La habitación pertenece a esa clase de films que uno tiene muchas ganas de ver pero jamás ganas de rever. Aún así, vale la pena. Basada en un best seller, narra la historia de una madre y su hijo que pasan años viviendo en una habitación, ambos secuestrados por un hombre bastante perverso. Pero ese factor es menos importante que el auténtico: el contraste entre un mundo seguro pero ilusorio y el mundo real, peligroso pero riquísimo. Porque el verdadero problema de la película es qué sucede cuando estos dos personajes logran escapar -no es ese el clímax del relato, sino el disparador del conflicto, aclaramos para que no se piense que estamos adelantando algún secreto-. Si la película funciona es porque intenta adoptar el punto de vista de esa madre joven y ese niño pequeño, y lo logra en la mayoría de los casos. En última instancia, el tema es universal: todos estamos, alguna vez, encerrados en un mundo que no es más que una ilusión, una serie de mentiras en las que nos sentimos cómodos. Y todos, alguna vez, tenemos que salir de allí y relacionarnos con elementos que nos pueden resultar tan asombrosos como peligrosos. El problema de la película es que, cuando está a punto de universalizar su tema, de volverlo algo que trascienda su anécdota, vuelve a ella y apela a algún golpe bajo que, incluso inscripto dentro de la lógica narrativa, parece un tanto excesivo. Pero conmueve de verdad cuando lo hace, y en la mayoría de las secuencias con armas nobles.
Tres muy buenos comediantes (Ferrell, Wahlbery y Cardellini) hacen lo que pueden con la historia de un papá contra un padrastro. No son ellos el problema sino la dirección, que decide explicarnos la mayoría de los chistes. Lo que podía ser gran anarquía (Wahlberg y Ferrell ya lo hicieron en Policías de reemplazo, gran film) se diluye en lección familiar casi en cada secuencia. Sí, obviamente en algunos momentos uno se ríe. En algunos momentos, ojo.
Hermosa, vea. Si no va a ver esta película, se va a perder de algo importante y bello. Cinco chicas como todas las chicas del mundo, viven alegremente en el norte de Turquía. Alguien ve esa alegría, los padres las condenan casi a vivir encerradas y volverse buenas esposas. Pero no, deciden que no. Todo en el film es puro cine, con un manejo del suspenso y de la aventura (sí, suspenso y aventura, leyó bien) que parece casi hitchockiano. Así se hace cine social: primero se hace cine.
Sí, Jennifer Lawrence. Es extraordinaria, es la actriz que hace lo que tiene que hacer en cada escena donde trabaja, y además es linda (lo que podría ser un problema, de hecho, pero no: la combinación de alguien a quien uno no se cansa de ver y el talento para actuar es irresistible). Joy se justifica en gran medida por Jennifer Lawrence, porque David O. Russell ha utilizado mucho mejor a la actriz (y a su adláter Bradley Cooper) en la genial El lado luminoso de la vida. Aquí, la historia de la mujer que inventó el mejor secapisos del mundo -real- y se vuelve poderosa, llena de ritmo y de amor por los personajes, complementa con una historia de éxito las miradas desencantadas sobre América de El lado luminoso... y Escándalo americano. Lo logra, como si completase un álbum de figuritas. Pero cuando excavamos un poco en el juego, nos preguntamos si todo esto vale la pena. No es un problema contar una historia trivial ni disfrazarla de épica. Lo es que nunca olvidemos su trivialidad. Y salvo cuando seguimos a la actriz por lo que actúa, siempre lo recordamos. Tal es el drama: notamos que actúa.
Nadie puede decir que Quentin Tarantino sea un mal director: sus dos películas anteriores (por lo menos) demuestran un grado de madurez expresiva y de creatividad notables. Dejó de ser solo un dialoguista eximio y un guionista creativo para torcer la puesta en escena según sus deseos. Pero quizás esta vez fue demasiado lejos quedándose demasiado cerca. Los ocho... no es un western salvo por su territorio e iconografía. Es la historia de una decena de personajes aislados en una cabaña durante una feroz ventisca, dividida en dos partes que son dos películas. La primera está llena de diálogo, el diálogo tarantinesco que llega incluso al grotesco con el relato final de Samuel Jackson. La segunda está llena de muerte y de sangre, sangre y muerte tarantinescas, de venganzas cruzadas y dolores evidentes. Un cazarrecompensas lleva a una mujer a ser ahorcada y recala en ese lugar aislado junto con otros dos: un sheriff con pocas luces y otro cazarrecompensas negro. Dentro hay ya cinco hombres, que tienen un secreto. El juego es saber quién es quién y por qué está ahí, y la presencia de Kurt Russell hace pensar que Tarantino disfraza de western su versión del clásico El enigma de otro mundo, de John Carpenter. ¿Por qué es imperfecta? Porque el ingenio y el amor por las palabras, extendido por demás, disuelven la intensidad de la historia. Tarantino se enamora tanto de su film que lo asfixia. Y con eso, también, al espectador.
