Reencuentro que es también un homenaje En el abordaje de su tía-abuela de 90 años el realizador utilizó las armas del registro documental, aunque el espectador se ve en la posición de preguntarse si la ficción no habrá metido la cola en más de una instancia. “Todo lo que yo quería me lo llevaron. ¿Quién? La vida, hijo”. Eso dice, medio en serio, medio en broma, Flora Schvartzman en un momento de Flora no es un canto a la vida, primer largometraje del actor y realizador Iair Said. Iair es el sobrino-nieto de Flora, una señora de unos noventa años que, en más de una ocasión, afirmará a cámara que su muerte está cerca. Podría decirse que todos o casi todos tenemos en nuestra familia de sangre o en la política a alguien como Flora, una mujer quejosa y malhumorada (aunque dueña de una extraña simpatía) que nunca tuvo hijos y que, a determinada edad, ha perdido a gran parte de sus seres más cercanos. Said, avezado cortometrajista, encaró el proyecto, personal en todo sentido, con las armas del registro documental –por momentos, de guerrilla, con imágenes semi amateurs–, aunque el espectador constantemente se ve en la posición de preguntarse si la ficción no habrá metido la cola en más de una instancia. A poco de comenzar la proyección, el director/coprotagonista aclara, sin pelos en la lengua, que la recientemente reiniciada relación con la anciana, alejada durante un tiempo por peleas familiares, tiene un fin claro: heredar el departamento de Flora en pleno barrio de Flores luego de su muerte. El problema es que el piso ya tiene un futuro dueño: un instituto israelí dedicado a la investigación científica. ¿Podrá el joven, que todavía vive con su madre, convencer a la propietaria de cambiar su testamento y legarle el cuatro ambientes con balcón a la calle? En su carrera como actor, Iair Said ha creado –a partir de personajes ligeramente tímidos, ligeramente torpes, a veces enormemente acomplejados– una suerte de persona cinematográfica fácilmente reconocible (ver Mi Primera Boda, de Ariel Winograd, o Acá adentro, de Mateo Bendesky). Algo de eso permanece en Flora no es un canto… y, nuevamente, vale la pena preguntarse cuánto hay aquí del Said real y cuánto de creación para la cámara. Es parte del juego que propone el film, que, a pesar de coquetear constantemente con el humor negro, nunca termina de caer en sus garras. En los últimos tramos, cuando un geriátrico se transforma en la única alternativa para el cuidado de la tía, el relato comienza a transformarse en una despedida, una suerte de réquiem cinematográfico tan íntimo en sus particularidades como universal en sus resonancias. “No puedo creer que esté tan vieja”, dirá Flora un poco más tarde, ya como una forma de memento mori audiovisual. En ese momento aparece la humanidad detrás del vínculo, que hasta ese momento había sido presentado en pantalla de manera algo brutal y, en más de una ocasión, incómoda. “Este documental fue realizado sin el consentimiento de su protagonista”, reza una placa al comienzo. Más allá de la veracidad de esa afirmación y de la suerte del departamento, el resultado final de la película se parece más a un homenaje que al registro del intento de una toma, sea esta emocional o edilicia.
