Después de haber hecho semidocumentales sobre las sevillanas (la mejor, lejos, de la serie), el flamenco, el tango (con la que lo nominaron al Oscar) y los fados, Carlos Saura se dedica al folclore argentino. Aunque la música -del gusto depende- es buena y hasta excelente, hay una mirada decorativa sobre el fenómeno. Un film que busca comprender un género y que, paradójicamente, demuestra desconocerlo.
El señor Russell Crowe no es simpático pero nos cae simpático. No hay contradicción: una cosa es el cine y otra cosa es la vida real. Aquí es simpático como actor y no demasiado como director: la historia de un hombre que, tras el desastre de Gallipolli en la Primera Guerra Mundial viaja a Turquía en busca de sus tres hijos desaparecidos tiene algo de bélico y algo de melodrama y mucho de clacisismo, de película hecha a la antigua con la tecnología de ayer nomás. Como él nos cae simpático, muchas de sus debilidades narrativas pasan a veces inadvertidas, pero están allí. Hay también interés romántico, y quizás el mayor problema -es decir, lo que nos causa una mayor antipatía- es que en ciertos momentos se parece todo a un show de egocentrismo del actor. A pesar de eso, y aunque le sobran unos cuantos minutos, la película funciona y entretiene. Incluso, y esto gracias al actor Crowe, logra arrancar una emoción sincera.
No esconda la cabeza y acéptelo: nada es más catártico en el cine que ver una destrucción bien masiva. Vaya uno a saber si tiene que ver con nuestra reacción interna a la vida urbana, a la presión impositiva o porque sí, lo cierto es que cada película que nos promete un “rompan todo” nos resulta atractiva. Esta Terremoto, que no es una remake de la película con Charlton Heston de los gloriosos setenta (“¡En Sensorround!”) aunque es casi lo mismo, se basa en el gran miedo de que la península de California se quiebre del continente. Y lo que aquí sucede es eso, justamente, lo que acaba con Los Angeles, San Francisco y aledaños. El problema es que después viene el tsunami y del temblor no se salva ni Nueva York. Mientras tanto, tenemos a Paul Giamatti haciendo un gran papel como tipo muy preocupado, a Carla Gugino más linda que nunca y a esa mole de carisma y autoironía inocente, ese tal Dwayne “The Rock” Johnson al que aprendimos a querer gracias a los rápidos y los furiosos. Aquí el señor Piedra es un rescatista en helicóptero y justo le toca el tembleque. Pero como no hay desastre sin una aventura, encima su hija anda por ahí con tremenda necesidad de que papá la rescate. No, no nos estamos burlando de la película: es divertida y es noble, y si no fuera por la plata gastada en efectos, digna representante de la buena y querida Clase B.
Una pareja en sus cuarenta (brillantes Ben Stiller y Naomi Watts) se cruza y relaciona con una pareja en sus veinte (Adam Driver y Amanda Seyfried). Ese cruce revigoriza a quienes creen que el tiempo se les ha pasado demasiado rápido, y el realizador Noah Baumbach usa el contraste para ejercer la sátira social con tono amable y un Stiller que sabe cómo sacarle partido a cada elemento cómico. Aún cuando el final parece de otro film, una obra amable que le habla al espectador como a un amigo.
El film de 1982 dirigido por Tobe Hooper y Steven Spielberg era perfecto. No es ilegal hacer una remake, siempre y cuando agregue algo nuevo, un punto de vista distinto, una idea. Nada de eso: aquí es lo mismo solo que técnicamente “mejorado” y con alusiones a mil otras películas que, abrevando en la Poltergeist original, nos vienen llenando de casas con fantasmas crueles y corridas en los últimos diez o quince años. La pregunta que nos queda hacernos cuando salimos del cine es ¿para qué? La original aún funciona perfecto.
Otro film imperfecto pero con algo más que sus imperfecciones. Empecemos por lo que no está bien: la música de jazz omnipresente que, a veces, propone un clima alejado al de la situación que intenta ilustrar, en un desfase que provoca ruido. La historia es mínima, pero eso en el cine no es un defecto: nos importa el cómo, no el qué. Lo que está bien es el trabajo minucioso, científico casi, de Graciela Borges y Luis Brandoni. Ella es una mujer quizás básica pero no carente de inteligencia que vive la languidez de una relación terminada; él es un músico, un pianista, que utiliza el encanto para la conquista pero se encuentra con otra cosa. Lo interesante del film es que vemos cómo dos personas juegan a jugar, construyen concientemente una ficción que es más real que el mundo un poco trivial que los rodea. Gran parte del efecto proviene de dos actores puliendo ante el espectador a sus personajes, encontrando juntos no solo el tono para decir la línea sino para escucharlas. Pausada pero no lenta, Tokyo es pura actuación de cámara.
