El buenazo de Will Smith interpreta a un médico que descubre una enfermedad vinculada directamente al ejercicio del foot-ball americano, lo que lo lleva a enfrentarse con poderes económicos tremendos y presiones de todo tipo, además del descrédito y las campañas de prensa. Pero como es Will Smith, al final de tan bueno que es logra algo. Película clásica de “señor que descubre la fisura del sistema”, contada con lo necesario para entretener.
Una nada. La historia de la primera persona que cambió quirúrgicamente de sexo y pasó de hombre a mujer. Sí, claro que es un muy buen cuento para el cine. Lástima que esto no es cine: es un actor con peluca imitando a una señorita, fotografiado como en una propaganda de perfume y con los golpes bajos a reglamento suficientes como para que todo pase por “película seria”: Le aseguramos que Zootopia lo es mucho más. Si es fan de Eddie Redmayne, quizás disfrute. Quizás.
Cuando Álex de la Iglesia se deja llevar por las ganas de divertirse, es mucho mejor que cuando se reprime o intenta usar sus pelícuas para “decir algo”. Heredero perfecto y contemporáneo de Luis García Berlanga y del esperpento de Valle Inclán -que es la gran raíz del humor “a lo bestia” español, incluyendo a Gila-, narra aquí la grabación (varios meses antes y con mucho calor) de un especial de Fin de Año de la televisión española -y seguro que conoce tal clase de horror. La excusa para que aparezca un desempleado que, por puro azar, termina sentado a una de las mesas, para que las estrellas del espectáculo se odien mutuamente -brilla absolutamente el gigantesco Raphael- y para que don Álex pase a cuchillo y ojo (combinación hispana si las hay) una sociedad completa. Algo más: no se trata de puro cinismo, de ironía, de ponerse “por encima” de los personajes. El realizador también muestra cariño y goce por esos esperpentos festivaleros, los retrata como una parte de sí mismo y con una sonrisa casi nostálgica.
Las películas de Disney con reparto exclusivamente animal son escasas, casi nulas. De allí que, a pesar del lugar común, Zootopia no deja de tener su riesgo: cómo volver plausible una sociedad donde el león convive con el cordero. Lo interesante de la película consiste en que el núcleo y tema de la historia es, justamente, esa tensión: los predadores conviviendo pacíficamente con sus presas. Por el lado bueno, el film evita las metáforas tontas al respecto. Por el malo, machaca insistentemente el tema de la discriminación no solo desde la trama sino directamente desde el discurso. Pero en medio de todo esto y de la intriga policial -es una “buddy-buddy”, film de pareja despareja, en este caso integrada por la primer conejo en convertirse en policía -trabajo de bichos rudos- y un zorro que vive de pequeñas casi estafas, enfrentados a la desaparición misteriosa de algunos ciudadanos. El diseño de la película es bellísimo y muchas secuencias cumplen con lo que proponen (se lleva las palmas el perezoso Flash, obviamente). Pero hay algo de apresuramiento en la manera cómo se resuelve la historia que conspira contra el módico suspenso de la situación final. De todos modos, es una película apreciable y agradable, quizás demasiado “infantil” respecto del último Disney pero que venderá toneladas de peluches. Es preferible verla en inglés: las inflexiones de Jason Bateman -un comediante extraordinario- se pierden en castellano.
Queremos mucho a Ben Stiller. Pero la reaparición de su criatura más tierna y cómica, ese supermodelo absolutamente tonto pero de buen corazón, parece menos de lo mismo. Hay momentos cómicos, es cierto, y los actores juegan a querer mucho a los personajes. Pero el efecto es efímero y en general se disuelve a medida que corre la película. Quizás requiera una segunda visión y así crezca (pasa con muchas comedias), pero el primer efecto es decepcionante.
