Hay un mito en el mundo del cine – muy poco comprobable ciertamente – que las secuelas nunca son buenas. Sin embargo, a veces, ocurre la regla inversa; no es usual, rara vez se da, porque otro mito es que “lo que acaba mal termina mal”, pero hay sagas que mejoran considerablemente durante una secuela. Este año ya tuvimos el caso de Rápidos & Furiosos 6, y ahora llega a nuestra cartelera, tras un considerable retraso, Riddick, tercera entrega de las aventuras iniciadas con Pitch Black ¿Será Vin Diesel el secreto para esta fórmula?. Hablo desde lo particular, si bien aquella película del año 2000 tuvo y tiene muchos adeptos, y es cierto que colocó en el candelero a Diesel, siempre me pareció un film muy sobrestimado, con un argumento demasiado enrarecido, un entramado extraño en el avance, y un ritmo impropio a una película de acción. Menos se puede decir de su primer secuela, La Batalla de Riddick, que abandonaba el bajo presupuesto para traer una superproducción carente de carisma y sentido, ni siquiera los adeptos al primer film aceptaron esta suerte de "Duna" devaluada. Tal así, en mi caso, pensaba que una tercera entrega sólo podría empeorar las cosas, pues preso de los prejuicios; la realidad es todo lo contrario. Riddick, a secas, absorbe a pleno el espíritu clase B – aunque pueda tener un presupuesto que le haya permitido exhibirse en IMAX en los EE.UU., no aquí – y es ahí en donde gana, en considerarse un puro carrusel de entretenimiento sin más pretensiones. La película comienza con preludio de los hechos anteriores y nos ubica en la situación actual, a nuestro (anti) héroe Riddick (Vin Diesel) se lo considera muerto y es abandonado en un planeta inhóspito, o así parece. Pero como el – super – hombre tiene más energía que el conejo Duracell sobrevive, se repone y hasta enfrenta a unos bichos alienígenas con ganas de que nada quede con vida excepto ellos, es más, hasta adopta a una suerte de perro alien como mascota. Así transcurre casi la mitad del film, como un tour de force de supervivencia, pero luego, llega un grupo cazarecompensas al planeta, y él es la presa... que pronto se convertirá en cazador tratando de capturar la nave para regresar a su planeta de origen antes de que este sea destruido. El argumento desde el principio parece robado de alguna idea de Stuart Gordon o Albert Pyum, y lo mismo sucede desde lo estético. Su director David Twohy (el mismo de las tres entregas) parece haberle encontrado la vuelta a la fórmula, y es el exceso; Riddick es muy sangrienta, muy violenta, muy exagerada y absurda en cuanto a las situaciones, pero también es muy divertida, y mantiene un ritmo perfecto aún en la primera parte en que sólo es él contra bichos de CGI barato. Vin Diesel es un héroe querible, por más que Riddick es un asesino, acá es redimido, y festejamos todas las trampas que le pone a los cazarecompensas que, en realidad, son más malos que él. Hay algo raro en Diesel, logra que nos guste lo mal actor que es, una reivindicación perfecta de aquellas estrellas del cine de acción B de los ’80. Entre los malosos se destaca la estrafalaria figura de Jordi Molla el más malo de todos, y a la vez, por supuesto, el más gracioso.Con una fotografía oscura y derruida, hilos que se ven a propósito, y una edición simple, Riddick cumple un sueño que parece imposible, poder volver a ver en la gran pantalla aquellas producciones que durante la década de Reagan se enorgullecían de ser berretas. Talvez no sea el mejor exponente, no sea una gran película, pero con lo que tiene le alcanza para demostrar que no todo tiene que ser perfecto y cuidado para ser bueno, con ser muy divertido a veces alcanza. Puristas de la corrección, abstenerse.
