Publicada en la edición digital #266 de la revista.
John Le Carré es uno de los mejores escritores británicos y probablemente el único en lograr gran literatura con el espionaje como marca. Sus novelas, a través de tramas tensas, permiten reflejar mundos complejos donde el interés de los individuos y los estados colisionan constantemente. Ese espíritu se rescata en esta adaptación firmada por Anton Corbijn, donde un hombre que ha sufrido la tortura llega a la comunidad islámica de Hamburgo reclamando una herencia y cae en la mira de la paranoia antiterrorista. La duda y las medias verdades son la constante del relato, que tiene como núcleo la actuación contenida del fallecido Phillip Seymour Hoffman. Si la película no logra romper los límites de la “adaptación correcta”, es porque por un lado intenta permanecer fiel a la letra, y por otro, en ocasiones pone demasiado el acento en la mecánica del género (como contraejemplo, la gran adaptación de “El topo” por parte de Tomas Alfredson sirve de contraste). Aún así, la paranoia universal está bien retratada y la pintura de los personajes permite comprender el humanismo de Le Carré, aún cuando algunas vueltas del relato se presenten un poco confusas. No es el mejor trabajo de Hoffman, por cierto, pero de todos modos es un placer verlo en pantalla: un actor cuya inteligencia seguirá extrañándose.
Un grupo de animales con hambre comandados por una ardilla intenta robar una tienda llena de frutos secos. En la más clásica tradición del cartoon, tanto en diseño como en ritmo, este film explota toda posibilidad cómica. Salvo que, en ocasiones, carece de timing y lo que podría ser cómico queda solo en grotesco. Cuando acierta, es bella de ver y noble. Cuando no, de todos modos, no molesta.
Pablo Fendrik llamó la atención hace un par de años con un notable film llamado El Asaltante y otro, más celebrado que bueno, llamado La sangre brota. Se notaba en ambos un nervio narrativo y una pericia fílmica importantes. El ardor es, en sí, un western con todos los elementos del género, y vuelve a mostrar la tensión de la que es capaz el realizador. Que, en ocasiones, se pasa de crispación: es en esos momentos donde la película casi se diluye.
No es este el lugar para hacerlo, así que se lo proponemos al lector: comparar esta película sobre una chica en coma con Bajo la misma estrella, la de los dos adolescentes con cáncer y enamorados. Sería interesante ver cómo la Muerte anda rondando incluso films dedicados a públicos no adultos, como en este caso, o cómo se le diluye su angustia. Aquí una adolescente -la gran Grace-Chloe Moretz- es la única que sobrevive a un accidente. Queda en coma y su alma puede ver qué pasa con los vivos -incluido su novio- y con los muertos -incluidos sus padres. Y tiene que decidir si vive o muere. Es decir, un drama romántico-familiar para la lágrima, lo que no está mal. Tampoco demasiado bien: a pesar de que el tema es denso, la realización no deja de caer en formas adocenadas y lugares comunes, contra las que reman los intérpretes. Lo extraño es la infantilización de la muerte y cómo todo termina derivando hacia la telenovelita infantojuvenil de media tarde. Los intérpretes -Moretz, básicamente- logran darle cierta dignidad al asunto y volver todo visible.
Amigo lector: de toda película se puede aprender algo. Verá que las estrellitas están por encima de la media, lo que es bueno. Verá, también, que –convertido a números– el film no se exime con siete, pero pega raspando gracias a su estrella principal, que pone lo que hay que poner. “Hércules” es una prueba de película impersonal de Hollywood: un director competente en manejar presupuestos (pero no cámaras), un actor carismático que puede trabajar más con el cuerpo que con la voz y el rostro (el carismático Dwayne Johnson), un título que nadie puede desconocer (nadie sabe ya cuáles fueron las doce pruebas de Hércules, pero al menos se conoce que es forzudo, algo así como un superhéroe de la antigüedad clásica) y hay motivos para el despliegue enorme de efectos especiales y pelea bestial. Con eso alcanzaría para tener un buen entretenimiento, pero este film tiene el defecto –pura responsabilidad del director, Brett Ratner– de descuidar el aspecto dramático de su personaje y, peor, de desinflar con ausencia total de imaginación las secuencias de acción. Por suerte Johnson tiene ese “algo” innato que nos permite seguir mirando divertidos la pantalla: entiende perfectamente que esto no es más que un film clase B filmado con demasiada plata y actúa en consecuencia. Lástima que el realizador no haya comprendido el juego, pero no se le pueden pedir peras al olmo.
