El año pasado, La noche de la expiación fue un pequeño éxito sorpresa en los EE.UU. y funcionó medianamente bien en la Argentina. El universo de ese film y de esta continuación es el mismo: un futuro próimo donde, durante doce horas nocturnas e infernales, todos los crímenes están permitios. Lo interesante es que esa ocasión es el andamio de un sistema político. Si el primer film narraba qué sucedía en una casa donde alguien dejaba accidentalmente entrar a los bárbaros, aquí el escenario es excterior: a una pareja se le rompe el auto justo cuando empieza el infierno. El film es efectivo pero adolece de un desequilibrio: sus ideas teóricas son mucho mejores que sus ideas visuales. En el primer terreno, especula con éxito respecto de los dilemas morales y prácticos que tal estado de cosas genera. En el segundo, resuelve situaciones de peligro creciente a pura receta. Y si bien el realizador James DeMonaco ha depurado respecto de su opera prima su pericia técnica, aún da la impresión de cierta falta de novedad, de cierto abuso en el efecto asustador por encima del miedo real que la situación convoca. En este panorama, cierto uso de la ironía, cierta distancia entre estoica y cómica respecto de los personajes le otorgan al film, en algunos pasajes, una notable densidad. Aún está por verse si esta serie se convertirá en un nuevo mito del terror o si pasará como anécdota: al menos hay un director que parece aprender de sus errores, y no es poco.
Un par de viajes a las islas Malvinas representan también un viaje interno que va más allá de las posiciones que puedan tomarse alrededor del territorio y del conflicto. Una investigadora que quiere terminar una tesis, un encuentro aleatorio con dos ex combatientes y un regreso configuran esta variación al mismo tiempo personal y social respecto de un tema que sigue siendo parte dolorosa de nuestro imaginario.
El cronista lamenta indicarle al lector que Socios... no es el desastre total que el prejuicio podría indicar, que está narrada profesionalmente, que intenta construir un mundo y que el gran problema es, en todo caso, que los actores no las tienen todas consigo. Pero intenta ser una parodia del film de acción y, por momentos, aunque no lo logre del todo, se acerca a ello con ganas y nobleza. No siempre se gana, pero al cronista le alegra en decir que se ha luchado con buenas armas.
El mundo de los Aviones -que es el mismo del de Cars- es un problema por su ausencia de seres humanos. Pero esta vez, con menos ánimo aleccionador, parece que los animadores se tomaron sus libertades para divertirse y la película, que narra las aventuras de una brigada aérea contra incendios, posee más gags (no todos cómicos, muchos sí), más diversión e incluso si es aleccionadora, parece no tomarse las cosas demasiado en serio. Una mejora.
Un documental argentino. Pero un documental que es también una película de ciencia no ficción, aventura, comedia, y el relato del robo frustrado más grande del mundo, o algo así. El epicentro es Campo del cielo, esa localidad del noreste argentino preñada de meteoritos, y de las historias que giran a su alrededor, con especial hincapié en el trabajo de dos estadounidenses: un científico serio que intenta preservar tal patrimonio, y un cazador de meteoritos que hace inmensos negocios con esas rocas que provienen de lo más profundo del Cosmos. Sergio Wolf, crítico y docente pero, sobre todo, un tipo con mirada inteligente y sensible, logra construir una película que es a la vez aventura y comedia, y que transmite, al sesgo y con elegancia (además) un retrato social. Consejo: vaya con chicos -de diez para arriba, mejor- no solo para desintoxicarlos de tanto ruido, sino para que aprendan del universo, el mundo y -básicamente- del cine. Le van a decir gracias.
Justo cuando parecía que no había ninguna esperanza de ver un gran blockbuster este año, Hollywood distribuye su -hasta ahora- película más inteligente. No entraremos aquí en explicar qué lugar ocupa este film en la serie: mejor decir que es la continuación, diez años después, de aquella sorpresa enorme de 2011 que fue El planeta de los simios: revolución. César -ese chimpancé genéticamente “mejorado” que interpreta el experto en personajes digitales Andy Serkis- es líder de los simios, que han evolucionado. La Humanidad está diezmada y la convivencia entre seres humanos y monos es compleja: en el film, ciertos acontecimientos llevan a la guerra. Lo que importa aquí es que, con inteligencia, el “mensaje ecológico” se ha vuelto político en un sentido amplio; es decir, universal. Y que si bien hay algo de pretensión (y algo de solemnidad inútil y didactismo barato), la realización visual conmueve por su fuerza, su claridad y su creatividad. Las verdaderas emociones del film aparecen cuando todo se pone en movimiento, lo que no deja de ser preciso cuando la historia se basa, en gran medida, en la incomunicación o la imposibilidad de la empatía. Aquí no hay villanos ni héroes, o los hay de ambos lados: de allí el impacto emocional y, también, estético. Lo más sorprendente de esta película es menos su “tema” o sus “profundidades” sino -de allí lo “inteligente”- que la cámara siempre esté donde debe estar.
Por suerte el cine argentino no es solo Bañeros 4. Este film de Iván Fund narra la historia de una pareja en un barrio humilde, pero también cuenta ese contexto social sin idealizarlo ni demonizarlo, algo bastante difícil. Es simplemente la historia de gente que va construyendo un lazo -como todos- a partir de las carencias y de las emociones. La mirada de Fund es precisa y no subraya nada. Su mayor mérito consiste en dejar vivir a sus personajes.
Lo que más molesta a este crítico es que ser veraz y sincero con sus propios sentimientos lo vuelque -necesariamente- al lugar común. Bañeros... es un compendio de gags televisivos sin demasiada gracia, de risa basada exclusivamente en la burla, y de señoritas tratadas como reses. Pero lo peor reside en pensar que a los niños les atrae todo eso, cuando las nuevas generaciones suelen reír y llorar con las sofisticaciones de Frozen. Lo más ofensivo del film, pues, reside en esa subestimación.
Dejemos de lado todos los lugares comunes respecto de esta película. Dejemos de lado, por ejemplo, el patrioterismo chillón de Michael Bay. Dejemos de lado, incluso, su onanismo. Hay films patrioteros y onanistas que son buenos, incluso excelentes. No: las razones que hacen de Transformers 4 una no película son exclusivamente (anti) cinematográficas. Bay descubrió hace demasiado tiempo que la cámara se mueve, y que ese movimiento genera una sensación física que el espectador puede confundir con interés e incluso emoción. Lo que desconoce es que, repetido cuando no es necesario, provoca malestar y cansancio. Por otro lado, y es sintomático en los planos de la protagonista adolescente, cree que una imagen “linda” -en realidad en este caso es lasciva- genera en el espectador interés por el personaje. El problema es que no hay personajes, jamás. No importa lo que le sucede a los “humanos” en este film donde todo es confusión y ruido. Sí interesa un poco más lo que hacen los robots, pero allí talla el animador, el ingeniero, el diseñador y no el cineasta. El único momento de poesía y emoción en el film sucede cuando Optimus Prime “doma” a un dinosaurio robot, un momento donde, brevemente, hay un relato que emociona. El resto es un largo álbum de destrozos donde se confunde nervio con aturdimiento.
Un experto en arte (Geoffrey Rush, siempre bien), es contratado por una rica y elusiva joven heredera para vender una colección de pinturas. Ella no se relaciona con nadie, él se obsesiona con ella. Tornatore filma con buen gusto -un buen gusto demasiado abúlico- una historia donde lo que más interesa es cierta elegancia actoral. El film está demasiado decorado, y en cierto punto recuerda más al teatro, o incluso a la “televisión de calidad”. O mejor, a una pintura (más) en la pared.