El exorcismo más estrafalario de la historia Mezcla mitad y mitad de policial de investigación y película de terror demoníaco, Líbranos del mal, del “especialista” Scott Derrickson (El exorcismo de Emily Rose), es algo así como una mesa de saldos y retazos de un imaginario local de venta de guiones. Lo cual, a priori, podría no ser tanto un problema como un punto de partida para dejar volar la imaginación. Al fin y al cabo, El exorcista, Se7en-Pecados capitales y Poltergeist (entre otros films regurgitados aquí frontal y tangencialmente) han sido poderosamente influyentes –de una u otra manera, para bien y para mal– y se han transformado en consejeros de más de un título interesante. En Líbranos... la cosa no arranca del todo mal, con un Eric Bana metido en la piel del oficial Sarchie, un policía neoyorquino que cae en la cuenta, sin menosprecio de un escepticismo inicial a prueba de balas, de que algunas cosas locas andan sucediendo en el Bronx. Una madre que revolea a su pequeño hijo a un foso del zoológico es el disparador de una pesquisa que lo pondrá en la pista de un plan literalmente diabólico. Más allá de los lugares comunes que comienzan a acumularse y de una construcción del famoso “verosímil” que cuelga de un hilo muy delgado, la primera hora de proyección logra mantener cierto nivel de tensión y suspenso, lo mínimo que puede pedírsele a una producción de este tipo (cortesía de Jerry Bruckheimer, usualmente afecto a súper películas de mayor perfil). De allí en más, la cosa comienza a desbarrancar a alta velocidad, acumulando golpes de efecto, líneas melodramáticas de dudoso gusto narrativo y culpas traumáticas del pasado, incluido un flashback que transmuta al protagonista de tipo duro a maldito policía sin demasiada justificación (ni condena judicial). Por cierto, Sarchie está casado, tiene una nena de seis años y espera un segundo hijo, elementos que, previsiblemente, pasarán de los márgenes al centro del conflicto cuando las papas comiencen a quemar. En algún momento aparece en escena el Padre Mendoza (Edgar Ramírez, el Che de Soderbergh y el Carlos de Assayas), un sacerdote con prontuario de pecador dedicado a perseguir y combatir al Diablo en cualquiera de sus manifestaciones terrenas. Así las cosas, Líbranos del mal avanza con su pesada carga –primeros planos como único recurso para transmitir emociones, al menos una docena de escenas con diálogos explicativos– hacia el inevitable desenlace. Final que incluye la escena de exorcismo más estrafalaria de los últimos años, suerte de versión explicada y dividida en capítulos de la famosa escena de confrontación final entre el padre Karras y la poseída Regan. Como en todo film de horrores católicos que se precie, el equilibrio volverá a recomponerse en el epílogo, aunque para los guionistas la tranquilidad del espectador pesa más que la idea de entrega, sacrificio y expiación cristiana. De fondo suena The Doors, no una o dos, sino muchas veces, particular caso de mal chiste transformado en fastidiosa recurrencia sonora.
El peligro de filmar nombres ilustres La atendible intención de retratar a Violette Leduc y su insigne madrina Simone de Beauvoir termina chocando con una falla habitual en las “biopic” de los últimos tiempos: el retrato de momentos centrales de esas vidas peca de falsa modestia y superficialidad. No hay mal que por bien no venga parece ser la máxima pour la galerie de Violette, nueva incursión del francés Martin Provost en la biopic de mujeres creadoras con enorme talento y autoestima por el piso. De los labios de la escritora consagrada a los oídos de la novelista en ciernes, algo así le dice –aunque con palabras más elaboradas– Simone de Beauvoir a su amadrinada Violette Leduc, tiempo después de que su primer libro haya vendido apenas algunos ejemplares. “Toma tu lapicera. Así puedes cambiar las cosas. Gritando y llorando no ganarás nada.” Si en Séraphine (2008) Provost seguía los pasos de Séraphine Louis, la doméstica devenida artista plástica autodidacta en la Francia de comienzos del siglo XX, en Violette las vidas y obras de los personajes son mucho más conocidas, incluso por el gran público. En ambos films, sin embargo, descansa un mismo leitmotiv: poner al descubierto el dolor, el sufrimiento y los sacrificios de ambas mujeres, en lucha no sólo con un sistema opresivo y patriarcal sino –en parte como consecuencia de ello– consigo mismas. En ese sentido, la figura de De Beauvoir es central a pesar de no ser