La historia de cómo el Boston Globe descubrió los escándalos de pedofilia en la Iglesia Católica de los Estados Unidos está llevada con precisión, sin golpes bajos y contando lo esencial. De hecho, parece casi un “documental con actores”, y lo hacen bien porque parecen personas normales, no estelares habitantes de Hollywood. Como lección sobre lo que debe ser el periodismo, es bien ilustrativa y consistente. La pregunta es qué recordaremos cuando pasen un par de semanas.
Sí, es divertida. Es un film de superhéroes que al mismo tiempo parodia -aunque es una parodia menor, no el disparate cómico- el cine de superhéroes, aunque -paradoja- es fiel al personaje tal cual aparece en las historietas (es decir, Deadpool es idéntico en la página impresa). Lo que vuelve a la película, al mismo tiempo, una reproducción casi “qualité” de una obra previa. Dicho esto, el defecto primordial de la película consiste en que se cierra en sus posibilidades cómicas. Pero también ese es su mayor virtud: revisar los lugares comunes de una forma de relato que hoy se ha vuelto quizás demasiado canónico. En ese sentido es un film más oportuno que bueno. Ahora bien: ¿puede haber un “Deadpool 2”? Aunque Hollywood está dispuesto a hacerlo, en realidad, no. La broma -que incluye el “otro lado” del superhéroe, con sexo, sangre, alcohol, drogas y malas palabras prolijamente dispuestos- se acaba cuando se acaba la película. Un poco de aire fresco, sin dudas, pero cuya efectividad consiste en que sea irrepetible. Sí, Ryan Reynolds está bien.
El regreso de Daniel Burman al mundo de la comunidad judía del Once es, como el del protagonista del film, un viaje de redescubrimiento. Un hombre joven -Alan Sabbagh-, laico, licenciado en economía, habitante ocasional de Nueva York, viaja a Buenos Aires a encontrarse con su padre. Su primera intención es presentarle a su novia, aunque esta difiere el viaje. Al llegar encuentra que su padre es solo una voz en el celular y que, un poco al azar, se debe hacer cargo de los asuntos de su fundación de ayuda comunitaria. De allí en más, en la semana previa a Purim, el personaje redescubre raíces, relaciones, tradiciones, recuerdos de infancia e incluso el amor, no solo por una mujer (gran Julieta Zylberberg) sino por sus pares, por sus amigos, por su ciudad y su barrio, por su padre, por los demás. Quien vea “solo” una fábula sobre ser judío en Buenos Aires perderá el punto: ese mundo que vamos descubriendo con el protagonista es una metáfora de cómo, en cierto momento de nuestra vida, tratamos de que encajen todas las piezas, todos los pasados que nos componen. Burman mantiene el talento para la observación y para la comedia en cada secuencia, y apuesta a una emoción más genuina y menos calculada que en algunas de sus películas más recientes. A pesar de la separación en capítulos, todo es fluido y rápido sin ser apresurado, con escenas que duran lo justo y a las que se le saca todo lo posible de manera natural.
Marcos Rodríguez construye un bello documental de observación sobre esa isla rara que es el Barrio Chino de Belgrano. Lo extraño y lo cómico aparecen hasta que nos damos cuenta de que los extranjeros en ese pequeño mundo somos nosotros. El film hace lo que debe: descubre un universo que, aún al alcance de la mano (o del colectivo), pasa inadvertido ante nuestros ojos. Y algo más: lo comparte y nos invita a compartirlo.
Es probable que el aficionado al cine de terror anticipe las vueltas de tuerca de la historia. Es probable, también, que le parezcan -por lo menos algunas- más bien triviales. Pero lo mejor de esta película que tiene poco gore y apuesta a la sugestión es el uso del espacio, esa vieja y querida casa encantada donde puede suceder cualquier cosa. Aún cuando en ocasiones es demasiado mecánica y un poco perezosa, hay momentos de verdadera sugestión, de esos que causan el auténtico miedo (irracional y metafísico) que el buen cine requiere.