de Peretti, aunque si simpatiza con el millonario mucho mejor aún. Lo que debe destacarse es que en Esos colores que llevás no hay jerarquía ni verticalismo a la hora de conocer las voces porque prevalece el hincha por encima del simpatizante o del ex jugador de fútbol para otorgar la verdadera dimensión dentro de lo sociológicamente analizable pero sin escapar ni un segundo de la emoción y la transpiración por lo que se ama.
Molusco supersónico Las vicisitudes de la distribución local con vistas a ganarse la parada en materia de estrenos para estas vacaciones de invierno alteraron el panorama cinematográfico de la cartelera y en cierta medida dejaron planteada la desafiante carrera de la animación digital con el crédito argentino Metegol frente a los tanques habituales encabezados por Monsters University -que continúa cosechando dividendos-, seguida por Mi villano favorito 2, por el momento líder en taquilla, y ahora sumándose Turbo, este nuevo contendiente de la factoría Dreamworks, globo de ensayo para la promoción de la serie original Turbo F.A.S.T. a emitirse en 2014 por la cadena Netflix. No podrá pasar desapercibido -por lo menos para aquellos que tenemos algo de memoria- que Turbo toma prestado –para utilizar un término feliz- de varios films animados conceptos e ideas para solamente aportar la novedad de un caracol amante de la velocidad. En primer lugar, el habitante descarriado dentro de su comunidad que va contra el conformismo de la mayoría y quiere ser otra cosa ya había sido explotado en Hormiguitaz (1998) con mejor sustento narrativo, mientras que Cars (2006) asoma no sólo desde la impronta tuerca sino a partir de la presentación de un reducto comercial venido a menos que repunta económicamente gracias a la novedad del molusco supersónico, por no citar además la presencia de cuervos que diezma a la población de caracoles repentinamente al igual que ocurre en Rango (2011) y la más evidente referencia a la lógica de Ratatouille (2007): pequeño que sueña en grande y logra vencer su propia naturaleza en un camino de autosuperación. De este desglose pormenorizado entonces cabe preguntarse ¿qué tiene de nuevo Turbo? La respuesta es sencilla absolutamente nada, pero eso no la condena en términos cinematográficos al exilio ni tampoco la ubica en el rincón que acumula polvo en las repisas, aunque si no existiera la apuesta a la serie televisiva sin lugar a dudas en la vorágine de la animación quedaría relegada y rezagada a pesar de su velocidad en pantalla. Como decía, el protagonismo recae en un caracol con sueños de grandeza para quien el peligro debe buscarse en la aventura del afuera y no en la comodidad del adentro, en el jardín lindero a una casa donde las amenazas de lo cotidiano son un niño desalmado que pisaría cuanto caracol se cruce en el camino con su triciclo, la cortadora de césped y los cuervos. En el garaje de esa casa, una colección de VHS con declaraciones de un corredor francocanadiense alimenta el sueño de Teo de convertirse en su ídolo automovilístico y alzarse con el trono batiendo records de velocidad. Para que ese verosímil se sostenga a lo largo de la trama, que no repara un segundo en todos los lugares comunes incluida la galería habitual de personajes secundarios, léase caracoles de diversa forma y tipo, que en este caso no opacan al protagonista, el elemento anómalo o accidente otorga a Teo la capacidad de mutar en Turbo y gracias al vinculo con un soñador igual que él, el latino de turno llamado Tito, embarcarse en el desafío de correr las 500 millas de Indianápolis. últimamente dentro de cierto sector de la crítica que toma las películas animadas no como lo que son sino que intentan analizarla desde el mensaje o contenido cuando es claro que en estos productos eso es un pretexto más que una definición, debería hacerse hincapié en que las ventajas deportivas no se relacionan con el esfuerzo sino con el doping o la presencia de un elemento ajeno a la naturaleza para desarrollar un poder. Eso es lo que ocurre ni más ni menos que con el voluntarioso Teo al tomar primero una bebida energizante que le otorga a su osadía de querer abandonar a su grupo un plus de valentía necesario para romper la inercia del conformismo, pero lo más llamativo es la accidental caída en un motor de autos para que en su organismo ingrese el óxido nitroso y así modificar su ADN en la metamorfosis de Teo a Turbo. Caer en este detalle superfluo y focalizar la crítica equivocadamente en el mensaje resulta poco interesante y en detrimento de lo que realmente importa si de animación digital se trata por lo cual la factura técnica y el uso del 3D en las escenas de vértigo en las pistas son el principal atractivo de este híbrido animado de Dreamworks, con muy poco contenido a la vista, que seguramente vaya perdiendo la pole position en lo que a taquilla representa y esperemos que el responsable de ese traspié sea el crédito argentino.