¿Es la muerte un tema tabú? De ser así el documentalista Oscar Mazú viene a romper con esos “prejuicios” a hablarnos abiertamente de eso, del momento final. Trabajo documental curioso, “El problema con los muertos es que son impuntuales” afronta una temática llamativa, los diferentes modos en que la sociedad afronta la muerte, o mejor dicho, qué hacen los vivos con los muertos o cómo se preparan para llegar al descanso eterno. Mazú toma también el rol de narrador conductor, y va llevando al espectador por diferentes experiencias, algunas más felices que otras, todas referidas a personas hablando de la muerte o realizando acciones que la rodean. El mayor atractivo, y el que ocupa gran parte del metraje, son las palabras de Ricardo Péculo, dueño de la famosa cochería emblemática, una figura reconocida en el mundo de la preparación para la muerte. Péculo contará cómo es su labor, anécdotas variadas, y se encargará de despertar la curiosidad del público, aunque quizás también sea la parte que más se asemeje a un típico programa de tv documental, digamos del Discovery Home &Healt. Para descontracturar un poco la cuestión y tratando de evitar el morbo de una y mil maneras posibles, Mazú elige centrarse en rituales, contar su propia experiencia personal como sobreviviente digno de emular a Victor Sueiro o a un personaje de Destino Final, y mechar aquí y allá algún rocío de humor negro inimputable. El problema con los muertos... es un documental entretenido de a ratos, en otros tramos pierde fuerza, y fluctúa entre lo curioso y lo reiterativo. No es cuestión de plantear el tema como algo incómodo o, como dijimos, tabú, pero sí hay cambios de registro constantes, que llevan de la seriedad y rigurosidad a la liviandad y el divertimento, a punto de cruzar límite de burlarse. Hay mucha exposición de ataúdes, muy variados ellos, coloridos, llamativos, o más elegantes, hasta el propio cajón que Péculo se guardo para su oportunidad. También hay cadáveres maquillados de diferentes maneras y gente haciendo rituales más convencionales, o más exóticos. En definitiva, habrá muerte para todos los gustos. De factura simple, "El problema con los muertos es que son impuntuales", resulta lejano al esperable morbo, se sigue con interés en casi todo el tiempo, y solo puede reprochársele algunas escenas que sirven de intermediario con un cajón ambulante que más que desagradable (eso es cuestión particular de cada uno) resulta inentendible. También hay que reconocerle que pese a airearse un poco y abrirse a experiencias, conserva aún un dejo televisivo, en donde quizás pudo haberse desarrollado más como una serie de programas; acá se nota acotado, cercano a lo pintoresco y anecdótico, interesante pero también no lo suficientemente profundo.
¿Se puede construir suspenso de la nada, tensión en el aire? Ese debería ser el tema de análisis en Solo, peculiar obra de Marcelo Briem Stamm. De hecho el director parece desafiar la convenciones del género, o de los géneros, porque si algo caracteriza esta película es la oscilación entre diferentes estructuras. Nada es seguro en Solo, todo está en tela de duda, el espectador tiene que desconfiar de todo y saber que las vueltas de tuerca pueden ser la regla, o no, también puede ser que no suceda nada, que todo transcurra bajo los carriles de la rutina, no sabemos; a tamaño juego nos invita Briem Stamm. La historia es tan acotada como la de un juego de seducción, hay otros personajes que aparecen, pero los principales son dos, Manuel y Julio, que primero se contactan vía chat, se conocen (¿se conocen?), se gustan, y van al encuentro cara a cara en la calle en donde la atracción (sobre todo sexual) es inmediata. Manuel invita a Julio a su casa, pasan un tiempo juntos, la cita parece marchar por los carriles correctos, quizás alguno diría que apresurados. Pero luego las cosas comienzan a enrarecerse, se teje una suerte de relación entre ellos, Manuel quiere dar por terminada la cita pero Julio se niega, y hasta se violenta, las cosas comienzan a irse de las manos para los dos, y Manuel también comienza a actuar extraño, de mientras la relación entre los dos se va “fortaleciendo” cada vez más, como una suerte de extraña, muy extraña simbiosis, ¡hasta estan conviviendo luego de una noche? No se sabe, todo es tensión. Julio no se quiere ir, ¿Manuel quiere que se vaya?. Hay varias cosas que aclarar en Solo, regresar a la mezcla de géneros, hay drama, hay comedia romántica, y hay suspenso, todo al mismo tiempo. También hay una suerte de erotismo que no llega a serlo, la relación entre los dos hombres es ante todo sexual, y hasta de dominación de uno sobre el otro (el tema es ver de quién sobre quién), pero estamos frente a un film de climas más que