Pa’ que bailen los muchachos No hace falta ser tanguero de raza para disfrutar de un buen tango. Nadie lo afirma en Pichuco –el documental de Martín Turnes que tuvo su estreno durante el último Bafici–, pero es algo que se cae de maduro a partir de las expresiones de los entrevistados y, fundamentalmente, de las composiciones del homenajeado que se dejan escuchar a lo largo de los ochenta minutos de proyección. Que Aníbal Carmelo Troilo –de cuyo nacimiento se cumplieron cien años hace escasos meses– fue uno de los grandes de la música ciudadana es algo que pocos se animarían a discutir; para muchos, incluso, es el compositor e instrumentista de tango más importante del siglo XX. Renovador y a la vez clasicista, bandoneonista prodigioso, figura relevante en el paso de la milonga bailable a la escucha en salones y teatros. Luego de su temprana muerte en 1975, el autor de las melodías de “Sur” y “La última curda” se transformó en una leyenda y el film de Turnes intenta congeniar esas dos miradas: la del hombre detrás del artista y la del genio musical. En la primera escena de Pichuco, un personaje importante en el desarrollo de la película escucha un tango en el estéreo de su auto y conduce hacia la intersección más famosa de Buenos Aires, casi un lugar común de la postal turística porteña. El hombre en cuestión es un investigador atareado en el escaneo de las partituras de Troilo, famoso, paradójicamente, por no saber mucho de blancas y corcheas: lo suyo era instinto y talento innatos. De allí a un aula donde un grupo de estudiantes analizará esos trazos sobre el pentagrama e intentará dilucidar las diferencias entre el papel y las grabaciones. No serán los únicos jóvenes en la película, algo que el realizador se empeña en destacar en más de una ocasión. No tendrá la masividad de antaño, pero el tango se sigue escuchando, tocando y bailando, persistencia indudablemente relacionada con su descubrimiento por las nuevas generaciones. No hay nada muy novedoso en la forma del film: el documental se vertebra alrededor del viejo recurso de las “cabezas parlantes” (la entrevista formal a cámara), entrelazadas con diversas escenas que permiten “airear” las anécdotas y comentarios de colegas y amigos, una lista de ilustres que va de Leopoldo Federico a Adriana Varela y de Luis Salinas a Nelly Vázquez. Hay también algo de melancolía, a pesar de que esos paseos fotográficos por la zona del Abasto, el Once y Montserrat que Turnes incluye en el metraje intenten desautorizarlo. Tristeza por ese período de efervescencia y bohemia tanguera que difícilmente vuelva a repetirse. Quizá para no potenciar el efecto sensiblero, para que ese lagrimón no se piante por puro golpe de efecto, el director opta por incluir poco material de archivo, apenas algunas escenas de dos o tres películas y un par de presentaciones televisivas, entre ellas el registro de su famoso concierto en el Colón. Pichuco temina imponiéndose como un documental prolijo y sincero, que no pretende abrir nuevos caminos pero sí revelar algo del legado de Troilo a quien quiera descubrirlo.