Al modo de los hermanos Dardenne Como en el cine de los autores de El hijo, la protagonista de La boda también tiene que tomar decisiones difíciles, pero la película termina poniendo el acento en el choque cultural y religioso entre las distintas generaciones de inmigrantes. Cuando el reconocido actor belga Olivier Gourmet hace su primera aparición --que será, apenas, secundaria--, bien avanzada la proyección de la película de su compatriota Stephan Streker, la ligazón con el cine de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne queda simbólicamente confirmada. Es que La boda, con su joven protagonista obligada a tener que tomar no una sino dos difíciles decisiones personales, posee algunas de las marcas del cine de los directores de El hijo y El niño, ambas protagonizadas por Gourmet. Streker, sin embargo, no adhiere por completo al estilo seco dardenneniano y su tercer largometraje forma parte de una cierta tendencia del cine europeo contemporáneo: la descripción del choque cultural y religioso entre las distintas generaciones de inmigrantes, entre aquellos que llegaron tiempo atrás desde un país remoto y sus hijos e hijas nacidos en suelo adoptivo. Una convivencia cotidiana -en el hogar y afuera, en el mundo- con usos y costumbres no siempre compatibles y, en más de una ocasión, indisimulablemente enfrentados. Zahira Kazim, hija de inmigrantes paquistaníes -y, por lo tanto, musulmanes- afincados en un suburbio de Bruselas, acaba de cumplir los dieciocho años y todavía se encuentra cursando el último año de la escuela secundaria cuando se entera de un embarazo no buscado. Ya la primera escena la ubica entre la espada y la pared: practicarse un aborto, como desean sus padres y su hermano mayor, de manera de poder mantener las apariencias, o seguir adelante con la gestación a espaldas de la familia. Zahira (la muy expresiva actriz debutante Lina El Arabi) duda, reflexiona y vuelve a dudar, y es entonces que la situación se complica aún más cuando se le anticipa, sin lugar a pataleos, que deberá elegir entre tres pretendientes paquistaníes y casarse en la madre patria siguiendo al pie de la letra las costumbres. No sólo Papá (el iraní Babak Karimi) y Mamá resultan extremadamente conservadores; también su hermano está dispuesto a convencerla de que lo único correcto es seguir las reglas de la tradición. Si hasta su hermana mayor, quien pasó en su momento por un trance similar y llega desde el extranjero para ayudar en el asunto, le comentará que una cirugía de reconstrucción de himen y tener mucha paciencia son la solución para todos sus problemas. La boda alterna los diferentes puntos de vista de los personajes principales, pero durante casi todo el metraje Streker se concentra en la joven heroína, en sus conflictos interiores, sus rebeldías y también sus culpas. Y si bien no quedan dudas -durante gran parte del trayecto y, en particular, luego de la no tan imprevisible escena final- dónde están depositadas las simpatías, la película intenta esquivar la denuncia simplista de la violencia, literal y metafórica, de una cultura patriarcal y machista. En cambio, el guion pone en constante tensión dos maneras casi opuestas de comprender las relaciones sentimentales, el matrimonio y el lugar de la mujer en la sociedad. La misma Zahira, al fin y al cabo una chica que apenas comienza a transformarse en mujer, se mantiene indecisa entre los deseos más íntimos y el respeto y obediencia al clan. El rector de la familia Kazim, lejos de encarnar en un monstruo violento y unidimensional, es retratado como un hombre tan anclado en los dogmas culturales y el orgullo personal y familiar que no logra darse cuenta a tiempo de que está a punto de perder lo que más ama.
La repetición y la pérdida de la magia original ¿Quién hubiera pensado, hace apenas algunos años, que los más famosos ladrillos de juguete tendrían no una sino varias “adaptaciones” para la pantalla grande? Lego, la casi octogenaria marca registrada de origen danés que nunca dejó de estar de moda, continúa ampliando sus horizontes y, luego de la magnífica La gran aventura Lego y dos spin offs de diverso calibre creativo, acerca una secuela oficial de la película que le dio origen a su propio universo cinematográfico. A las franquicias hay que exprimirlas, podría decir el inefable Señor Negocios, que –nuevamente animado por la voz de Will Ferrell– tiene esta vez muy poco que hacer: apenas aterrizan unos enormes Lego Duplo en el equilibrado mundo de Emmet Brickowski, el hombre de traje se toma el raje a un supuesto partido de golf. ¿Será nuevamente el turno de