Todo lo que ha pasado con Damián Szifrón en los últimos días y todo lo que pasó con esta película desde su participación en Cannes en mayo carece, en esta página, de importancia. Lo que importa es el cine y “Relatos…” es cine de un modo no demasiado frecuente en la Argentina. Aunque no carece de los elementos típicos de nuestro cine (algo de costumbrismo, algo de fatalismo, algunas simplificaciones ideológicas), Szifrón es de los pocos cineastas de nuestro país que ejerce el ojo y el oído para sumergir al espectador en un cuento siempre fantástico, incluso si lo sobrenatural no aparece. El clima de “Relatos…” es el de pesadilla cómica: sí, el film es una serie de comedias donde a veces aparece el humor negro, y que permite, si se quiere pensar un poco, comprender el vínculo entre esa clase de humor y el grotesco. No todos los “relatos” son igualmente buenos, pero hay tres que son extraordinarios en cuanto a ejecución técnica, manejo del ritmo e incluso pintura de caracteres: el que antecede a los títulos (su plano final es antológico), el de los dos hombres solos en una ruta, y la mejor fiesta de casamiento jamás filmada en la Argentina. La gran virtud –y la gran limitación, paradójicamente– de Szifrón es que piensa el mundo en términos cinematográficos y de films queridos (ahí están Spielberg, y Cameron, y Hitchcock, y Scorsese), pero eso pesa menos que el gesto porteño en sordina, la gracia irónica y la frase justa. Los actores están todos perfectos.
Si quiere ser feliz y aprender, corra estos fines de semana de agosto a ver Amancio Williams al Centro Cultural San Martín. Es el retrato de un gran arquitecto modernista que pensó el espacio y su utilidad sin dejar de lado el arte. El material que este film de Gerardo Panero pone ante los ojos del espectador es fascinante, obliga a perderse en él. Y como si esto fuera poco, terminamos entendiendo que es ese arte a veces secreto de la arquitectura. Puro placer para ojos y mente.
Hacer una comedia coral y romántica (algo así) sobre la adicción al sexo es un punto de partida interesante. Tener actores que saben comportarse como seres humanos reales -especialmente Mark Ruffalo, que ha encontrado tal madurez expresiva sin alardes que uno le cree ser este tipo o el increíble Hulk-, suma. Y que se busque constantemente un tono medio, genera la sonrisa automática de estar viendo algo agradable. Ahora bien, el problema del film, aquello por lo cual no alcanza a ser una gran película, es que busca, todo el tiempo, convertirse en un manuial de autoayuda y a eliminar, esterilizar o borrar el sexo. Es cierto que tal es, en parte, el problema de sus protagonistas (un grupo de autoayuda, justamente, de adictos al sexo, justamente) y que la forma de la película reproduce lo que sucede en sus cabezas y cuerpos. Pero hay también una indecisión -llamémosla “políticamente correcta”- a la hora de no ir a fondo con las situaciones más ridículas ni con las más escabrosas. Y es allí, paradójicamente, donde la película denota su manipulación y donde pierde esa humanidad que los actores saben inyectarle.
Aunque lo hemos explicado alguna vez, no está de más hacerlo aquí. Los grandes estudios de Hollywood tienen, como modelo, “romper todo” con una película grandota -o dos- por año. Para que funcione, tiene que estar “instalada”, así que por eso se hacen remakes, relanzamientos o adaptaciones de cosas populares (juguetes, libros, historietas, etcétera). Y además deben conformar a la mayor cantidad de público posible (léase “edades”) para ser rentables. Tales condicionamientos no impiden hacer buenas películas (véanse, solo este año, El planeta de los simios: Confrontación o la tiernísima Guardianes de la Galaxia). Pero si detrás de estas máquinas no hay un artista con algo para mostrar, o al menos un artesano que nos provea claridad en las imágenes, lo que queda es puro ruido olvidable. Esta nueva versión de las Tortugas... tiene la impronta de su productor Michael Bay: imágenes rápidas y bochincheras, humor ramplón, chica linda con curvas (otra vez Megan Fox), cámaras que se mueven sin ton ni son, montaje espasmódico, y chistes (a veces cuando no corresponde). Hay una enorme cantidad de violencia y la idea de que cuanto más grande, mejor, va en contra de la ironía y el humor ingenuo que los personajes supieron proponer cuando tuvieron su período de gloria en los noventa. Un film basado no en la acción sino en el ruido, que es demasiado y que no llega a ocultar la escasez de nueces.