La razón central por la cual uno sigue una historia es eso que llamamos suspenso: una situación inconclusa que nos despierta ansiedad por cerrarla. Avenida Cloverfield 10 respeta eso al extremo y por eso es una muy buena película. Especie de secuela de Cloverfield: Monstruo (en realidad es como un cuento lateral), tiene tres personajes: una joven que ha sufrido un accidente, un muchacho y un hombre que ha alojado a ambos en un búnker bajo su casa. No cabe duda, nunca -esto es importante- de que fuera del búnker el peligro es real. Pero la convivencia comienza a enrarecerse y las dudas, a minar lógicamente los lazos entre los personajes. Podría pensarse que es algo así como teatro filmado, pero no: los protagonistas son cuatro, los tres que vemos y la cámara, que recorre el espacio creando una sensación notable de encierro y de tensión que nos obliga a seguir mirando. El gran pivote, la viga maestra sobre la que se sostiene esta película, es John Goodman, uno de los mayores actores de las últimas décadas, un gran comediante que sabe inventar criaturas inquietantes (lo hizo en Barton Fink y El gran Lebowski, lo hace siempre) y lograr que este “Huis clos” tenga toda la tensión que debe tener. El film es sobre una espera indefinida, es decir, una reflexión sobre el propio suspenso. Y sí, claro que hay monstruos, solo que de ambos lados de la puerta.
Pequeña gran película sobre una chica de doce años, en esa frontera incierta entre la infancia y la adolescencia, que debe lidiar con su vida de colegio inglés, sus propios deseos, su familia y lo que implica su edad. Pero todo contado con amabilidad, calidez, humor, precisión cinematográfica (es decir, las imágenes que desfilan ante nuestros ojos son las justas para contar la historia) y una simpatía notable. Un mundo completo sobre una temática delicada.
Una postal de la disolución de la Unión Soviética: estalla una guerra en una provincia georgiana y un par de señores se quedan a pesar de todo a cuidar su cosecha de mandarinas, hasta que tienen que cuidar a un par de soldados heridos. Hay algo de costumbrismo y algo de humor, pero lo más interesante es la postal del caos que sobrevino a la disolución de ciertos discursos. Bella por momentos; en otros parece demasiado armada para lucrar con el pintoresquismo.
Bueno, ¿se acuerdan de Ataque a la Casa Blanca (no, esa no, la otra que era igual, sí, esa)? Mejor: acá están los mismos tipos, los mismos personajes pero en lugar de que los malos se carguen Washington, esta vez van a por Londres, con todos los líderes mundiales ahí presentes. ¿Vieron Duro de Matar? ¿Vieron Avión Presidencial? ¿Vieron la otra del ataque a la Casa Blanca (la que era más divertida, esa)? Bueno, un cacho de cada una. Trabaja Morgan Freeman, que parece reírse de todo. Revientan el Big Ben. Eso nomás.
Hay películas que son un verdadero descanso, tanto del cine que nos atosiga a lo pavote con el puro ruido como de la propia vida. Los exiliados románticos, de Jonás Trueba (hijo y, por lo que se ve, discípulo de Fernando Trueba) es la historia de tres tipos en la última parte de eso que llamamos vagamente “juventud”, que se suben a una van y ahí van, de viaje por caminos europeos. El punto de partida para charlar, comer, escuchar música y empezar a decirle adiós a esos tiempos en los que todo era todavía absolutamente posible. Pero no hay aquí melancolía, ni tristeza, ni nada que se le parezca: se trata simplemente del puro placer y la paulatina toma de conciencia de que el tiempo pasa. Es increíble cómo el propio film, en exactos setenta minutos, va madurando formalmente -y con él, los personajes- en tiempo real, hasta una secuencia final que no puede dejar a nadie indiferente. Pocas películas hay tan plácidas y emotivas como esta: de las que permiten que el espectador respire y recuerde que el cine es también una forma de conservar lo inasible.