Metralleta verbal y absurdo físico El guión de la tercera entrega ya recibió luz verde, por lo que el chiste sobre el final de la segunda roza el cinismo. Dicho lo cual, no hay nada mejor en Comando especial 2 que la secuencia de títulos principales (ubicada, como en muchas películas contemporáneas, inmediatamente antes de la de cierre), una ingeniosa y velocísima joya de la comicidad que hace de la idea de secuela hollywoodense su principal blanco. En ella, Schmidt y Jenko –la pareja de policías interpretada, respectivamente, por Jonah Hill y Channing Tatum– “anticipan”, en poco más de cuatro minutos, los próximos episodios. Si en la Comando especial original el dúo desparejo se infiltraba en una escuela secundaria con la intención de combatir la circulación de una nueva droga recreativa y ahora el ámbito para sus actividades es el universitario, en este ¿falso? adelanto prometen nuevas aventuras en una escuela médica, en altamar, en un instituto para chefs, en el extranjero e incluso en el espacio, en una seguidilla de afiches y trailers que llega hasta la secuela número 23 y que incluye una magnífica serie de gags que no conviene revelar aquí. Los cien minutos que la anteceden no están a la altura de esa maravillosa autoconciencia, aunque en cierta medida los realizadores intentan convencer al espectador de que parte de la gracia de Comando especial 2 descansa en la repetición de la estructura del film original, que funcionaba (y muy bien) por varias razones. En principio, por abandonar completamente cualquier atisbo de reverencia hacia la serie de televisión de fines de los ‘80 en la cual, muy libremente, estaba basada: 21 Jump Street, cuyo mayor mérito es el haber contado con un muy joven –y aún no muy conocido– Johnny Depp. Pero, fundamentalmente, por la sutil astucia con la cual los directores Phil Lord y Christopher Miller y el guionista Michael Bacall lograban reunir y remixar los tópicos del buddy film, la película de acción, el bromance y la teen movie –entre otras referencias cinematográficas–, acumulando gag tras gag con gran eficacia pero sin olvidar nunca la lógica narrativa. 22 Jump Street arranca con una persecución sobre el techo de un camión en movimiento que, más allá del evidente tono cómico, también funciona como escena de acción hecha y derecha. Ese énfasis en los tiros y las explosiones volverá a estar presente en otros momentos, uno de los cambios respecto del film original que, de-safortunadamente, le juega un poco en contra. Al mismo tiempo, daría la impresión de que Lord y Miller se rindieron casi por completo a la química entre Hill y Tatum (el gordito y el fibroso o el nerd y el cool, ambos tontolones e irresistibles) y a la capacidad del reparto para la metralleta verbal y el absurdo físico. Hay en Comando especial 2 varios momentos altamente disfrutables, en particular los intercambios verbales, aunque muchos de ellos pierdan parte de su efectividad al ser traducidos del inglés original. Al mismo tiempo –gran paradoja–, hay algo un tanto cansino en el ritmo del film que poco y nada tiene que ver con su frenética velocidad crucero, como si el delirio que intenta alcanzar estuviera siempre un poco fuera de alcance. En todo caso, no es tanto un paso en falso para la dupla de directores como una creación menos inspirada. Vale la pena darse otra vuelta por La gran aventura Lego, a la fecha su largometraje más disparatado, divertido e inteligente.
Cuando la “verosimilitud” no es genuina El que mucho abarca poco aprieta. La famosa máxima puede aplicársele tanto al personaje central de Dos vidas –aunque de manera un tanto sarcástica– como a la película en sí misma. Es que el film del alemán Georg Maas (con algo de ayuda de la directora de fotografía Judith Kaufmann, según los títulos de cierre) intenta navegar en distintas aguas al mismo tiempo, pegando a veces golpes de timón, en otras ocasiones dejándose llevar por la corriente. No es la primera vez que una película ambiciona dejar contentos a todos: reflexionar sobre hechos dolorosos del pasado, inspeccionar cuestiones complejas como la identidad, retratar a seres humanos en momentos decisivos de sus vidas y entretener con las herramientas del thriller. Pero no resulta fácil mantener todos esos caballos a raya sin que el carro se desboque, y eso es lo que ocurre casi desde el primer minuto de Dos vidas, producción alemana con aportes noruegos, rodada fundamentalmente en este último país y en ese idioma (a pesar de ello, fue la emisaria oficial de Alemania para la carrera al Oscar “extranjero” de este año). Típica película oscarizable, de asunto peliagudo y formato convencional, el comienzo encuentra a Katrine (esposa, madre y abuela interpretada por la alemana Juliane Köhler, la Eva Braun de La caída) haciendo un viaje relámpago desde Noruega a Alemania. Pero no a cualquier Alemania: corre el año 1990 y el muro que dividía al país en dos acaba de caer. Dos vidas toca un tema no demasiado conocido a nivel internacional, pero que tiene más de una resonancia local por razones obvias: aquellos hijos de padre alemán (en su mayoría soldados) y madre