El germen de la militancia El colegio Nicolás Avellaneda fue uno de los epicentros donde se desarrollaron las modalidades de toma impulsada por centros estudiantiles en procura de una mejoría en la educación pública que fue tomada desde el discurso mediático con posturas maniqueas que tuvieron sus referentes y opinadores desde noticieros tanto oficialistas como opositores, que en lugar de esclarecer el motivo del conflicto lo empañaron y distorsionaron a niveles preocupantes. Por eso al introducir una cámara –la realizadora comenzó a registrar desde 2009- con la distancia suficiente para poder escuchar a los protagonistas se toma verdadera dimensión de la agitada y convulsiva realidad que lamentablemente llega tarde a los ojos y oídos de la sociedad, dividida por pancartas y mensajes huecos desde ambos lados y donde no se sabe demasiado qué se defiende y qué se ataca, aunque sí la expresión y la necesidad de un cambio siempre se encuentran vigentes. Este documental, La toma, arroja un manto de luz exponiendo testimonios, peleas, ideología y política sin faltar el respeto a sus adversarios pero tampoco ensayando una mirada complaciente y romántica de un conflicto que demuestra por momentos la falta de rumbo más que una dirección a seguir, a pesar de que haya voluntades inocentes y entusiastas como las que surgen en este trabajo equilibrado de Sandra Gugliotta.
Tener y después ser ¿Películas que abordan temas superficiales deben ser superficiales? Adoro la fama, nuevo opus de Sofía Coppola parece caer en esta trampa desde su especulativa mirada sobre lo fútil; el mundo de las celebridades, es decir, gente sin talento que es famosa porque todo el mundo quiere ser como ellos, del que son referentes de los nuevos modelos de mayor popularidad en una sociedad como la norteamericana, adscripta al fetichismo y a la celebración absurda de un consumo estéril y de corto plazo, cuya duración se asemeja a los tiempos virtuales en que lo fugaz se emparenta con el click de un mouse y la realidad parece acabarse en el instante en que la moda dicta cómo se debe vivir, sentir o pensar. El grupo de adolescentes que Coppola acompaña, con una cámara atenta a los tiempos muertos y por momentos testigo de sus andanzas en un círculo vicioso acotado y vacuo como el que implica irrumpir en casas de famosos –con enormes fallas de seguridad cabe aclarar- y robar para luego exhibirse con fotos en facebook, representa perfectamente la galería de personajes huecos y unidimensionales que por circunstancias ajenas al cine para muchos resultan más que atractivos. Sin embargo, ese derrotero que se vale de la impunidad de no haber sido atrapados por las autoridades o pescados infraganti por sus propias víctimas, léase Paris Hilton o Lindsay Lohan, es de mecha corta, así como la película de la realizadora que no puede despegarse un céntimo de un retrato elemental sobre un fenómeno que no necesita demasiada explicación ni cerebro para ser abordado con algo de rigor en estos tiempos donde internet sacudió a los manuales de sociología aplicada para definir y redefinir los conceptos de individualidad, sociedad, entre otras cuestiones. Nada se descubre al decir que el film no presenta ninguna falencia en materia de dirección; que pese a lo anecdótico del asunto conserva la suficiente dinámica y ritmo para no resultar aburrido o soporífero; que encuentra sus momentos para la intimidad aunque nunca se contagia de ella, y eso quizás hubiese servido para acercarse más a sus criaturas pero tratándose de Sofía Coppola y sus antecedentes uno siempre anhela más. No obstante, en el haber hay que destacar las actuaciones de Katie Chang y Emma Watson como las líderes indiscutidas que entendieron a la perfección su papel, en un segundo término Israel Broussard como ese infaltable amigo gay, para terminar con una estereotipada Leslie Mann en el rol de madre ausente que no hace otra cosa que competir con la hija por la mirada de los hombres.