El Elegido y sus amigos –Estilo Libre, Batman, Ultrakitty et al– de cargarse el desafío sobre los hombros? Una placa informa rápidamente que no: cinco años más tarde, el resultado se asemeja bastante a la tierra distópica de Mad Max, con edificios y locales semiabandonados, un territorio desértico, gatos mutantes y el sálvese quién pueda como regla de supervivencia primordial. De allí en más, una misión llegada del espacio con un objetivo aparentemente funesto –aunque disfrazado de invitación a una boda– se lleva de sopetón al quinteto de amigos de Emmet, el héroe más inopinado que, como es de prever, deberá arremangarse el mameluco una vez más. Alejados de la dirección, que esta vez le correspondió al especialista Mike Mitchell (Trolls, Shrek para siempre), la dupla integrada por Phil Lord y Christopher Miller intenta desde el guion superar –o al menos empardar– la originalidad y capacidad de generar sorpresa y diversión del film seminal. Pero una parte de la magia se ha perdido y La gran aventura Lego 2 nunca logra alcanzar esas cotas, a pesar de (o justamente a causa de) su constante apelación a la acumulación de adrenalina y gags, muchos de estos últimos dirigidos a la platea adulta, a partir de mil y una referencias culturales. Por supuesto, varios de ellos funcionan muy bien, pero la enésima repetición del chiste recurrente dedicado a Bruce Willis y el regreso del gag de la caída (aunque con otro personaje, aún más torpe que el protagonista) terminan agotando la posibilidad de la sonrisa. La enorme calidad técnica de la animación –que, nuevamente, apuesta a la escasa posibilidad de movimientos de los bloques de construcción–, y el talento para crear un universo multicolor y atractivo siguen presentes, pero el efecto sorpresa del Hombre de Arriba y su hijo se ha perdido y la apelación a un nuevo personaje humano (una hermana menor), y sus disputas por el uso y abuso de los ladrillos, nunca logra encastrar del todo en la narración. Lo que va sedimentando a lo largo de la proyección es una sensación de repetición, de escenas similares apiladas con astucia pero escasa imaginación, atravesadas a su vez por una serie de números musicales no del todo agraciados. Pero si bien no todo es increíble en la segunda parte de La gran aventura Lego, al menos la historia no termina de caer en la moralina del amor entre hermanos y el valor de crecer sin traicionar al niño que todo el mundo lleva dentro. Aunque... por muy poquito.
Abrazar la posibilidad del misterio Este documental, que sigue a una pareja de ancianos en Tucumán, se aleja de las formas tradicionales del género. El cielo estrellado del campo, lejos de poluciones lumínicas y el asedio de otras distracciones, ofrece un espectáculo irresistible a la vista y se transforma en un punto de contacto con la infinita inaccesibilidad del universo. Así parece también entenderlo Nicolás Torchinsky: su ópera prima se abre y se cierra con una serie de imágenes de la esfera celeste, su giro –es decir, el del planeta– replicado a alta velocidad gracias a los efectos especiales de posproducción. El sentido es doble, al mismo tiempo realista y poético, y sus implicancias remiten al paso del tiempo cósmico, tan distinto al humano. Poco antes de eso, una respiración grave, tal vez un ronquido, se deja escuchar en la banda sonora. ¿Es producto del sueño de un ser humano o acaso ese caballo, que parece observar atentamente a la cámara, está practicando una nueva forma del relincho? La nostalgia del centauro, lejos de los trazos del documental tradicional, abraza la posibilidad del misterio, de la trascendencia oculta en sus imágenes cotidianas, al tiempo que registra una forma de existencia que parece estar al borde de la desaparición. Rodada en Tucumán, con una pareja de ancianos como protagonistas (casi) excluyentes, la película –que tuvo su paso por algunos de los festivales internacionales más prestigiosos dedicados al cine documental, como el suizo Visions Du Réel– no podría estar más alejada de la antropología cinematográfica, a pesar de que varios de sus pasajes detallan costumbres y objetos cotidianos, estilos de vida y formas del lenguaje y del canto. Juan Armando Soria, gaucho resistente a pesar de su crecientes achaques, recita coplas como si en ello se le fuera la vida; su mujer Alba Rosa Díaz, en tanto, murmura palabras incomprensibles o recita el Padre Nuestro en su versión íntegra frente a una cruz de hierro. Recién muy avanzada la proyección hablarán en sendas entrevistas, más o menos formales, cada uno por su lado, con el realizador. En ese momento la mujer dirá que