Este film se llevó premios en el Bafici. Ya sabemos que “premios” y “calidad” no siempre implican una relación de causa y efecto, pero en este caso sí. Esta película india cuenta una historia simple: un trabajador se suicida, quizás incitado por las canciones de un viejo intelectual. Esto lleva a que el artista sea enjuiciado como responsable de incitar a alguien a quitarse la vida. Lo que sigue tiene algo de melodrama de juicio (mucho, dado que es su estructura), mucho de observación social y una tensión que va creciendo poco a poco sin utlizar el énfasis artificial, sino solo por las fuerza de las cosas. Pero lo que hace al film una buena película no es su retrato de una sociedad en particular sino dilemas universales: ¿cuál es la responsabilidad del arte? ¿Existen palabras que causan daño, existe un justificativo para la censura? ¿cuál es el límite del libre albedrío? Nada de esto se manifiesta de manera engorrosa o solo con palabras, sino que es el andamio que nos lleva a la emoción y al interés mientras vemos la película. Trate de verla en cine: la pantalla grande incluye al espectador en el debate.
Dicen los que saben que lo mejor de esta saga de adolescentes que salvan un mundo futuro hecho añicos (un tema recurrente que ha llevado a muchos intentos y no demasiados éxitos, dicho sea de paso), es Shailene Woodley, la protagonista. Sí, tienen razón. Sin la manra que tiene de enfrentar los cada vez más reiterados subterfugios de la trama de esta serie, el resultado sería por lo menos soso. Es cierto que, probablemente, esta sea la mejor actuada dentro del subgénero “historias donde chicos salvan al mundo” y que incluye a la crecientemente pesada Los juegos del hambre y a la ingeniosa pero derivativa Maze Runner. Esta vez la idea es salir del acotado universo en el que viven los protagonistas (llevado al caos) e intentar una vida nueva, aunque descubren algo inusitado que tiene que ver, nuevamente, con el control de la vida por la ciencia. La condena a la tecnocracia, se sabe, también es una constantante. Pues bien, la película no aburre salvo que uno no tenga los detalles necesarios de los films anteriores, y es el porte de la protagonista lo que nos atrae la mirada. Aclaremos “porte”, no atractivo: cómo hace lo que hace y no cómo es. Lo primero es parte del cine, lo segundo, no necesariamente. Eso sí: maldita la manía de, por vender una entrada más, partir en dos una historia que se puede contar bien en dos horas y cuarto. Aunque usted no lo crea, eso está acabando con el cine: abandonamos antes del final y lo esperamos en Netflix.
Hay un banco, hay una banda de ladrones que inclue a argentinos, españoles y uruguayos, hay un plan elaborado para llevarse cajas de seguridad y hay, como casi siempre, un problemón que pone el asunto en riesgo. Hay más porque una de las cajas tiene un secreto. Sí, se parece a El plan perfecto de Spike Lee (lo mejor de este subgénero de asaltabancos) y a otras más, pero está narrada con precisión y sin (demasiadas) derivas innecesarias. Cine de género efectivo y en castellano.
Esta es una película de acción que narra una historia real: un barco a punto de naufragar, en estado calamitoso (hay que verlo para comprenderlo) tiene que ser rescatado. Para más inri, como dicen los españoles, hay una tormenta, no tienen luz, es de noche y el mar no está como para un día de playa. Es decir, todos los elementos de rigor cuando se trata de aquel viejo cine catástrofe. Una película de aventuras donde, claro, hay muchos efectos especiales, pero donde lo que más cuenta es lo que hacen los personajes, especialmente Chris Pine (que se viene ganando el lugar de estrella de acción desde Star Trek) y Casey Affleck, que es un perfecto actor dramático en cualquier circunstancia. Ellos dos y el resto del elenco hacen que la película supere el estadio de la hazaña técnica y sea aquello que pedía Hitchcock: el puro melodrama de los hombres en peligro. Aún cuando a veces parece un poco lenta en sus descripciones, cuando el drama del movimiento se desata no nos deja indiferentes.
