Este film es la historia de una pareja que se separa o, mejor, de lo que le pasa a esa pareja -notables Carlos Belloso y María Onetto- cuando todo se termina. Pero más allá del drama, está el cine: la cámara se instala de tal manera entre y hacia los protagonistas que genera, más allá de las vueltas de la trama, una gran tensión. Queremos y no queremos ver; queremos y no queremos saber, como pasa cuando la vida nos pone en una encrucijada semejante. En ese suspenso -¿qué es una separación sino quedar suspendido?- se concentra lo mejor de esta película.
La historia es interesante: en la URSS aparece un asesino serial que asesina niños cruelmente. El encargado, aleatoriamente, de descubrirlo es un agente secreto defenestrado por el estalinismo tras negarse a denunciar políticamente a su propia mujer. Exiliado en un lugar miserable, aparece este monstruo y, con ayuda del personaje de Gary Oldman, trata de encontrarlo. El problema es que en la URSS no puede haber asesinos seriales que maten niños: esas cosas no pasan en el paraíso socialista. La sinopsis es más interesante que el film: en lugar de que el mundo criminal y el mundo político cuajen y se reflejen (algo que pasa en otra película sobre asesino de niños: M., el vampiro, de Fritz Lang), ambas cosas no terminan de integrarse. Que los actores estén bien y muy bien (Oldman ha encontrado un registro extraordinario desde los films de Batman) y que la ambientación sea precisa poco importa: la película se siente demasiado literaria, como si la novela en que se basa no encontrara una adaptación sino una mera ilustración.
Si la primera película sobre estos señores de la tercera edad que vuelven a (la) primera (o, mejor, a la segunda) en un exótico lugar de la India, esta también le va a gustar. Si no le gustó, pues no le va a gustar esta tampoco, aunque cabe la posibilidad de que le disguste menos. La cosa es así: aquellos residentes del Marigold creen que, dado que muchos quieren irse al paraíso del dolce far niente, es hora de abrir una sucursal. Pero eso implica, como corresponde a toda empresa en expansión, problemas y la interrupción de la paz alegre que los residentes supieron encontrar. Lo que implica también trastocar las relaciones personales. Para colmo de males o de bienes, ingresa un nuevo inquilino, interpretado por Richard Gere que, convengamos, aun siendo un señor maduro está un poquito lejos del resto de los pensionados. Bueno, quizás no de todos, pero sí de unos cuantos. Lo bueno es que se lo toma con esa simpatía y ese aplomo que supo ganar en la última década. De todos modos, es lo de menos: la película es en sí misma un paisaje amable que funciona como una especie de ansiolítico gracioso frente al estrés y la histeria que vivimos todos los días. Eso sí, no hay mucho más que eso, y algunas de las subtramas son más gracioas que otras. Es una película que no agrede al espectador sino que lo invita, aunque lo que nos ofrece es una golosina que se disuelve en la boca contenta demasiado pronto.
No hace demasiado tiempo que el básquet argentino ni soñaba con que algunos de sus jugadores iban a brillar en la NBA. Pero el básquet siempre fue aquí un deporte popular. Este documental narra la historia de León Najrudel, el hombre que organizó la Liga Nacional. Lo hace con garra y con humor, y es en el fondo la historia de alguien que tuvo ganas de hacer algo por lo que amaba y lo logró. Y se ve con el placer que causan las buenas historias. Está medio escondida en el Gaumont: busque el horario y vaya nomás.
A se conoce con B y hay amor. Quedan en verse. B va a la cita, A, no. A conoce a C y hay amor. C y A resulta que son hermanas y que eso lleva a que B y A vuelvan a encontrarse pero aparece el drama y todo lo que ello implica. Con un poco más de humor y un poco más de pasión, sería una buena película de Hollywood. Pero aquí se actúa con naturalismo y las emociones están contenidas. O sea, una buena película francesa.