su marido siempre estuvo atento a los caballos, que los animales definieron en más de un sentido su vida. “A veces se iba cuatro, cinco meses y yo tenía que pedirles comida a mis vecinos”. “Yo le ofrecí a ella mi apellido –afirmará poco después Juan– y ella me dio algunos hijos y sus atenciones: colgar la ropa, la comida”. A tal punto existe en La nostalgia del centauro una preponderancia de lo visual y lo sonoro –que se impone por sobre cualquier clase de discurso descriptivo o narrativo–, que la secuencia de títulos incluye dos roles usualmente inexistentes: la “dirección de montaje”, a cargo de la experimentada realizadora Ana Poliak, y la “dirección de sonido”. A una imagen de alto contraste y definición extrema de la casita de la pareja, rodeada por un grupo de cabras por delante y la inmensidad de los cerros tucumanos al fondo, puede seguirle una serie de postales en penumbras de rostros, cuerpos y paisajes, disueltas unas en otras gracias al fundido encadenado. En el terreno sonoro, el registro de los versos o alguna de las escasas conversaciones es sobrepasado en la memoria por la cacofonía del balar de las cabras o el concierto de animales nocturnos, transformados por la mezcla en una densa capa semi musical de tonos expresionistas. Esa compleja elaboración audiovisual da como resultado un film evocativo, cuyas intenciones parecen estar siempre un poco más allá de lo evidente, conjugando la belleza con cierta sensación de alejamiento, una suerte de extranjería respecto de los protagonistas que socava en parte sus evidentes virtudes.
Costumbrismo y teatro filmado Un departamento, cuatro personajes, conflictos cruzados, secretos, revelaciones. Dos parejas, una de ellas separada, la otra a punto de cumplir dos años de existencia. El tiempo real de una única noche como marco para el relato. Adaptación de la obra del mismo título escrita por Paula Manzone, Anoche ostenta desde el minuto uno todas las marcas de aquello que suele denominarse, usualmente de forma despectiva, teatro filmado. La autora y el codirector Nicanor Loreti (Kryptonita, 27: El club de los malditos) –dupla que además conforma una pareja en la vida real– parecen hacerse cargo de ello con una iluminación del espacio definidamente artificiosa, “teatral”. Pero a poco de comenzar a desenrollar el hilo de la historia cualquier atisbo de reflexión sobre la interacción de ambos espacios –el escenario y el set cinematográfico– es rotundamente dejada de lado para concentrarse exclusivamente en la palabra: la cámara, el micrófono y el montaje transformados en simples herramientas puestas a su servicio exclusivo. En otros términos, teatro filmado. Lo cual no es algo necesariamente malo, pero… Comedia costumbrista elevada a la enésima potencia, con rasgos de puesta en escena televisiva que se suman a la ecuación de origen escénico, Anoche retrata la interacción entre la dueña de casa (Gimena Accardi), su novio (Benjamín Rojas), la hermana de la anfitriona (Valeria Lois) y su ex y padre de su hija (Diego Velazquez). Anfitriona inesperada, ya que el inicio del primer acto la encuentra disfrutando de la soledad de sus dominios personales, a excepción de la voz vehemente, machona, infinita de Mamá a través del teléfono (cortesía sonora de Mirta Busnelli). El teléfono volverá a sonar, como así también el portero eléctrico, sumando uno por uno los personajes necesarios para llegar al cuarteto. Muy pronto el espectador caerá en la cuenta de que el noviazgo de la pareja más joven ha comenzado a mostrar fisuras y que la separación de partes de la otra no ha logrado apagar todos los fuegos, todo ello explicitado por las líneas de diálogo, las miradas o ambas cosas a la vez (la música puntea y subraya cada uno de los gags, por las dudas). Y si bien la película (posiblemente, también la pieza original) parece abrazar a conciencia el concepto de personaje como macchietta unidimensional -arquetipos fácilmente reconocibles, espejos grotescos de zonas grises y negras universales-, no existe ningún elemento formal o temático que reelabore esa categoría y la transforme en posibilidad creativa. Inofensiva y previsible, la revulsión en cualquiera de sus modos no forma parte del juego de caracteres de Anoche, a pesar de algunos de sus temas. La autora declaró tiempo atrás que la obra teatral había sido escrita pensando en el disfrute del actor. Lo mismo podría afirmarse de la película y la secuencia de títulos de cierre -con sus pifies y momentos de tentación actoral- no hace más que reafirmarlo. Es una verdadera pena que ese goce apenas logre transmitirse al espectador.
