Lo mejor de la semana es esta colección de diez historias de terror, cortitas y al pie (efectivísimas, humorísticas, creativas) realizadas con un amor por el cine notable. Hay de todo y, como corresponde a estos films múltiples, seguro alguno le va a gustar más que otro. Pero lo interesante es que ninguno de los realizadores que se prestan al juego olvida que el terror y el humor son dos hermanos gemelos. Aunque el chiste es viejo, lo decimos: vaya sin miedo.
Una de las mejores, más increíbles historias nacidas en la Argentina es la del cadáver de Eva Perón. Este film narra algunas de las vicisitudes de ese cuerpo bendito y maldito; en rigor, cuatro (aunque una solo en prólogo y epílogo): el embalsamamiento a cargo de Pedro Ara; el traslado del cuerpo de la CGT a Inteligencia del Ejército en 1956; el secuestro y muerte de Aramburu y el entierro final bajo cemento a cargo de Massera en el 76. Pero lo hace con planos largos, con un conjunto de trucos y decorados más bien tratrales (por momentos recuerda al Solanas de La Nube o, antes, Sur), con creación de un clima enrarecido y onírico. El resultado es fallido porque el artificio -aún buscado- anestesia cualquier interés por los personajes. Esto solo cambia cuando aparece ese genio llamado Daniel Fanego como Pedro E. Aramburu, y descubre una verdad incontrastable para el cine, la historia y el “relato” argentino: no puede filmarse su secuestro y asesinato sin evitar que el espectador se ponga de su lado. Allí hay, definitivamente, una grieta insalvable.
Cuando uno recorre el cast de este último James Bond (quizás la despedida de Daniel Craig de la franquicia), se entusiasma porque el conjunto es bueno. Un villano jugado por Christoph Waltz, dos chicas Bond (una, la francesa Léa Seydoux; otra, la italiana Monica Belluci, que aparece demasiado poco), y un jefe como Ralph Fiennes, más otro villanito por ahí jugado por Dave “Guardián de la Galaxia” Bautista. Está todo bien. Y no. La única verdadera razón por la cual este film sobreproducido, sobreescrito, sobredecorado es digno de verse es porque Daniel Craig es el mejor Bond de todos los tiempos (sí, de todos los tiempos). Una mezcla de brutalidad y humanidad que ninguno de los anteriores había logrado porque, probablemente, sea el único actor que haya comprendido cabalmente la persona de Bond y no solo el personaje. Así, incluso si hay grandes secuencias muy entretenidas, incluso si en cada una se desparrama de manera incluso grosera el lujo y el presupuesto, nos vamos dando cuenta de que al realizador Sam Mendes le importa mucho menos lo que está contando que el “que quede lindo” que brilla por todas partes. No así Craig, que como un director de sí mismo, es no James Bond contra Spectre sino Ethan Hunt en la misión imposible de transformar esta sucesión poco cohesiva de secuencias costosas en una película. Lo logra porque, digamos la verdad, la película es él y da gusto. Si es cierto que se retira del rol, la verdad, lo vamos a extrañar. Demasiado.
Ya fue suficiente de camaritas de vigilancia -bueno, no del todo- y este film, como fueron haciendo los demás de la serie, incorpora elementos nuevos que aprovechan el 3D con efectos divertidos y sustos bien calculados. Hay algo demasiado “Poltergeist” en todo esto y aquí casi se vuelve literal. Mejor -en el sentido de que no aburre- que otras entregas de esta extenuante serie de horrores.
El habitué a festivales y ciclos conocerá a Pedro Costa, uno de los másimportantes realizadores portugueses de hoy. Su estilo es pausado, contemplativo, muchas veces misterioso. Cavalo... es un gran film documental (o no, decidirá el lector al ver) que reune pasado y presente, que pinta Lisboa pero también una reflexión universal sobre el paso del tiempo en la figura de ese exiliado de Cabo Verde que es el (existente) Ventura. Misteriosa, rara e hipnótica: el esfuerzo vale.
Hay películas que son redonditas. Esta es ovalada, casi redonda. Es una comedia de terror cercana a Gremlins, a Cazafantasmas o incluso a Una noche en el museo. Hay un escritor de novelas de terror, hay un accidente y hay tres adolescentes que liberan a los personajes de los libros en el mundo real, y el combate es humor y susto y aventura. Todo corre con buen suspenso y buena dosificación de lo divertido en la primera mitad del film, con gags mostrados con el timing justo. Aquí viene el “pero”: en algún momento el desmadre calculado se desmadra más allá del juego: el realizador Rob Letterman (mediano, muchas veces mediocre, aquí certero), hace alguna de más. Pero en general la película cumple con la idea de que reír y asustarse es lo mismo en el cine, que los mecanismos sorpresivos que derivan en el temblor o la carcajada son los mismos. Y Jack Black, además, está en su jugo, recuperando la capacidad cómica que muchas veces se disuelve en films que no están a su altura. Un acierto, un poco de frescura en el caldo demasiado frecuente de los estrenos de las últimas semanas.