La épica de los antihéroes Igual que ocurre con el fútbol, el estreno de Metegol, la apuesta más ambiciosa de la animación vernácula hasta la fecha, dividirá las aguas con el público y la crítica en dos sectores: aquellos resultadistas que seguirán atentamente los números de taquilla, compararán estadísticas y tal vez maliciosamente busquen paralelismos frente a otras producciones comerciales de similar envergadura, en contraposición a los que simplemente disfruten y valoren la pasión y las ganas de jugar en las grandes ligas, aspecto que Campanella y equipo conservaron desde el primer minuto hasta el último para construir esta película en 3D con el mismo rigor profesional que cualquier film animado de alta calidad y con la conciencia tranquila de que estaban haciendo lo mejor que podían sin traicionar ideas, identidad, creatividad y ese plus de picardía propio de los que sueñan hazañas imposibles. El salto cualitativo de Metegol ante cualquiera de las películas animadas argentinas -e incluso latinoamericanas- es irreprochable y notable porque al conocer las limitaciones propias de la tecnología en un aspecto muy técnico llamado renderización se las han ingeniado lo suficiente para explotar los recursos con los que se contaba, agudizando la capacidad para crear escenas y situaciones con un fuerte despliegue dramático más que desde el impacto visual en sí mismo. Por otra parte, si bien el germen del proyecto descansa en el cuento Memorias de un wing derecho de Roberto Fontanarrosa, el relato logra equilibrar el folcklore futbolero gracias al aporte en el pulido del guión del escritor Eduardo Sacheri (junto a Juan José Campanella y Gastón Golari) con el prototípico basamento de la comedia costumbrista que rescata valores y nostalgia, muy propios y ligados al director de El secreto de sus ojos (2009). La épica de los antihéroes es uno de los pilares de todas las películas del realizador argentino ganador de un premio Oscar y el ejemplo más cabal que se conecta intertextualmente con Metegol no es otro que el de Luna de Avellaneda (2004), que aparece en la figura del protagonista Amadeo (Voz de Damian Masajnik), quien a modo de racconto narra a su hijo en el presente de la historia un relato con tintes de fábula y -enseñanza o moraleja incluida- que forma parte del corazón de esta aventura en la que unos jugadores de Metegol cobran vida y ayudan a recuperar la dignidad a los habitantes de un pueblo que defiende su identidad ante el invasivo progreso y la avanzada capitalista de un desalmado jugador estrella, hedonista y arrogante (voz de Diego Ramos) que regresa al lugar que lo vio partir en su adolescencia hacia el estrellato para destruir todo vestigio del pasado; todo rasgo de grandeza de hombres comunes como Amadeo o Laura (voz de Lucia Maciel) devenida heroína dentro de la misma estructura épica. Lo nuevo versus lo viejo; lo imperfecto y vital frente a lo perfecto y sin alma son elementos presentes en la trama de Metegol, sumado también una fuerte presencia de la argentinidad (habrá que ver cómo se las ingenian los demás países para traspolar localismos) o rasgos costumbristas propios del pueblo pequeño que van a encontrar su universalidad en cualquier parte del planeta. Personajes arquetípicos, más que estereotipos animados, forman parte de una galería variopinta donde no falta el jubilado, el gallego, el emo, el gordito simpaticón, el cura y la lista podría extenderse. Sin embargo, a