Torturame que me hace bien Hay dos clases de torturas que atraviesan el universo maniqueo de Tiempo de caza (Killing season), proyecto que por cambiar de manos en la dirección y en el elenco resulta más que penoso en el balance final. La primera tortura es la del espectador que deberá soportar una trama esquemática que gira en torno a la venganza de un soldado serbio (John Travolta), quien tras 18 años de búsqueda da con el paradero de otro soldado norteamericano (Robert De Niro en reemplazo del rol para Nicolas Cage), integrante de un cuerpo de la OTAN que había intervenido en 1995 en el conflicto entre Bosnia y Serbia. La segunda tortura es la explícita que abraza los elementos del gore, método de expiación de pecados y culpas que ambos adversarios utilizan en beneficio propio exhibiendo su cuota de sadismo y la irremediable naturaleza asesina que los hermana de cierta manera. Ese detalle de la confraternización, sumado al paso del tiempo, es lo que provoca la risa nerviosa en el público que con absoluta justicia puede preguntarse si le están tomando el pelo o sencillamente si se encuentra ante una película mediocre como la que nos atañe. Es exactamente lo que sucede promediando la segunda mitad del film: un retroceso preocupante a lo políticamente correcto porque no pueden morirse ninguno de los dos protagonistas por una lisa y llana especulación comercial. Es decir, el maniqueísmo más absurdo en pos de una reflexión antibélica más absurda aún. Por otra parte, la mala elección de casting en el caso de Robert De Niro que ya no está para estos trotes –no está para trotar directamente- vuelve tan inverosímil esta suerte de cacería humana con plus redentor incluso para aquellos momentos donde se aprovecha la hostilidad del terreno y la tensión de esa lucha por sobrevivir en los bosques, donde se intercambian roles entre presa y cazador, es poco convincente. Tiempo de caza es un flechazo tan desviado que habría que preguntarse si Hollywood está perdiendo la puntería.
La Argentina hipotecada No será para nada sorprendente que se levante un coro de voces que despotriquen y vilipendien al director Fernando Pino Solanas, hoy candidato a senador por el partido UNEN, de haber hecho un documental proselitista, tendencioso con La guerra del fracking (puede verse gratuitamente y on line por internet) que se inserta dentro del mega ensayo cinematográfico que comenzara allá por el 2003 con la elocuente Memoria del saqueo y que podría considerarse como el séptimo capítulo de esta investigación llevada a cabo por el cineasta sobre los temas urgentes de la Argentina, utilizando el cine como herramienta absoluta de información y también como herramienta política. Sostener que Fernando Pino Solanas manipula en beneficio propio la verdad y sólo muestra una campana además de incluirse como voz dominante implica reconocer una batalla perdida porque los datos de la realidad más cruda de las últimas décadas hablan a las claras que no todo lo que brilla es precisamente oro. La coherencia en el discurso cinematográfico es algo que cada vez se valora menos en nuestros días y la evolución en el pensamiento, así como la desilusión de los sueños de grandeza del creador de La hora de los hornos (1968), está presente en este nuevo manifiesto que refleja la parte más cruel del capitalismo que tiene que ver con la rentabilidad en función del desastre ecológico que provoca entre otras cosas la extracción salvaje del petróleo con una nueva técnica llamada fracking, la cual consiste sucintamente en la extracción de petróleo y gas que utiliza perforaciones hidráulicas que inyectan presión en rocas blandas, método que ya ha provocado por ejemplo en E.E.U.U. sismos de alto nivel como el ocurrido en Oklahoma en 2011. Solanas toma su cámara para testimoniar y apoyar su investigación con datos y la experiencia de entendidos en la materia, quienes analizan las causas y los efectos de este nuevo paradigma en el mundo del petróleo y también revela en primera persona los primeros indicios de que su hipótesis no es descabellada ni antojadiza. La guerra del fracking vale mucho más extra cinematográficamente que por su estética simple y televisiva que por otra parte compone el basamento del estilo documental de Pino Solanas, que por momentos puede resultar didactista o cuestionable desde el punto de vista visual pero eso no va en desmedro de su aporte y difusión de la otra cara de la moneda que siempre cuesta reconocer: la improvisada política energética, la ética vendida al mejor postor y la indiferencia de quienes sólo piensan a corto plazo sin importar el futuro ni tampoco aquel pasado que los llevó a ese lugar y que parece otra Argentina.