Y otro documental más. Esta vez, la historia es al mismo tiempo la de un film -el clásico La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer-, y de su protagonista, Renée Falconetti, quien vivió y murió luego en la Argentina. Otras dos historias -la de un film y la de una artista- que se corresponden simétricamente; otro film que hace de tal simetría su eje y objetivo. Breve e inteligente película.
Curiosa historia: un remisero con problemas de pareja y económicos -ambos ligados- es contratado por un cliente asiduo para un viaje a La Paz, Bolivia. El cliente es de creencia islámica, sufí -algo importante para este caso; el hombre es un treintañero como muchos. El camino es en parte una serie de discusiones y, como cualquier road movie, una serie de peripecias que va creando un vínculo entre dos seres opuestos. La virtud del film es no apartarse ni de sus criaturas ni de su premisa, y dejar que todo fluya.
El mayor motivo para ver este film es el trabajo de ese recurso natural del cine francés llamado Vincent Lindon como un hombre de mediana edad que, tras pasar demasiado tiempo desempleado, vuelve al mundo del trabajo pero debe enfrentar un dilema moral. Más allá de la situación que pinta el film, más allá de la crítica al capitalismo (que es bastante simplista, basada en la premisa indemostrable “el capitalismo es malo”), es el problema de conciencia, universal, el que vale y que se transforma en carne gracias al gran trabajo del actor.
Las mejores películas de Adam McKay, éxitos de público y crítica en los Estados Unidos, no se han visto en nuestros cines (aunque tienen un enorme caudal de fans en cable: quién no conoce El Reportero o Ricky Bobby-Loco por la velocidad). Es raro que la primera en verse sea esta comedia que es casi lo contrario -no tanto, especialmente por cómo “explica” con el auxilio de estrellas, conceptos de economía- de su estilo casi surreal. La gran... es la historia de cómo los EE.UU. generaron la peor crisis económica de la historia reciente a través de cuatro personajes que parecen surreales pero reflejan a tipos que existen. El cuarteto Christian Bale, Ryan Gosling, Brad Pitt, Steve Carell interpreta con mucha precisión lo que parece oscuro pero es, simplemente, la historia de una estafa fenomenal que, se advierte con terror, puede repetirse en cualquier momento. El humor fluye y McKay sabe cómo llegar donde quiere, incluso si a veces lo dramático parece sobreactuado.
Trasladar una de las mejores historietas del universo a la pantalla grande siempre es difícil. Las alternativas oscilan entre desnaturalizar el original (lo que sucedió con Garfield y la mezcla de actores y realismo digital) o aplicar la inteligencia. Es el caso de esta película, que recupera para el 3D, de un modo más inteligente que ingenioso, ese trazo de Charles Schulz que se creía simple y era tan complejo. Como los personajes, pequeños alienados en un mundo donde el adulto está permanentemente fuera de campo. Este film, que combina la peripecia de Charlie por hablarle a la Chica Pelirroja y la de Snoopy en su cruzada imaginaria contra el Barón Rojo (y mucho más, pero combinado en un guión que es muchyo más que un “grandes éxitos”) hace lo casi imposible: entender el universo que nació pesimista pero tierno (Charlie es un conjunto imposible de fracasos, aunque la película decide darle un poco de satisfacción) de Schulz y transformarlo en un mundo cinematográfico. El uso de la profundidad digital logra un efecto curioso: aunar en una sola forma visual esa doble característica de la historieta, de personajes de trazo limpio y claro, casi iconos, y la profundidad emocional lograda con pocos recursos. El mayor logro de esta película, que satisfará al niño y a quien ha gozado de la belleza de la tira original, consiste en haberla entendido y lograr una película que no depende de su recuerdo.