Nuevas rutas que merecen ser recorridas Resulta inevitable trazar puentes intertextuales entre dos películas argentinas bastante recientes, Por un tiempo y Villegas, con este film proveniente de Mendoza, Road July, del director Gaspar Gómez. Por un lado, por apelar al recurso de la road movie para marcar la curva de transformación de Santiago (Francisco Carrasco), quien se entera repentinamente que tiene una hija de 10 años llamada July (Federica Cafferata), cuya madre ha fallecido a causa de un cáncer y por ese motivo el cuidado de la niña ha recaído desde entonces en su cuñada Valeria (Verónica Nonni), necesitada de que alguien pueda hacerse cargo de su sobrina porque ella no da abasto. En lo inmediato, esta historia nos remonta al conflicto central que planteaba el debut de Gustavo Garzón como director en Por un tiempo, en la que el personaje principal, interpretado por Esteban Lamothe, debe hacerse cargo de una hija -en la piel de Tamara Garzón- por un pedido expreso de su madre enferma, ex novia y perteneciente a un pasado lejano. Ese mismo panorama define esta improvisada paternidad, no buscada ni querida por Santiago, quien acepta trasladar a la pequeña a la chacra de su abuela (excelente Bettiana Blum) en San Rafael, a bordo de un destartalado pero entrañable Citroen 3CV, elemento dramático que funciona tanto como lugar de encuentro literal o espacio simbólico para la relación padre e hija durante el recorrido por rutas mendocinas. En el film de Garzón, el círculo de confort de Lamothe y su novia se ve enteramente trastocado a partir de la llegada de la extraña pero esa novedad es precisamente la que aporta un cambio en él para replantearse su vida y asimilar el nuevo desafío que implica un vínculo afectivo mucho más profundo y solamente reducido a la intimidad con el otro. Sin embargo, aquello que en el film Por un tiempo motoriza un drama desde el punto de vista de la crisis de esa pareja moderna, en Road July se transforma en una road movie y a la vez en un film intimista que goza de muy buena salud por despegarse de los clichés y encontrar un camino propio, que a veces se atreve a tomar atajos con el humor, otras para dejar que fluyan las palabras en diálogos creíbles y no forzados, algo que solamente la magia y la química entre Francisco y Federica puede concretar en varias ocasiones. Desde ese lugar de la búsqueda de identidad propia surge la interconexión con el otro film anteriormente citado, Villegas, de Gonzalo Tobal, paradójicamente también protagonizado por Esteban Lamothe y que hace del recurso de la road movie su mayor virtud en el caso particular del pretexto que marca el reencuentro de dos primos y su transformación durante el viaje por otras rutas argentinas. Tanto Villegas como Road July expresan una voz distinta; trabajan con el paisaje como trasfondo y no como excusa turística, así como utilizan el recurso de la banda sonora a cargo de Maxi Amué tanto desde sus aspectos incidentales como con la selección rigurosa de canciones para completar un concepto cinematográfico y una mirada personal que se vale del género -o de los géneros- para encontrar vuelo propio con un apego y confianza tácita en la historia y en los personajes. Las coincidencias o semejanzas no deben entenderse o malinterpretarse; lejos de despertar suspicacias simplemente hablan de la inauguración o por lo menos del origen de una voz con rasgos de identidad propia que se conectan con ese nuevo cine argentino que rompió estructuras y moldes vetustos con el agregado de ese deseo que expresa y pide algo novedoso dentro de lo novedoso, nuevas rutas que merecen ser recorridas.
