Narcópolis Dos escenas pueden llegar a definir la poco sustancial El abogado del crimen, tal vez el intento de Ridley Scott de redimirse por su solemne Prometeo jugando a transformarse en Tarantino pero con la poco feliz sociedad creativa con el ganador del premio Pulitzer, el octogenario Cormac McCarthy, en su primer intento de guión cinematográfico tras su enorme trayectoria como novelista de, por ejemplo, No es país para viejos luego llevada al cine en el film de los hermanos Coen Sin lugar para los débiles. Las dos escenas a las que haremos referencia son lo suficientemente gráficas para justificar los desaciertos de esta película que reúne un elenco de estrellas de la talla de Michael Fassbender, Penélope Cruz, Cameron Diaz, Javier Bardem, Brad Pitt, Bruno Ganz: la villana de turno en la piel de la gélida Cameron Diaz que parece haber entendido que la única manera de salir indemne de este mamarracho era jugar al grotesco hace el amor con un auto de alta gama (tiemblan Sharon Stone y sus Bajos instintos) mientras el impávido Javier Bardem con un peinado extraño observa atónito como ella refriega su sexo sobre el parabrisas y la segunda escena ubica a uno de los personajes -que por razones obvias no revelaremos aquí- en un basural como si fuese parte de la misma fisonomía de residuos abandonados por un camión recolector. El público pensará de antemano que con semejante osadía Scott y compañía buscaron traspasar los límites del mainstream y apelaron a un recurso irónico para trascender los convencionalismos del género al desnaturalizar y metaforizar una historia de venganza entre narcos que se traicionan y roban un camión que transporta desechos sépticos como parte de una pantalla que oculta un cargamento sustancioso de drogas. A ese detalle basta agregarle que todo transcurre entre la frontera de México con E.E.U.U. para terminar de cerrar un círculo vicioso sin posibilidad de redención alguna porque lo que se subraya desde el punto de vista del protagonista, un abogado (Michael Fassbender) seducido por la codicia y ese mundo de ostentación, poder y animales exóticos, una vez que se entra no se sale. Bienvenidos entonces a la narcópolis desde la mirada novelada de Cormac McCarthy mucho más preocupado por las palabras que sus criaturas escupen en medio de reflexiones filosóficas sobre el sinsentido de la vida, lo efímero y hasta valiéndose del pobre Rubén Blades para traer a colación el poema de Antonio Machado que reza caminante no hay camino…; bienvenidos a un despropósito cinematográfico descomunal por su falta de osadía y creatividad a la hora de deconstruir al cine de género –si esa era la intención- y despojarlo de todo condimento atractivo para terminar hablando de sexo sin mostrar sexo, de violencia sin estética y pidiendo a los actores que se tomen en serio ese ridículo derrotero al que son sometidos como ocurre en este film que encima de todo dirige Ridley Scott, quien si bien abandonó su estilo clipero, hiperquinético y recargado de colores fuertes no encuentra el camino para su aventura narco filosofada, publicitaria y aburrida.