protagónica, el horizonte rector e impulsor de esa otra mujer que todavía no posee las herramientas para su emancipación. Libertad que va más allá de las consignas feministas, aunque en esa Francia existencialista de posguerra el camino de autodescubrimiento personal y literario de Leduc puede ser leído como metáfora de los cambios sociales que sólo llegarían con las décadas venideras. En la piel de la autora de La bastarda (su volumen más famoso), Emmanuelle Devos vuelve a demostrar que se trata de una de las actrices más versátiles y talentosas de su generación, alejada esta vez de cualquier atisbo de glamour, afeada incluso para un papel que necesariamente empuja la idea de belleza tradicional (y en gran medida masculina) hacia los márgenes. Provost y los coguionistas del film ubican el comienzo de la acción durante la guerra, con una Leduc que apenas ha comenzado a garabatear algunos primeros textos, atada todavía a una relación algo patológica con su marido, el escritor Maurice Sachs, sobreviviendo gracias a sus contactos en el mercado negro. De allí en más, Violette se concentra en el encuentro y posterior relación profesional y de amistad con De Beauvoir (Sandrine Kiberlain, la Betty Fisher de Claude Miller), la publicación de sus primeras novelas, la introducción al ambiente literario y filosófico de la época (Genet, Camus, Sartre), la particular amitié con Jacques Guérin, el magnate de los perfumes d’Orsay que oficiaría de mecenas en tiempos difíciles (interpretado por el ubicuo Olivier Gourmet) y la difícil relación de amor-odio con su madre. Con el correr de los minutos, comienza a ganar peso específico en la trama su enorme y profunda insatisfacción personal, que el film, a pesar de su empeño, no logra transformar en algo diferente a un deseo sexual no satisfecho. A pesar de que allí están, bien a mano, los textos de Leduc para buscar inspiración y otorgarle complejidad a la descripción de los conflictos internos. Como suele ocurrir en tantas películas sobre artistas en general y escritores en particular (ignotos, famosos y no tanto), la literalidad, la representación de momentos relevantes en la vida del homenajeado, la necesidad de reducir procesos intelectuales y emocionales al “estado de inspiración”, terminan transformando a Violette en otra ilustración de vidas célebres que, al menos en parte de su metraje, peca de falsa modestia y superficialidad. Cualquier atisbo de reflexión sobre el proceso creativo es taponado por un diseño de producción profesional y preciso que hace de los vestidos, autos, objetos cotidianos y habitaciones las verdaderas estrellas en pantalla. Correcta, amable a pesar del sufrimiento siempre en cuadro (muchas veces de forma ampulosa), coqueteando con cierto esnobismo, Violette encarna la enésima versión de esa categoría de cine tan bien descripta por Truffaut hace décadas. La tradición del qualité nunca muere, resucita.
Una cultura que sobrevive con dignidad Durante más de cuarenta años –desde 1964 y hasta el año 2008–, el caminante que circulaba cerca de la Plaza Canadá, en pleno Retiro, podía apreciar un altísimo tótem de origen canadiense, cortesía de uno de los más grandes talladores de la tribu Kwakiutl, habitantes originarios de las islas de Vancouver. Nunca restaurado, abandonado al punto del deterioro, el monumento fue tallado y posteriormente arrumbado en las dependencias de la Dirección de Monumentos y Obras de Arte de la Ciudad de Buenos Aires. Dos años atrás, luego de múltiples idas y vueltas burocráticas, el Gobierno de la Ciudad decidió encargar un nuevo tótem a Stan Hunt, uno de los hijos del artista de la obra original que, al día de hoy, sigue representando una tradición milenaria, la del tallado de árboles de cedro rojo. Si en Al fin del mundo –film que se ofrece junto a éste en un doble programa documental (ver aparte)– la directora Franca González viajó al extremo sur de la Argentina, a Tierra del Fuego, en Tótem gran parte del rodaje fue realizado en la orilla occidental del más norteño de los países americanos. La intención original de Tótem era, previsiblemente, registrar el proceso de creación de la nueva efigie, desde la elección del árbol que serviría de materia prima hasta los últimos detalles del labrado y la pintura. La realidad lo impidió en forma de contraorden: en pleno rodaje, Hunt y González recibieron la noticia de que el pedido quedaba congelado hasta nuevo aviso. En lugar de abortar el proyecto, la documentalista