la hora de pensar a las estrellas del film que no son otros que los jugadores de plomo, la elección de casting fue más que acertada y cada uno aportó desde su actuación una serie de elementos distintivos de personalidad que se ajustan perfectamente a la representación visual. El trío de los verdinegros encabezado por el Capi (voz de Pablo Rago), el Beto (voz de Fabián Gianola) y el Loco (voz de Horacio Fontova) a quienes se suma luego el Liso (voz de Miguel Ángel Rodríguez) conforman lo mejor del film y son los encargados de aportar el dinamismo complementario para cada escena desde lo compositivo hasta el remate justo en el gag o chiste verbal relacionado casi siempre a la mística deportiva. En cada uno de ellos, con un leve esfuerzo de memoria del espectador adulto, se pueden encontrar reminiscencias de jugadores de fútbol como Tarantini, Luque o Riquelme cuando habla en 3ra persona igual que el Beto. En conferencia de prensa, los propios protagonistas explicaron que la técnica utilizada en Metegol difiere de la estándar para las películas animadas, donde se agrega la voz a la imagen y se adapta a las características del actor cada personaje. En este caso, ninguno de los participantes tuvo contacto con el dibujo sino que actuaron las escenas y fueron filmados con diferentes cámaras en ese proceso para luego llevarlas a la animación por lo cual el riesgo a que la empresa no alcanzara el resultado esperado en pantalla una vez finalizada la tarea de los más de 50 dibujantes era mucho mayor e irreversible tratándose del presupuesto mega millonario en juego. No obstante, a la altura de los resultados y del conjunto todos estos datos informativos resultan anecdóticos porque lo que debe decirse es que Metegol es una muy buena película no solamente por sus atributos técnicos sino porque dosifica en buenas proporciones todo lo necesario para no cansar al espectador con exhibicionismo gratuito en pos de la historia que mezcla humor, drama, acción y apuntes cinéfilos como el del comienzo en claro homenaje a 2001, Odisea del espacio (1968) o a la escuela Pixar en relación al contraste y choque de mundos en un mismo contexto por no citar una referencia tan obvia como la saga Toy Story (cabe aclarar que ya el cuento de Fontanarrosa desarrollaba la idea de los jugadores de metegol de un club que cobraban vida) en un universo campanelliano de la A a la Z. Y todo ese valor cinematográfico se resignifica y sobredimensiona al tener presente el desenlace de la película que por razones obvias no revelaremos aquí, simplemente basta mencionar que permite varias lecturas y ya eso es suficiente para una propuesta de estas características. El único obstáculo que se le presenta al film de cara a su estreno y futuro desempeño comercial tanto en el ámbito local como puertas afuera obedece al target femenino que posiblemente no adscriba con tanto entusiasmo el código futbolero por excelencia, que es el corazón fundamental de esta épica de antihéroes, donde se pueden dar vuelta los partidos chivos tan sólo con apelar al trabajo en equipo y en pos de un objetivo en el que no importe el exitismo triunfalista o la individualidad exacerbada cuando detrás de eso no hay nada más que una cáscara artificial y carente de sustancia, condenada al olvido mientras que sigan existiendo los valientes que se jueguen por lo que sienten y lo hagan sin miedo al fracaso. Larga vida a esos irremediables gambeteadores de lo convencional.