La nueva Cuba libre Decir que el guión de esta película es patético y que está cargado de estereotipos ahorra bastante en palabras y sintetiza de cierta manera este aburrido film, Apuesta máxima, que solamente puede explicarse desde el punto de vista comercial porque es indefendible desde cualquier otro margen de análisis. Parece que Ben Affleck intentó meter mano en el guión para arreglar algo pero se quedó corto y solamente se explica su participación por el simple hecho de conseguir plata fácil para autofinanciarse con sus proyectos inteligentes. Lo de Justin Timberlake es esperable dado el limitadísimo potencial actoral y la presencia decorativa de la sexy Gemma Arterton es eso: decorativa. La trama es básica y se rige por la lógica binaria corruptos y no corruptos; entre los personajes se disputan la jactancia de quién es más vivo que el otro en un juego muy mal desarrollado de lealtades y traiciones entre el protagonista, un estudiante de economía de la prestigiosa universidad de Princeton que para costearse la carrera levanta apuestas por internet y una vez atrapado por el decano decide jugarse su suerte enfrentándose nada menos que al millonario cool, dueño de negocios de apuestas ilegales en paraísos fiscales como Costa Rica –escenario donde transcurre la acción- para echarle en cara que su sistema hace trampa y así ganarse un lugar y la confianza para formar parte de esta empresa. Así, el antagonista, interpretado por un Ben Affleck más preocupado por cobrar el cheque que por actuar, le demuestra que por algo es el número uno dentro del megamillonario negocio hasta que su número dos, el ambicioso estudiante de Princeton, lo supere valiéndose de las mismas reglas del juego. Por supuesto aparecerá la pátina de corrupción tercermundista de trasfondo; los agentes del FBI honestos y patriotas y toda la sarta de lugares comunes sumada a la insoportable banda sonora latina y colorinche. Parafraseando, en este tedioso juego de naipes las cartas están tan marcadas que apostar una entrada es perder el dinero.
Hacer posible lo imposible Caito es la extensión al largometraje de lo que fuera allá por el 2004 un cortometraje sobre la historia de Luis Caito Pfenning, hermano del actor, quien protagoniza junto a la actriz invitada Bárbara Lombardo esta mezcla de ficción y documental producida por Pablo Trapero que se presentara en el BAFICI hace un año. La idea central es la utilización de la ficción como herramienta transformadora de la realidad. Tanto en aquel corto como en este largometraje, el actor y director Guillermo Pfenning se vale de los recursos del cine para construirle a su hermano, quien padece de una discapacidad motora (un tipo de distrofia muscular), una historia en la que cumpla su sueño de formar una familia propia; cumplir el deseo de ser padre y de que la chica más linda del pueblo le diga te amo en la intimidad. Pero sabido es que todo rodaje encierra la idea de familia itinerante, que en este caso particular se yuxtapone desde la representación como en lo concreto para terminar entregando una película conmovedora y honesta que sirve de excusa como declaración de amor hacia un hermano; como documental sobre las dificultades de movimiento y obstáculos que generan la dependencia de los otros y fundamentalmente como un acercamiento de realidades dispares que confluyen en un mismo camino: el de hacer posible lo imposible gracias a la magia del cine.
Tanatología Como idea de exorcizar o quizás por necesidad de catarsis luego de atravesar el umbral entre la vida y la muerte, hecho provocado por una intervención quirúrgica compleja de corazón, el productor y realizador Oscar Mazú llegó a dos conclusiones: el tiempo nos determina que nos vamos a morir por un lado y por otro que la inmortalidad es una sensación que se acaba en un momento en que tomamos verdadera conciencia de que el paso por este lugar es efímero. Así, y tras una serie de entrevistas con Ricardo Péculo, el tanatólogo argentino que continúa la tradición familiar y es además una voz autorizada en la materia, el realizador pensó en el mejor vehículo para reflexionar sobre su propia muerte y en general, valiéndose de una mirada que busca desdramatizar a partir de dosis pequeñas de humor negro pero siempre respetuoso de los rituales y de todo aquello que gira alrededor del fenómeno funerario. El problema de los muertos es que son impuntuales, título sugestivo si los hay, obedece a una frase del propio Péculo, voz dominante de este documental, que entrelaza momentos íntimos y reflexivos del propio Mazú con voz en off –al final aparece en carne y hueso-, que compara a la muerte con el sexo como ese tabú del que nadie se atrevía a hablar pero que sin embargo estaba arraigado en la gente. De esta manera y con un montaje un tanto televisivo se van superponiendo diferentes aspectos siempre relacionados con el antes y el después de la muerte en sí misma, que comprende desde visitas a mausoleos; clases de maquillaje funerario; vidriera de ataúdes de distintos colores y tipos, así como un revelador documento que trae a colación el traslado de los restos del ex presidente Perón a cargo del propio Ricardo Péculo, para quien ese momento histórico es una marca indeleble dentro de su profesión. Tal como advierte el comienzo del documental, las imágenes y temáticas que se abordan no son aptas para personas impresionables o a quienes no les interese en lo más mínimo este paseo singular por los rituales de la muerte recomendamos abstenerse. A pesar de todo, se aferra a la vida y a una cámara para registrarlo desde un lugar muy personal y honesto pero que se agota en la experiencia del propio realizador.