y su equipo decidieron concentrarse en la figura del tallador, su trabajo, cultura y ambiente, ajenos a los avatares de los presupuestos para el área de cultura porteña, a más de 10.000 kilómetros de distancia de allí. El resultado es un film que adquiere su forma final a partir de una imposibilidad, surcando el territorio del documental de observación a partir de pequeñas viñetas cotidianas. El film de González es documento y homenaje a un oficio, un arte y una tradición (allí están las imágenes en blanco y negro de un documental oficial de los años ’60, cuya engolada voz en off hace las veces de contrapunto a los silencios y pausas de Tótem) y, a la vez, retrato de una cultura que sobrevive con dignidad gracias al deseo íntimo de sus descendientes y a las favorables condiciones económicas y ecológicas de la región. Es también una suerte de ensayo para su siguiente proyecto, Al fin del mundo, cuyo planteo como registro documental resulta mucho más ambicioso y logrado. El final de Tótem, luego de que el encargo original retomara su impulso inicial, encuentra al flamante monumento de madera instalado en su nuevo hábitat. Bajo una persistente garúa, las imágenes talladas –rostros de misteriosos ojos, alas desplegadas al viento, manos que sostienen otras imágenes– no se inmutan ante esos nuevos y extraños sonidos: el español más porteño que pueda imaginarse.
Derrota personal y política En la ópera prima de Wahrmann, una simple excusa argumental es el origen de un racimo de líneas emocionales y políticas. De a poco, y casi sin que el espectador lo note, el director introduce la cuestión de los desaparecidos durante la dictadura militar brasileña. “Avanti Popolo” (o “Bandiera rossa”, en su versión original) es una canción transformada en himno de batalla por los comunistas italianos de comienzos del siglo XX. Asimismo, es el título de un film israelí dirigido por Rafi Bukai en 1986, en el cual –en el que tal vez sea su momento más surrealista– un imposible quinteto de soldados israelíes y egipcios entona algunas de sus estrofas en medio del desierto, sobre el fin de la Guerra de los Seis Días. Tanto esa composición musical como la película en cuestión son citadas sobre el final de Avanti Popolo, ópera prima homónima de Michael Wahrmann compuesta, en parte, por fragmentos y retazos de canciones, películas (de Patton a diversas home movies) y, como se verá, también de recuerdos. Nacido en Uruguay, Wahrmann fue criado y educado en Israel y actualmente reside en Brasil, multiculturalismo que se ve reflejado en los estratos reales y ficcionales del film, donde una simple excusa argumental (un hijo que regresa a vivir con su padre luego de una separación matrimonial) es el origen de un racimo de líneas emocionales, sensoriales y políticas. Avanti Popolo es una película extremadamente frágil, muy difícil de “vender”, particularmente en el esquema de exhibición actual. No se trata de un documental, tampoco es una ficción en todo derecho, y entre sus múltiples niveles de reflexión (que lo acercan a la idea del film ensayístico) hay lugar también para el humor y el retrato cotidiano. Luego de una secuencia a bordo de un automóvil que presenta, en formato radiofónico (la voz del locutor es la del propio Wahrmann), una serie de grandes hits del folklore y la canción política y de protesta latinoamericana –de Waldemar Henrique a Quilapayún, pasando por Daniel Viglietti– el film se acomoda en uno de los sitios que permanecerá más tiempo en pantalla: el living de la casa del Padre, de quien nunca se conocerá el nombre. Un ámbito algo cochambroso, de muros poblados por manchas de humedad y sillones ajados y polvorientos, que será encuadrado por el realizador en un plano general rigurosamente fijo. Hasta ese lugar llega André, el hijo, con cierto aire de fracaso a cuestas, que quizás no hace más que reflejar cierto tono de derrota (personal, generacional, política) que puede apreciarse en la mirada que el film tiene sobre el presente. Una derrota sorda, parcial incluso, pero incuestionable. Que el encargado de darle vida al personaje del Padre sea el realizador Carlos Reichenbach, uno de los representantes más importantes del fenómeno de Boca do Lixo en el San Pablo de los años ’70 y ’80 y un cineasta que supo teñir de política la usualmente ligerísima pornochanchada, le otorga a Avanti Popolo otra clase de resonancias cinematográficas (Reichenbach, desafortunadamente, falleció poco tiempo después del rodaje