de exposición. Sobre esto podríamos decir que es una obra de “la cultura gay”, que bienvenido sea, intenta incomodar al pacato, al que todavía no acepta las cosas como son; a diferencia de películas como Solos o Plan B, Solo provoca o bien busca su público, nadie puede estar desprevenido; Briem Stamm es un director con experiencia en la “temática” si bien esta es su primera incursión en el largo comercial. Con un clima sofocante, y hasta exasperante, perfectamente podríamos hablar de una obra de teatro, y quizas este sea su mejor ámbito. Tanto Patricio Ramos (Manuel) como Mario Verón (Julio) cumplen roles correctos pero acrecentan la teatralidad. si bien disimula su escaso presupuesto, es constante el encierro de paredes, los ambiente chicos y los planos cerrados, y esto aumenta ese clima enrarecido. El único inconveniente es que esta tensión no da respiro, estamos en presencia de un trabajo sofocante y para el espectador puede resultar exasperante no tener algo de certeza sobre lo que está sucediendo. “Nunca sabes a quien metes en tu casa” reza la frase promocional, y es real y se condice con lo que vamos a ver, pero también es engañosa. Solo maneja el engaño y la confusión como pocas veces se consigue en una película, y esto es visto tanto del lado positivo como desde el exceso.
Si uno analiza gran parte de los films argentinos que están llegando a nuestra cartelera en los últimos meses, en un año con gran presencia de títulos locales, una rápida conclusión sería decir que para asegurarse un éxito (por lo menos en lo artístico) con bajo presupuesto la mejor idea es hacer una road movie. Películas de camino, cámara en mano, escenarios abiertos que permiten captar belleza, una historia que dispare el viaje, y personajes queribles; resultados sencillos pero que, se sabe, llegan tanto a la crítica como al espectador animado; por nombrar un título Road July es un ejemplo claro y de fórmula. Sin embargo, hay películas que aún dentro de los márgenes establecidos ofrecen algo más, crean un micromundo particular, algo que las destaca y las diferencia, y Pies en la Tierra es el caso, ¿Por qué? ¿Cómo se destaca? En realidad ambicionando en apariencia menos que el resto. Luego de dos cortos, el cordobés Mario Pedernera debuta con una ópera prima cuya premisa fundamental parece ser, hacer las cosas lo más simple posible, tomar el género de Road Movie y despojarlo de todo hasta que solo quede eso, Road, camino, un personaje central, y un par circunstanciales. Es imposible no recordar aquella obra maestra de David Lynch, epítome de la Road Movie despojada Una Historia Sencilla al ver Pies en la Tierra, uno puede presuponer que Pedernera tomó esta obra como inspiración y cierto es que los resultados son lo más similar posible a aquella. Estamos en la historia de Juan (Francisco Cataldi) un hombre joven que ve el mundo desde una silla de ruedas, temeroso del mundo exterior, vive para su pescaderia rutera. Sin proponérselo el destino lo llama con el fallecimiento de su madre, y ahí toma una importante decisión, ir a visitar a una ahijada. Todo queda atrás, como si se tratase de un renacer, de un nuevo comienzo, Juan da rueda a la ruta y en el trayecto se cruzará con personajes de toda clase que influirán sobre él de manera diversa para que este hombre conozca el mundo... o ese pedazo de camino que simboliza al mundo. Conviene, en una historia tan directa como esta, no adelantar nada, no hablar de los personajes, porque los mismos no guardan secretos, son tal cual se los ve, y ahí está su magia, y lo mejor es descubrirlos en su momento, lograr el entre inmediato con el espectador. La simpleza de la historia se traslada a los otros rubros del film, el ritmo es el de la pausa, la tranquilidad de quien gusta reposar y no tiene apuro, no hay acá lugar para el vértigo. Tampoco habrá espacio para el golpe bajo ramplón, sí para la ternura y la emoción bien conseguida, sin engaños. Lo mismo sucede en la fotografía y en la edición, sin ser totalmente paisajista, transmite paz, serenidad, con tonos ocres que acrecentan el sentido campestre. La sólida interpretación de Cataldi que desde el momento se compra la película es acompañada por actores locales, de perfil más bien bajo, pero todos muy convincentes y en definitiva también queribles. Es lógico que dentro del grupo destaque la criatura compuesta por Carlos Belloso, por experiencia y confianza frente a las cámaras, sus momentos quizás sean los más disfrutables sin desmerecer al resto. Pies en la Tierra es lo más parecido a pasar un día de campo, pero de campo en serio, al costado de una ruta perdida y escuchando solo el silencio del paisaje, la magia que hay en esos momentos es lo que hace especial esta prometedora película.