Renegado arcade La tercera aventura del antihéroe, Riddick, que tan bien le sienta a Vin Diesel, Richard B. Riddick es un film con momentos simpáticos, muchos otros antipáticos, que dilapida una interesante historia en una primera mitad aceptable que pese a transitar por todo lugar común de la galaxia entretiene sin más que eso. Lamentablemente, cuando surge la impronta del videojuego y de la estética de los fichines que gana por acumulación de alimañas digitales en cambio de peripecias heroicas todo se cae a pedazos. En esta ocasión el ex convicto sobrevive a un intento de asesinato y queda solito en un planeta hostil; se hace amigo de un perro -o algo así- al que aprende a domesticar hasta que llega la mala compañía de cazas recompensas que cobrarían doble si es que consiguen llevarse la cabeza del hombre de anteojos saltones en una caja. De ese grupete comandado por el capitán Johns (Matt Nable), quien culpa a Riddick de la muerte de su hijo también convicto perteneciente a un pasado, se destaca el despiadado pero cobarde español Santana (Jordi Mollà); la escultural blonda Dahl (Katee Sackhoff) y en otro orden el siempre listo Karl Urban en el rol de Vaako, quien traiciona a Riddick una vez coronado rey de los necromongers. En su primera mitad, el relato adopta el derrotero de la supervivencia en el que Riddick se deberá enfrentar a unas criaturas venenosas y hacerse inmune con un antídoto propio contra ese veneno. En ese corto pero intenso pasaje Vin Diesel aporta todo su carisma y más aún cuando entabla relación con su mascota. Pero la acción llega a partir de la dinámica de una cacería humana que explota las ventajas de conocer por parte del protagonista un terreno hostil para ejercer una guerra psicológica contra el enemigo y obligarlo a rendirse a su voluntad, aunque siempre con la amenaza latente de la traición por parte de sus captores en contraste con los códigos morales de Riddick y su personal modo de entender la lucha. Resulta poco productivo entonces que el film abandone la idea de western intergaláctico para el que estaban dadas todas las condiciones. No obstante se optó por la facilidad de caer en la aventura gráfica que hace del cine una extensión del videojuego, fórmula que sin lugar a dudas una vez transcurrida la novedad termina desgastándose y amesetándose como esta franquicia que parece no morir en trilogía, lamentablemente.