La burguesía endiablada Según el propio director mexicano abucheado en Cannes y mimado por el jurado con el premio al mejor director en 2012 debe tomarse a su película Post tenebras lux como una vasija que cada uno puede rellenar como quiera y sencillamente el contenido de esa vasija no es más ni menos que el cine de Carlos Reygadas desde Japón (2002) y su entrega al naturalismo y a lo salvaje, pasando por la contemplación de Luz silenciosa (2007) a la provocación e ironía de Batalla en el cielo (2005). Todo está ahí en ese vacío, vinculado estrechamente con la decadente burguesía mexicana, que ha perdido hasta las ganas de hacer el amor y necesita de la experiencia swinger para recuperar el deseo o de la violencia nada contenida por la propia frustración. Esos detonantes estallan de forma no orgánica y caprichosa en el universo organizado por el propio director bajo una impronta un tanto moral que castiga a los malos porque aquí no existen buenos y tal vez el diablo y su cola invisible tengan algo que ver en este estado de anomia y animalidad que supone Post tenebras lux (en referencia al versículo bíblico del libro de Job que reza Después de las tinieblas, espero la luz) donde hasta una canción de Neil young se estropea por la desafinada voz de quien la interpreta o un bolero duele mucho más que lo que puedan transmitir sus palabras al ser destrozado en otro segmento musical. Los perros guardan un aspecto simbólico y son depositarios de la miseria humana para que Carlos Reygadas refleje la violencia en el más débil y trate de compensar su perversión e impunidad cinematográfica exhibiendo a sus hijos pequeños, Rut y Eleazar Reygadas, con la inocencia a cuestas, aunque eso no alcanza porque el daño ya está hecho. Lo digresivo seguramente espante a un público no acostumbrado a este tipo de cine porque lo que alimenta la trama no son más que viñetas a las que busca extraerse una cuota de verdad o algún momento sublime que en este caso en particular brilla por su ausencia. Distinto panorama es aquel que aporta la imagen cuando el director mexicano filma en la quietud de las palabras y deja que el movimiento de la penumbra o los colores que arremeten sutilmente en la imagen narren por sí solos un estado de ánimo, una emoción no contenida o la sencilla vinculación entre el hombre, la naturaleza y un todo metafísico donde bien y mal se unen en una partida de ajedrez eterna. La muerte siempre presente y la vida como esa carga insoportable que trata de mitigarse ya sea a través del alcohol, de los vicios o la violencia sin sentido y contra un enemigo poderoso e invisible forman el tríptico que opera con sus propias leyes en esta nueva y perturbadora película del polémico realizador mexicano.
El ojo complaciente La perseverancia es uno de los pocos reconocimientos que deben dispensarse a Robert B. Weide, quien tras 25 años intentó convencer al genial Woody Allen para elaborar un documental revisionista de su obra y que tras el visto bueno del artista se dejó eclipsar por su magnética estatua intocable y no ocultó en ningún momento una profunda admiración por el director de Brooklyn. Así nació Woody Allen el documental, que llega en versión reducida a pocas pantallas locales con un nombre tan poco ambicioso como lo que se terminó por conseguir, tanto en los 195 minutos originales como en su formato de 113 minutos como llega en esta oportunidad. Woody Allen el documental intenta por un lado descubrir al hombre detrás del artista y lo consigue apenas en el repaso biográfico más que en desenfundar las verdaderas máscaras que se siguen multiplicando como parte de la vitalidad de un indescifrable cineasta y autor que no hizo más que filmar películas (casi una por año desde 1965) cuando comprendió tempranamente que debía tener el control absoluto sobre su trabajo para desnudarse emocional e intelectualmente ante un público que muchas veces no lo comprende. Es realmente difícil dimensionar al multifacético Allen Stewart Konisberg si no se lo hace a partir de sus mutantes obras, comedias maravillosas, dramas existenciales e híbridos difíciles de clasificar, y de su evolución como autor así como desde su constante proceso creativo, autorreferencial para ir desarrollando sus propias obsesiones a lo largo de décadas y con una envidiable carrera cinematográfica, que a pesar de sus bajas nunca llegó a tocar fondo ni mucho menos. Cualquier título mediocre de Woody Allen –los hay, no se puede negar- sometido siempre al tamiz con aquel de Crímenes y pecados (1989), o Zelig (1983) o Annie Hall (1977) es por lo menos superador de muchas propuestas cinematográficas de directores talentosos como él pero esa necesidad de mantenerse vivo es lo que también lo expone y quizás en eso resida su