Salí de la sala luego de ver Tlatelolco: Verano del ’68 con una idea, una pregunta, y una respuesta ¿Cuánto tiene que ver los localismos y la pertenencia a un lugar en una película, más si hablamos de una película histórica? La respuesta es mucho. De manera muy extraña y casi solapada se estrena esta semana en nuestras salas este nuevo film del mejicano Carlos Bolado, el primero del director en estrenarse en nuestro país, una coproducción mejicana con una pequeña participación argentina, lo cual suponemos debe ameritar su estreno. Ante todo, Tlatelolco..., es una recreación de un hecho histórico, y una historia de amor atravesada por el mismo; hablamos de la revuelta estudiantil que se desarrolló en Méjico en 1968 en búsqueda de diversas conquistas estudiantiles y sociales, y en vísperas de los Juegos Olímpicos a desarrollarse en ese país. El Presidente Gustavo Diaz Ordaz quiere dejar a su país “presentable” para el evento venidero, y los reclamos le resultan “inoportunos”, debido a eso y a otras razones lógicas (para un pensamiento como el de Ordez) e ideológicas, se llevará a cabo una fuerte represión contra los mismos. En medio de esto, la historia particular, Felix (Christian Vasquez) un joven de clase media baja, que estudia en la UNAM, universidad pública, y forma parte de los reclamos conoce a Ana María (Cassandra Ciangherotti) una chica bien, de universidad privada, pero de corazón noble y preocupación por los que menos tienen, y que, de manera más aleatoria, también formará parte en la revuelta, aunque secretamente. Los dos se enamoran, aunque pertenecen a mundos distintos, y el destino que Ana María tiene estructurado por su familia se interpondrá, el padre de ella pertenece a “la otra clase”. El amor prohibido continúa furtívamente mientras avanzan los hechos, pero ahí no terminan las cosas, Ernesto (Juan Manuel Bernal) no es simplemente adepto ideológicamente al gobierno de Ordez, sino que forma parte de él, y en los asuntos más turbios que, entre otras cosas incluyen torturas y desapariciones, y tiene la orden de intervenir, ya sabemos cómo, contra los estudiantes. Bolado maneja dos cauces, pero no lo hace en paralelo, la historia romántica se entrecruza todo el tiempo con el revisionismo histórico, y lo que logra es un fresco de época que va desde el botón de muestra hacia lo general. Pero hay algo que se interpone para el espectador local medio, su argumento, claramente está pensado para entendidos. Tlatelolco: Verano del ’68 está plagada de referencias, se citan hechos, fechas y nombres; se ubica en un contexto desde entrada sin contextualizar demasiado previamente; y la Masacre Estudiantil de Tlatelolco es un hecho que, lamentablemente no cobró la resonancia internacional que merece. Esto lleva a que más de una vez, alguien que no conoce en profundidad cómo fueron ocurriendo las circunstancias pueda perderse mientras los datos se acumulan. Imagino que algo similar podría ocurrirle a un extranjero con, por ejemplo, La noche de los lápices. En cuanto al amor, se lo presenta como un Romeo y Julieta vernáculo y hasta pintoresco, y ciertamente algo menor. Hay un cúmulo de interpretaciones correctas, buena recreación y ambientación técnica (el film parece propio de la época) y es ayudado por un seleccionado material de archivo que nos servirá de brújula. En contra sí, una musicalización y sonido discorde, que en ciertas oportunidades acopla, aturde, y hasta tapan los diálogos. Tatlelolco: Verano del ’68 es un correcto ensayo político social, y una historia romántica apenas amable. Desde una mirada positiva, incita a que revisemos la historia Latinoamericana en busca de este hecho que, repito, es de importancia necesaria.