Sola en el país de las maravillas El magnetismo que desprende la actriz Martina Juncadella en el debut cinematográfico de María Florencia Álvarez, Habi, la extranjera, es lo que atrapa de inmediato al público para adentrarse en una suerte de cuento de hadas urbano, donde se pone en juego la crisis de identidad, la inocencia de la juventud, el desarraigo interior cuando nada forma parte de las raíces y el desamparo. Ese es el tránsito que marca esta aventura iniciática desde el extrañamiento de la joven Analía, llegada a este idílico paraíso de calles angostas, culturas dispersas, pensiones chicas y sueños a la vuelta de la esquina. La inocencia, en su faz menos cruel, opera como nexo entre la realidad y la ficción a partir de que la protagonista como parte de un juego se apropia de la identidad ajena para hacer de la otredad su único horizonte, en su camino de exploración y autoconocimiento. Se ve seducida por los cantos de sirena de la comunidad musulmana, sus costumbres, sus rezos y palabras que no entiende pero eso no importa porque ella juega a ser otra. En ese sentido, cae como referencia intertextual para este debut de Álvarez en el largometraje, la película protagonizada por Julio Chávez El otro (2007) de Ariel Rotter, quien también asumía el papel ajeno para escapar de una vida rutinaria y gris, pero la diferencia fundamental es que la oscuridad de aquel film en este caso no aparece y es reemplazada por la idea de autodescubrimiento de la propia protagonista, a quien de a poco se le va acabando el idilio e incluso se ve superada por su propia imagen. Los personajes secundarios aportan lo suyo y en especial el que interpreta con solvencia Martín Slipak, quien actúa como efecto del reflejo de esa imagen proyectada. La inteligencia de María Florencia Álvarez permite que el film crezca y vaya de menos a más sin pretensiones y con un fuerte apego a la historia y a su protagonista, tanto desde el punto de vista que siempre es el mismo como en lo que a puesta en escena se refiere. Los pequeños grandes momentos de Habi, la extranjera son precisamente aquellos que surgen bajo la espontánea búsqueda que Martina Juncadella transita sin especulaciones de otro nivel más que la de transmitir sensaciones con el cuerpo; con los gestos o el silencio de una habitación. No hay bosques en este cuento de hadas sin fantasía, sin ogros ni brujas malévolas más que las reales que pueden encontrarse en cualquier lugar del mundo.
Cuando el río suena El Río Bermejo está allí, avanza, fluye y ocupa el centro de este documental etnopoético, Sip''ohi el lugar del Manduré, dirigido por el joven Sebastián Lingiardi, con guión de María Paz Bustamante, presentado en el BAFICI y ganador como Mejor Documental en el 21° Festival de Marsella. A diferencia del anterior proyecto que trasladaba al difícil terreno de la ficción un policial, protagonizado y hablado en dialecto wichí y toba que recogía mitos propios de esa cultura llamado Las pistas - Lanhoyij - Nmitaxanaxac (Bafici ’10), en este segundo opus lo ficcional surge como parte conceptual en materia de representación en el que la tensión entre imagen y relato juega un papel preponderante. Al igual que ese Río Bermejo, el film, desde su propia estructura narrativa, hace que un relato primario avance y fluya pero al mismo tiempo reciba otras vertientes o capas narrativas, que en definitiva conforman la virtud y los aciertos de la propuesta para la cual la voz en off por un lado y las narraciones orales a cargo de los propios wichís por otro concentren el proceso inconcluso de lo que significa la transmisión oral de las leyendas entre generaciones. El conjunto de mitos y leyendas elegidos para conformar la base del documental de Lingiardi cuenta con un denominador común que no es otro que una cosmovisión wichí y la mirada sobre los fenómenos de la naturaleza, incorporando la mitología, la figura del antihéroe pero siempre bajo el compromiso de no traicionar la tradición, la cultura y la identidad. Reparo que incluso el mismo trabajo de Lingiardi junto al gestor de la idea, que ya había participado en Las pistas…, Gustavo Salvatierra, quien además es profesor bilingüe y en el caso particular de este film el pivot que regresa a su tierra natal en el impenetrable chaqueño en busca de la preservación de la oralidad y la titánica tarea de la multiculturalidad para con las generaciones wichís más jóvenes. De esta manera, muchas veces el peso de la palabra en pantalla desplaza el valor de la imagen aunque Lingiardi y su equipo lograron romper con la dialéctica de la representación y conducir así al espectador desde una mirada más profunda y poética para recoger la riqueza de las historias y las posibilidades simbólicas detrás de cada relato como por ejemplo el que narra la relación de los wichís con el fuego o el que ubica en escena a Takjuaj, una especie de espíritu supremo que no se puede representar con una imagen y para quien se utiliza la pantalla en negro, cuyo protagonismo en los cuentos marca siempre un ciclo donde la vida y la muerte están presentes pero también la chance de volver a nacer. Ese volver a nacer se conecta con aquel Río de la cultura wichí, que pese a las piedras o a la falta de inteligencia para abarcarlo sin reduccionismos sigue en la búsqueda de otros afluentes para hacerse más fuerte y así comenzar a sonar.