oriunda de alguno de los países ocupados por el ejército nazi (en este caso, Noruega) que fueron considerados arios por derecho, quitados del seno de sus progenitoras y enviados a maternidades en suelo germano para ser criados como verdaderos hijos del III Reich. De todas formas, no todo en el pasado de Katrine es lo que parece ser –algo que queda bien en claro desde las primeras escenas–, y detrás de su fachada de hija recuperada se encuentran varias capas de ocultamientos, mentiras y pecados no precisamente religiosos, corolarios de la Guerra Fría y del costado más inhumano de la maldita Stasi. Profesional, circunspecta, con actuaciones siempre adecuadas y usualmente graves, haciendo gala de la fría fotogenia de los paisajes nórdicos, Dos vidas avanza con la precisión de su mecanismo de guión, protegida por la empatía del espectador hacia la protagonista. Flashbacks que todo lo explican, hasta el detalle más ínfimo (y con mucho grano fílmico, para que no queden dudas del salto temporal); profesionales del espionaje que, peligrosamente banales, de pronto se transforman en villanos de manual; un sendero de suspenso que funciona, siempre y cuando se olviden algunos de los factores que están en juego. Y el regreso, luego de varios años fuera de la pantalla, de Liv Ullmann –en el rol de una madre con pocas posibilidades de encontrar la paz familiar–, suerte de chantaje inconsciente para cinéfilos melancólicos. No hay nada infausto pero tampoco demasiado provechoso en Dos vidas, y es necesario escarbar bastante para encontrar algo interesante detrás de las ínfulas temáticas y la corrección narrativa, algo genuino detrás de tanta “verosimilitud”.
Gilliam, unplugged ¿Tiene sentido decir que Terry Gilliam perdió la brújula? Porque más allá de ese norte ligado a un estilo visual bien definido, su cine siempre fue caótico, barullero, alucinado, tendiente a los extremos. En varias oportunidades la suerte no lo ayudó y su filmografía –una docena de largometrajes– incluye descomunales desastres de producción como Brazil y, más recientemente, El imaginario mundo del Dr. Parnassus, donde, a poco de comenzar el rodaje, sufrió la muerte de nada menos que su protagonista, Heath Ledger. Muchísimo menos ambicioso que esos dos films o su mayor éxito comercial a la fecha, 12 monos, Un mundo conectado (espantoso e injustificable título local para The Zero Theorem) semeja en esta etapa tardía de su carrera un clásico run for cover, ese término utilizado por Hitchcock para aquellas películas sacadas “de taquito”, antes de barajar y dar de nuevo. Previsiblemente, nada nuevo hay bajo el sol en esta fábula futurista en un universo devorado por el hiperconsumo que se presenta, desde la primera hasta la última imagen, como una sumatoria de clichés de la antiutopía social. La película es, en gran parte de su metraje, una suerte de unipersonal del vienés Christoph Waltz (favorito de Tarantino desde su inolvidable creación en Bastardos sin gloria), aquí pelado al ras y en la piel de Qohen Leth, empleado modelo de una megaempresa dedicada a... vaya uno saber qué cosa. Leth encarna la última versión del científico pirado, un híbrido Kafka-orwelliano atrapado en su propio laberinto de neurosis y anhelos espirituales. El diseño de producción recuerda, por momentos, al de Brazil, aunque su escala resulta infinitamente menor: el film fue rodado en poco más de treinta días (en Rumania, uno de los países productores) y la historia transcurre, en gran medida, en un único set, una ruinosa iglesia que hace las veces de aparatoso y barroco hogar para el protagonista. La llegada de una atractiva joven a la vida del solitario Seth, sumada a un encargo especial del dueño de la empresa (Matt Damon en plan cameo), pone patas para arriba su ordenada vida, poniendo en riesgo no sólo su integridad física, sino, fundamentalmente, una psiquis que parece sostenerse con la firmeza de una torre de jenga. El resto son viejos trucos y chascarrillos y da toda la impresión de que Gilliam delegó bastante de su poder a los departamentos de arte y diseño. Hay algo esencialmente obsoleto y falto de gracia en esta enésima reflexión sobre las realidades virtuales como reflejos de una falsa espiritualidad, y el intento de replicar por vía irónica los lugares comunes del thriller futurista sólo logra que el espectador desee un regreso a las fuentes clásicas. Allí están, por supuesto, los consabidos planos en escorzo, el uso del gran angular y los colores chirriantes como santa trinidad estética –que sólo los apóstoles de Gilliam apreciarán aquí acríticamente–, pero los resultados son apenas menos de lo mismo, no tanto un reciclado y puesta a punto como regurgitación refleja y espasmódica. La última película realmente estimulante del realizador, adaptación de la célebre novela de Hunter Thompson, ha cumplido quince años. Es de desear que su próximo proyecto, una película sobre viajes en el tiempo que tendrá como protagonista a la inmortal creación de Miguel de Cervantes Saavedra, haga recuperar a Gilliam esa chispa lisérgica que parece haber perdido. Un “Pánico y locura en La Mancha”, tal vez.