de este film). Pero esas referencias no son necesarias –mucho menos indispensables– para comprender y apreciar las intenciones de Wahrmann, quien de a poco, y casi sin que el espectador lo note, introduce la cuestión de los desaparecidos durante la dictadura militar brasileña. El otro hijo, a quien el Padre nunca ha podido olvidar (su cuarto cerrado es mudo testigo de ello), ese hijo que viajó a la Unión Soviética para nunca más regresar, se transforma en el vértice más relevante de Avanti Popolo, el espíritu que sobrevuela los recuerdos, libros, discos y películas acumulados en esa habitación donde ya no entra la luz del sol. Memorabilia que es, a la vez, memento mori. Hay otros personajes dando vueltas en el film: un vecino siempre dispuesto a ayudar, una eventual compañera de espera en la parada de ómnibus, un taxista dueño de la que parece ser la mayor colección de CD de himnos nacionales del mundo. También un “loco lindo” (o un genio visionario, cada espectador tendrá sus propias ideas al respecto) que repara el viejo proyector Súper 8 que André encuentra en la casa de su padre, junto a unas viejas latas de películas caseras. Como si se tratara de un utopista del found footage, ese personaje, fundador y único miembro del Dogma 2002, declara la muerte del viejo cine y anticipa que el nuevo sólo podrá crearse en base a material previamente filmado, reelaborado a partir del doblaje. Sobre el final, Avanti Popolo confirma su estatus de película-palimpsesto con la imagen del hijo perdido proyectada sobre la pared descascarada. A él se les suma, en una nueva capa fantasmal, el Padre, quien confiesa ya no poder ver nada más, y el hermano, súbitamente mudo. Entre el dolor y el deseo, sin reivindicaciones torpes ni olvidos convenientes, el pueblo, canta Wahrmann a cappella, sigue adelante.
Otra mirada sobre el final de la guerra La extraordinaria actuación de la debutante Saskia Rosendahl le da especial peso al film de Shortland, retrato de la familia de un oficial SS en plena debacle de las fuerzas alemanas, en un país ocupado que ya no parece pertenecerles. Fue un extranjero el encargado de llevar a buen puerto una de las primeras películas (tal vez la más dura y pertinente en la historia del cine) acerca del estado de las cosas en la Alemania de la segunda posguerra, un país vencido, humillado, transformado en la contracara exacta de esa utopía vendida por el nacionalsocialismo a la población germana durante sus años de poder. Hay más de un punto de contacto temático entre ese film, Alemania año cero, del italiano Roberto Rossellini, y Lore, segundo largometraje de la australiana Cate Shortland, aunque el contexto de realización de aquella obra maestra, en la cual las calles destruidas de Berlín se ven aterradoramente auténticas, contrastan con el notable diseño de producción de época de esta producción contemporánea. Mientras una observaba con ojos precisos el presente para imaginar un posible futuro, la otra vuelve hacia el pasado para tratar de encontrar respuestas a preguntas del presente. Lo cierto es que, en ambos casos, se trata de historias de sobrevivientes, de jóvenes y niños subsistiendo frente a las circunstancias más adversas. La primera escena del film de Shortland presenta a Hannelore Dressler (Lore para la familia) tomando un relajado baño, en la única escena relajada de todo el film. La familia Dressler no es una familia alemana tipo: Mutti y Vati –así, familiarmente, se los llamará a lo largo de la película– forman parte de la elite de las SS, particularmente él, un militar de altísimo rango. Son los últimos días de la guerra y el padre ha regresado a casa, aunque no para reencontrarse con el resto del clan, sino para abandonar juntos el hogar antes de que lleguen las fuerzas aliadas. No pasarán mucho tiempo en familia: Lore y sus cuatro hermanos y hermanas –el menor de ellos una beba de meses– quedarán a merced de su propia fuerza de voluntad, intentando llegar a la casa de su abuela en Hamburgo a través de un territorio ocupado por las fuerzas vencedoras. Un país que sigue llamándose Alemania pero que ya no parece pertenecerles, suerte de inversión de pesadilla del heimatfilme, ese género cinematográfico que volvería en los años ’50 a una visión idealizada del terruño germano. Partiendo de una de las historias del libro The Dark Room, de la novelista británica Rachel Sei-ffert, Shortland y su coguionista Robin Mukherjee plantean el relato como una fábula de supervivencia, un