Ejemplo de film que se aplaude por su técnica pero nada más. Anomalisa es una película realizada con muñecos y con la vieja técnica del stop motion, y tal alarde es perfecto. Pero la historia de un conferencista motivacional cansado del mundo podría contarse -incluso con el artificio de que todos los personajes a su alrededo hablen con la misma voz y tengan el mismo rostro, hombres y mujeres- más breve y sin muñecos. Cuando la técnica no tiene nada que ver con la trama, es puro chiche. Y lo demás, aquí, es muy trivial.
Nos gustaría que un film de Todd Haynes fuera mejor. Especialmente si uno recuerda que es el autor de Velvet Goldmine, de Lejos del Paraíso y de la miniserie Mildred Pierce. En las dos últimas, toma el melodrama clásico de los años cincuenta, lleno de color y lágrimas, y analiza el muro de prejuicios de su sociedad y -más sustancial- cómo la forma fílmica se relacionaba con ese contexto. Vuelve a intentarlo en Carol, que narra -basado en una novela de Patricia Highsmith- la relación primero erótica y luego amorosa entre dos mujeres. Pues bien si las imágenes están dispuestas de que cada elemento en el plano tenga un sentido (y son “lindas”), no deja de ser un film superficial. Haynes ha sabido ser sutil (incluso en la furia desatada de Velvet..., donde reescribía El Ciudadano en clave pop), pero aquí ha decidido ir por los caminos más convencionales. Se ve que Carol -el personaje de Cate Blanchett- “actúa” para seducir, y que Therese -el de Rooney Mara- “actúa” una falsa inocencia. Pero más allá de eso todo se abisma en la solución fácil. El verdadero tema (la realidad “real” detrás de la “aparente”) se diluye en el melo sobreactuado. Aún así, una película más fallida que mala.
Quienes se espantaron porque Sylvester Stallone se llevó el Globo de Oro al Mejor actor de reparto, vean ahora Creed. Porque no se me ocurre otra persona que, al menos este año, pueda ganar un premio así. Esta es la séptima película vinculada con Rocky Balboa, después de la excelente -se llama así- Rocky Balboa. Y es la historia de cómo el hijo de Apollo Creed -rival y amigo del viejo Rocky- retoma el legado de su padre. En el medio encuentra a Rocky, Rocky lo entrena y pasa algo peor: Rocky se enferma. El lector piensa aquí “Oh, no: una de superación, una de enfermedad, un film aleccionador capaz de asesinar un cerebro con ternuritis”. Pues bien amigos, la buena noticia es que nada de eso. No hay un golpe bajo. Todo fluye normalmente, como en la vida real. Las escenas cruciales son breves. Las peleas son gloriosas. La relación amorosa del protagonista, por ejemplo, se resuelve con un par de encuentros naturales y la belleza de la sencillez. Dicho de otro modo: toda la mitología de Rocky está ahí pero no aparece jamás sobreactuada. Respeta lo que fue esencial siempre: que Rocky y sus amigos no eran supertipos sino personas comunes que decidían hacer lo que más les gustaba o lo que no podían evitar hacer. Y mientras la película, de lo mejor que ha largado Hollywood en 2015, avanza a velocidad constante y vibrante, uno se hace amigo hasta del rival desagradable. Nada de tortura gratuita con osos digitales: Creed es la verdadera emoción del cine, esa que nos hace sonreír y lagrimear y creer que Stallone puede venir a comer a casa en cualquier momento.
Anthony Hopkins es un excepcional analista que puede descubrir asesinos seriales. Se retiró por una tragedia personal, le piden volver y el tipo, por algo que ve, vuelve a pesar de su renuencia. Trabaja con un detective, Colin Farrell. La relación entre los dos es lo que hay para ver en esta película; el argumento y el suspenso son más bien leves. De acuerdo a cómo se sienta viendo a estos señores en escena depende si va a sentirse aburrido o no: es toda la atracción del film.
Quienes vieron Chicas armadas y peligrosas saben que en realidad Marlon Wayans es un buen actor y buen comediante. Pero en estos casos de parodia anual de “lo que más vendió de Hollywood” (aquí es el sexo bobo del tal Gray) siempre sucede lo mismo: una catarata de chistes de golpe y porrazo que requieren que uno tenga en la cabeza todo lo “famoso” que pasó en los EE.UU. durante todo un año. Y a veces uno se ríe, pero también a veces uno se asusta si ladra un perro.
