Peter Bogdanovich ha sido uno de los grandes renovadores del cine con films como La última película (obra maestra), ¿Qué pasa, doctor? o Luna de papel. Hizo otros grandes films, entre los famosos (Máscara) hasta los casi desconocidos (Silencio, se enreda, obra maestra total que debería ver quien gustó de Birdman) y hoy es más docente que director (formó a Noah Baumbach, Wes Anderson y otros de esa generación). Este film es una comedia sobre el teatro, Nueva York y las coincidencias de la vida urbana. Un director teatral pasa una noche con una prostituta. Y luego esa chica se presenta al casting de su obra y es genial, lo que lleva a contratarla. Todo está bien en los papeles y hay un gran elenco, pero por alguna razón los aciertos solo son parciales. Owen Wilson y Jennifer Aniston son perfectos en sus roles, y lo mismo Imogene Poots. Se sale del cine con la sensación de haber visto algo alegre y feliz, pero no se recuerda del todo por qué. Bogdanovich, de todos modos, está allí, solo que un poco menos que en sus mejores días.
Guy Ritchie es una especie de malentendido del cine. Con trucos de cámara y montaje cool, logró ser aplaudido por muchos con sus primeras películas, Juego, trampas y dos armas humeantes y, especialmente Snatch. Su jueguito irónico es bastante precario, pero cuando tiene actores como la gente (caso Robert Downey Jr. en sus dos encarnaciones de Sherlock Holmes), funciona mejor. Aquí toma la serie de los años sesenta que lanzara a Robert Vaughn y David McCallum y logra un trabajo digno. El asunto está ambientado en plena Guerra Fría y obliga a un agente soviético y uno americano (aquí Armie Hammer y Henry Cavill respectivamente) a enfrentar una amenaza sin cuento. Hay chicas, también. La película carece de un “gran cuento” pero abunda en algo que podemos llamar “parodia nostálgica”, una especie de gran ayuda memoria sobre cómo eran esas historias y esas películas de espías y tiros de cuando James Bond recién aparecía (porque es claro que todos estos agentes de la TV y el cine son hijos de Bond). Lo mejor es la química entre los dos actores y el realizador, por una vez, deja de lado la mayoría de los chiches vertiginosos (que los hay, claro, pero no ocupan tanto el primer plano) para dedicarse a fotografiar a sus estrellas. La decisión es sabia aún si la película es apenas un rato de entretenimiento que se disuelve fácil. Glamour y gente piola, por ahí va la cuestión, como siempre en el caso del director.
Quienes conocen la serie del mismo nombre, una comedia sobre “el otro lado” de Hollywood realizada para HBO, verán con alegría a todo el cast original nuevamente en la Meca del cine. Quienes no la conozcan, verán una serie de lugares comunes cómicos sobre lo que se supone que es la producción de cine, etcétera. Hay momentos más cómicos, otros menos, y un discurso un poco trivial sobre la amistad.
Lo que tiene este film escrito y protagonizado por Chris Evans es que es simpático. Para ser la historia de alguien que se enamora de una chica comprometida de quien se hace amigo, no está del todo mal, aunque tampoco hay demasiada profundidad a la hora de hablar de las relaciones. Los actores están todos bien y es una diversión (un poco nerd) ver tantos superhéroes -y algún villano. Marvel haciendo de gente común.
El libro de Antoine de Saint-Éxupery ha sido varias veces llevado al cine, tanto con acción en vivo como en animación, aunque a pesar de la celebridad del material de base, pocas veces ha tenido éxito. Aquí hay un juego muy interesante entre un mundo donde una niña escucha la historia (que se va desarrollando poco a poco y se presenta con la técnica digital en 3D) y el cuento propiamente dicho, que se nos aparece con la tradicional -y bella- técnica de stop-motion. El problema de las adaptaciones de esta historia es que el cuento es una serie de viñetas, y no un verdadero relato. Lo que hace el realizador Mark Osborne es comprender esa verdad simple del libro y encontrar un equivalente cinematográfico. El juego es bello y convincente en general, y tiene un defecto que no es más que una rémora del libro: ser demasiado sentencioso. El Principito siempre fue una serie de apólogos morales hilvanados en forma poética para niños, con mucho peso en la moraleja. Y eso no desaparece en el film; pero a pesar del didactismo, conquista la mirada, lo que no es poco.