Sin lugar para los Coen No es casual que el primer diálogo de Los últimos románticos invoque una referencia al universo de los hermanos Coen: el segundo largometraje del uruguayo Gabriel Drak absorbe y recrea temas y tonos de ciertas películas de los directores de Sin lugar para los débiles. Esa ascendencia/homenaje, sin embargo, será apenas epidérmica. “En algún lugar del Río de la Plata”, reza una placa al comienzo de la proyección, aunque la historia va a transcurrir en un sitio imaginario de la costa marítima (las locaciones reales pertenecen al país vecino, la geografía ficcional es indiscernible). Allí, en un pueblito perdido que apenas si acomoda a un puñado de turistas durante el verano, viven Perro y Gordo, dos perdedores y fumones empedernidos que sobreviven con sus precarios trabajos como corta pastos y sereno de un hotel en desuso, respectivamente. Amén del amoroso cultivo (música de Bach incluida) de un grupo de plantitas de marihuana. Nestor Guzzini (Mr Kaplan, El 5 de Talleres) y Juan Minujín –ejemplo primordial de un reparto oriundo de ambas orillas rioplatenses– encarnan a los protagonistas con rasgos y pinceladas de la comedia popular: vagos aunque entradores, torpes pero confiados en sus virtudes, cinematográficamente carismáticos. Tampoco parece azaroso que los muchachotes (soltero el Gordo; esposo y padre de dos chicos, aunque a los ponchazos, el otro) sueñen con escribir un guion exitoso que no parece ir para ningún lado, al margen de su rimbombante título. Drak enlaza su película en el largo collar de las buddy-movies y las comedias policiales y aquello que, en principio, parece un acercamiento al costumbrismo local se desliza velozmente hacia una trama de golpes de suerte, botines, intrigas, lealtades y, por supuesto, todo lo contrario. La situación se complica con la aparición de un tercer personaje que el film presenta desde un primer momento, gracias a las bondades del montaje paralelo: un detective obligado a recluirse en Pueblo Grande (otra de las ironías del guion) luego de una desavenencia con su jefe en la fuerza policial. El carácter derivativo, tanto del relato como de la construcción y evolución de los personajes, es evidente al punto de resultar problemático y la lucha de la dupla Minujín/Guzzini por aportarle carácter y musculatura a sus criaturas resulta por ello aún más notable. El inconveniente esencial de la creación de Drak –exdirector publicitario de larga trayectoria internacional– es la falta de tensión dramática, un escollo que, a pesar de la constante sucesión de causas y efectos, atenta contra la aparición de cualquier clase de emoción. La representación en pantalla de dichos y hechos -tan funcionales a la trama como esquemáticos en su resolución- casi nunca logran superar el estadio del esbozo. Sobre el final, Los últimos románticos intenta salvar el juego con una serie de vueltas de tuerca y revelaciones ocultas, pero el deseo de erigir algo similar a una mirada bañada en misantropía (esa gruesa cobertura que los Coen han pulido hasta sacarle brillo) no llega mucho más allá de la caricatura superficial.