El arte de poder ver con otras herramientas Ver sin ver. Ver utilizando otros sentidos. Ver lo invisible. Puede sonar a juego de palabras, pero el largometraje de Sofía Vaccaro demuestra que tal cosa no sólo es posible, sino algo cotidiano para aquellos que han perdido la vista o nunca tuvieron la posibilidad de relacionarse con el mundo a través de los ojos. La propuesta de ¿Qué ves? Ecos de lo invisible alterna recursos del documental tradicional, como la entrevista a cámara y el seguimiento en actividades diarias de los protagonistas, con segmentos que se proponen transmitir otras formas de percepción a partir de la experimentación visual y sonora. Las historias elegidas por la realizadora incluyen, entre otras, a una madre de dos hijos pequeños, ciega desde la infancia, un joven bandoneonista que sólo mantiene un cinco por ciento de visión en uno de los ojos, una artista plástica cuyas pinturas trabajan texturas y tonalidades, un músico experimental que realiza performances sonoras, un grupo de teatro que realiza obras a oscuras y un niño que comienza a dar sus primeros pasos en la lectoescritura Braille. Vaccaro entrelaza esos relatos personales y los presenta a la manera de un mosaico de ideas e impresiones, evitando relacionarlos de forma firme y clara o como elementos constitutivos de una tesis. Es una decisión y un riesgo que, en algunos momentos, hace que el film se entregue a una deriva no siempre interesante, pero que en otras instancias permite acercarse a los personajes desde su costado más humano y nunca como exponentes de un muestrario didáctico o aleccionador. Atravesando y enraizándose en esas historias, ¿Qué ves? presenta imágenes en movimiento donde la tonalidad, el contorno, el color, la luz y la sombra toman control por sobre la forma delineada con claridad. Algunas están fuera de foco o enmarcadas por máscaras que obturan parte del cuadro; otras fueron rodadas en 16mm, y en ellas se destacan ciertas imperfecciones del soporte fílmico como parte fundamental de su estética. Algo similar ocurre con la pista sonora, que se concentra en el aquí y el ahora de los reportajes y el registro directo, aunque de pronto comienza a acumular y mezclar capas de sonidos no siempre discernibles, un recurso expresionista cortesía del experimentado sonidista (a su vez realizador de dos largometrajes) Gaspar Scheuer. Si el título de la película hace referencia a las maneras en las cuales aquellos que no pueden ver “observan” a partir de las reverberaciones de lo invisible (“yo no veo negro, no veo nada. Es como si ustedes quisieran mirar por la nuca”, dice uno de los protagonistas), ¿Qué ves? permite al vidente comunicarse con ellos a partir de la empatía, nunca de la piedad o la simple curiosidad. Las expresiones artísticas –las sublimes, las fallidas y también las diletantes– pueden ser uno de los mejores mediadores entre esos dos mundos.