Hay que decirlo sin vueltas, este es el año de James Wan. El director malayo se encuentra en la cresta de la ola, luego de un puñado de films de género en su haber, dispares entre sí (entre ellos el inicio de la exitosísima saga El juego del miedo), arrancó la mitad del año consiguiendo la sorpresa de realizar uno de los films de terror más taquilleros de la historia, El conjuro, y no solo eso, sino que con el mismo se compró tanto al público como a la crítica general y especializada – tengo que reconocer a esta altura que para mi está algo sobrevalorada –. No bastándole eso, en plena promoción de la película que viene a cuestión de esta reseña, lloviéndole las ofertas para hacer lo que quisiera en el género, anunció que no hará más películas de horror, ubicándose nuevamente en boca de todos. Y ahora, para rematar, y quizás retirarse con gloria, logró repuntar otra de sus películas éxito de taquilla pero que dividió las aguas desde el principio, hablamos de La Noche del Demonio. En efecto, nadie (o pocos) podrán decir que este “Capítulo 2” es un mal film, ¿y cómo lo logra? Al igual que en El Conjuro (a la que le debe mucho y esta a su vez le debía mucho al primer capítulo de La Noche...) retomando el espíritu clásico. Todo lo que estaba en Insidious vuelve a estar presente, los mismos personajes, el mismo clima, sólo que esta vez se ha pulido, y, por ejemplo, ya no existe esa inclinación hacia la autoparodia. La historia es simple, muy simple, los Lambert se mudan de casa, intentan dejar atrás los hechos previos (inmediatamente anteriores al comienzo de esta) pero nuevos sucesos los vuelven a acosar y esta vez tienen que ver con traumas del pasado, de la niñez. El calvario vuelve a empezar y esta familia parece no tener paz entre las apariciones, las cosas que se mueven, y los propios miembros que actúan de manera extraña. Ahí aparecerán el resto, la médium muerta que los ayudará desde el más allá, los cazafantasmas (que esta vez se comportan), y la madre de Renai. Los sustos están por todos lados, se mezcla la posesión, con los fantasmas y las casas embrujadas, y el resultado sale airoso gracias a un clima in crescendo que nunca decae ni da respiro. Con algo más de presupuesto que la primer entrega, si aquella recordaba a Poltergeist, Amityville o House, esta recuerda a sus secuelas (sobre todo a las dos primeras) y hay guiños para los fanáticos y atentos de este tipo de películas. Patrick Wilson, Rose Byrne y Barbara Hershey (que sigue recordándonos que actuó en El Ente) estan a la altura de la circunstancia y cada uno hace suyo su rol. Hay una fotografía, una edición, y efectos sonoros que ayudarán en la creación de clima, a la idea sigilosa del asunto. La Noche del demonio: Capítulo 2, como su antecesora, es un film menor, pequeño, que no busca sorprender ni traer un aire nuevo, pero que asusta, y en buena ley, aunque aún queden algunas cosas por limpiar. Para los adeptos, hay expectativas de continuación, habrá que ver si sigue el legado de aquellas ochentosas y retoma desde una nueva historia
Extraña proeza sucede en Los quiero a todos, una serie de elementos que en el 99% de los casos se utilizarían para denostar un film, ahora son los puntos que juegan a favor, como si las circunstancias se hubiesen invertido; nada de lo que funciona en la lógica de una película formal es apreciado en esta ópera prima de Luciano Quilici de la misma manera. Quizás esto hable de la subversión solapada que se respira constantemente. En primer lugar, Los quiero a todos entra en ese limbo del llamado “film sobre la nada”, un grupo de amigos que se reúnen, y sus charlas son la esencia del vacío, casi produce una sofocación; los diálogos van sobre variados temas y ninguno de peso aparente, todo es liviandad y superficialidad. Sin embargo, no es este un hecho del azar o de la falta de rigor, todo está controlado, y en ese no decir nada se dice todo. El segundo elemento es su procedencia teatral para nada disimulada, Los quiero a todos fue anteriormente una puesta en escena del propio director, y aunque se la airee, los planos cerrados, las escenas cortadas, y los escenarios mínimos, demuestran su procedencia. Todo sucede en un día de campo, un día de descanso que seis amigos, claramente provenientes de la ciudad, se toman para encontrarse; se conocen de toda la vida, son mejores amigos, y cada uno tiene su historia propia que es mejor no adelantar y que colisionará con los demás. Son nenes y nenas bien, treintañeros pero eternos adolescentes, que hablan entre sí, y la cámara los sigue como el ojo del espectador, como con curiosidad