Ezio Massa es un artesano que se dedica al cine de género y acá se prueba con el cine de terror entre lo sobrenatural y el “slasher”. La historia de un joven que aparece cubierto por sangre de sus amigos tras desaparecer en un bosque toca muchos tópicos del género y, en gran medida, con acierto. Por momentos el suspenso no funciona, la resolución decae. Pero hay intención de hacer una película, y eso cuenta.
Quien esto escribe, hace 20 años, odió a los hermanos Peter y Bobby Farrelly por “Tonto y retonto”. Con el tiempo, uno madura y descubre que hay algo en esta gente que ha decidido entrarles a los lugares comunes de la corrección política por vía del humor grosero. Que nadie se espante ni sorprenda: también esta clase de humor requiere de inteligencia. Solo así puede causar risa, porque la risa es producto cerebral como pocos. Aquí, veinte años después, estos dos idiotas absolutos se vuelven a encontrar y uno de ellos descubre que tiene una hija a la que sale a buscar. Por cierto que las intenciones no son del todo altruistas. Jeff Daniels, un excelente actor, logra que su Harry sea un ejemplo extraordinario de la noble profesión del payaso. Lo mismo Jim Carrey, pero en este caso hay una sabiduría forjada con años de ejercicio. Como sucede en las películas de terror –que tienen más de un vínculo con la comedia cómica– el espectador quiere y no quiere mirar, quiere y no quiere reír. Pero cuando finalmente la risa rompe la barrera de la represión, es porque descubrimos el lado absurdo de nuestras ideas más arraigadas. Sí, este texto parece un poco académico, pero es que los Farrelly han logrado tomarse en serio una de las profesiones más riesgosas y despreciadas: la de hacer reír con nuestro costado más grotesco. Aún imperfecta, una película libre, y eso solo ya es toda una declaración de principios.
La idea es un poco la de “Como la primera vez”: una mujer que no puede recordar más que el día en que vive, algo así. Ella, Nicole Kidman, hace lo que puede. Claro que aquí se trata de un thriller con marido quizás malvado (Colin Firth, pobre), y médico que vaya uno a saber qué esconde (Mark Strong, pobre). El resultado es una película de suspenso del montón, donde eso, el suspenso, se declama y no se transmite.
Salve, oh Liam Neeson, héroe de acción y suspenso que nos provee, a quienes empezamos a encaminarnos hacia los cincuenta, la esperanza de ser siempre jóvenes, paliza mediante. El hombre que fue Schindler es uno de los números puestos del cine policial violento (al lado de Denzel Washington, o del eterno Bruce Willis) y aquí, según el artesano con algunos vicios televisivos Scott Frank –siempre más un guionista que un cineasta, aunque en este film cumple– es uno de esos investigadores que ya están de vuelta, más o menos obligado a ayudar a un traficante de heroína a encontrar a una banda de asesinos. Y como pasa con estos viejos gruñones, mantiene la moral en alto y, en el fondo, el corazón de peluche. Ahí va, don Liam, a patear traseros y encontrar asesinos, poniendo su vida en juego. Salve, oh Liam Neeson, por hacernos creer hasta el lugar común más repetido.
Hablar de animación cuadro a cuadro o “stop-motion” es un poco inexacto porque toda la animación se hace fotograma a fotograma. Pero el término se aplica a la que se realiza con muñecos u objetos. Y es importante en este caso que los objetos infundan algo en los personajes. “Los Boxtrolls” es la historia de unos seres que llevan cajas de cartón como parte del cuerpo y viven debajo de la sociedad humana, que los teme –los acusa de raptar niños, algo falso–. El film es algo así como un cuento de hadas animado con una trama dickensiana (niño huérfano criado por Boxtrolls, hombre inescrupuloso que quiere acumular poder por vías nefastas, un paisaje bello en diseño y glauco en espíritu) donde todo el diseño tiene un sentido, genera una emoción genuina. Mucho más creativo que la mayoría de la animación estrenada este año (está a la altura de “La gran aventura Lego”, por ejemplo). Belleza total.
Remake estadounidense del film argentino dirigido por Marcos Carnevale, como aquel apoya esta historia de amor entre personas mayores con enormes actuaciones. La traducción al “lenguaje” de Hollywood es correcta y precisa. Shirley McLaine y Christopher Plummer, dos señores con oficio perfecto, les inyectan humanidad y humor a sus personajes con mucha gracia. Más un film “de actores” que de puesta, pero aún así estimable.