Nada mal aunque esta película la vimos un millón de veces: un tipo pedante que se redime. También hemos visto varias veces historias de chefs y cocineros top (las mejores siguen siendo Ratatouille y Chef, la de Jon Favreau). Y también hemos visto muchas veces a Bradley Cooper pasar de tipo insoportable a tipo amable. Bueno, todo eso se combina en esta comedia donde el personaje cocinero es Cooper, ha caído, se levanta, quiere una estrella Michelin y se enamora. Lo que hace del film ampliamente visible es que deja vivir a sus personajes, las cosas se desarrollan sin golpes bajos y todo parece natural. La manipulación y el lugar común pasan inadvertidos mientras nos interesamos tanto por el protagonista y su entorno como por esos platos (no sé ustedes, pero quien esto escribe siente especial debilidad por ver cómo se cocina). ¿Que no va a cambiarle la vida a nadie? Sí, seguro: no va a cambiarle la vida a nadie. Pero en un panorama cinematográfico donde los fragmentos de vida narrados con gracia escasean, no está ni mal ni de más.
No se puede decir que una película es mala porque su director es un señor bastante pedante: la pedantería abunda entre buenos y malos directores, y también entre buenos y malos críticos. Es una cuestión de personalidad y lo que nos interesa es el film. Ahora bien: cuando la pedantería es el sostén de un film, la cosa cambia. El Renacido es una especie de western: un grupo de cazadores de pieles se ve atacado por indios. Sobreviven como pueden a la batalla. El guía de la expedición trata de llevarlos por el mejor camino posible con poca pérdida; va con su hijo. Y entonces vienen más desgracias: lo ataca un oso, un compañero “malo” mata a su hijo -mitad indio-, lo dejan por muerto, sobrevive una y mil veces a una y mil torturas. Dicen que filmó con luz natural, dicen que fue una tortura para los técnicos, pero no importa: lo que sí importa es que Iñárritu hace sufrir a Leonardo Di Caprio (que mereció el Oscar mil veces) solo para mostrar su pericia técnica, mucha de ella prestada por el excelente fotógrafo Emanuel Lubezki. Hay simbolismos, escenas inútiles (la espectacular caída por un barranco, seguida por la evisceración de un caballo para utilizar su carcasa como carpa y “renacer”) y, siempre, la técnica por encima de los personajes. Un film exhibicionista y pedante, de esos catálogos de “lo que se puede hacer con las máquinas hoy” y con menos corazón -y más sadismo gratuito- que cualquier gran espectáculo de superhéroes y monstruos. Iñárritu hace lo mismo que Michael Bay en Transformers, solo que se lo toma en serio.
Un mundo postapocalíptico donde una joven se carga el destino de la Humanidad sobre la espalda y vamos que venimos. Esta vez es Chloé Moretz, mejor actriz teen que la mayoría -tiene películas como la primera Kick-Ass donde aparece con enorme potencial- pero desaprovechada en otro ¿nuevo? clon de mundo postapocalíptico donde una joven se carga el destino de la Humanidad sobre la espalda y vamos que venimos.
No es lo peor de la semana. En serio: es absurda, es infantil hasta la puerilidad, es una de ardillas que cantan con voz de 78 rpm (perdón, cierto es que esta revista la leen muchos nativos digitales: la explicación del asunto, en Google). Pero de tan zonza, termina teniendo chistes que funcionan más o menos bien y uno, igualmente zonzo, se ríe un poco. Las canciones son los éxitos recientes.
Hace mucho, mucho tiempo, el guionista y director Brian Helgeland había logrado un par de buenas películas. Una de ellas fue la comedia negrísima Revancha, con Mel Gibson, y la original y divertida Corazón de caballero. Después, misterio: poca cosa y no muy buena. Leyenda es otra biografía de los hermanos Kray, que en los años sesenta fueron los dueños de la mafia londinense. La primera, El clan de los Kray, de Peter Medak, era bastante buena. Y esta no. Básicamente porque Tom Hardy, que interpreta a ambos hermanos, no da el pinet. Demasiado galancete ara el hermano “centrado”, demasiado absurdo para el hermano “loco peligroso”, su trabajo disuelve el romanticismo que es marca de fábrica del director y pone demasiado el acento en ciertos elementos simbólicos que, a decir verdad, están de más. No faltan escenas violentas bien filmadas, aunque son escasas. No falta algún momento muy molesto (una violación, por ejemplo, que parece consentida) pero tampoco sería un problema: el básico es la dificultad que tenemos en creernos a los protagonistas.