reticencia a mostrarse en carne y hueso. Sabido es que tiene fobia a las entrevistas y a las conferencias en festivales, también descree de los elogios y los premios. Desde el punto de vista cinematográfico, los méritos propios de este documental se agotan de inmediato al apelar al relato compartido por cabezas parlantes de un seleccionado de aduladores –no falta ninguno- encabezado por actores, productores, algún que otro crítico y sus musas femeninas, que no aportan nada significativo ni novedoso al retratarlo tanto en su rol de director como de actor o sencillamente en lo que a su vida privada respecta. Quien sí busca analizar sin tanto cholulaje encima y obsecuencia es Martin Scorsese porque logra establecer el equilibrio justo y ubicar en el contexto a un personaje muy complejo, incluso desde su particular manera de trabajar con sus películas. Es notorio que si bien Weide tuvo acceso total a la intimidad de Woody Allen (dos años siguiéndolo a sol y a sombra) jamás logró llegar a Woody Allen sin dejarse arrastrar por sus comentarios lúcidos y la seducción de su inteligencia, así como sucumbir frente a esa humildad que no parece a esta altura tan transparente o genuina. Lo que no puede negarse y sobre todo en perspectiva es que estamos frente a una persona auténtica y única en su especie, que sigue aún despertando pasiones en la cinefilia, odios, envidias, admiración pero que nunca terminará por definirse ni encasillarse en un panorama cinematográfico cada vez más predecible y servil a las dictaduras de los públicos y sus gustos. Para aquellos espectadores dispuestos a reencontrarse con quien fuera durante varias décadas un transgresor con mayúsculas y no desde la pose o la impostura encontrarán en este documental los orígenes de esa rebeldía, aunque sin grandes revelaciones. En cambio, quienes pretendan configurarse de algún modo quién es Woody Allen, absténganse y hagan el esfuerzo de buscar sus películas porque en definitiva su esencia se encontrará siempre allí.
La memoria equilibrista Y ahí va en vaivén la memoria y el recuerdo de Diana Rutkus en busca de su infancia y su escasa pero intensa experiencia como hija de padres dedicados al circo, madre trapecista y padre domador de leones, quienes hicieron de su juventud y de su pasión heredada de sus propios padres más que un oficio una manera de vivir en muchos lugares y en ninguno a la vez, a bordo de una casa rodante y una carpa en la que desarrollaban todo su arte. Para Diana viajar a su pasado desde lo fragmentado y caprichoso del recuerdo, fotos encontradas entre otros elementos, grabaciones magnéticas donde se escucha su cálida voz infantil, junto a su hermano, implica un fascinante y a la vez agotador trabajo de entrega emocional pero también de reflexión para llegar a comprender que desde muy pequeña se diferenciaba del resto de las chicas y que parte de ese viaje la marcaría para siempre. Si bien al cumplir los seis años ese idilio para ella se cortó drásticamente dada la situación económica familiar que obligó a abandonar la vida nómade por otra mucho más asentada pero menos interesante, tomar contacto con el circo supone también un reencuentro diferente con sus padres, ya jubilados y retirados de la adrenalina y éxtasis de la carpa llena, alcanzados inevitablemente por la fatiga de los años. Hoy esa casa con ruedas guarda polvo, desorden y tristeza pero algo la retiene en el fondo para que aún no hayan podido deshacerse de ella. El tono intimista y no revisionista elegido por Andrés Habbeger y la propia Diana Rutkus para desplegar la propuesta de Cirquera es lo que hace de este documental su originalidad más allá de transitar por un mundo un tanto desconocido para el público en general aunque también limitado y anecdótico. No obstante, en ese ida y vuelta que acumula testimonios ligados a la vida circense, material de archivo familiar muy rico y alguna que otra filmación de un espectáculo perdido, se perciben retazos de un mundo singular y ya extinto por los cambios culturales y por la forma de entender lo circense dentro de la dinámica del universo del entretenimiento. Circo conecta en Cirquera con alegría, emoción, cuerpo y dolor en las mismas proporciones cuando entra a tallar el paso del tiempo como el único filtro de la realidad pero también en esos ojos encendidos se enquista la infancia de cada uno de nosotros como la de un espectador privilegiado ante algo inexplicable y mágico, que solamente se puede experimentar cuando la sensibilidad vence a la razón. En Cirquera conviven finalmente dos homenajes: el que celebra una manera de vivir no convencionalmente, asumiendo los costos de esa soledad buscada, y el del oficio que deviene pasión y jamás deja de existir siempre que alguien lo recupere.