Caminos que se bifurcan La carencia de pretenciosidad es sin lugar a dudas la mayor de las virtudes de esta ópera prima de los directores y guionistas Ionathan Klajman y Sebastián Dietsch y eso es lo que permite que los realizadores apliquen desde el punto de vista narrativo recursos cinematográficos potentes para llegar a muy buen puerto con Mar del Plata. El balneario costero al que hace referencia el título del film es el mejor pretexto no desde lo geográfico sino en su carácter simbólico para que los caminos bifurcados de Joaquín (Pablo Pérez) y David (Gabriel Zayat) confluyan en un lapso de dos días en el que la convivencia y amistad que los une se ve en constante peligro, pero la necesidad de un cambio en sus rutinas hasta el momento es el cemento de contacto para que uno se pegue al otro. No hay mejor forma que abordar el pasado de un personaje a partir de su propia mirada desde el presente, ese elemento distintivo permite desde un guión inteligente, con diálogos agudos, construir varios puentes comunicantes entre los personajes sin atarse a una historia que pueda acumular flashbacks y perder sorpresa con el correr de los minutos. A eso debe sumarse la elección de una pareja de actores que resulten convincentes en sus roles de amigos -como en este caso- aunque la decisión que predomine el punto de vista de Joaquín sobre el de David genera con el espectador un grado de complicidad interesante y la chance de romper un molde en la forma de narrar cuando el registro de contar a cámara o reflexionar -con lo que podría definirse una falsa voz en off- permite una mayor flexibilidad en el abordaje de cada personaje desde su propia idiosincrasia, más que por el efecto de sus acciones o conductas. Mar del Plata por otra parte es un film que utiliza la estructura de road movie como presentación al igual que sucede por ejemplo en Villegas (2012) de Gonzalo Tobal, que abandona en el mejor momento a sus personajes en una deriva existencial profunda mientras todo parece lúdico o banal con situaciones que no terminan de resolverse o avanzar hacia lugares convencionales para conseguir, en el mejor sentido, desviar la atención del público una vez superada la dialéctica de la rivalidad, los celos, la envidia entre Joaquín y David, quienes son lo suficientemente diferentes en sus personalidades aunque ninguno se despoje del todo del niño interior o ese adolescente eterno, que hace un poco menos cruel la realidad de la madurez tras fracasos en todos los órdenes de la vida. La presencia de personajes secundarios funcionales y no de relleno enriquece la anécdota del viaje de los amigos a niveles impensados para cobrar un verdadero sentido y peso en la pareja protagónica, ya sea desde la presencia indeseada de una ex novia de Joaquín (Lorena Damonte), casada con un escritor exitoso (Pablo Caramelo) que opera de antagonista ideal, o en el caso de David la posibilidad de comenzar con una chica joven (Daniela Niremberg) la relación que lo reivindique ante su par que critica su egolatría de manera constante. A Mar del Plata, que ya viene recorriendo diferentes circuitos de festivales exitosamente, no le falta ni le sobra nada; es divertida porque no está atada al realismo mustio que a veces el cine argentino abraza con tanta devoción pero sobre todas las cosas es una propuesta tan honesta como audaz que vale la pena conocer.
Ecosistema diet Ya desde el prólogo que ágilmente resume la historia de la primera Lluvia de hamburguesas (2009) queda definido el carácter de secuela de esta segunda aventura Lluvia de hamburguesas 2: la venganza de las sobras, dirigida por Cody Cameron y Kris Pearn donde la cuota de delirio y creatividad vuelve a ser una de las claves, aunque sin tanta sorpresa como su antecesora. Parte de esa falta de sorpresa obedece a una más que inspirada copia de Parque Jurásico al concebir un universo orgánico donde el ecosistema está integrado por alimentos vivientes, de los cuales son reconocibles por la composición de los cuerpos aquellos animales prehistóricos del film de Steven Spielberg. Este detalle no deja de ser vistoso y muy agradable sobre todo para el público al que va dirigido el film, quien se verá cautivado al cien por cien por el estallido de colores e imágenes en pantalla más que por el derrotero de la trama, lineal y predecible. Para aquellos adultos que acompañan, los creadores se han tomado varias licencias para construir un antagonista de Flint Lockwood -nuevamente protagonista- con bastantes guiños a la figura de Steve Jobs (el padre del IPhone, IPad y tantas otras cosas), Chester V, quien representa para nuestro héroe el modelo de científico a seguir pero que en realidad persigue un oscuro plan maquiavélico para apoderarse de la máquina que convertía el agua en comida, causal de la creación de este nuevo ecosistema en la Isla Bocado. Hacia los recónditos paisajes poblados de hamburguesas del tamaño de un Tiranosaurus Rex, y criaturas similares, deberán partir Flint y su grupo de amigos: su novia Sam; el camarógrafo Manny; el excéntrico Brent; y el oficial de policía Earl, sin olvidarnos claro está del mono que tiene por mascota. La misión consiste en acabar con la amenaza que la nueva fauna comestible llegue a otras ciudades. Sin embargo, aquello que parece una amenaza en realidad es una posibilidad de aprendizaje y de reconocimiento de nuevas especies para reforzar por parte de los creadores el mensaje ecológico hacia los más pequeños y por supuesto una moraleja con final feliz en el que prevalece el valor de la solidaridad por encima del individualismo de Chester y su cohorte de secuaces. En épocas donde la comida chatarra parece adueñarse de los hábitos alimentarios de muchos niños en el mundo y sobre todo en Norteamérica, la idea de reivindicar lo sano a partir de vegetales o frutas que hasta pueden resultar divertidas escuda un valor noble en una campaña de marketing que el propio film busca ridiculizar a través de la figura de Chester, pero que en definitiva en ese doble discurso permanente termina por cumplir el objetivo mercantilista de siempre. Claro que eso a los chicos no les importará en lo más mínimo cuando rían con las simpáticas frutillas o gocen de los tacos con patas.
