Todo sobre mi madre Entretiene pero no asusta, así podría sintetizarse esta manifiesta secuela de la simpática La noche del demonio, que a pesar de la exploración por el ya trillado subgénero de los fenómenos paranormales, introducía la originalidad de un alocado viaje por el plano astral que recién se manifestaba en la segunda mitad de aquella película dirigida con eficacia por el malayo James Wan, quien en esta ocasión vuelve a tomar las riendas detrás de cámara para entregar otra pesadilla de la familia Lambert. Desde el vamos el mote de secuela queda más que definido no sólo por la palabra del título que hace referencia a un segundo capítulo sino porque la trama arranca prácticamente pegada con la primera película luego de que Josh (Patrick Wilson), quien había ido al plano astral en rescate de su hijo Dalton (Ty Simpkins) regresa acompañado por un espíritu maligno parásito y encima femenino que le da órdenes al Josh astral para hacerse más fuerte en el plano real y así poseerlo perdurablemente. Quien percibe la anomalía y el comportamiento errático de su padre no es otro que Dalton, dado que su madre Reani (Rose Byrne) ahora está más preocupada por defender la inocencia de Josh acusado del asesinato de Elise Rainer (Lin Shaye), la médium que lo conoció en su infancia para bloquear su don pero que en el presente lo ayudó en la inducción para realizar el viaje astral hacia Dalton. Ahora bien, las manifestaciones paranormales vuelven a estar presentes en el seno de la familia Lambert repitiéndose aquí el abc de toda casa poseída –en este caso la de la abuela de Dalton- con puertas que se cierran repentinamente, el piano que suena solo, juguetes que se mueven y bullicios de voces del más allá, acompañadas de vez en cuando de apariciones, entre otras cosas. Semejante panorama convulsionado motiva la presencia de los psíquicos de turno ya aparecidos en la primera parte y para quienes Wan reserva chistes o gags que malogran algunos climas logrados y dejan en claro la falta de rumbo de esta historia. Durante la primera mitad, que a pesar de contar con un ritmo sostenido y buen manejo de los golpes de efecto, el film parece estancado o por lo menos encerrado sobre su misma lógica paradojal que por fortuna se empieza a desentrañar promediando la segunda mitad para repetir la fórmula exitosa desde la puesta en escena de la simultaneidad de planos con el defecto de tomar al pasado de los personajes como eje dramático para justificar las acciones y cerrar un círculo demasiado abierto al comienzo. En ese margen donde las historias se entrelazan a partir de vínculos entre los personajes con el pívot depositado siempre en Josh el relato toma características propias de rareza para apartarse un tanto de lo convencional o lo esperado, con giros y vueltas de tuerca que dotan de cierta complejidad a esta segunda parte pero que no alcanzan por méritos propios a convencer sobre la efectividad de ciertas decisiones de guión. El principal defecto de La noche del demonio 2 reside en su pereza para sobresaltar al público, ávido de emociones fuertes, que seguramente no comparta el tono humorístico mezclado con un intento de terror que este film del creador de la franquicia Juego del miedo adeuda más allá de que su realizador demuestra conocer al dedillo los yeites y trucos del género, así como un acumulativo homenaje a películas emblemáticas como El resplandor, film al que Patrick Wilson parece conocer de memoria por la caracterización nicholsoniana de su trastornado, bipolar, psicótico afectivo Josh.