de una intimidad. No suele haber planos abierto con los seis, todo es acotado a dos o tres personajes que aparecen en escena. Y sin embargo, otra vez, Quilici hace que juegue a favor para crear un ambiente agobiante ante la frivolidad, una tensión asfixiante sobre nada, porque pareciera que no está pasando nada ¿o no? Otro elemento extrañamente a favor es lo despojado de su fotografía, lo cual suma al aspecto teatral, casi no hay preciosismo, es una cámara que observa pero no es protagonista; podría interpretarse como frialdad, sin embargo resulta una correcta elección para determinar de qué estamos hablando. También debe considerarse su corta duración, Los quiero a todos no llega a una hora veinte minutos, 75 minutos para ser exactos, y sin embargo es el tiempo exacto para desarrollar todo y que no se desbarranque, una obra corta pero que deja algo consigo una vez finalizada. En definitiva, Luciano Quilici maneja una ópera prima atípica, hablamos de una película que constantemente pareciera derrumbarse, estar a punto de abrumar, aburrir, pero no, en su nada existencial hay algo que atrapa, una pintura de fresco generacional muy lograda. ¿es casualidad que llegue a una semana de otro fresco de edades similares como 20000 Besos? Posiblemente sí, y aunque sus miradas y estilos son diferentes, podría imaginárselo como un posible díptico o función doble. Para contar esta simple historia de amistad y convertirla en un análisis de clase y generación, Quilici cuenta con un importante as, un puñado de actores que para el común serán casi ignotos (salvo el promisorio y últimamente omnipresente Alan Sabbagh) pero que cuentan con trayectoria teatral; todos cumplen sus roles como si fuesen delineados para ellos, crean una simbiosis de grupo, y todos tendrán su momento de destaque. Los quiero a todos es una película frágil, estructurada como algo que cierra a la perfección pero que ninguna pieza puede moverse para no derrumbarse; el gran logro de su director es llegar manteniendo esa armonía, y así, poder disfrutar de un film que dice y deja más de lo que aparente, que cada uno saque sus conclusiones.
Y llegó la semana del estreno anual de Woody Allen, director prolífico si los hay y que hace ya un tiempo largo se ha propuesto esa meta, estrenar un film al año. Esta suerte de maratón, que en verdad muchos agradecemos, lo ha hecho fluctuar, ir y venir, cambiar de género y de registro, y no siempre consiguió películas inolvidables... aunque tampoco cayó en un ningún film espantoso. Este frenesí en la dirección también ha hecho que muchos le perdieran el inmenso respeto que se le tenía a su obra hasta ¿mediados/fines de los ’90? Y ahora se le festeja cuando, entre los varios films promedios logra sacar una gema; por suerte Blue Jasmine es una joya valiosa. Allen ha sabido siempre trabajar con la estructura de un personaje central sobre el que giran varias historias y personajes periféricos, y este es el caso de Jasmine (Cate Blanchett) un prototipo de manual de mujer de la aristocracia, vida de plástico, lujos y falsedades; está casada con Hal (Alec Baldwin), empresario del rubro inmobiliario. Jasmine mantiene un equilibrio inmóvil a fuerza de negación de lo que pasa delante de sus narices, pero un día alguien/algo patea esa torre de naipes, Hal es descubierto como un estafador supremo y todas sus (muchas) infidelidades matrimoniales también salen a la luz. Así, Jasmine abandona la dorada Nueva York para instalarse en la mundana San Francisco, en casa de su hermana Ginger (Sally Hawkins) a quien de entrada ya vemos como una antítesis de Jasmine. La lógica diría que Jasmine debería arrancar de cero una vida nueva acorde a sus nuevas necesidades por estar en bancarrota, pero no, las apariencias están primero, y ella se comportará como si nada hubiese ocurrido, llevando su insoportable alta alcurnia a su paso, destilando su veneno con cada uno que la rodea, y sobre todo Ginger será su presa más preciada. Como antagonistas perfectas, cuando la vida de Jasmine comience a mejorar ante la posibilidad de un nuevo amor, la de Ginger por el contrario se derrumbará cada vez más. Ya lo aclaré antes, cada tanto Woody Allen escribe y dirige estas gemas y pareciera que lo hace para dejar contento al público que despotrica sus films más simples y amenos como A Roma con amor; y esta vez el trabajo pareciera ser recurrir a varios recuerdos de films anteriores, ajenos, y más aún propios. Jasmine y Ginger recuerdan en ciertos momentos a esos personajes creados por Bette Davis y quien le pusieran en frente, con una diferencia, la refinada actitud