Sembrar conciencia Hay dos imágenes lo suficientemente potentes para comprender con cierta vastedad el problema que atraviesa la temática abordada por el documental Desierto Verde, de Ulises de la Orden (Río arriba, 2004): los rostros de las consecuencias de la utilización de agroquímicos y agrotóxicos para mejorar el rinde del suelo y por otro la fachada de la Bolsa de Chicago donde se definen prácticamente las reglas del mercado actual que rigen los sistemas económicos de los países desarrollados y en vías de desarrollo. Ambas realidades también se conectan intrínsecamente con una mirada micro y otra macro sobre el mismo fenómeno, pero el origen del problema tanto desde un enfoque como desde otro responde al factor dinero. Entonces la primera pregunta que deja planteado este documental, didáctico, de edición agil, es de carácter ético o moral más que económica o coyuntural y que puede resumirse en cuestionar precisamente la idea de progreso en detrimento de la destrucción del medio ambiente y de vidas humanas como parte del daño colateral de un discurso monolítico, reaccionario y peligroso, fundamentado en base a la ignorancia y a los intereses más que a la empírica, y que postula desde su falsedad la defensa del progreso para beneficio de la humanidad futura cuando en realidad descarta notoriamente a esa misma parte que argumenta defender. A grandes rasgos, la complejidad del mundo moderno y el avance de las tecnologías han modificado diferentes paradigmas sociales e introducido nuevos desafíos a las sociedades, entre ellos el problema de la alimentación mundial, asignatura crítica que muy pocos países o Estados buscan remediar simplemente porque no es rentable para sus objetivos económicos y políticos, tratándose de la sobrepoblación que acrecienta la brecha entre ricos y pobres. A esa ecuación nefasta se le suma una variable ligada a la economía, la ley de la oferta y la demanda y a caballo de ésta la regulación de los precios en los mercados de capital. Una de las mayores ofertas la constituye el sector de la alimentación desde el punto de vista de tratarse de una necesidad básica pero también a partir de los hábitos y las costumbres de las sociedades en el consumo de determinados alimentos. Parte de ese escenario tiene un actor fundamental que hoy significa proporcionalmente la mayor demanda para el sector alimentario porque China -en menor medida Europa- necesita importar alimentos para su consumo interno. Esa es una de las causas que conlleva las consecuencias de la explotación de los monocultivos como la soja y que provocan además de la destrucción del suelo y el medio ambiente la necesidad de mejorar las semillas para hacerlas resistentes a las plagas en corto tiempo. Esas semillas que incorporan genes –de ahí el término transgénicas- producto de la manipulación originan cambios no mensurables en el ecosistema pero además incorporan sustancias de alta toxicidad que luego son consumidas por animales o directamente seres humanos en pequeñas proporciones, que con el correr de los años detonan diversas enfermedades como por ejemplo la leucemia. También la exposición en zonas en las que se aplican agrotóxicos trae aparejada la misma pesadilla y es en ese punto crucial donde se detiene Desierto Verde, en la documentación con testimonios de primer nivel de distintos especialistas acerca del flagelo de los agroquímicos en complemento con la historia real de las madres del Barrio Ituzaingó Anexo de la provincia de Córdoba, quienes fueron a juicio contra dos productores por el uso de agroquímicos en campos lindantes con zonas residenciales en las que fallecieron habitantes por presentar claros indicios de envenenamiento o restos de agroquímicos en su sangre. Ulises de la Orden explora las consecuencias del boom sojero en Argentina desde dos puntos de vista completamente antagónicos pero no se queda en la anécdota para salir en busca de un contexto más abarcador y global donde entran a tallar voces reconocidas como la de la física india Vandana Shivana para extender un manto de luz frente a tanto oscurantismo e ignorancia respecto a verdades o axiomas que procuran tapar el sol con las manos. La cara oculta de la palabra rentable o desarrollo sustentable tan de moda en discursos políticos de distintas extracciones es miseria, enfermedad y muerte. Desierto verde es un alegato contundente y valiente, que afecta intereses por lo que su visionado y estreno resulta más que obligatorio para saber dónde estamos parados no sólo en materia ecológica sino ideológica en base a los números de la economía o las políticas de Estado cómplices que intentan callar realidades no tan venturosas y que no hacen más que preguntarse si las semillas pueden sembrar conciencia cuando los campos ya están completamente arrasados por el pragmatismo y el capitalismo.