Las bondades del viejo dibujo animado Phil Lord y Christopher Miller transformaron un concepto de sinergia comercial en un proyecto inteligente y divertido. El chiste recurrente refleja muy a consciencia una pregunta pertinente: en estas épocas en las cuales el género superheroico es amo y señor de la producción cinematográfica de Hollywood, ¿cuántas veces puede volver a contarse la misma historia antes del agotamiento definitivo? En Spider-Man: un nuevo universo no hay un solo Hombre Araña sino cuatro, a quienes hay que sumarles una Mujer Araña en versión adolescente, un clon paródico bajo la forma de un pequeño animal antropomorfizado y hasta un robot araña, comandado por una jovencita de ojos tan enormes que no puede sino estar ligada a los rasgos típicos del manga. Como todo seguidor del personaje creado hace más de cincuenta años por Stan Lee y Steve Ditko sabe, esas versiones paralelas aparecieron más tarde o más temprano en las diversas publicaciones oficiales en papel, a medida que el universo (disculpas, el arañiverso) original –como el del resto de los superhéroes y superheroínas– comenzaba a ampliarse a pedido del público y del mercado. En la película dirigida por Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman –que acaba de ganar, sorpresivamente, el Globo de Oro al mejor largometraje de animación– la aparición de cada nuevo personaje dispara un flashback en el cual, con ligeras variaciones, vuelve a contarse aquello que se sabe de memoria: la picadura de la araña, la muerte del tío, la primera caminata por las paredes, su ruta. La elección a la hora de llevar de la historieta a la pantalla ese multiuniverso súbitamente entrelazado por un accidente (en realidad, el resultado de una de las maldades del robusto Kingpin) no podría haber sido más feliz. La dupla integrada por Phil Lord y Christopher Miller –responsables de La gran aventura Lego, una de las joyas de la animación industrial reciente–, el primero de ellos como guionista y el segundo en el rol de productor, parecía la única capaz de transformar un concepto de sinergia comercial, diseñado para seguir exprimiendo la marca, en un proyecto inteligente y divertido, renovador al tiempo que fiel a las fuentes, autoconsciente y paródico sin dejar de lado el concepto de aventura clásica. Y visualmente estimulante: antes que cualquier otra cosa, son los conceptos estéticos los que acaparan la atención del espectador, elementos que irán enriqueciéndose a lo largo de las casi dos horas de proyección. Ante la aparición de cada nuevo héroe, Un nuevo universo va solapando capas ligadas a las diferentes texturas y a los tipos de trazos y movimientos de los personajes en el mismo cuadro, en contra de las reglas tácitas del mercado de la animación contemporánea: la homogeneización, siempre en busca de ese aparente oxímoron, el realismo digital. La excusa narrativa sigue al joven afrolatino Miles Morales (nacido en los cuadros de la historieta a la sombra del gobierno de Barack Obama), testigo de la muerte del Spider-Man original, es decir, de Peter Parker. Poco antes, su sangre habrá recibido una buena dosis del líquido indispensable para desarrollar los nuevos poderes y, no tan lentamente, irá descubriendo que el portal hacia otras dimensiones que acaba de abrirse en Nueva York recibirá la visita de los más insospechados y dispares doppelgängers. En un terreno monopolizado por la hibridación entre animación digital súper producida y las estrellas de carne y hueso embutidas en trajes spandex, Spider-Man: un nuevo universo ratifica las bondades del viejo dibujo animado cuando está desencadenado de los patrones formales al uso. Aquí los bordes de la viñeta aparecen de tanto en tanto para recordar el origen del universo retratado (como lo había hecho solitariamente Ang Lee en su versión de Hulk), e incluso las expresiones mentales y onomatopeyas aparecen sobreimpresas sobre la imagen. Es cierto que las escenas de acción (de la cuales hay muchas, en particular en el último acto) terminan entregándose a la adrenalina que la industria parece demandar como si fuera un cordero sacrificial, perdiendo en el camino algo de frescura, pero la mezcla de humor autoconsciente y seriedad cuando las papas queman está lograda de tal manera que la enésima repetición de este viejo esqueleto narrativo queda en gran medida oculta detrás de la emoción. Y sí: aquí también hay un “cameo” de Stan Lee en versión animada y es su propia voz –registrada poco antes de su muerte– la que se escucha en ese fugaz momento.