Un exitoso boxeador, con buena vida y todo eso, lo pierde todo por una tragedia. Encuentra entonces su fuerza interior y vuelve a empezar desde abajo hasta reencontrarse con el éxito (más o menos) y con la vida. Seguramente ha visto un millón de films similares y no es casualidad: Revancha es una especie de revisión de los lugares comunes de las películas de boxeadores por lo menos desde Rocky -y la tradición es mucho más extensa. De algún modo, estos relatos se han convertido en bastidores para dos elementos: la actuación y la capacidad de los realizadores de transmitir sensorialmente lo que les sucede a los personajes. En el primer campo, la película está bien, con Jake Gyllenhaal transformando su cuerpo (es un poco zonzo eso de elogiar la transformación física de un actor, algo más deportivo que artístico) y con un Forrest Withaker que flirtea con la sobreactuación sin caer en ella, más una Rachel McAdams precisa. En el segundo campo, el artesano ocasionalmente interesante Antoine Fuqua narra de modo impersonal pero le imprime sangre y fuerza tecnológicas a las secuencias de peleas, que en última instancia son las que sostienen el interés de la película. El film es, de todos modos, tan apegado a sus fórmulas de base que la única manera de describirlo es utilizando uno de esos horribles lugares comunes de la crítica. Revancha es un “sólido entretenimiento”.
Vuelve el oso de peluche maleducado con la voz (y los gestos) del creador de Padre de Familia Seth McFarlane, y ese regreso es ambiguo. Por un lado, el film es menos cómico que el original en la medida en que cuenta una historia emotiva con evidente tinte didáctico (el oso se ha casado y quiere ser padre, no se lo permiten a menos que pruebe que es una persona). De todos modos se repite el humor políticamente incorrecto aunque mezclado con la corrección, lo que -si se ve bien- es parte de la sátira. Quizás la cantidad de temas que pretende tocar y la estructura de gags televisivos ya no es tan novedosa como en la primera entrega, y Mark Whalberg ha intensificado las taras de su personaje, pero por suerte está Amanda Seyfried, en algunas secuencias en sano estado de autoparodia, para equilibrar el asunto. El humor de McFarlane, de todos modos, parece tener un techo bajo y previsible, pero tiene eso que es tan difícil de encontrar y que hace de los cómicos seres excepcionales: el tiempo justo para la risa.
No cabe duda de que Pablo Trapero, uno de los pocos verdaderos autores de cine en la Argentina, era la persona indicada para contar la historia del clan Puccio. Las películas del realizador son (salvo Mundo Grúa, una de las mayores obras maestras del cine contemporáneo), viajes donde un personaje que ya lleva en sí algo diabólico en ciernes hace su recorrido por el Infierno; y como sabemos, del Infierno no se sale. Aquí es Alex (Peter Lanzani) y su guía es su padre Arquímedes (Guillermo Francella), quien hace honor a aquello de que el mejor truco del Diablo es fingir que no existe. Se nota en la factura del film que Trapero quiere mucho a su historia, que le interesa hasta lo mínimo y que le ha costado mucho dejar algo afuera. Que la pelea entre la construcción fría del relato cinematográfico en busca de máxima efectividad emotiva y la necesidad de reflejar todos los costados posibles de un mundo se ha resuelto en un empate. Es por eso que secuencias incluso brillantes como las de los dos primeros secuestros o del asesinato de Naum se sienten también algo frías. Si la película es la tensión entre un punto de vista humano pero corruptible (Alex) y otro inhumano y absolutamente corruptor (Arquímedes), domina el segundo. Nunca pierde el interés, Francella realmente hace un gran trabajo y la última media hora es cine en estado puro. Pero don Puccio ha metido la cola y esterilizado parte de la emoción.
Marías Piñeiro vuelve a Shakespeare después de Rosalinda y Viola. Narra la historia de cinco chicas y un joven alrededor de una puesta radiofónica de Trabajos de amor perdidos, pero esto no es ni teatro ni radio sino cine, puro y de un ritmo depurado, que permite el surgimiento del humor, de la tristeza, de la ironía; de lo humano pura y simplemente. Piñeiro es de lo mejor que le ha pasado al cine nacional y crece de película a película. Es hora de descubrirlo.
Si cree que se trata de una película sobre la nueva oportunidad de alguien que se enfrenta a la vejez, es cierto. Pero también es cierto que el film tiene como protagonistas a un experto en Shakespeare llamado Al Pacino y a un director sensibilísimo (no siempre bueno, pero siempre sensible al medio tono) llamado Barry Levinson. Y que entonces el film se hace terso, agradable y emotivo sin caer nunca en el golpe bajo convencional.