Cuerpos en fuga La tercera película del realizador Alejo Moguillansky, El loro y el cisne, reafirma la misma cualidad que asomaba en Castro y que parece ya una parte constitutiva del estilo del director que tiene que ver con mantener de manera constante algo impredecible, además de su permanente mutación y fuga que se extiende desde lo narrativo hasta los personajes de sus obras. La enunciación, el meta discurso y la ruptura con lo convencional prevalecen tanto en Castro (2009) como en este nuevo trabajo que pone en escena la idea del cine que se filma a sí mismo mientras la vida sigue su curso. La primera sensación apenas comienza la película responde a una sorpresa que ya toma al espectador desprevenido y que en esencia traza un falso rumbo en el relato: la transcripción en pantalla de una carta dirigida al protagonista del film, Loro (Rodrigo Sánchez Mariño) donde su novia Valeria descarga toda su furia y lo trata de denostar con adjetivos calificativos que incluso terminan confesando arrepentimiento por los besos dados. Desde ese inusual inicio rápidamente tomamos contacto con la tarea de Loro en el film de Alejo Moguillansky, el registro de todo lo concerniente al sonido en medio de jornadas de rodaje de un documental para los Estados Unidos que gira en torno al mundo de la danza; a los testimonios de los bailarines y claro está a las conversaciones banales que surgen en el trabajo o en esos momentos de descanso entre los de integrantes del equipo de rodaje, entre ellos el director de cámara (Walter Jakob) o cada uno de los entrevistados para los documentales particularmente aquellos vinculados con una representación de El lago de los cisnes. Entre esos personajes circunstanciales destaca Luciana (Luciana Acuña), una bailarina poco convencional que integra un grupo de danza contemporánea llamado Krapp y que para el film aporta el costado snob pero también el reflexivo desde el meta discurso porque si hay algo que Krapp no tiene es precisamente cohesión y sus performances implican desestructurar al límite la normalidad, desde los movimientos espasmódicos hasta las propias palabras para reinventar el lenguaje. Lenguaje o texto; formas de decir; coloquialismo o retórica absurda atraviesan el universo de este relato que celebra lo lúdico por encima de una estructura narrativa rígida o clásica pero que en ningún sentido cae en una atmósfera de irrealidad a pesar de todos sus virajes, que pasan por el documental hasta un cine de búsqueda permanente que coquetea con el ensayo o la puesta a prueba de ciertos elementos. La particularidad de El loro y el cisne consiste en compartir desde el propio proceso creativo sus limitaciones y desvaríos que pueden resultar algo perturbadores para un público necesitado de otro tipo de historias. Ahora bien, cuando aparece la necesidad del cable a tierra emerge un registro íntimo que bucea por la superficie de cada criatura o personaje desde una distancia adecuada y en ese momento resalta la justeza de los diálogos, las coordenadas sólidas de un guión meticuloso y las ganas de hacer cine que hable, además de sus personajes o de los cuerpos que estos ocupan en una danza de desengaños amorosos, del cine mismo.