Ya hemos visto cómo Disney transfotma sus clásicos animados en películas “con actores” llenas de trucos digitales. Pasó con Cenicienta y pasó con La Bella Durmiente (transformada en Maléfica, y que no es una mala película). Pero por fin, con El libro de la selva, aparece una gran película, mejor que el film de 1968 -el último supervisado por un Disney ya enfermo. Aquí hay un director, Jon Favreau, que además toma en cuenta otras versiones del libro de Kipling: la clásica de Zoltan Korda con Sabú, y la más reciente de Stephen Sommers, ambas más fieles a los cuentos. Favreau toma todo y hace algo insólito para hoy: construye un sólido y conmovedor film de aventuras, la historia original del niño criado por animales, sin las urgencias bochincheras de las actuales películas de acción. Aquí hay tiempo justo, personajes inolvidables y, sobre todo, un tratamiento del universo digital que tiende a la máxima naturalidad. Realmente sentimos los árboles, las hojas, el sol, el agua, la lluvia. Ya no porque se haya registrado con amor, sino porque se los ha reproducido con respeto. Y también el mundo animal: la creación digital sigue el estándar que Disney estableció en 1942 con Bambi, el punto medio entre la estilización poética y el realismo fotográfico. Y en medio de todo este entorno creado, el pequeño Neel Sethi, el único ser de carne y hueso, que nos hace creer -y nos hace emocionar- actuando solo, frente a paneles azules. Una de las hazañas es esa: que el juego de un niño se transforme en una aventura que nos devora.
Esta genialidad del gigantesco Jia -un cineasta multipremiado, amable con el espectador y lleno de ideas- narra la modernización de china en tres historias conectadas que tienen, como modelo, tres grandes melodramas de Douglas Sirk (Escrito en el viento, Imitación de la vida y Lo que el cielo nos da) y, a través de los mejores elementos del cine clásico cuenta no solo el presente de China sino, también, su potencial futuro. Pero más allá de la evidente crítica política y social, lo importante es cómo Jia logra hacernos comprender el retrato de un mundo sin declamar, a partir de la ironía, el drama y la pura poesía. Las simétricas primera y última secuencias, el bello romance entre un adolescente y una mujer madura, el triángulo amoroso pulverizado por la diferencia de clases, la madre que no puede conectar con su hijo (un hijo llamado “dólar”), son invenciones de gran fuerza expresiva. Jia aprendió la lección de Sirk: el melodrama es la pasión imposibilitada por la Historia. Una obra mayor.
Si no fuera por los actores, grandes y perfectos todos, este film adolecería (porque ya adolece, pero se nota menos) de la presencia demasiado pesada del director, cuyo Ararat aún es su mejor obra. La historia de un hombre con Alzheimer obsesionado por cazar a un criminal nazi que asesinó a su familia es una reflexión sobre la memoria y su disolución, demasiado lastrada por la metáfora y el simbolismo evidente.
Otro film sobre un caso real, en este caso la biografía de Dalton Trumbo, un gran guionista de Hollywood incluido en las listas negras del maccartismo. El film es correcto y se nota que Jay Roach, el director, sabe de comedia, por la manera como dirige el Trumbo de Cranston. Pero padece del defecto del “álbum de figuritas”, los famosos cuyo nombre se subraya ante cada aparición. Y, además, la inmensa corrección política. Pero Cranston vale la pena.
Al mismo tiempo que En primera plana, en los Estados Unidos se estrenó también este film sobre periodismo, otra vez basado en un caso real. Aquí de lo que se trataba era de una noticia que no era cierta pero fue puesta al aire como tal, y las consecuencias que tal decisión tuvo para los involucrados. La noticia era la posibilidad de que George W. Bush hubiera evitado sus deberes militares en Vietnam, algo que finalmente se reveló como falso. El film, con bastante precisión y sin ceder (del todo) a la necesidad del drama, muestra cómo funciona ese delicado sistema de contrapesos, de chequeos y de contrachequeos que implica el auténtico periodismo de investigación, un universo que -suele creerse de modo erróneo- pasa por un campo de negociación entre interesados. Lo mejor del film consiste en que los actores parecen realmente personas con las que podríamos hablar en el mundo que vivimos, y de hecho Cate Blanchett, en estado tenso pero humano, está mejor aquí que en Carol, donde sobreactúa cada gesto. Otra cosa interesante es que Redford parece en su salsa, lo que también es un valor para esta película.