de Jasmine y que Blanchett capta a la perfección. En 2004, Allen sorprendió con Melinda, Melinda, y hay algo de eso acá, el personaje femenino que llega a un entorno extraño y lo trastoca, la comedia y el drama.También recurrirá al Woody clásico, al de Manhattan, Esposos y Concubinas, y Annie may con esa mirada aristocrática irónica, satírica, mordaz de su Nueva York natal y contraponerla a una ciudad diferente. La dirección de actores siempre fue su fuerte, y en Blue Jasmine comenzando por una glamorosa Cate Blanchett, y unos magistrales Baldwin y Hawkings bajamos a unos Peter Saarsgard y Bobby Cannavale que no hacen un menor trabajo. También es fuerte el trabajo de fotografía de Javier Aguirresarobe con distintos matices para cada ambiente. Blue Jasmine viene a demostrar que Woody Allen todavía está lejos de retirarse, que tiene mucha genialidad para entregar, al igual que hace siempre cada tres o cuatro años, el promedio normal de cualquier director.
Alfonso Cuarón lo hizo de nuevo, uno de los directores actuales con más talento a la hora de lograr impacto visual vuelve a sorprendernos otra vez, vuelve a darnos más de lo que esperábamos... y eso que en esta oportunidad parecía que ya estaba todo contado en el abstracto trailer; pero no, Gravedad es mucho más que dos astronautas sueltos en el espacio; es una de las obras más personales y con más peso dramático del mainstream hollywoodense de los últimos años, y eso que cuenta con elementos de desarrollo mínimo. La historia sí, es simple y esperable, anticipada; la Dra. Ryan Stone (Sandra Bullock) ha desarrollado un sistema satelital complejo que permitirá capturar imágenes de nuestro planeta a un nivel increíble. Se encuentra en una estación espacial en plena instalación de los satélites con la asistencia de los astronautas Matt Kowalski (George Clooney) y Shariff. Pero ya desde el principio se vislumbra un inconveniente, una ráfaga de desechos interespaciales (pertenecientes a una estación soviética abandonada, claro está) se dirige hacia ellos y va aumentando su tamaño y velocidad, y aunque los tres son advertidos es poco lo que pueden hacer, por más que intenten evitarlo el accidente ocurrirá igual. La estación es destruida y Stone y Kowalski quedan varados en medio de la inmensidad del espacio, apenas enganchados a eso que ya es un desecho en sí, mantienen una remota conexión con Houston y tienen que encontrar un nuevo lugar, una nueva estación, antes que el oxígeno en los trajes se acabe. Esto sucede en aproximadamente quince minutos de iniciado un film que no entiende superproducción por bomba de estruendo, sino el impacto de la calma y el esplendor. Cuarón construyó una obra de dos personajes (Shariff nunca es mostrado más allá de un traje), los colocó en uno de los escenarios más abiertos imaginables, y sin embargo realiza una historia de claustrofobia y tensión de encierro. Stone y Kowalski deberán atravesar un destino trunco que les pondrá mil y una vallas posibles, y se irá tejiendo un entramado de supervivencia y superación personal. Gravedad tenía todo para ser un producto bombástico, filmado con nervio y velocidad trepidante que no da respiro, pero una vez más Cuarón elige el camino de otro expresionista de la imagen, el Kubrick de 2001: Odisea en el espacio. Sobran los momentos para la calma, las escenas en las que podremos maravillarnos con la espectacularidad del paisaje (en las que el 3D casi nunca lució tan bien), y hasta los grandes momentos de personajes, pese a contar solamente con dos. Gravedad es ante todo un film dramático, y en eso se apoyan varios aspectos técnicos, creando una sensación de soledad y fin inminente agobiante, asfixiante. Ningún diálogo parece estar puesto al azar, todas son palabras medidas y abundan los silencios y la música de estilo clásico. Bullock y Clooney se encuentran ambos contenidos (Clooney un poco menos repitiendo algunos mohines de su galán maduro canchero) y cumplen correctamente; pero sin embargo, no pareciera Gravedad una película de actores, sí de personajes, en donde hay un tercero, el escenario, que es fundamental. Si no llega a ser la película perfecta que pudo ser es por algún vuelco en el desarrollo que la asemeja a un melodrama y film de autoayuda innecesario, remarcado fuertemente en una escena que quizás pudo completarse mejor. Algunas fibras de más que se tocan nos hacen pensar en cierta manipulación. Por lo demás estamos ante un film que, como pocos, mezcla el impacto con la calma, la tensión con el drama desolador, y el esplendor visual con la delineación de personajes. Cuarón volvió por más.