Una película, un set Alas nació como un proyecto de la carrera de Imagen y sonido de la Universidad de Buenos Aires en el año 2005 y a partir de una serie de contratiempos, sorpresas agradables -otras no tanto- y la extrema necesidad de terminar su primera película, el director Ariel Martínez Herrera junto a un incondicional equipo cumplieron su objetivo y comenzaron a transitar el circuito festivalero como el Marfici para finalmente conseguir un estreno limitado en estos días (Jueves 21hs en Monserrat, Capital; Viernes 20:30hs en San Telmo, Capital; Sábado 21hs en Haedo, Zona Oeste y Domingo 18hs en Palermo, Capital). Las condiciones precarias en las que fue concebido y rodado el film, la impronta artesanal de cada una de sus escenas, representan su esencia y desde ese punto es justo reconocer que funciona como un excelente ejemplo de utilización de recursos así como de la reivindicación del espíritu independiente con letras mayúsculas. La particularidad obedece a que por circunstancias extra cinematográficas –tal como explicara el propio Martínez Herrera en entrevistas- no se le permitía sacar la cámara del perímetro de la universidad, convertido así en un set de filmación para montar y desmontar decorados como si se tratara de una obra de teatro entre escenas, aspecto al que debe sumarse la utilización de back projecting (pantalla de fondo) para recrear exteriores, elemento que también aporta su cuota de absurdo muchas veces cuando no se corresponde el fondo con lo que sucede en el relato y que también de acuerdo a dichos del director son consecuencia de errores involuntarios. El derrotero elegido para contar un día en la vida del oficinista Jiménez interpretado con naturalidad por el director Fabián Forte (La corporación, 2012) avanza en una suerte de compendio de contratiempos y mala suerte en sintonía con situaciones cotidianas con las que cualquier espectador podrá sentirse identificado en más de una ocasión. Esa pesadilla que deviene infierno toma también el recurso narrativo de la road movie y desde ese pilar se van uniendo diferentes personajes circunstanciales, a veces con planteos absurdos y otras con apuntes humorísticos con resultados irregulares. Rostros conocidos como los de Nahuel Pérez Bizcayart o el de Inés Efron suman a la propuesta cierta cuota de originalidad. Es destacable sin embargo la puesta de cámara teniendo en cuenta el reducido espacio para organizar también la puesta en escena y la manifiesta exposición del artificio cinematográfico como sucede desde el primer minuto en que se escucha la palabra acción. Con sus altibajos e irregularidades que se transforma por la propuesta en méritos más que defectos, Alas respira independencia y contagia su desenfado y desparpajo porque no se cree más de lo que propone y en ese sentido su mayor virtud es hacer de la limitación de recursos un puente de absoluta libertad creativa.
Un testimonio que cala hondo Si hay algo que hay que reconocer a este documental de Alcides Chiesa y Carlos Eduardo Martínez con guión de Alejandro Montiel es haber logrado unir testimonios desgarradores de los sobrevivientes al terror de Estado acaecido entre 1976 hasta 1983, año en que se recuperó la democracia de manera definitiva con un rotundo consenso social y la impostergable búsqueda de justicia por los atropellos y atrocidades cometidas durante la dictadura militar. Dixit apela a una dialéctica de contrastes lo suficientemente sólida para comprender el sentido y valor de la memoria y de recordar el pasado para no repetirlo en el presente, tal como lo muestra la selección meticulosa de material de archivo que refleja el tratamiento cómplice y sumiso de los medios de comunicación funcionales al régimen dictatorial para ocultar el horror de aquellos años en que se secuestraron, torturaron y asesinaron a miles de argentinos bajo el pretexto de una guerra civil que jamás existió. Pero la fuerza de los testimonios tan crudos como despojados de especulaciones políticas se magnifica al reconocer los lugares o espacios en recorridos desde el presente para reconstruir un capítulo sangriento de la historia contemporánea argentina y con un enfoque abarcador que se extiende desde Buenos Aires con la nefasta ESMA hasta el norte más profundo con La Escuelita pasando por los centros clandestinos El Vesubio, La Perla o el Pozo Arana. Son esos rincones a veces reacondicionados y otras desnudos los que conservan los recuerdos más terribles en sus estructuras o en sus paredes y en los que pareciera haberse detenido el tiempo como si se tratara de un segmento de un film de ciencia ficción. En los rostros percudidos y ajados de cada testigo que valientemente expone su historia a cámara descansa el consuelo de miles que pasaron por las mismas circunstancias y otros tantos que desafortunadamente no podrán contarnos esa parte de la historia, la cual recién en esta última etapa y a casi treinta años de conseguida la democracia resuena hoy cada vez con más fuerza. Sin embargo, más allá del valor de este documental como un testimonial necesario, que reconoce sus propios límites desde el punto de vista cinematográfico, la premisa se resignifica a partir de la figura de Jorge Julio López, secuestrado en 2006 un día antes de conocerse la sentencia por el juicio que lo contaba como principal testigo para condenar a sus torturadores. Ese detalle que no es menor cala realmente hondo y llama a la reflexión en estos tiempos de confrontaciones ideológicas, reivindicaciones llamativas y un largo etcétera que seguramente en el futuro se termine por dilucidar.