¿Otra vez sopa? No hace falta tomarse mucho tiempo para comprender de qué va la trama de El chef, comedia francesa vetusta y rancia, solamente amparada comercialmente por la presencia estelar de Jean Reno, quien lamentablemente ha dejado de brillar hace tiempo y transmite un cansancio en pantalla un tanto preocupante. Para seguir con términos relacionados a lo culinario debe decirse que El chef, dirigida y escrita por el actor Daniel Cohen, carece de aderezos que la doten de cierta frescura o humor y principalmente porque los protagonistas son como el agua y el aceite: no hay química entre ellos y en ese juego de opuestos -muy opuestos- se nota. Alexandre Lagarde es un chef exitoso que en la actualidad pende de los caprichos de su jefe a quien vendió la franquicia de sus restaurantes y que busca por todos los medios que le ceda el control absoluto para incorporar al negocio otra gente más joven. Mientras que Jacky debe encontrar un trabajo para mantener a su futuro hijo y asegurarle a su novia un futuro donde su sueño de convertirse en chef y codearse con los grandes como Alexandre no encaja. Pero todo cambia cuando el azar se cruce en su camino y tenga la posibilidad de mostrar su talento. La curva de aprendizaje es el elemento común entre ambos, por un lado para Alexandre Lagarde (Jean Reno) haber conocido a Jacky Bonnot (Michaël Youn) implica recuperar el espíritu y los sabores del pasado cuando las críticas apuntan a que a pesar de su reputación como un chef tres estrellas se repite de manera constante y no se adapta a la nueva cocina, y por otro es Jacky quien sacará de esta relación la mejor tajada al cumplir el sueño de trabajar junto al hombre que admira y de quien conoce vida y obra en calidad de espectador autorizado y cocinero amateur. Así las cosas, estos dos mundos se cruzan en el universo culinario y de esta manera entablan una unión de fuerzas para sacar a flote el restaurante de Lagarde que puede pasar a manos de la competencia si es que recibe una mala crítica. Elemento débil desde el guión para cohesionar la historia y justificar la unión. No hay escena graciosa que funcione en este relato vacío, ni siquiera en el momento de Santiago Segura, quien personifica a un experto en cocina molecular e intenta infructuosamente aggiornar al protagonista para que abandone la cocina prehistórica. Sin embargo aquello que necesita aggiornarse en este caso es la propuesta, dado que no logra desplazarse un ápice del estereotipo y mucho menos adquirir un ritmo constante para no bostezar.
La otra locura Rémoro rememora y en el balbuceo de sus pensamientos se vislumbra un atisbo de idea o reflexión sobre el cine y la vida. Y si de cine y vida se trata porqué no hablar de una de las mayores obsesiones del realizador Eliseo Subiela que ya abordara a los locos en aquella memorable Hombre mirando al sudeste. Ese podría ser el título de un film de este paciente encontrado por unos estudiantes de cine en el Hospital Borda, quien dice haber sido director de cine. Rémoro Barroso en realidad vive en el espíritu intacto del documentalista santafecino Fernando Birri, quien actúa con la espontaneidad adecuada para hacer del registro del falso documental que propone Paisajes devorados algo verosímil pero lamentablemente todo lo que lo rodea en esa puesta en escena es por lo menos artificioso, incluida una mala elección de casting para el rol de los estudiantes que llegan en busca de un documental sobre el misterioso anciano que lanza máximas al aire sin que su barba blanca oculte su manera de entender el cine y la realidad desde su aparente locura. Es Subiela quien habla bajo el pretexto de la ficción, con la filmación en digital HD y Birri quien da forma a un manifiesto que podría integrar cualquier postulado cinematográfico para un estudiante que se acerque a la pasión del cine y de la dirección de películas sin temor a la locura. Sin embargo, la locura entendida como la ruptura de los convencionalismos que encorsetan la percepción de la realidad es mucho más prolífica y atractiva para ser contada que aquella que deambula en los pasillos de un manicomio. Hay buenas ideas en esas máximas de Rémoro que giran en torno al cine, al sueño, al tiempo, a la realidad en contraposición con la ficción, apuntes que no encuentran un cauce sólido en este opus del creador de El lado oscuro del corazón aunque debe destacarse que por momentos ese extraño y fascinante mecanismo que conecta al cine con la verdad aparece gracias al talentosísimo Fernando Birri.