El lienzo urbano Trece segundos – en ocasiones siete- nos propone cada plano fijo de Hábitat para ejercer la libertad de la mirada sobre un encuadre que lentamente sufre la invasión de lo urbano, sin la presencia de lo humano. El espacio vacío que forma parte del recorte elegido por el director Ignacio Masllorens para retratar desde la ausencia la presencia por los detalles, que se encuentran en las imágenes que van acopiando fachadas, edificios uniformes en una ciudad donde apenas es audible el revoloteo de algún ave o el ladrido desganado de un perro en una postal barrial decadente, reconoce la marca indeleble de un progreso un tanto cuestionable desde el punto de vista arquitectónico pero inevitable frente a la inescrutable presencia del tiempo. En esa fábrica recuperada, que sin el grito de libertad de sus operarios descansa en silencio la realidad de su lucha invisible, se estrella la desidia o la chatura de algún edificio emblemático que parece reconocerse más por su pasado que por su presente. Narración abolida o excluída para que el espacio se reconfigure desde un territorio virgen y novedoso pero que no deja de ser reconocible. Una Catedral atestada de símbolos y despojada; un Cabildo con un graffiti en su rostro urbano son parte de una geografía que excede el recorte de la mirada unívoca para abrirse hacia la reflexión más profunda y múltiple, que incluso resulta más que sugestiva al pensarse el título de Hábitat como ese lugar donde se vive y en el que la especie se encarga de perdurar cuando desde las imágenes estáticas de este mediometraje por momentos esa geografía parece abandonada o al menos invivible
La carne de la existencialidad El manifiesto despojo de la mitología para internalizar en los personajes de Las amigas cierta iconografía relacionada con el vampirismo es el principal atributo de este mediometraje de Paulo Pécora. La ausencia de diálogos pero no así de la utilización de una banda sonora compuesta por sonidos característicos –estridencias, ruidos, gemidos- implican por un lado el reconocimiento desde el punto de vista cinematográfico al lenguaje del cine mudo con ciertas búsquedas estéticas hacia el lado del expresionismo alemán por ejemplo pero también como recurso de una puesta en escena que apela a los aspectos compositivos de la imagen desde lo pictórico. El Buenos Aires derruido, sucio y lúgubre impone una extraña atemporalidad en pantalla en un relato que atraviesa la condena de la inmortalidad. La metonimia cinematográfica pareciera ser el recurso narrativo que prevalece y sobre todas las cosas una forma de definir a los personajes a partir de particularidades y la austeridad narrativa que hacen a sus características físicas y fisonómicas sin la idea de la estigmatización explícita, pero sí de resaltar la monstruosidad en sus rostros o en fragmentos del cuerpo como las manos en contraste con la intangibilidad de las sombras. En la progresión dramática que va desarrollando el relato de Pécora, protagonizado por Mónica Lairana –actriz y musa del director-, Natalia Festa, Gladys Lizarazu, Ana Utrero junto a Andrés Passeri, se intercalan secuencias donde predomina la sensualidad y un erotismo cuidado con otras escenas jugadas hacia los aspectos del salvajismo o la bestialidad que no puede estar ausente en un film habitado por monstruos. El deseo, la sangre y la carne o mejor expresado la carnalidad son los elementos que motorizan la acción pero siempre lo que subyace a esta presentación preliminar es algo más profundo conectado con la veta existencial y el cuestionamiento hacia la inmortalidad, tópico explotado por todo el cine de vampiros, a lo que se suma el paroxismo del deseo carnal como fin sin importar el medio. Hay buenas imágenes que llegan a convencer desde el punto de vista estético y teniendo en cuenta el escueto tiempo de desarrollo de este cuento tal vez en algunos pasajes se pierde la síntesis de conceptos que afectan al conjunto de la propuesta.
víctimas y victimarios Hay dos películas que coexisten en esta ópera prima de Gustavo Triviño ya exhibida en el Festival de Mar del plata, por un lado el retrato intimista de un personaje en latente ebullición con un conflicto interior, a quien todo lo que lo rodea lo condiciona al rol de víctima y por otro un quiebre de registro en la búsqueda genuina de un género para desarrollar un dilema moral como consecuencia de un acto atroz. Esa amalgama de elementos, bien equilibrada, define las coordenadas de este micro universo que se presenta como escenario en De martes a martes, con el agregado de una manifiesta huida de los convencionalismos y de las linealidades que pueden definir los rumbos de ciertas películas que construyen en el elemento de la venganza personal una subtrama lo suficientemente atractiva pero se olvidan del desarrollo de las motivaciones que llevaron a ese camino, así como las consecuencias ante los actos. Todo camino que implique un dilema de tipo moral como el que atraviesa el protagonista (Pablo Pinto), un fornido joven que a gatas sobrevive y mantiene una familia con un trabajo donde un jefe abusivo (Daniel Valenzuela) utiliza su pequeña cuota de poder y lo humilla cada vez que puede o simplemente recibe maltrato cuando no demuestra un costado sumiso, implica un doble sentido y de la dirección que se elija depende el resultado de ese planteo original. En ese punto de inflexión; en la elección del camino es donde el debutante Gustavo Triviño transita con enorme lucidez, pulso narrativo y sensibilidad hacia sus personajes para impregnar en su historia y dejar una marca muy singular que se despoja del lugar común porque propone indagar en la profundidad y no caminar hacia los bordes que casi siempre alejan más que servir como guía o mapa ante la encrucijada. La primera mitad de la trama nos presenta el derrotero de un hombre ordinario motivado únicamente por un sueño de tener un gimnasio propio para poder cultivar su cuerpo y fortalecer sus músculos, algo que por el momento resulta inalcanzable –lo consigue apenas unas horas como vía de escape de su actividad laboral- si es que continúa atascado en su rutinaria y gris existencia. Juan Benítez parece destinado a repetir una y otra vez su rol de víctima pero un golpe de la realidad completamente verosímil lo pone en otro lugar sin siquiera proponérselo: es testigo de una violación a una kiosquera que conoce y no puede salvar, aunque sí encontrar en esa situación límite la llave transformadora y así convertirse por primera vez en victimario del violador (Alejandro Awada), mediante un chantaje económico en un interesante intercambio de roles donde alguien que pensaba con la impunidad del victimario pasa a ocupar el vulnerable lugar de víctima y viceversa. Culpa, oportunismo, individualismo y más preguntas que respuestas actúan como fuerzas centrifugas y centrípetas en este relato sin moraleja ni fábulas subrepticias que no apela a los recursos de la redención o a la mirada que juzga a sus criaturas pero que sabe hacia dónde apuntar cuando necesita tensión o bajar decibeles en procura de las motivaciones o sensaciones emocionales de cada personaje donde es de destacarse el debut protagónico de Pablo Pinto y su contenida expresividad.