La niñez partida Doble mérito para la directora María Victoria Menis que en este tercer opus, María y el araña, logra extraer una soberbia actuación de la debutante Florencia Salas para contar con enorme sutileza y profundidad una historia pequeña con trasfondo social y que gira en torno al abuso sexual y a la violencia psicológica. Basta desplegar el juego de imágenes y de miradas para comprender la situación de la protagonista: una preadolescente que atraviesa la transición hacia la adolescencia desde esa niñez partida, a cargo de una abuela (Mirella Pascual), cuya pareja (Luciano Suardi) encuentra los momentos furtivos para acercarse en la intimidad de su precaria habitación en la Villa Rodrigo Bueno. Pese a la situación, María procura continuar con sus estudios y por las tardes ayudar a su abuela con la venta en el subte, mientras el hombre de la casa fagocita tanto la relación de ellas como todo aquello que ambas mujeres aportan en el hogar. Entre lo parasitario y la sensación de desprotección, la llegada de un muchacho (Diego Vegezzi) que se disfraza de hombre araña y realiza malabares en el subte abre las puertas a nuevas sensaciones y horizontes que para María implican el escape de esa densa realidad. El film de Menis traza un camino de aprendizaje interior -¿Quién dijo que aprender no duele?- en el que el maltrato o el abuso deshonesto también pueden convertirse -aunque sea por un tiempo limitado- en el reflejo distorsionado de una lucha silenciosa en la que se impone el amor por sobre todas las cosas. De eso también se ocupa este relato de la directora de El cielito (2004) al abordar esta sensible anécdota de amor adolescente en un contexto cruzado por la violencia del mundo adulto y las problemáticas sociales que al igual que los indicios de abuso a veces no se quieren reconocer y mucho menos ver. En tono con un cine de carácter intimista, despojado de sensacionalismo o morbosidad estética pero que no abandona la causa ni tampoco a sus personajes, María y el araña por momentos sacude la pantalla desde sus armas más nobles extraídas de la realidad más pura, con austeridad y al borde del coqueteo con el documental aunque siempre predomine la ficción.
Ritos de pasaje Varias capas narrativas recubren lo que podría denominarse la cáscara de un thriller con elementos sobrenaturales, dirigido por el realizador Aldo Paparella (Hoteles, 2004), que cuenta con las actuaciones estelares de Antonella Costa, Gonzalo Valenzuela, Carlos Kaspar, César Bordón y Mario Alarcón, producido en el año 2009 y que ahora logra su fecha de estreno comercial. Olvídame apuesta por un lado a escapar del convencionalismo de una trama policial básica con asesino serial, que bajo la fachada de predicador y líder de una secta, elige sus víctimas femeninas para una vez consumado el acto sexual violento ahorcarlas en el clímax para luego colgarlas de cabeza y desangrarlas. Este perturbado personaje a cargo de Gonzalo Valenzuela, quien mantiene en vilo al policía Amaya (César Bordón), se cruzará en su camino con su presa más difícil y codiciada: la misteriosa y magnética Ámbar, quien vive bajo la sumisión de un hombre (Carlos Kaspar) que constantemente la denigra y la cela pero que en el fondo procura alimentar esa relación sádica, de la cual en apariencia ella es la que conserva el control. Sin embargo, hay un elemento extraño que Ámbar necesita expulsar de su entorno y que proviene de otro plano de la realidad, una amenaza latente que puede llevarla a la muerte. Así, a partir de ese encuentro con Víctor (Valenzuela), quien promete ayudarla y curarla de la maldición que la aqueja, el relato se desvía hacia otros rumbos totalmente alejados del derrotero del psicópata y mucho más afines con lo onírico; con referencias a lo esotérico y a rituales chamanes que la protagonista atraviesa en una suerte de metamorfosis interna con diferentes estados de conciencia, y donde entra en juego el sexo como expresión violenta ligada a lo tanático. Lo sexual y sus rituales también juegan un rol importante desde su costado de alivio corporal o para purgar tensiones, en contraste con la mirada erótica que simplemente lo reduciría al