La redención como inserción El realizador Ken Loach se aleja un tanto de los dramas sociales para sumergirse en el terreno de la comedia y retratar las peripecias de un grupo de marginales en Glasgow, quienes han caído por el camino de la ilegalidad y sin llegar a representar lo que podría considerarse delincuentes deben cumplir condena por diversos delitos menores y así realizar trabajos comunitarios. La idea de reinserción social así como la de redención se ve directamente asociada con un relato que roza el costumbrismo, no escatima a la hora de mostrar hechos violentos, más concentrado en la historia de las segundas oportunidades. Los desvíos morales de los personajes como el protagonista del relato Robbie (Paul Brannigan), padre de un niño pequeño, se justifican de cierta manera al encorsetarlos en un contexto social adverso sin reales posibilidades de ascenso de clase en el que la esperanza está depositada no en el trabajo y el esfuerzo sino en dar el gran golpe que permita a todos ser lo que jamás podrían alcanzar. Así las cosas, la oportunidad parece llegar de la mano de la cata de whiskies, en la venta de una botella de ese elixir único por el que se pueden llegar a pagar fortunas y en definitiva aquellos que lo adquieren a veces pueden ser estafados por los propios catadores. En la línea del plan que por algún motivo se encuentra sujeto a complicaciones y en sintonía con el derrotero habitual de un grupo de perdedores -pero queribles- La parte de los ángeles transita sin tropiezos moralistas y deja un sabor dulce en el paladar del público que encontrará una rápida empatía con personajes secundarios bien escritos y una interesante historia donde prevalece el intento por cambiar de vida cuando todas las cartas repartidas juegan en contra.
Desde lejos no se ve La primera certeza que surge una vez que concluye Renoir, film del francés Gilles Bourdos que toma como punto de partida el libro Le tableaux amoureux, de Jacques Renoir, su bisnieto, es inconsistencia desde el punto de vista narrativo y conceptual. Si bien no estamos frente a una biopic tradicional, tampoco el desapego de los convencionalismos o el tránsito por los lugares comunes alcanza como para encontrar un horizonte o norte cuando lo que en realidad prevalece es sencillamente la falta de criterio a la hora de pensar la mejor manera de transmitir el proceso creativo de un pintor de estas características. Al igual que en la vida, la representación de lo bello siempre es más atractiva que lo bello en sí mismo y de eso se desprende el genio de un artista: en la forma de percibir la realidad como una armónica contraposición de colores en la lucha permanente entre lo blanco y lo negro, que en el lienzo cobra formas reconocibles y similares a lo que podría considerarse un cuerpo. De lo que se mira y cómo se lo ve se pueden encontrar muchísimas maneras cinematográficas de representación pero no se puede dejar de lado quién es el que mira y el contexto en el que esa mirada escudriña. Así, este relato propone trasladar el tono y la imagen impresionista como si se tratara de las partes de un cuadro en pleno proceso creativo, con un elaborado trabajo en la puesta en escena con fines puramente pictóricos y representativos, en donde se destaca la fotografía de Ping Bin Lee pero que no logra cohesionar con el escaso desarrollo dramático que reduce la historia al periodo cronológico de un verano en el año 1915. En ese breve recorrido por el ocaso de Pierre-Auguste Renoir, en su refugio de la costa azul, desfila por un lado la lucha del pintor impresionista con la artritis; la llegada de la joven y última musa Andrée Heuschling –la composición es perfecta y parece el retrato vivo de cualquiera de sus mujeres en los cuadros- y por otro la extraña relación con su hijo Jean Renoir, recién llegado del frente de batalla y luego futuro cineasta. Esos apuntes son los únicos elegidos para dar cuenta del escenario histórico, con el trasfondo de la Gran Guerra y de un triángulo amoroso que en realidad encubre la disputa entre el padre y el hijo por la misma musa. Podría decirse entonces que pese al estallido de la paleta de colores con sus enormes filtros para imprimirle un contraste a la fealdad de la enfermedad o de las situaciones cotidianas y dramáticas del propio protagonista, interpretado con solvencia por el experimentado Michel Bouquet, el film no logra despojarse ni siquiera trascender las fronteras de las impresiones de su propio director como si se hubiese quedado atrapado en su propio lienzo y tapado por las capas menos visibles de su incertidumbre.