Los Versos y la ausencia La historia del rock nacional post dictadura debe reservarle un capitulo completo a una banda insigne, Virus, que allá por los ochenta marcó un punto de inflexión en el pop y atacó desde un discurso musical y estético a los convencionalismos de un movimiento que luego de la dictadura pareció desinflarse sin aportar novedades en lo que a cultura se refiere. Pero Federico Moura, líder y creador de este grupo, conservó en su corto paso por la vida el espíritu de la libertad ante cualquier mirada prejuiciosa que se le antepusiera en su camino artístico para dejar un legado que en este documental de Sergio Cucho Costantino (Buen día día, 2010), construido con pasión, devoción y material inédito, concluye una etapa poco conocida, por no decir oculta, de un cantante genuino y auténtico que parece no haber quedado en el olvido siempre que alguna voz lo recuerde o al menos tararee esas letras vacías y llenas a la vez. A veces se respira una atmósfera musical muy en sintonía con lo que podría definirse como ópera rock y esa particularidad se magnifica al apelar a los recursos de la ficción para concentrar cierto protagonismo en un personaje tan ambiguo como fascinante con rostro y cuerpo de mujer que actúa en un doble carácter de testigo y musa que fluye en el devenir de las imágenes y texturas que atraviesan este pequeño y gran universo de versos y de ausencias. Imágenes paganas logra equilibrar la balanza entre la admiración y la contradicción de todo fenómeno que se termina convirtiendo con el correr de los años en mito o culto.
El hombre radioactivo Si Elysium, nueva incursión en la ciencia ficción con bajada de línea de crítica social del sudafricano Neil Blomkamp hubiese evitado la alegoría facilista que contrapone el mundo de los excluidos y parias sociales ante la frialdad e indiferencia de las clases dominantes -ya explotado en la original Sector 9- estaríamos hablando de una simpática y atractiva película para disfrute de espectadores poco exigentes. Pero lamentablemente esta premisa se derrumba dado el tono y registro solemne tomado por el realizador para el subrayado grueso y sin sutilezas de esta suerte de reivindicación de la fuerza de lo colectivo ante el incipiente avance del individualismo, en un futuro (año 2159) que parece destinado a que el bienestar se concentre en una estación espacial alejada de la marginalidad de la Tierra a la que sólo llegan los blancos y ricos para vivir una existencia atravesada por el consumismo, donde las enfermedades se han erradicado y bajo la tutela de una dictatorial Secretaria al estilo Margaret Thatcher (Jodie Foster) que no duda en aplicar la fuerza para mantener el orden y alejar a la pestilente turba que pretende invadir su territorio y utilizar sus recursos no renovables. Dialéctica binaria y poco profunda ubican a nuestro héroe, representante de la clase obrera en la piel de Matt Damon a quien el papel de pobre lo excede a pesar del maquillaje y gestos ampulosos, quien como todos sus congéneres padece las injusticias de la patronal y sufre en la fábrica de armas, cuyo dueño (William Fitchner) no puede ser otro que un empresario que guarda secretos en un chip cerebral,obediente de los caprichos de la señora dictadora, un accidente que lo condena a la muerte por haber sido abandonado en una instalación con radioactividad. Claro que siempre hay una solución en el anhelado paraíso artificial y la utopía no se evapora como las líneas de este guión chato y sin vuelo, que no hace otra cosa que redundar más allá de reservar en la construcción del villano la brutalidad y violencia adecuada para el enfrentamiento donde prevalece lo maquinal, la estética del video juego que se contagia peligrosamente de la misma lógica de avanzar niveles de dificultad para terminar en un absurdo discurso que hace gala del sacrificio altruista y despierta más que un bostezo cuando el pochoclo ya huele a rancio. Alcanzaba con Sector 9 y con la lucidez de administrar pocos recursos en una puesta en escena diferente que en este caso en particular no deslumbra, cansa y aburre, aunque el televisorcito en la nuca de Damon resulta agradable.