Para muchos, Christopher Nolan es un genio del cine. Quien esto escribe cree que tiene algunas buenas películas (la segunda de sus “Batman”, por ejemplo, la subvalorada “El gran truco”), y considera que Nolan ha sido deglutido por las palabras y las vueltas de tuerca. En efecto: “Interestelar”, una especie de aventura épico-ecológico-moral-trascendente y que lleva al plano del espacio exterior el ingenio solemne de “El origen”, muestra a tal punto las falencias del realizador que el asunto se torna alarmante. Más allá de su absoluta falta de humor, de su pretensión profética –se puede tener y hacer al mismo tiempo un film atractivo, véase “The Matrix”–, el problema de Nolan es que no tiene la menor idea de cómo transformar las palabras que le vienen a la cabeza en imágenes. Así, para que entendamos qué va a pasar en una escena, aparecen cinco o seis explicaciones. Y, como en “El origen” –pero ya en el paroxismo de la estulticia–, cuando algo es ilógico saca una nueva regla para que cuaje. El problema es que todo se dice y nada se muestra, que no somos nosotros quienes entendemos sino él quien nos expone (a la abulia). Incluso la fallida “Trascendence”, que Nolan produjo, es más concisa e interesante que este film. No diga que no le avisamos.
Un joven se pega dos tiros. No le pasa nada con eso, o pasa de todo: de allí en más, las situaciones y los personajes construyen una cadena que parece absurda. Si el comienzo es dramático, lo que sigue es un deslizamiento constante hacia el absurdo. Pero no se trata de algo inhumano, ni de un alarde de manipulación: lo que hace Martín Rejtman –uno de los mejores cineastas argentinos: basta con ver “Silvia Prieto”, “Los guantes mágicos” y el hermoso documental “Copacabana” para comprenderlo– es retratar la vida en un infierno cotidiano. No porque se trate de un lugar de castigo, sino porque carece de salidas: de hecho, comienza con algo que puede significar la muerte y, sin embargo, tiene pocas consecuencias (a lo sumo un detector de metales se interpone entre el protagonista y la entrada a un boliche). En todo esto, Rejtman hace algo revolucionario: primero construye con las imágenes de lo cotidiano, un laberinto sin centro. Luego, en lugar de horrorizar al espectador con tan desesperada imagen (borgeana, de paso), le dice que la vida no es tan terrible y que, como dijo Oscar Wilde, las tragedias de los demás son de una banalidad extraordinaria. O que no hay nada intrínsecamente cómico –ni nada que no lo sea–, sino que depende de la distancia con que miremos y oigamos (Rejtman construye diálogos perfectos cuya redacción parece literaria pero es el cine y el registro de cómo se dicen lo que les otorga su efecto absurdo). Créalo o no, esto es una comedia absurda y tierna. Es sólo cuestión de intentarlo.
Digamos que la situación –o la trama, aunque la trama incluye otras cosas– es simple: un pueblo atacado por tornados impresionantes, destructivos, ciegos, vertiginosos; malévolos, para decirlo claro. Y ese pueblo, o por lo menos aquellos habitantes que podemos conocer, trata de sobrevivir. Algunos lo logran, otros no, y lo que debería importarnos en una película es tanto compartir la experiencia de los personajes como su suerte. También hay algunos locos que quieren filmar lo imposible y arriesgan la vida por una imagen. Curiosamente, la película representa una paradoja, dado que el realizador trata de encontrar la imagen más asombrosa y shockeante posible desde la seguridad de una oficina de efectos especiales. Pero eso no es un gran problema, no en la medida en que nos creamos lo que sucede en la pantalla. Y eso sucede bastante en las secuencias de acción y mucho menos en las “actorales”. A diferencia de su modelo –la subvalorada Twister, film libre y feliz como pocos en las últimas décadas– aquí lo único que vale es la sensación física: ni siquiera cabe el asombro de las imágenes. Aunque, en ese terreno de lo abstracto y movedizo, “En el tornado” funciona bastante más que bien. En última instancia, todo es sobre el espectáculo, sobre qué nos asombra, qué nos conmueve y qué experiencia buscamos en una película porque no podemos vivirla en lo cotidiano. Y en ese sentido, la película provee lo necesario.
Una de las películas más sabrosas del año. Si lo que busca es un gran entretenimiento lleno de acción, de aventura, de humor y de fantasía, aquí está. Pero si busca otra cosa, una meditación sobre la vida, sobre la trascendencia o sobre el mismo cine, también: aquí está. Lograr ambas cosas al mismo tiempo no es sencillo y requiere de un realizador totalmente libre y alocado, irresponsable en el mejor sentido del término para lograrlo, es decir un Luc Besson, que cuando imagina sin límites logra rarezas como esta. Lucy es una joven –extraordinaria Scarlett Johansson– a quien un muchacho engaña y mete, inadvertidamente, en una mafia de drogas sintéticas. Termina con un kilo de una extraña sustancia en el cuerpo, la sustancia se libera y ella se transforma primero en una superheroína y luego en algo más. O, más bien, en mucho más. Besson mete en la licuadora de los géneros desde el 2001 hasta “El árbol de la vida”, pasando por todo el cine de superhéroes, las grandes películas de acción orientales –hay tiroteos que recuerdan a John Woo o Johnny To–, y hasta la comedia romántica. Pero se justifica: el film se pregunta por qué somos como somos y hacia dónde vamos, si existe realmente la muerte y qué significa la vida. Besson tiene sus respuestas y, sin darse cuenta, nos cuenta por qué nos gusta tanto el gran espectáculo cinematográfico. Puede pensarse que se trata de una gran ensalada, pero le aseguramos que cada ingrediente tiene su razón.