El gran ataque de la lobisonísima trinidad El terror nac & pop sigue engrosando sus filas, aunque el segundo largo en solitario de Tamae Garateguy (directora de Pompeya y una de las chicas Upa!) está tan cerca del film de horror como del policial y el thriller erótico. Desde un punto de vista cinéfilo, las referencias que pueden hallarse en Mujer lobo, sin que sea necesario escarbar demasiado, van desde la mujer pantera de Tourneur hasta la muchacha caníbal de Trouble Every Day, sin olvidar el juego actoral del Buñuel de Ese oscuro objeto del deseo, reconvertido aquí a un clásico del psicoanálisis cinematográfico, la personalidad dividida. O bien a la mitología: la mujer como monstruo devora hombres, la mujer como amante, la mujer como vórtice del deseo erótico. La lobisona del título es una y tres al mismo tiempo, cortesía de las actrices Mónica Lairana, Guadalupe Docampo y Luján Ariza; dependiendo de qué hombre la esté observando, será rubia o morocha, más o menos angelical, más o menos madura, más o menos joven, más o menos curvilínea, más o menos agresiva sexualmente. Y el sexo aquí es, huelga decirlo, primordial. Tanto como la muerte. La(s) protagonista(s) son cazadoras, tres Keres en busca de hombres a quienes poseer/destruir, apresados usualmente en el recorrido del subterráneo. Ese submundo y la nocturnidad son los ámbitos ideales para llevar a cabo la faena, rodada en un blanco y negro con reminiscencias noir, que no hacen más que acentuarse cuando Amanda/ María/ Lourdes se topa con su némesis, un detective encargado de resolver los asesinatos que han comenzado a apilarse (Edgardo Castro). La realizadora filma las escenas de sexo (que son varias y diversas, en más de un sentido) sin vergüenza ni falso decoro, con una mezcla en partes iguales de realismo y estilización, paradoja que se resuelve tensando el límite y soltando la soga a tiempo. Eso las aleja del convencional softcore de tevé por cable, al tiempo que las erige como campo ideal para la aparición de la violencia y la muerte. En esos instantes, ciertos fluidos son reemplazados por otros más oscuros y viscosos: no se verá en cámara la muerte de la segunda víctima, el rockero interpretado por Guillermo Pfenning, pero baste decir que el acto metafórico de devorar se convierte, sin solución de continuidad, en literal. No es fácil hacer cine así en nuestro país, particularmente con presupuestos reducidos y el estigma de film de nicho tatuado en la frente. Mucho menos cuando se intenta escapar –al menos, en parte– de los usos y costumbres para la tribuna. Como si imitara la escisión de su protagonista, el film de Garateguy es más estimulante cuando transita el camino de la abstracción: las calles del centro de Buenos Aires de noche, fotografía y encuadre mediantes, adoptan matices casi fantasmales; ciertas ambigüedades del relato, que nunca se abandona a lo explícito para pisar el más resbaloso territorio del fantástico. Mucho menos interesante resulta cuando intenta acomodarse en los márgenes de un contexto narrativo más clásico: las escenas con el detective García y su asistente, la subtrama del vecino y el perrito, el improbable origen de esa “sustancia muy compleja” que hace las veces de elixir de la muerte.