Anexo de la crítica -El regreso de Pedro Almodóvar a su universo de la comedia transgresora deja un gusto amargo y sabor a poco básicamente por repetirse, apelar al absurdo sin vuelo creativo, dependediendo de lo que puedan entregar actores y actrices que hacen lo que pueden pero sin divertirse tal como se propone el director y apuesta al homenaje a comedias como las de Blake Edwards entre otros problemas que se arrastran desde el guión. Sin lugar a dudas podría haberse llegado mucho más alto teniendo en cuenta los antecedentes del director y ese reparto ecléctico desperdiciado en esta ocasión.
Anexo de crítica La buena recepción de aquella comedia Red -2010- que adaptaba el comic de culto de DC Comics, escrito por Warren Ellis, y que contaba con el atractivo de un elenco de notables estrellas hollywoodenses no podía dejar ausente la manía de las secuelas y por ese motivo arrastrar una carga de negatividad extra por desgaste más que por impericia a la hora de pensar el guión. El mayor defecto de Red 2 no reside en las correctas actuaciones e intervenciones del elenco o de sus diálogos ingeniosos y el constante juego compositivo hacia la caricatura –la exageración afín con el código comic- sino en el guión de Jon Hoeber y Erich Hoeber que acumula baches, lagunas e inconsistencias varias que por la dinámica de la historia a veces pasan a un segundo plano pero no dejan de generar ruido a la hora del balance final.
Cuentas pendientes con mamá El realizador francés Stéphane Brizé ya nos plantea desde el título una imprecisión temporal que obedece exclusivamente a lo efímero o fugaz que define esta relación entre madre e hijo y que forma parte del centro neurálgico de este seco pero contundente film de cámara, de tono intimista y despojado de todo sensacionalismo o sentimentalismo. Si hay algo que prevalece en Algunas horas de primavera es sin duda la enorme distancia afectiva entre los protagonistas: Alain (Vincent Lindon) e Yvette (Hélène Vincent), hijo parco por naturaleza, cerca de los 50, que tras una estadía forzosa en prisión, luego de haber sido condenado por participar en contrabando de drogas al transportarlas en su camión, debe sin desearlo regresar al hogar maternal y así comenzar la lenta reinserción social en un país en plena crisis, mientras que su anciana progenitora encara el último tramo de su enfermedad terminal, aspecto que la lleva a decidir acabar con el sufrimiento en una clínica suiza donde se practica el suicidio asistido para casos como el suyo. Poco importa la cárcel, la viudez, como las causas que llevaron a la distancia entre ambos porque si hay algo abolido en este relato es precisamente el pasado o los recuerdos felices y a la vez lo único consumado y tangible, además del férreo y mutuo destrato, es sencillamente el inevitable paso del tiempo. Tiempo perdido para la reconciliación; tiempo perdido para dar vuelta la página y comenzar una vida diferente, donde las críticas maternales no empañen cualquier intento de cambio y en definitiva tiempo perdido para recuperar la salud y la palabra justa antes de la despedida. Ligado a esa tensión irresuelta que desde el primer minuto hasta el último se contiene en una olla a presión tanto para el caso de Alain que no repara en reprochar a una madre enferma la falta y la convierte en culpable de su propio destino, así como de esa frágil anciana que se ve invadida de repente por un hijo al que no espera, el relato fluye y se reviste de distintos matices dramáticos que van apareciendo sutilmente gracias a las brillantes actuaciones de Vincent Lindon y la experimentada Hélène Vincent porque la cámara los sorprende en el acto del despecho o del reproche, sin contaminar con primeros planos o cortes abruptos el momento de amor odio en la intimidad, que pendula de manera constante. Adscripto siempre a la vertiente de los conflictos internos de sus personajes y de las corazas afectivas que de cierta manera los protege, el director encuentra en la trama el espacio adecuado para poner en escena los diferentes estadios del duelo cuando se tiene tan cerca la presencia de la muerte y lo hace sin estridencia ni especulaciones para que al espectador le cueste el doble la identificación primaria y desde esa incómoda pasividad surja el camino tortuoso hacia la reflexión. Así como en la primavera estacionaria se renueva por así decirlo el aire y las hojas crecen, también existen aquellas que perecen a pesar de los colores del día o el reflejo de la luna por las noches para acompañar a esos amores que perduran. Ese es el cine que últimamente no llega a nuestra pantalla, como aquellas primaveras de antes colmadas de hojas y matices que le ganaban la carrera al paso del tiempo.