De una cáscara a la otra Con las películas de Roberto Maiocco se repite una constante que le juega en contra: premisas interesantes que no terminan de concretarse en el desarrollo y se malogran al final. Sin embargo, siempre resulta claro un tema o conflicto central, así como los personajes que atraviesan esas peripecias o situaciones como ocurría por ejemplo en Sólo gente (1999) o Un minuto de silencio (2006), en donde ciertos aspectos de la realidad que a veces en el cine aparecen pero en la periferia salen a la luz. Romper el huevo utiliza la alegoría y la metáfora de manera efectiva para adentrarse en el sistema absurdo de la burocracia en los ámbitos de la adopción de niños y tiene como protagonista paradójicamente a un relojero, quien repara máquinas de tiempo pero al que -por así decirlo- le llegó la hora. Esa frase es literal al enterarse que su diagnóstico de vida es realmente escaso, dado que le han informado que padece leucemia. No obstante, el destino le juega una mala broma cuando además recibe otra noticia importante por la que esperó doce años y que tiene que ver con la llegada de un niño para adoptar. Así las cosas, Manso Vital (debut protagónico de Hugo Varela) deberá transitar por este tramo final de su vida quemando etapas, sin posibilidad de dar marcha atrás y con el objetivo de dejar alguna enseñanza a un hijo que no conoce pero que de a poco descubrirá como parte de su viaje hacia la muerte desde la vida. Para la muerte también hay burocracia, y esa parece ser la primera moraleja de esta fábula que mezcla elementos de comedia absurda con drama familiar que apela al humor para reflejar situaciones absurdas pero que cae en un pozo narrativo al adoptar cambios de registro para los cuales Hugo Varela no es precisamente el actor indicado. Pueden encontrarse algunos detalles simpáticos entre los enormes desniveles narrativos que incluyen un guión un tanto flojo, que a veces acierta con el humor y otras erra con el sentimentalismo en primer plano pero del cual no puede dejar de señalarse una falta de rumbo o criterio en función a la historia que se quiso contar. Claro que uno se da cuenta que todo gira en torno a la llegada de un hijo y al proyecto familiar en el que se enmarca el protagonista, otrora encapsulado en el cascarón del dolor y el duelo por la muerte de su esposa, a quien promete adoptar un niño, pero eso no logra salir de la cáscara, para jugar un poco con la idea del título ni tampoco ayuda la característica actoral de Hugo Varela que no puede despojarse de su hugovareleidad en ningún segmento.
Caminos y cruces Starlet es un relato intimista y una historia de personajes que sigue el derrotero de dos mujeres diametralmente opuestas, la joven y atractiva Jane (Dree Hemingway) y una anciana que le lleva más de sesenta años Sadie (Besedka Johnson), quienes por un hecho azaroso se cruzan en la vida y desde ese instante y por motivos diferentes no podrán separarse. Hay simetrías que funcionan para unir a estas dos protagonistas y que se relacionan con el entorno y con la soledad pero de diferentes maneras porque también se puede estar sola en compañía, como es el caso de Jane que comparte junto a dos amigos, un hombre y una mujer, un departamento en el que pasa sus horas entre las drogas y la abulia propia del desencanto burgués. Sadie, por su parte vive sola y no es muy sociable que digamos, pero acepta la compañía forzosa de una insistente Jane, movilizada por un sentimiento de culpa y cierta curiosidad ante la misteriosa viuda sexagenaria. Así la acompaña en su rutina que implica por ejemplo acercarla al supermercado con su auto, al bingo, o alguna que otra actividad que implica un movimiento extra. Pero además Jane de vez en cuando trabaja como actriz porno y debe lidiar con un mundo hostil para el que parece entrenada y disciplinada a diferencia de su amiga con quien comparte la vivienda. El director y guionista Sean Baker construye con meticulosidad y alta sensibilidad un retrato crudo y humano de la soledad y la amistad entre otras cosas, donde el pasado se manifiesta en pequeñas dosis y detalles que se suman desde una puesta en escena austera y con economía de recursos. La debutante Dree Hemingway –hermana de Margot- aporta todo su carisma y fotogenia en cada plano donde la cámara acompaña sin invadir su propio espacio y consigue complementarse con la sorprendente y también debutante Besedka Johnson en un film donde las curvas de aprendizaje y los arcos de transformación de los personajes se producen gradualmente y no llegan de manera forzada así como tampoco las emociones que fluyen y de manera genuina. Otro aspecto significativo y que se amalgama perfecto al ritmo y clima del film lo aporta la banda sonora con una selección de temas y leit motives absolutamente funcionales y atmosféricos que recuerdan por ejemplo al cine de Sofía Coppola.