Fallida batalla de aromas y sabores Alguna vez prestigioso, el sueco Lasse Hallström (El año del arco iris, ¿A quién ama Gilbert Grape?) viene dando tumbos desde hace años en producciones de diverso tenor graso. En Un viaje de diez metros (en realidad son unos treinta, si se convierten los cien pies del título original) –producida, entre otros, por Steven Spielberg y Oprah Winfrey–, el realizador parece querer repetir el enorme éxito de su anterior Chocolate (2001). Aunque en esta ocasión sin ese dulce manjar como centro del relato, ocupado por los más diversos platos, tanto de la cuisine française como del menú tradicional indio. Cine y comida, nuevamente. Atención: tal vez la única manera de disfrutar de algunos de los ingredientes, condimentos y preparación de la película es tomarla como lo que es, una fábula con príncipes y princesas de las ollas y sartenes, villanos culinarios que no lo son tanto y decisiones de vida que se ven reflejadas en la forma en que se cocinan y consumen los alimentos. En otras palabras, más allá del curry y la salsa holandesa, que hacen su aparición en pantalla, a lo que más se asemeja Un viaje de diez metros es a un postre almibarado, esponjoso y algo (o bastante, dependiendo del gusto) empalagoso. En el prólogo del film, una familia numerosa de un suburbio de Mumbai abandona el país luego de la trágica muerte de uno de sus miembros (la película evita mencionar un dato central en las primeras páginas del libro de Richard C. Morais en el que se basa: el clan Kadam pertenece a la minoría musulmana) y termina recalando en un pueblecito francés cerca de los Pirineos. De idiosincrasia más barullera y menos afectada que los pobladores del lugar, el choque cultural llega a su apogeo cuando el pater familias de los Kadam (el veterano actor indio Om Puri) decide abrir un restaurante de comida “étnica” justo enfrente del “clásico” restó de Madame Mallory (Helen Mirren, quien nunca falla a pesar del peor contexto, hablando un inglés con perfecto acento francés). Con ese punto de partida, la batalla de aromas y sabores ocupa previsiblemente la primera mitad del metraje, aunque las cosas tienden a complicarse aún más cuando el primogénito de la familia, Hassan (Manish Dayal), es descubierto como un talentosísimo chef en potencia. Y surgirán subtramas románticas que atraviesan todas las barreras étnicas y culturales (y por dos: la obvia entre Hassan y una joven aspirante a cocinera y otra aún más insospechada), comparaciones entre la vida en el pueblo y la Ville Lumière y un acento en los buenos corazones de todos los involucrados, más allá del carácter testarudo y algo endurecido de algunos de ellos. Un pasaje puntual que detalla la cocción de una omelette remite a una famosa escena de un film animado reciente, la del crítico y su visceral respuesta al probar una ratatouille. Ante la inoxidable obcecación de Un viaje de diez metros por agradar al público en todo momento y a toda costa, la historia del ratoncito chef es, en comparación, no sólo una película llena de aristas y complejidades narrativas (que lo es por mérito propio), sino también un relato inesperadamente adulto.
Tres historias cruzadas y reversibles El film hace de su presupuesto ínfimo y estilo de rodaje ultra indie una ventaja, resucitando parte de la estética y la ética de ese santo patrón al cual Giralt –como muchos otros realizadores– adora sin restricciones: John Cassavetes. A pesar de presentarse en sociedad como el segundo opus del Manifiesto Grupo Acción, los títulos de apertura no dejan lugar a dudas: ocupando los roles de director, guionista, camarógrafo y editor, Anagramas es el quinto largometraje del prolífico Santiago Giralt (tercero en solitario), el realizador de Antes del estreno (2010) y Toda la gente sola (2009) y cabeza rectora detrás de UPA! Una película argentina (2006), de la cual ya se está rodando una suerte de secuela. Dicho lo cual, los actores fueron también los encargados del vestuario, el maquillaje y los peinados y el diseño de arte fue aportado, entre otros, por la artista Catarina Spinetta, a su vez parte del reparto. El film hace de su presupuesto ínfimo y estilo de rodaje ultra indie una ventaja más que una desventaja, resucitando parte de la estética y la ética de ese santo patrón al cual Giralt –como muchos otros realizadores– parece adorar sin restricciones: John Cassavetes. Tres historias cruzadas, personajes que se entrelazan e intercambian como las