exhibicionismo publicitario tan utilizado en producciones nacionales de este tipo. No obstante, en ese desafío de salirse de la norma o romper el molde del thriller estándar (debe destacarse la buena fotografía de Ariel Vilches), Olvídame a veces se atosiga de esteticismo o imágenes grandilocuentes y abandona a sus personajes o a la historia a una deriva peligrosa para dejar ciertos huecos narrativos importantes abiertos y que disuaden un tanto la mirada del espectador. La truculencia necesaria para definir la conducta del asesino serial, que en la piel de Gonzalo Valenzuela gana cuerpo y peso específico, resulta uno de los aspectos más logrados desde el guión del propio Paparella en colaboración con Roberto Scheuer y Eduardo Leiva Muller, así como la sexualidad de Antonella Costa muy bien elegida para el papel porque logra transmitir además de sensualidad un dolor profundo al saberse buscada por fuerzas extrañas y sometida al poder de los hombres. Tal vez la trama no cuente con el equilibrio necesario en el racimo de subtramas que despliega pero eso no implica un rotundo fracaso en el camino tomado por Aldo Paparella con el riesgo que eso conlleva y esa cualidad merece respeto.
Se tú mismo, pequeño saltamonte La pubertad es esa etapa de la vida adolescente donde se aprende prácticamente todo lo necesario para convertirse en un exitoso o en un fracasado; mejor dicho en una persona auténtica o en un prototipo autómata y funcional a una lógica donde la diferencia no se valora y lo homogéneo se sobrevalora. Con el cine independiente -o ahora mal llamado cine independiente- ocurre algo parecido: excesiva valoración para no hablar de patrones que se repiten y falta de madurez que hace bastante tiempo viene sucediendo, con la sensación de una chatura y carencia de riesgo preocupante. En ese incómodo espacio transita Un camino hacia mí -The way way back-, film iniciático con proyecto de familia disfuncional, que sin caer en moraleja se vuelve por falta de criterio una gran moraleja. El protagonista Duncan (Liam James) es el estereotipado adolescente introvertido, invisible a los ojos de su madre (Toni Collette), divorciada, quien pretende encarar un nuevo proyecto amoroso con su flamante pareja (Steve Carell). Lejos de llevarse a las mil maravillas con su padrastro, Duncan entre otras cosas debe soportar calificaciones o en menor medida órdenes de alguien que ni siquiera lo conoce. También convivir con una hermanastra (Zoe Levin) muy poco sociable, entre otros personajes impresentables. Así las cosas, lo que al principio puede volverse como el peor verano de su vida toma otro cariz al cruzarse con Owen (Sam Rockwell), figura adulta un tanto inmadura pero con un sentido del humor a prueba de caras tristes, que le transmite esa sabiduría básica para que el muchacho tome coraje y rompa la caparazón de la impotencia en función a su verdadero deseo. Camino iniciático en plena pubertad que tiene por objeto la mirada nostálgica de esa etapa de la vida teñida de música de los 80 y que hace culto de la inocencia que nunca debe perderse para ser un poco más feliz siempre que el mundo adulto demuestra sus aristas más crueles, como la que exhibe la madre de Duncan en una postal que destiñe cuando choca con la realidad. El problema de los guionistas y directores Nat Faxon y Jim Rash tiene que ver con la falta de profundidad en la problemática y en la forzada transformación en tan acotado margen de tiempo que es lo que dura medio verano. Tampoco ayuda la elección del actor Liam James para el rol protagónico porque su personaje pide mayores matices que esta empobrecida metamorfosis entregada en pantalla. Un párrafo aparte merece Sam Rockwell, quien con su aporte de histrionismo pero que nunca avanza hacia el ridículo se lleva las mejores escenas sin demasiado esfuerzo, mientras que Carell apela a su trillado personaje serio y no sorprende en ningún sentido. Esa predictibilidad en los personajes, situaciones de manual y conflictos, se traduce también en la trama que nunca se sale de la norma, sigue el camino de la convención sin elegir atajos que podrían haber contribuido alguna marca distintiva que nunca llega.