Elogio a la amistad femenina Sin lugar a dudas el reinado de las Buddy Movies femeninas pertenece a Thelma y Louise (1991) porque ninguna de las otras fórmulas que trasladaron la estructura al protagonismo de parejas de mujeres antagónicas o binarias funcionó realmente. Por eso Chicas armadas y peligrosas (The heat) en primera instancia resulta una grata sorpresa al recuperar la esencia de las Buddy Movies policiales, pero con el ingrediente de reunir a dos actrices que saben moverse en los caminos y códigos de las comedias como ya han demostrado en diferentes oportunidades y por separado. Claro que aquí especialmente los laureles son para Melissa McCarthy, una actriz de facetas más que prometedoras en función a los personajes que le tocan en suerte como es el caso de esta policía ruda y malhablada que patrulla zonas marginales, de métodos poco ortodoxos que incluso desafía a la autoridad y no le hace mella la supremacía machista dentro de la jefatura de policía. Ella desde su temperamento y avasallante personalidad coquetea con los elementos de lo políticamente incorrecto para encontrarse azarosamente su mejor contrapartida en la siempre lista Sandra Bullock, cuya arma secreta continúa siendo esa mezcla de torpeza y simpatía que en esta agente del FBI castigada por ser arrogante y estructurada al máximo realzan sus dotes histriónicas. No cabe más que decir de este film entretenido y con momentos logrados entre la comedia y el gag físico que explota ambos cuerpos y la acción en sí misma a la que se debe sumar el costado humano y emocional, aunque la duración sea un tanto excesiva para la propuesta con innecesarias idas y venidas o vueltas de tuerca poco relevantes para una trama que es un pretexto y completamente funcional al desempeño de las dos.
Un combo de mediocridad y decadencia ¿Cuál era la necesidad de una secuela de Son como niños más allá de los dividendos conseguidos en 2010? La respuesta lógica está en la misma pregunta: dividendos garantizados por esa lealtad incondicional a cualquier cosa que tenga el nombre Adam Sandler. El creador de Happy Gilmore (1996) y de las comedias con aires transgresores pero de mirada conservadora a la Adam Sandler vuelve con una película decadente, donde ningún chiste hace reír por sí mismo más allá del esfuerzo de sus ejecutantes. Son como niños 2 es el equivalente a una cajita infeliz de una compañía de hamburguesas con el aderezo de las papas fritas crudas y ya comidas o masticadas porque esos chistes ya contados 1527 veces y que siempre apelan al guiño escatológico como si escuchar una sinfonía de pedos fuese gracioso colma la paciencia e indigesta. Más aún, ver a un Sandler con panza, desganado y lento que a pesar de rodearse de grandes como Kevin James, Chris Rock y David Spade, junto al equipo suplente de Saturday Night Live –usina creativa de los comediantes norteamericanos más interesantes de las décadas pasadas, entre ellos Sandler- no logra conectarse con el ritmo y mucho menos aún con ese simulacro de trama al que puede llamarse historia. A saber: el grupo de amiguetes inmaduros sigue en su camino de inmadurez preguntándose qué enseñanza dejarle a sus pequeños vástagos que por supuesto intentarán no repetir el mal ejemplo de sus padres, aunque la brecha generacional sea el mayor de los conflictos. Ahora todos viven en el mismo barrio y ese es el pretexto más idiota que encontró Sandler para justificar una secuela y un reencuentro a las viejas –muy viejas- andadas. Señoras y señores el combo de mediocridad está servido con el plus de un revival para los nostálgicos, que hace honor a una fiesta alocada de disfraces ochenteros.