letras de un... anagrama: un matrimonio en crisis (¿qué matrimonio no lo está, siempre?) y las infidelidades, una pareja gay y las dificultades para salir del closet de uno de sus integrantes, una mujer y sus insatisfacciones, las superficiales y las profundas. Los deseos, los miedos, la paternidad y la maternidad, la creación artística, fuerzas de invención y también de destrucción. Y un espíritu que, sin abandonar sus intenciones naturalistas, se anima al jugueteo melodramático y la autoconciencia. Película de actores, tal vez uno de los mayores logros de Anagramas radique en saber conjugar las actuaciones de aquellos que podrían definirse como semiprofesionales (la mencionada Catarina Spinetta, hija de Luis Alberto) y los profesionalísimos (Nicolás Pauls, Leonora Balcarce) de manera fresca y casi siempre efectiva. Hay un flanco artificioso que se presenta y desaparece de improviso, como esas escenas de cama comunitaria que remedan un espíritu nuevaolero pasado por el filtro del esnobismo, pero en un relato de gente que parece estar simulando, “actuando” una parte significativa del tiempo, queda librado al juicio del espectador su posible congruencia o impertinencia. Como en la anterior Antes del estreno hay aquí gente de teatro: un director egocéntrico y bastante maltratador (Nahuel Mutti) y un trío de actores y actrices. Pero si aquel film era implosivo y reconcentrado, Anagramas resulta algo así como su contracara, abriendo el juego y explorando múltiples relatos que, más allá de su correlación y cercanía a veces circunstancial, tiene otro tipo de respiración y un pertrecho de tonalidades más diversas. Lo que Giralt nunca abandona es ese estilo de dirección actoral chillón y algo “histérico”, elección estética como cualquier otra que le suele jugar buenas y malas pasadas. Pero que, en el fondo, podría no ser otra cosa que una crítica amorosa y sin juzgamientos al mundo de los histriones arriba y debajo de las tablas, dentro y fuera de cuadro.
Las maneras de animar a Julio Cortázar El carácter episódico hace que no todos los cortos sean igualmente imaginativos, pero el film reserva grandes momentos. La gacetilla de prensa de Historias de cronopios y de famas hace hincapié en un detalle que guarda relación, en partes iguales, con el método de trabajo elegido y con el concepto mismo del proyecto: desde su génesis hasta el estreno transcurrieron unos seis años. Hay en el nuevo largometraje dirigido por Julio César Ludueña, el realizador de la legendaria y hoy algo olvidada Alianza para el progreso (1971), una cualidad artesanal –por contraposición a industrial– de la animación, que incluso fue realizada con software “libre”, es decir, sin ninguno de los onerosos programas que reinan en el terreno del cine sin actores de carne y hueso. Por otro lado, los dibujos originales que sirvieron de base para cada capítulo del film fueron realizados por diez reconocidos artistas plásticos, dibujantes e historietistas, en lo que puede suponerse un arduo proceso de ida y vuelta creativo entre guionista, dibujante y animador. Ese dilatado proceso de producción hace que el lanzamiento de la película se produzca en la misma semana en la que se celebra el centenario del nacimiento de Julio Cortázar, autor de los textos en los cuales cada uno de los cortos está basado. “Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los árboles.” Así comienza “Fama y eucalipto”, uno de los relatos del volumen de prosa breve publicado por Cortázar en 1962. Ejemplo de la libertad creativa con la cual Ludueña y equipo encararon la traslación del papel a la pantalla, el primero de los cortos –con dibujos originales de Antonio Seguí– incluye no a uno sino a una docena de famas, bailando y cantando un tema musical compuesto por el hijo del realizador, Ezequiel Ludueña, al tiempo que marchan al bosque en busca de aire fresco. Y es que, a diferencia de las cuentos y, fundamentalmente, las novelas del autor de Rayuela, Historias de cronopios y de famas resulta ideal para su transposición al universo de la animación, no sólo por su extrema brevedad sino, fundamentalmente, por el carácter fantástico, por momentos surrealista, de muchas de sus historias. Como toda película en episodios, Historias de cronopios... termina resultando despareja: no todos los segmentos son igual de atractivos o imaginativos desde el punto de vista visual y narrativo. El absurdo original de “Inconvenientes en los servicios públicos”, en el