La historia es la de un joven que pinta murales y graffittis, la de su intención de utilizar ese modo de expresión para enfrentar un orden represivo, la de una generación, la de una abuela con cáncer y la de la Colombia contemporánea. Todo es rítmico, preciso y sin golpes bajos, una manera directa de construir una ficción con los retazos de lo real. Una película de gran potencia expresiva.
Un joven más bueno que el pan lleva a una chica a la casa donde vive. La chica le roba todo el dinero que ha sacado del banco para escriturar su propio departamento. Mientras, su hermano mayor está a punto de casarse. Con la excusa paranoico-policial, se arma un retrato sobre la familia, las relaciones y la vida cotidiana de una interesante precisión, aún cuando esa mirada diluya el aparente misterio del film.
No hay duda de que Guillermo del Toro es uno de los mejores narradores cinematográficos de hoy: cada imagen en sus películas cumple una función que hace avanzar el relato de un modo casi musical. Si su anterior película, la subvalorada “Titanes del Pacífico”, es un rock’n’roll, “La Cumbre Escarlata” es un vals (incluso, en la mejor escena de la película, de modo explícito). Es una historia “con fantasmas”, pero no “de fantasmas”, y sus referencias son las novelas del siglo XIX, con una bella y funcional reconstrucción de época. El lector asiduo reconocerá elementos de “Cumbres Borrascosas”, de “La caída de la casa Usher”, de “Otra vuelta de tuerca”, de las novelas de Edith Warton (en el brillante primer tercio ambientado en Nueva York), e incluso de cuentos de hadas (“Barbazul”, claro) o películas de aire decadente (dos Hitchcock: “Rebecca” y “Tuyo es mi corazón”). Pero algo sucede y el brillante inicio se va diluyendo en la perezosa fórmula, incluso si el elenco está muy bien y el diseño nos obliga a mirar incluso planos narrativamente anodinos. El problema consiste en que, para ser una película de escalofríos y sorpresas, los primeros casi no asustan y las sorpresas se adivinan. Como si Del Toro, enamorado del mundo físico que construye con paciencia absoluta, sintiese lo mismo que sus protagonistas: la incapacidad de abandonarlo. Así el vals sigue girando y girando sin fin alrededor de un ritmo bello pero cuya reiteración obliga a preguntarse cuándo será hora de aplaudir a la orquesta.
A esta altura, la historia del tipo muy común, que es, sin saberlo, un perfecto superasesino oculto, se ha vuelto un lugar común en el cine de acción. Algo nos dice del mundo, sin dudas, que se desconfíe del Estado, capaz de transformar al humano en arma. La variante en esta película es que el “arma” es un postadolescente fumón, en las antípodas del agente que lo persigue. El contraste funciona porque los actores (J. Eisenberg, K. Stewart, T. Grace) entienden el juego, mantienen a rajatabla las constantes de sus roles y nos convencen de existir. Y porque las secuencias de acción son en general muy buenos gags físicos. Esos elementos apartan la película de la repetición y le permiten a la vez decir algo perturbador respecto del mundo en que vivimos: que no sólo no estamos solos, sino que nuestra libertad es una especie de ilusión de la que sólo cierta incorrección política puede despertarnos.
Pan, de Joe Wright, experto en adaptaciones es quizás la película más desconcertante del año. “Precuela” de Peter Pan, es decir que los personajes están ahí pero es “otra cosa”, una mirada en última instancia personal sobre cierto mundo. Hay momentos de suntuosidad alocada, como si Baz Luhrmann hubiera tomado más que ajenjo. Hay momentos de una teatralidad evidente e incluso algunos horrores y ambigüedades que no suelen formar parte del actual “cine familiar”, aunque, nobleza obliga, siempre fueron parte de los mejores cuentos de hadas. Ahora bien: todos estos elementos interesantes en ocasiones andan a la deriva, como si el film fuera sólo un catálogo de posibilidades para un relato y no un relato en sí. El tema de la infancia como lugar peligroso queda disuelto en parte por tanta ambición. Pero es un film que apuesta al riesgo, raro en el campo del gran espectáculo.
Una pareja (ella argentina, él chileno) viene a Buenos Aires a pasar unas vacaciones. Por azar él termina obligado a transportar droga para salvar la vida de ella. Por suerte, un policía los ayuda. Aunque imperfecto, este policial que elude en parte el pintoresquismo cuenta una historia sin preocuparse más que por ello. Los actores están en general bien, e incluso si hay alguna morosidad narrativa, lo supera con su nobleza y su claridad.
Este film forma parte de un reducido conjunto: el de las películas donde la tecnología de 3D y pantalla gigante (en la Argentina, desgraciadamente, sólo hay una sala de exhibición IMAX) son tomados como elementos dramáticos, y no sólo como aditamentos espectaculares a la trama. La mayoría de las películas “3D” son en realidad “2D” convertidas, lo que no sucede con “Avatar”, “Gravedad”, “Misión rescate” o este film. Por otro lado, es interesante que no se trata de una fantasía como las otras películas mencionadas, sino de la reconstrucción de un hecho real, el paseo repetido de un equilibrista francés entre las dos Torres Gemelas neoyorquinas. Como en todas las películas de Zemeckis, todo confluye en una sola secuencia de pura acción física donde las diferentes tramas se anudan. De hecho la película, que tiene su humor y sus juegos con el espectador (cosas que caen hacia nuestros ojos, peleas contra el tiempo, momentos de puro ingenio), parece un catálogo de toda la obra previa de un director que en los últimos años no parecía dar en el clavo. Aquí lo hace, y aunque no logra un gran film del todo, sí nos pone realmente en la situación de ser otro, de estar a menos de un milímetro del desastre total, así como alguna vez nos puso a menos de un milisegundo de la pérdida absoluta. Lo más molesto del film (y tampoco tanto) es el falso francesismo de Joseph Gordon-Levitt, quien, cuando tiene que actuar con todo el cuerpo, lo logra y borra cualquier exceso histriónico posterior. Quizás con los años se vuelva un clásico, por ahora es un agradable “veremos”.
Este es uno de esos films que hacen ruido en la temporada Oscar (arranca ahora) y no está mal: pinta la difícil guerra al narco en la frontera entre México y los EE.UU., y los avatares morales que implica. El elenco tiene a un Benicio del Toro en buen estado y a una siempre buenísima Emily Blunt, lo que le hace sumar unos cuantos puntos. Nada original, un poco periodística y entretenida aún apostando al “mensaje”.
Este documental sobre el genial pianista es, además, un retrato íntimo y una historia, la del reencuentro con su hijo -también pianista- tras dieciocho años. Pero hay un elemento -una enfermedad repentina- que tiñe este reencuentro. El film trasciende con mucho su género para contar una historia universal con dos personajes increíbles. En esa fascinación, ese giro de la realidad hacia su propia ficción, radica el valor de la película.
Este film alemán que narra una noche en la vida de una española en un barrio de Berlín está rodado en un solo plano, sin cortes. Pero la hazaña es pertinente: lo que aparece en la película es la pura tensión de no saber qué puede pasar cuando se encuentra un grupo de desconocidos, desgranada en tiempo real. A veces el “gancho” de lo técnico resulta la única manera de contar una historia. El ritmo no cede nunca: quedan advertidos.