La ciudad como retrato de un hombre La idea era hacer un tributo a Hans Hurch, director durante veinte años del Festival de Viena. Pero el film de Solnicki va más allá y conjuga el diario íntimo, el ensayo cinematográfico y el registro documental. Para todo aquel viajero que haya visitado la ciudad de Viena, las primeras imágenes de Introduzione all’oscuro, cuarto largometraje del argentino Gastón Solnicki, tendrán un aire familiar, de cercanía emocional. Si el visitante es además cinéfilo, las siluetas en movimiento de los juegos del Prater –el célebre parque de atracciones vienés, con su aún más famosa noria, inmortalizada en el clímax de El tercer hombre– conjugarán en la memoria el persistente recuerdo de imágenes ajenas, reconvertidas por el embrujo de la pantalla de cine en pertenencias íntimas. El de Solnicki es un objeto audiovisual que recorre los laberintos de una ciudad que, por momentos, parece detenida en el tiempo. Unas calles y unos edificios indisolublemente ligados, para el director de Kékszakállú y Süden, a la presencia de un único ser humano. Y de un ser humano único. Hans Hurch era un “extravagante” (Solnicki dixit), un hombre que solía usar su único traje negro hasta que ya no era aceptado en la tintorería y que, con la impronta de una personalidad fuerte, dirigió durante dos décadas el Festival de Cine de Viena, la Viennale, transformándolo en uno de los más exquisitos, exigentes y estimulantes del mundo. Viena y el cine –es decir, Viena y Hurch– son los “temas” de Introduzione..., largometraje que, a mitad de camino entre el diario íntimo, el ensayo cinematográfico y el registro documental de seres, objetos y sonidos, nació como una particular forma de homenaje luego de la inesperada muerte del programador, hace un año y medio. No es necesario haber conocido al austríaco, visitante asiduo del Bafici, para acercarse a la semblanza de Solnicki: de manera sensible e inteligente, la película abraza una universalidad que se desprende de las señas particulares de su propia forma. El realizador recorre bares, museos y locales comerciales en escenas ligeramente construidas con los elementos propios de la ficción. Como si se tratara de un detective en busca de las pistas fantasmales de una ausencia, intenta hallar el bolígrafo cuyo trazo y color más se asemeje al utilizado por Hurch (la escritura manual era una de sus marcas de estilo) y, más tarde, visita el café Engländer, uno de los lugares favoritos de H.H. en Viena, donde un espresso triple lleva su nombre. Las imágenes, prístinas y cuidadosamente encuadradas, fueron registradas por el director de fotografía portugués Rui Poças (el mismo de Zama y El ornitólogo), aliado ideal de Solnicki en la búsqueda de un estilo objetivo –por momentos, clínico– y al mismo tiempo cargado de emotividad. Son escasas las imágenes de Hans Hurch que aparecen en la película, pero su voz recorre los 70 minutos de proyección como si se tratara de un sonido rector, un diapasón. Se trata de una grabación que registra la “devolución” que el entonces director de la Viennale le hizo a Solnicki a propósito de Papirosen, su segundo largometraje. “Very nice. Half nice. Very half nice”, afirma en off en un inglés con fuerte acento alemán, refiriéndose seguramente a la duración y/o contenido de una serie de planos. Esa relación semiprofesional, con algo de maestro–alumno, devino con los años en férrea amistad, en parte epistolar: Introduzione... incluye una serie de postales enviadas por Hans desde diversos lugares del mundo. En paralelo a esas palabras registradas en confianza, la película presenta un ensayo de la obra musical de Salvatore Sciarrino que le presta su nombre al título; la música contemporánea, incluidos sus caminos más vanguardistas, era una de las cuestiones que unía a los amigos en vida. Los recuerdos físicos, la música y el cine –esa forma colectiva de la remembranza– los sigue uniendo después de la muerte. Ciudad de museos y de artistas famosos, los señoriales epitafios de Beethoven y Brahms comparten el mismo suelo que la sobria tumba de Hurch en el Cementerio Central de Viena. A pesar de su tono inevitablemente elegíaco, la película se permite un ligero sentido del humor, que incluso hace gala de cierta negrura. A una serie de imágenes caseras de una fiesta no incluidas en Papirosen le sigue el plano fijo de una muñeca de cera de tamaño natural, recostada y encerrada en una caja de cristal, montaje de choque que posibilita múltiples y ambiguos sentidos. Cerca del final, Solnicki presenta Un ladrón en la alcoba, de Ernst Lubitsch, en el Gartenbaukino, uno de los cines más bellos de la ciudad. El alemán era uno de los directores favoritos del homenajeado, que en los años ochenta supo asistir a la exigente dupla de realizadores Straub-Huillet. Nueva demostración empírica de la ridícula separación entre arte alto y bajo, como lo era en gran medida la programación de la Viennale bajo la mirada atenta de Hans.