Brad Bird ha demostrado en sus cuatro largos anteriores (El gigante de hierro, Los Increíbles, Ratatouille y Misión: Imposible – Protocolo Fantasma) no solo una enorme capacidad de invención y técnica, sino también inteligencia para comunicar ideas complejas de manera directa, sin que tales ideas pierdan, si la tienen, ambigüedad. Es un director que toma partido por lo que piensan sus personajes pero no le imponen tales opiniones al espectador. Tomorrowland es su film más desparejo: visualmente impresionante, la historia de una utopía perdida y reencontrada que involucra a un hombre amargado (Clooney) y una joven idealista (Robertson) a veces resulta desmañana o desprolija; a veces incluso revela sus ideas de manera demasiado evidente. El tema es la curiosidad y el optimismo. O si, mejor, en un mundo tan difícil como el que vivimos cabe aún el optimismo. Lo hace con una aventura infantil porque asume el único punto de vista posible para el asombro del descubrimiento en estos días, el del niño. Y eso logra que esta aventura colorida y vertiginosa (a veces demasiado) sea cualquier cosa menos pueril. Sin llegar a los límites de emoción de esa obra maestra que es Ratatouille, Tomorrowland hace algo que muchas películas de hoy no: se pregunta cosas y propone respuestas. Un film evidentemente retro, también en la manera como confía en la inteligencia del espectador para que descubra -él también- un mundo no nuevo sino posible.
Chicos de favela encuentran cartera con misterio en la basura. Los busca la policía. Reciben ayuda de misioneros angloparlantes. Ternura, diversión y miserabilismo estético a tope: esto no es Slumdog Millonaire, que también era un cuento sobre chicos que surgen de la miseria (pero había dignidad allí y alegría) sino simple y llanamente explotación de los más pobres de los lugares comunes. Dirigió el realizador de Las Horas.
Listo, tenemos comedia en la Argentina. Ariel Winograd construye con su cuarto largometraje una historia de timing perfecto: él se enamora de ella, ella no quiere ni gusta de los chicos, él tiene una hija. Y la comedia se trata de tomar este tema quizás casi trágico y transformarlo en la épica de conquistar la felicidad. O sea, una película feliz en sentido amplísimo. Diego Peretti es uno de los pocos actores argentinos que conoce las herramientas de la comedia, su tempo justo. Y cuando un director que no mira cine para admirarse sino para aprender colabora con él, no puede fallar. Y aquí no lo hace. De paso tenemos a la bella Maribel Verdú que también conoce esos mecanismos (¿Quién la olvidó en Belle Epoque? ¿La olvidaron allí? ¡Herejes!) y el mayor peligro del cine tornado virtud: una niña (Guadalupe Manent) que juega el mismo juego con una habilidad extraordinaria. El film tiene toda clase de humor y el personaje principal tiene algo del mejor Ben Stiller, lo que implica lección aprendida e integrada al cuerpo. Como Vóley hace un tiempo, confirma que nuestro cine sabe hacer reír sin dejar de ser cine.
Le pedimos por favor que deje de lado todo prejuicio contra el cine de acción y violencia, porque si por esa razón no se acerca a este renacimiento glorioso de Mad Max, se va a perder una lección de cine. George Miller es uno de los grandes realizadores contemporáneos; no solo creador de los tres célebres films con Mel Gibson que lo transformaron en estrella sino también de fábulas agridulces donde se enfrentan las taras del mundo (sea una empresa farmacéutica en Un milagro para Lorenzo; sean las grandes ciudades en Babe, un chanchito en la ciudad; sea el Diablo mismo en Las brujas de Eastwick; sea la estupidez fanática en las dos Happy Feet) con la bondad y el sentido común. Lo que, dado el estado del mundo, implica convertirse en héroe. Furia en el camino no es una continuación sino un “reboot” de la saga con Tom Hardy como Max, que está muy bien, y una superlativa Charlize Theron. La historia es simple: futuro postapocalíptico, un líder bárbaro que domina gente sin agua, una mujer que rescata a sus torturadas “esposas”, y Max dando una mano. Lo que sigue es una serie de persecuciones violentísimas de una claridad meridiana: los personajes se desarrollan moviéndose, corriendo, colgando de varas, cayendo, peleando en un mundo metafóricamente igual a nuestro superpoblado cotidiano. Lo que Miller logra con la cámara y la tecnología realmente es una lección de cómo debe filmarse cualquier cosa; lo que logra en el montaje es incluirnos (metáfora, pues) en esas carreras desenfrenadas que no desmerecen el adjetivo surreal. Cine puro, purísimo, el del movimiento perpetuo y el peligro constante.