La hazaña del fracaso Sin pensarlo demasiado, uno podría llegar a concluir que la necesidad de los payasos se vincula de manera directa con la existencia de un mundo al que le cuesta reírse. Guerras, hambre, injusticia, miseria, enfermedades complican un tanto la vida de cualquiera como para no encontrar en el poder sanador de la risa un antídoto aunque más no sea por el instante en que dure una sonrisa. Y en ese momento uno también se vincula con el propio payaso interior; el que rompe con la mirada convencional frente a lo que, en un principio, en el sistema está vedado a la risa: el ridículo, el absurdo, lo imperfecto, el dolor ajeno y hasta el propio. Una mirada payaso o payasesca de la realidad implica el riesgo de quedarse solo o de ser tildado en el mejor de los casos de loco por una mayoría que no se atreve a ver lo que la rodea sin etiquetar o categorizar cualquier situación o acontecimiento. En definitiva, todo es tan absurdo que no resiste la más mínima lógica y entonces lo saludable es sacar al payaso interior del espíritu autómata y obediente que nos atraviesa. Como no podría ser de otra manera un documental hecho por y para payasos debe ser caótico, anárquico, arriesgado y creativo y eso es lo que ocurre con este rara avis del acróbata de altura devenido cineasta Lucas Martelli, Solo para payasos, que promete un estreno poco convencional en el Cine Gaumont el día jueves 25 de julio para al menos intentar repetir la experiencia que dio marco y vida a este proyecto que ganó en la categoría Documental Digital del INCAA la posibilidad de obtener un subsidio y así finalmente ver la luz. En ese acontecimiento que encuentra por un lado el pretexto para reunir clanes de payasos de diversas partes del mundo a una convención y así lograr el gran acto se hilvana la red de contención de este relato en cuyo salto al vacío se cruza un caudal importante de información e historia de los payasos, a cargo de diferentes figuras del quehacer circense, callejero o del teatro para reflexionar sobre una pasión que no sólo se relaciona con hacer reír al otro sino con una filosofía de vida a contracorriente del conformismo. De los más de 200 artistas que participaron del documental representando estilos y tipos de payasos, están los naif, los anarquistas, las payasas, y otros alejados del estereotipo se encuentran el catalán Tortell Poltrona (Payasos sin Frontera); Luisito y Pacusito (Hermanos Videla); Chacovachi (Símbolo de los payasos callejeros durante y después de la dictadura); Petarda (Cristina Martí, Clu del Claun); Rik Streiff (ex Triciclos Clos); Toto Castiñeiras (Cirque du Soleil); Tomate; Tenaza; Maku Jarrak; Chicharrita; Casimiro Magote; Morrison; Malabaristas del Apokalipsis (Riki Ra y Mauri); Pedro Peligro (Catalinas Sur); Pablo y Luna (Circo Social del Sur); Circo Manija (Taller de Artistas del Borda); Loco Brusca; Gota; Frágil; León; el Sr. Mikozzi entre otros. La ficción que se ancla al documental construye y a la vez deconstruye de manera permanente el hilo conductor de esta trama, que por momentos se adapta a una road movie que integra un viaje en dirigible hacia el destino ya mencionado, junto al derrotero de otros invitados que parten desde sus lugares al corazón de la convención. El apunte irónico frente al historicismo llega de la mano de uno de los personajes centrales que intenta dar un enfoque socioantropológico a cámara pero que se ve constantemente interrumpido. También surge una historia de amor entre un payaso y una trapecista, el enfrentamiento de los clanes y las dicotomías entre payaso y clown, que encuentra las más académicas definiciones desde el discurso pero expresa