Internet, ese mundo tan ancho y ajeno Si hace seis años el local de videojuegos daba un contexto deliciosamente anacrónico, en esta secuela El Demoledor y su amiga Vanellope transitan la red de redes, en una serie de secuencias autoconclusivas que son también un perfecto vehículo para la factoría Disney. Más rápido y más furioso, parece haber sido la máxima de los realizadores de esta secuela que transcurre, en coincidencia con el paso del tiempo en la vida real, seis años después de los acontecimientos de Ralph El Demoledor. El villano del videojuego de 8 bits “Fix-it Felix” y su amiga Vanellope, la rebelde del arcade “Sugar Rush”, son ahora mejores amigos en el universo del salón de juegos, marco anacrónico que le brindaba a la película original una parte sustancial de su gracia. Como el título original lo indica y el local apenas lo insinúa, la aparición de una nueva consola con conexión a Internet (y un accidente/excusa en la trama) dispara al dúo desparejo a las inmensidades de la red de redes, un vasto cosmos abierto a millones de posibilidades, tanto narrativas como comerciales. Hay aquí en disposición una ingente cantidad de logotipos, desde gigantes online como eBay y Google –que aparecen en pantalla matando dos pájaros de un tiro, esto es, cumpliendo una lógica dramática al tiempo que publicitan sus bondades– hasta otros productos de la compañía Disney, incluidos sus parques temáticos, ejemplo engrasado y pulido de sinergia empresarial. Rapidísimo y furioso es el juego online e interactivo del cual queda inmediatamente prendida la pequeña Vanellope, lo cual resulta lógico: el hiperrealismo y velocidad de esas carreras en poco y nada se parecen a las previsibles pistas que atraviesan su mundo original. A Ralph poco parece apetecerle el peligro, deseoso de encontrar el cripto–dinero necesario para reestablecer el orden original y regresar a casa a disfrutar de la rutina. Más allá de la misión central y del verdadero conflicto entre los protagonistas, que llegará recién para el tercer acto, el guión del realizador Phil Johnston y Pamela Ribon establece una sucesión de escenas con arranque, nudo y desenlace propios, como si se tratara de distintas etapas a completar en un juego de aventuras, al mismo tiempo bendición y problema: si bien ese diseño evita los pantanos de la repetición es difícil no sentir el recorrido como una línea recta con ligeros desvíos. La construcción de los gags (varios de ellos pensados puntualmente para la platea acompañante, la adulta) es usualmente práctica y funcional, aunque más de un chiste ligado a las aplicaciones y soportes quedará viejo dentro de muy poco tiempo. Menos coyunturales resultan algunas de las ocurrencias no tecnológicas, como el conciliábulo de princesas Disney con habilidades especiales, aunque allí también se siente su carácter derivativo: Shrek y su parodia del mundo de príncipes y princesas ya recorrió esos mismos caminos hace casi dos décadas. En cuanto a la aparente “crítica” del uso de las redes sociales y la obsesión actual por lo que podría bautizarse como “la banalidad de los videos online”, el film nunca termina de castigarlos, lógica ambivalente que permitirá que los héroes logren su cometido (nunca, por otro lado, hay que escupir para arriba). El ritmo trepidante no permite que el tedio llegue a anidar en el relato, pero Wifi Ralph se siente como una versión demasiado ruidosa e innecesariamente al palo tanto de la película original como del universo mucho más delicado de la trilogía Toy Story, modelo transparente del cual surgen estos personajes y su mundo. Eso sí, con un despliegue visual último modelo y las voces (en la versión original) de John C. Reilly y Sarah Silverman, vehículos ideales para las frases humorísticas de una línea, tanto las irónicas como las sensibles. El resto es la vieja amistad, con su placeres y dolores, punto de partida para uno de los más viejos trucos del Tío Walt: la moraleja.