Que se estrene un film dirigido por un italiano ya es (así estamos...) noticia. Esta es de Paolo Sorrentino, quien ganara el Oscar por la hermosa La grande bellezza. Bueno, aquí estamos más o menos en el mismo territorio: dos amigos -geniales Michael Caine y Harvey Keitel- y la hija de uno de ellos -Rachel Weisz- pasan vacaciones en los Alpes. Uno de ellos, músico, no quiere volver a la música: el otro, cineasta, piensa en escribir la que sería su última película. Pero lo que pasa en todo esto es el tiempo: el biológico, que ha llevado a los personajes a la vejez, y el cotidiano, que los empuja más al ocio y a mirar en perspectiva qué ha sucedido (y que, todavía, puede suceder) con y en sus vidas. Pues bien: si el film tiene muchas ideas y quiere decir a veces demasiadas cosas, también es una manera de pasar dos horas con gente brillante, escucharlos hablar, compartir lo que miran -a veces imágenes de gran belleza-, pensar en el cine como un espejo que nos invita a la reflexión pero -y aquí la gran diferencia con otras películas que la van de “filosóficas”- invitar no es imponer. Hay algo más que solo “bueno, estamos viejos, esto es lo que queda”: hay, a diferencia del género “geriátrico” que Hollywood anda desparramando, felicidad y alegría sin estridencias. Para quien se queja de que el cine es puro ruido, pues aquí tiene la oportunidad de alejarse de él, pasarla bien y guardar la experiencia en la memoria.
El mito de un horrible secreto que transforma a alguien normal en un monstruo ha sido contado muchas veces en el cine. De hecho, es uno de los más cinematográficos posible porque el paso de una imagen a otra es, siempre, pura transformación, incluso hacia lo demoníaco. Aquí la acción transcurre en una isla escandinava, gris y con demasiados atavismos. La protagonita es una chica de dieciséis año son madre extrañamente enferma que, finalmente, descubre en sí un monstruo. Pero el film no explica nada con los diálogos sino con las imágenes, y presenta una gran amplitud de puntos de vista que nos colocan en un lugar extraño, ambiguo: al mismo tiempo deseamos que el monstruo se detenga y nos colocamos de su lado ante la violencia social que lo encierra. Pueden leerse varias metáforas -desgraciadamente también algunas alegorías- en el film, pero lo que cuenta es que es un efectivo y triste cuento de terror.
Este film es uno de los favoritos al Oscar para no estadounidenses (el favorito, de hecho), y ganó en Cannes. Pero su retrato altamente manipulado a puro golpe bajo de los horrores del Holocausto dista mucho de constituirse en una película que satisfaga al espectador. Si las películas solo fueran buenas por su tema, deberíamos elogiarla. Pero un buen film lo es siempre más allá de lo que declame: lo que queda y hace efectivo el mensaje es su forma. Y aquí el pecado es, justamente, formal.
Dioses y mortales mezclados en una batalla épica, ruidosa y bestial (porque hay muchas bestias, muchos monstruos y poderes raros). Podría pasar por uno de aquellos films clase B de los sábados por la tarde, y se nota en la prolliferación de bichos gigantes una especie de impronta a lo Ray Harryhausen. Podría ser un plomazo, pero como el asunto no deja de estar tomado con humor (un humor de aventuras, no un humor “canchero”), el asunto funciona y divierte.
Una chica irlandesa (Saoirse Ronan, que es muy buena en general) emigra en los años cincuenta a los Estados Unidos. La pasa mal, después se enamora, la pasa bien y después aparece una sombra del pasado en su vida. Es decir, un melodrama bastante claro y, en cierto sentido, tradicional, que trata de concentrarse en pequeños gestos, en la observación de un mundo. Hay una descripción muy precisa del ambiente familiar y el personaje se transforma en una especie de espíritu que va tiñendo con su comportamiento todo lo que la rodea. Por eso, en cierto sentido, el giro que la trama experimenta para generar un conflicto resulta un poco artificial. Pero también es necesario entenderlo: se trata de una narración tradicional que se construye a partir de ese tipo de ganchos. No se trata de un film innovador, sino de una historia querible y emocionante, con una protagonista atractiva.
Sí, Wainraich y Peterson son muy buenos comediantes y es la simpatía y el cariño que tienen por sus personajes lo que sostiene el mayor peso de la película. El director Hernán Guerschuny -en su segundo film después de El Crítico- hace lo mejor que se puede hacer en los casos donde la historia es menos importante que los personajes: seguirlos, mirarlos, espiar cuál es el mejor momento para capturarlo en la pantalla. La historia es bastante simple: una pareja con varios años de matrimonio decide intentar una noche romántica, quizás último intento para ver cómo se sigue o si se sigue. Ahora bien: incluso si se trata de una comedia, el peso no está colocado en la búsqueda absoluta de la risa a cualquier costo, sino en tratar de entender a sus personajes. La pregunta -la gran pregunta- consiste en ver qué tiene de interesante el mundo de clase media de estas personas. Y si la película logra mantener -no siempre, pero en la mayor parte del metraje- nuestro interés es porque se construye como una auténtica película, como una ficción en un mundo que es muy parecido al nuestro pero pertenece al universo del cine. Es cierto: hay lugares comunes y observaciones triviales, y muchas veces esto conspira contra el resultado final. Pero dentro del género agridulce (de eso se trata) funciona muy bien: es el retrato de una generación aún bastante huérfana de representación en nuestro cine.