las mayores contradicciones desde la práctica. Aquello que se nota permanentemente desde la propuesta cinematográfica en Solo para payasos, de Lucas Martelli y equipo, es saber lo que se quiere contar aunque librado al devenir de lo que ocurre en el campo de batalla donde basta poner la cámara y dejar que los propios protagonistas, algunos con caras pintadas o vestuarios exagerados y otros a cara lavada, jueguen hasta las últimas consecuencias y liberen tensiones para superar los límites de la representación. Tamaña tarea conlleva el riesgo pero también el atractivo que el espectador no sepa lo que va a ocurrir a cada segundo y tal vez ese logro incuestionable es lo suficientemente poderoso para que el film nunca deje de fluir, por momentos divertir e incluso emocionar por su enorme poesía, todos esos elementos que hacen de la hazaña del fracaso -¿acaso el payaso no representa un poco eso?- una aventura épica, genuina, universal y verdadera.
A robar mi amor Navidad sin los suegros (2008) es una comedia más redonda que Ladrona de identidades y ambas fueron dirigidas por Seth Gordon, cuyos orígenes provienen del documental. Ambos títulos pecan de los mismos errores que obedecen a la capa de corrección política aplicada bajo una prédica conservadora cuando en apariencia las propuestas tienden a ser todo lo contrario. Sin embargo, a pesar de este defecto debe reconocerse que tanto un film como el otro cuentan con una buena pareja protagónica y con la cuota de confianza necesaria para que todo el peso del relato y la efectividad de las situaciones graciosas recaigan en los comediantes. Para el caso de Ladrona de identidades la mayor cantidad de laureles se los lleva Melissa Mc Carthy (Damas en guerra, 2011), quien por un lado explota sus cualidades histriónicas y desparpajo a flor de piel y por otro las exageraciones de sus volúmenes corporales para demostrar enorme destreza física, sobre todo en gags pensados para su contextura y cuerpo. En esta comedia de enredos de pareja dispareja el contrapeso para que no se desbalancee el exceso lo aporta Jason Bateman, en un rol contenido y adecuado a las circunstancias. La premisa es básica y como tal no tarda en definirse el mayor conflicto entre la pareja antagónica: Diana (Melissa Mc Carthy) es una experta en fraudes con tarjetas de crédito que roba identidades y vive la gran vida a expensas de las fallas del sistema financiero y de sus víctimas como es el caso de Sandy (Jason Bateman), empleado y padre de familia sin un holgado pasar económico que se ve de la noche a la mañana envuelto en una trama que implica deudas con seis tarjetas de crédito. Así las cosas, el único modo de limpiar su buen nombre y de recuperar su empleo es dar con el paradero de la usurpadora y para ello adentrarse en una aventura a la que se sumarán sicarios, caza recompensas y un sinfín de enredos junto a la ladrona, así como una relación entre ambos que terminará por fortalecer un vínculo entre víctima y victimario. Las coordenadas de una buddy movie en el contexto de una road movie están más que presentes en un guión simple que en su primera mitad despliega lo mejor del film y en su segunda lo peor. Y esa descompensación termina por conspirar con el resultado final porque el drama y la justificación de un pasado traumático surgen de manera caprichosa y abruptamente cuando las condiciones para la comedia sin recaídas moralistas estaban servidas en bandeja. Con momentos logrados y muy buena química entre Mc Carthy y Bateman, Ladrona de identidades se ubica cómodamente dentro del grupo de comedias blandas e inofensivas a la vez que olvidables y convencionales hasta decir basta.