Tenemos un problema con esta película, el mismo que solemos tener cuando se trata de obras que dicen lo que pensamos que es justo o adhieren a una causa que nos parece noble: criticar el film se lee como criticar la causa. Y no: una causa es una causa, un film es un film. Esta historia de una compañía de baile en un Irán dondc la teocracia lo impide tiene todos los lugares comunes del cuento David versus Goliath y los narra de manera convincente, incluso con buenos momentos coreográficos y no poca simpatía. El problema sobreviene a la hora de contraponer el drama y la crítica política al espectáculo, algo que puede hacerse sin problemas pero que en esta ocasión deja ver demasiado sus costuras. Es cierto también que el cuento no tiene demasiados ripios y que Freida Pinto es una de esas imágenes que justifican el cine. Así, estamos ante una película inofensiva que trata de brillar por su adhesión a la causa más que por la creación de emociones genuinas. Incluso si, ocasionalmente, las provoca.
Y sí, otra vez una entrega de la saga “Liam Neeson te rompe la cara”. Otra vez de la mano del español Jaume Collet-Serra, aquí es un mafioso que tiene que enfrentarse con los suyos para salvar la vida de su hijo y que no siga sus pasos. El film es efectivo, mantiene la trama en buen nivel y, como sucede en Sin Escalas, concentra y juega con el espacio y el tiempo de un modo interesante. Lo más importante de todo es que los actores no están librados al azar y son buenos, lo que permite que uno crea que en la pantalla hay setes humanos reales, de carne y hueso. Los golpes duelen y las balas matan, y cuando eso sucede nos importa. Ahora bien: sin ser una genialidad, permite que pensemos un poco respecto del actual estado del cine. Este tipo de películas, que podemos llamar “Clase B de lujo” por el gasto en producción y en actores, son las que sostenían, por encima de los grandes tanques -siempre excepcionales- el atractivo de ir al cine. Y esos films también tenían algo que hoy escasea: arquetipos. Neeson, desde que comenzara a repartir ñapis en la primera Taken, se ha convertido en uno de ellos, a la altura de los grandes actores del Hollywood clásico que, ni bien aparecían en la pantalla, imponían su personaje y su persona. Es todo eso lo que logra que este sea un film atractivo e interesante a pesar de sus truculencias y algunas resoluciones apresuradas: puro nervio, del bueno.
Kevin James es un buen comediante. Y el término “buen” le calza justo: no es extraordinario ni nos causa vergüenza ajena. Aquí vuelve a ser el vigilador de shopping Paul Blart, aunque en esta ocasión se toma vacaciones en Las Vegas. El resultado es una cadena de chistes unidos por un hilván argumental que cae simpático, no molesta, a veces hace reír y, a la salida de la función, se olvida.
Imagínese que usted la ha pasado bomba durante toda su vida y, de golpe y con riesgo de muerte, le dicen que debe parar. Y usted decide irse por otro lado. Pues bien, de eso trata esta comedia amable a la francesa que celebra la vida sin estridencias pero con un transcurrir terso que acerca al espectador a los protagonistas. Una comida compartida, ni más ni menos, y de las buenas.
Mathieu Amalric es un gran actor, aunque un poco por accidente. Su vocación es la dirección cinematográfica, y es un realizador muy influido por la Nouvelle Vague y por John Cassavetes, como lo demostró su admirable “Tournée”. En este caso, Amalric se ubica de ambos lados de la cámara para adaptar una novela de Georges Simenon: un hombre ha pasado una noche con una mujer y ha dicho algunas cosas. Por eso que ha dicho, es detenido y acusado de un crimen del que no tiene demasiada idea. El film gira alrededor del paso del tiempo, de la memoria y del riesgo de la aventura, pero es también una demostración de técnica cinematográfica por su concisión y brevedad. Se notan demasiado los hilos, el film nunca respira por sí mismo y se lo ve temeroso de traicionar el texto sobre el que se basa. Hay algo de académico en la puesta en escena, que disuelve la espontaneidad de sus películas anteriores.