Comedia romántica en un país ajeno El debut en la dirección del actor Martín Piroyanski, también guionista, transita con irregularidades pero siempre confiado de lo que pueda aportar la pareja protagónica –pareja en la vida real- que interpretan a Pablo y Valeria, dos argentinos que quieren probar suerte en E.E.U.U. para llevar a cabo sus sueños pero que se diferencian básicamente por las energías que cada uno dispone para seguir adelante, así como en el cotidiano esfuerzo para mantener sólida la pareja y de esta manera proyectar un futuro en un país ajeno. Carla Quevedo encarna en su Valeria, pujante aunque contradictoria, un prototipo femenino que al cine argentino le viene sumando adhesiones ya vistas en la reciente 20.000 besos de Sebastián De Caro. La cámara le resulta tan natural para su fotogenia que esa simpatía aniñada, mezcla de inocencia y ternura, hacen de sus criaturas personajes queribles a la vez que sufribles. Es ella la que se carga al hombro y a las espaldas tanto la película como la inercia parasitaria de Pablo (el músico Abril Sosa), quien pese a su costado autodestructivo por momentos genera alguna sensación de empatía por un sufrimiento genuino que surge con espontaneidad. Martín Piroyanski conoce los riesgos de compartir intimidad y filmarla tal como ocurre en la trama de Abril en Nueva York, pero así y todo continúa fiel a su historia pequeña con la frescura y la libertad para de repente experimentar con la introducción de música diegética que rompe con un naturalismo o pseudo realismo. También se atreve a burlarse con inteligencia de ciertos clichés del género en la elección del antagonista que ubica a Valeria en un dilema amoroso pero que a la vez orienta la historia hacia un espacio menos interesante que el que proponía un registro cómico o auto referencial, explotado en la primera mitad. Son destacables los rubros técnicos, particularmente la fotografía a cargo de Pix Talarico y el sonido a pesar de las condiciones en que fue rodada la película. Con sus irregularidades a cuestas pero en sintonía directa con su falta de pretenciosidad, esta ópera prima intenta dejar un sello diferente para las comedias románticas pensadas en base a productos norteamericanos y por ese riesgo vale la pena darle un crédito.
Seis tristes burgueses que hablan Una pareja resquebrajada que acusa en sus rostros y conversaciones lacerantes el tedio y desgaste tras más de una década de convivencia; un muchacho confundido y huérfano de padres que se enamora de su empleada doméstica y le propone repoblar el Paraguay; una errática profesora en plan de fuga hacia otros horizontes que pretende transitar la aventura de ser madre soltera y valerse del esperma de su amigo para cumplir el objetivo o las andanzas de un actor vocacional que vive un tormentoso flechazo amoroso con una chica pero no puede comprometer ni una cuota de cariño hacia ella, son las pequeñas historias que se entrelazan en el microcosmos de Los quiero a todos, ópera prima del dramaturgo y ahora debutante Luciano Quilici, quien buscó trasladar su obra teatral homónima al lenguaje cinematográfico apelando entre otras cosas al recurso narrativo de la enunciación con un resultado óptimo. La galería de personajes, que bajo el pretexto de una reunión de amigos para un asado dominguero, encarna a veces desde la individualidad y otras como parejas aspectos propios de una burguesía porteña heredera del menemismo que exhibe sus aristas más visibles en cuanto a la ideología de clase pero también desde el discurso de la frustración y el cinismo propio de un grupo social muy identificado con personas de una franja etaria no mayor a los 40. La estructura del relato, que aprovecha la capacidad interpretativa de un elenco sólido donde debe destacarse la performance de Alan Sabbagh (indiscutiblemente un gran actor que promete dar muchas sorpresas de seguir por este camino) por encima del resto del reparto, integrado por Leticia Mazur, Ramiro Agüero, Valeria Lois, Santiago Gobernori y Diego Jalfen, inserta y entrelaza diferentes viñetas como marco de la exposición y enunciación de un conflicto, en el que cobran importancia tanto las palabras como los silencios o aquellos tiempos muertos incómodos que se mezclan con una densidad narrativa y profunda más que interesante. Como suele ocurrir con propuestas minimalistas de estas características no todas las historias o anécdotas conservan el mismo relieve de atractivo para el espectador pero lo que sí se respeta desde el punto de vista cinematográfico es la renuncia manifiesta al juicio de valor sobre los personajes y sus actitudes para dejar que emerja un discurso sesgado, aunque reconocible y creíble. La eficacia de esta ópera prima reside precisamente en no teñir una atmósfera de absoluta intimidad y pesadumbre con un patetismo incipiente, no por ello menos cínico, que hace dificultoso un camino de identificación emocional con alguno de los personajes. Luciano Quilici sabe dosificar desde los diálogos la información para construir con sutileza a sus personajes y por momentos traslada una puesta en escena semi teatral que permite el lucimiento de sus actores sin la consabida sobre actuación que tantas veces malogra películas argentinas similares.