cual el español es reemplazado por el rumano merced al deseo de un cronopio con futuro de mártir, se mantiene intacto, aunque el trazo expresionista de Patricio Bonta y la historia argentina posterior a la publicación del texto se encargan de darle al relato una inflexión más politizada y oscura. El tono administrativo, casi kafkiano de “Pequeña historia tendiente...” resulta ideal para las pinturas de Luis Felipe Noé, transformadas a partir de la animación en una suerte de abigarrado mural tridimensional en movimiento, mientras que las libertades tomadas por los realizadores respecto de “Lo particular y lo universal” terminan convirtiendo a ese segmento particular en una suerte de colorida publicidad de dentífrico. “Comercio” es reconvertida totalmente a los intereses plásticos y políticos de Daniel Santoro: Victoria Ocampo y alguien que semeja un alter ego de Borges le compran mangueras a una serpiente con rostro de Tío Sam, mientras un grupo de cronopios descamisados es explotado y Lenin juega con una versión en miniatura del Potemkin. Ligeramente polémico y lleno de humor –cronopios y famas transformados en metáforas tal vez demasiado literales—, es uno de los capítulos más atractivos, continuación a su vez del proyecto de reapropiación naïf del imaginario y la iconografía peronistas encarado por Santoro. “Conservación de los recuerdos” cierra el film con una adaptación en la cual se mezclan el Che, los centros de detención y tortura y una concepción de la memoria que “revisa” aquella del texto original, superponiendo al Cortázar más ideologizado de los últimos años con aquel otro que escribió el libro a comienzos de los años ‘60. Tomada en su conjunto y a pesar de los desniveles, Historias de cronopios y de famas va más allá del mero homenaje a Cortázar y es, a su vez, un bienvenido ejercicio en un país con escasa tradición en el cine de animación no infantil.
Un berenjenal de (tele)novela Segundo largometraje de ficción de Cristina Fasulino, El día fuera del tiempo es una parodia no intencional de varias cosas: del policial de investigación, del misterio en ambiente religioso alla El nombre de la rosa, del drama intimista e, incluso, del film con temática histórico-política ligado a la última dictadura militar. Pocas cosas funcionan como deberían y las razones son diversas y profundas. En principio, la historia del detective (Gonzalo Urtizberea) que descubre que la muerte natural de una profesora no es tal está atravesada por los mil y un clichés, desde el propio protagonista –con su gabán y petaca a cuestas– hasta el personaje gay que hace las veces de informante y confidente, pasando por la niña que crea dibujos sangrientos y premonitorios que, por otro lado, parece ser la única estudiante del establecimiento educativo al cual concurre. Ese descubrimiento detectivesco (una media rota, polvo en un zapato) se produce a partir de la simple inspección de un puñado de fotografías, sosteniendo –como ocurrirá con muchas de las vueltas de tuerca que el film acumula en hora y media de proyección– el disparate de la autopsia peor realizada en los anales de la medicina y la historia del cine. Narrada en el marco temporal de veinticuatro horas –de allí, en parte, su título–, el ambiente algo tenebroso que contiene a personajes y avatares es una escuela parroquial, con iglesia adyacente gobernada por monjes franciscanos, en lo que parece ser un pueblo del interior o un tradicional barrio porteño. El año es 1987 y es a partir de ese contexto histórico que El día fuera del tiempo incorpora otro elemento que, por deducción lógica, debe haber sido determinante en la escritura del guión: en los primeros minutos se escucha la voz de Raúl Alfonsín comunicando la promulgación de la Ley de Obediencia Debida. El berenjenal de crímenes pasionales y políticos en el cual el film se interna a medida que avanza la investigación –banalizando unos y otros– hace recordar a esas telenovelas tradicionales a las cuales se les inyecta artificialmente una temática “seria” como adminículo prestigioso. Con momentos de humor involuntario y otros en los cuales los gags planificados no convocan a la sonrisa, una paleta de actuaciones que pocas veces da en el clavo, los más inverosímiles secretos del pasado saliendo a la superficie sobre el final (que harían sonrojar al término melodrama), El día fuera del tiempo es el espécimen perfecto de uno de los estratos más bajos de la producción cinematográfica local.