El recuerdo paso a paso ¿Será el contexto aquel espacio donde se delimita la memoria? O ¿puede ser la memoria la que resignifique el contexto? Lejos de encontrar una respuesta inequívoca cuando se trata de construir el errático mecanismo de la memoria y el recuerdo se está en presencia de un proceso que no acaba jamás; un fragmento flotante del pasado conectado con una Historia y muchas pequeñas historias a su vez entrelazadas y dispersas, que luchan denodada y desigualmente contra dos enemigos invisibles: el olvido y el tiempo. ¿Cuándo hay tiempo para recordar mientras la vida transcurre? Esa pareciera ser una excusa que esgrimen aquellos que no quieren recordar y a partir de esa negativa y de su contrapartida activa, múltiple, contradictoria, emocional es que se abren las puertas a la reflexión sobre la representación de la memoria desde la imagen y desde el imaginario social, elemento unificador de esta experiencia documental de la realizadora Carmen Guarini, Calles de la memoria, proyecto que se concreta gracias al apoyo para documentales digitales del INCAA y que se exhibirá en la Sala Lugones del teatro Gral San Martin como parte de una retrospectiva de la directora, quien junto a Marcelo Céspedes crearon en 1986 (al regresar al país democrático de 1983) Cine ojo. La originalidad de esta obra obedece en primera instancia a la manifiesta intención de exponer el proceso creativo de un grupo de estudiantes extranjeros de un taller documental bajo la consigna de registrar la puesta en escena del paisaje urbano en el que comenzaron a aparecer en determinados barrios baldosas conmemorativas de los desaparecidos. Cada una de ellas pertenecientes a una identidad, con su fecha en el momento de su desaparición y con alguna alusión breve hacia su persona o rol social. La iniciativa responde al trabajo de un conjunto de personas que integran Barrios por la memoria, encargados de un minucioso trabajo de investigación y de la elaboración y confección de las baldosas, quienes siguen soportando a veces la indiferencia y otras el enojo de transeúntes o vecinos que no desean ser invadidos ni confrontados con el pasado, ni mucho menos con los reflejos del terrorismo de Estado. Paradójicamente hay quienes pisotearon las identidades porque gran parte de la historia argentina reciente nace y muere en las calles; en los rincones de algún barrio por donde transitaron miles. Carmen Guarini deconstruye el proceso de la memoria al utilizar la distancia y la aproximación como elemento dialéctico y lo más significativo es que los protagonistas sean estudiantes extranjeros con miradas nuevas ante un fenómeno social que les resulta ajeno desde su propia historia pero no indiferente al comprometerse desde su propia subjetividad con el entramado creativo y problematizar la representación. Esa problematización de los estudiantes también encuentra sus aspectos refractarios en los interesantes debates entre los actores sociales involucrados, en los que lejos de enfrentar una verdad única y aglutinante aparecen muchos matices y reflexiones que enriquecen el camino elegido por la directora. En un segmento de este interesante viaje por los andariveles de la representación se arriesga la idea de que la sumatoria de muchas partes no representa el todo sino que precisamente obligan a que la búsqueda por abarcarlo no cese nunca. Mientras esa búsqueda persista como el mismo recuerdo para ganarle al olvido valdrá la pena el esfuerzo, el dolor que implica recordar así tiene sentido y trascendencia.