Hay un mito popular que cuenta que si a un Carabajal se le ocurriese tener alguna otra profesión que no fuese la música, este sería expulsado de la familia. Talvez (seguramente) exagerado, lo cierto es que los Carabajal son una de la familias más representativas de nuestro folclore, con varios de sus integrantes ubicados dentro de lo mejor considerado en este género. Pero todo comenzó con una persona, Don Carlos Carabajal, el padre de la familia, y la figura redundante de este documental del documentalista Miguel Miño. Efectivamente, Miño va de lo particular a lo general, de la persona al pueblo y a la sociedad, y todo el tiempo va y viene, retoma y se vuelve a expandir. La figura de Carlos servirá para hablar de la familia, y la familia servirá para hablar de la chacarera y el folclore, y esto claramente servirá para hablar de nuestra verdadera cultura. Chacarera fue planeada por los propios Carabajal como un homenaje a su padre y a su abuelo según corresponda la generación, y parte de una idea, la de juntar a los músicos de la familia y llevar la música compuesta por Don Carlos a un gran teatro de la Ciudad de Buenos Aires. Peteco Carabajal, hijo, es quien se pone al hombro el proyecto (lo del teatro y el documental también) y para eso reúne a sus hermanos Demi y Graciela y a su sobrina Roxana que juntos comienzan a bucear el repertorio, buscar en el recuerdo, evocar, planear el concierto que se llevará a cabo en el Ópera, y tratar de rescatar esas canciones, esa música que era como un coro permanente en la casa de los Carabajal. Don Carlos es considerado por muchos, y la familia no lo contradice, el padre de la chacarera, entonces, hurgar en sus canciones será hurgar entre las raíces del género. Hay algo de búsaqueda cultural, de identidad de una población, y también de historia fundamental de la provincia que hasta le legó el nombre de un pueblo, Santiago del Estero. Hubo una época, la del apogeo del folclore allá por años ’60 y ’70 en la que florecieron los documentales referidos a nuestra música autóctona; hoy en día esto ya no es tan popular y reconocido, de ahí la grandeza de Chacarera, en rescatar lo nuestro, hablar de la cultura propia, y evocar a una figura que debería ser mucho más valorada de lo que es. Hay también dos testimonios cuasi ficcionalizados, un hombre que vive en Buenos Aires pero extraña a su Santiago natal, y un nene que viaje de Santiago a Buenos Aires, para alojarse en casa de un tía, y que está obsesionado con la chacarera. Estas historias, no poco meritorias, no tienen el peso de las propias imágenes de los Carabajal, en pleno ensayo, buscando y recordando. Miño, repetimos con la ayuda de Peteco, construyó un film simple, sin demasiadas pretensiones cinematográficas pero sí artísticas, hasta casi poéticas. Algo de ensoñación ronda toda la película que se disfruta como una caricia amable. Los seguidores de nuestra música, y más aún los admiradores de los miembros de esta popular familia, van a estar de para bienes, Chacarera les ofrece lo que vienen a buscar y un poco más. Tierno, simpático, poético, cultural, autóctono, simple y directo, todos estos son adjetivos que le caben a la perfección a este documental, el mérito no es poco.