Muy pocos filman y narran de manera tan diáfana como Steven Spielberg. Esta película prueba que está en la cima de sus posibilidades técnicas, que no puede colocar la cámara donde no es pertinente. Su cine es transparente, de un clacisismo que transforma lo extraordinario en natural. Porque todas sus películas tratan de un elemento extraño, fantástico, casi sobrenatural, en el orden de las cosas. Aquí es un abogado (Tom Hanks) contratado por el Estado norteamericano para defender a un ruso acusado de espionaje (superlativo Mark Rylance) en plena Guerra Fría, bajo la idea de hacer propaganda y demostrar que hasta un espía ruso, en los EE.UU., tenía un juicio justo. Pero eso deriva en la estigmatización de este hombre que -lo fantástico- hace su trabajo con celo y justicia, basado en lo que realmente cree. Esto deriva luego en negociar intercambio entre espías (el caso detrás del film es el del U2 derribado en la URSS en 1960) y nuestro abogado, primero enfrentdo ante el autoritarismo larval de los Estados Unidos, termina enfrentado a la burocracia soviética. Se cuenta mucho más que esto (amistades, cuestiones familiares, un enorme trabajo de reflexión política) con el tono de una comedia de aventuras. Todo funciona y la película resulta emotiva por los motivos adecuados: cuando nos hace lagrimear es cuando descubrimos que lo único que declara la película es que toda vida es sagrada y que la justicia, se esté de cualquier lado del muro, nos iguala y nos protege.
Aunque por momentos la cámara se detiene demasiado en el ambiente, este film sobre un hombre que vuelve a sus orígenes tras un incidente -que vamos descubriendo de a poco, por pequeños indicios- tiene la belleza de su mundo (esas islas llenas de verde y del gris neblinoso del título) y de la precisión al observar aquello que permite hacer avanzar esta trama densa, un ejercicio personal del cine.
Los hermanos Dardenne han conseguido un método: construir ficciones de suspenso sobre los aspectos más duros de la realidad social global -aunque sus films transcurran siempre en su Bélgica natal- utilizando un estilo documental que, con absoluta limpieza, borra todo indicio de manipulación dramática. Aquí la historia -como en Rosetta, como en La promesa- se concentra en el mundo del trabajo: una mujer (excelente Marion Cotillard) trata de conservar su trabajo; para eso, debe convencer a sus compañeros de renunciar a sus horas extras, y solo tiene dos días para hacerlo. Como en el cine de gran espectáculo, como en el thriller, estamos en una carrera contra el tiempo con mil vicisitudes y peligros; como en la vida real, nos encontramos con personajes que tienen, todos, un motivo para hacer lo que hacen, para aceptar o rechazar una propuesta, para ejercer o no la solidaridad. El film es de una tensión apabullante, y no escatima ni la fiereza ni la ternura.
Si vio films de Scorsese sobre mafia y poder, mucho de lo que cuenta y muestra esta película le será familiar. La historia de fondo es real: cómo el FBI permite, para conseguir cierta colaboración, el imparable crecimiento de un mafioso en la Boston de los 70 y 80. Este hombre es, de paso, Johnny Depp. Depp es el alma y el corazón de la película: en cierto sentido es toda la película, de hecho. Lo vemos caracterizado de un modo ostensible (no menos artificial que su querible Jack Sparrow) pero utiliza la máscara como telón impenetrable detrás de lo cual estalla lo imprevisible, lo salvaje y amoral. Es decir: su Jimmy “Whitey” Bulger es la contracara oscurísima de su célebre pirata. El realizador lo comprende perfectamente bien y los dos adláteres del protagonista (el agente del FBI interpretado por Joel Edgerton; el hermano senador que crea Benedict Cumberbatch) trabajan en la misma línea. Lo interesante es que la forma “scorsesiana” está ahí solo como una manera de brindar un ambiente cinematográfico a la biografía de un personaje cuya realidad es tan difícil de creer que requiere de toda clase de artificios para volverse creíble. Lo que no implica que esto no funcione: lo hace y logra que el relato nunca nos aburra, aunque en algunos momentos se vuelve superficial. Lo bueno del film es que esa solución es aceptable y el resultado es un film rítmico y dinámico sobre un irresistible ascenso y varias inevitables -y vertiginosas- caídas.