derrotero de aprendizaje y maduración, particularmente para la adolescente Lore, quien días antes del suicidio de Hitler sigue creyendo en la inminencia de la “victoria final” y las cualidades de superhombre del Führer. También del texto original toman al personaje de Thomas, un joven judío que, aparentemente, acaba de ser liberado de un campo de concentración y que se sumará a la partida a pesar de la reticencia de Lore, nacida y criada bajo la sombra de un antisemitismo visceral. Shortland hace avanzar con mano firme la historia y encuentra en ciertos pasajes particularmente duros algunos de los momentos más potentes del film, cuando una simple imagen es suficiente para evocar en el espectador los mil y un corolarios del horror. En otros, las intenciones simbólicas le juegan en contra, no ayudadas por esos ralentis con aires poéticos que parecen robados de algún largometraje de Terrence Malick. Es como si la realizadora tuviera miedo de no ser lo suficientemente enfática, echando mano a recursos visuales excesivamente discursivos (la naturaleza sigue adelante aun en medio de la debacle) o a la música algo rimbombante del experimentado Max Richter, que en algunos momentos acompaña y en otros se impone dictatorialmente sobre las imágenes, trocando sutileza por brocha gorda. De todas formas, Lore no sería la misma película sin la potente presencia de la actriz debutante Saskia Rosendahl, encargada de darle cuerpo, voz y rostro a un papel extremadamente difícil, no tanto por los embates físicos de la travesía como por los complejos y sutiles cambios que el personaje va sufriendo hasta llegar al final del recorrido, a la casa de esa abuela que parece haberse detenido en el tiempo, ajena a los profundos cambios que ya han ocurrido y a los que se avecinan. Cerca del final, Lore dejará de ser rebaño y se transformará en rebelde: se trata de alguien que ha aprendido –de la manera más terrible– que otra sociedad y otras formas de relacionarse y pensar al otro son posibles.
Una forma exacta, múltiples lecturas A pesar de su título, La forma exacta de las islas no busca entregar un dibujo definitivo. Mejor aún, tampoco es una película redundante sobre un tema tan transitado: en el recorrido de una estudiante y dos ex combatientes aparece otra manera de narrarlo. ¿Otro documental sobre la Guerra de Malvinas? Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, directores de La forma exacta de las islas, se apuran en aclararlo bien de entrada en una placa antes de las primeras imágenes: definitivamente no. El espectador caerá en la cuenta, más temprano que tarde, de que los relatos entrecruzados de esta segunda colaboración entre los realizadores (antes firmaron juntos Cracks de nácar) tocan, rozan y profundizan temas que exceden por lejos la anécdota bélica. Aunque, en otro sentido, el film sí es sobre esa breve y cercana conflagración, la real y la mitológica, sobre varios de sus corolarios, algunos recuerdos y más de un fantasma. Esa forma exacta de las islas a la que hace mención el título –apropiación de una frase de la novela Las islas, de Carlos Gamerro– es, en realidad, inexacta, brumosa, inalcanzable. Casabé y Dieleke, reafirmando tal vez esa imposibilidad implícita en el nombre del documental, se acercan al material sin que entre sus intenciones se destaque el retrato objetivo. En cambio, es en las subjetividades de los diferentes puntos de vista donde encuentran un posible anclaje en la realidad (o realidades) de sus protagonistas. Casi dos películas al precio de una, La forma exacta... parte de un material nunca editado o exhibido pero sí filmado, con una cámara hogareña, por Julieta Vitullo, una joven que en 2006 visitó las islas como preparación para su tesis doctoral. Ese viaje de estudio y reflexión se transformaría rápidamente en algo muy distinto, al toparse casualmente con dos ex combatientes que visitaban por primera vez desde la guerra el lugar, tal vez con ánimos de exorcizar recuerdos traumáticos, de tratar heridas que no habían cicatrizado del todo. Cuatro años más tarde, en 2010, la dupla de directores recorrió las Malvinas junto a Vitullo para rastrear, a su vez, los recuerdos de ese otro viaje anterior. Volver a las Malvinas, entonces, esa es la cuestión central en La forma exacta de las islas. Aunque esos retornos no tengan las mismas causas ni consecuencias. Como si se tratara de un territorio mítico, cada uno tiene una imagen diferente de ese sitio alejado del mundo, y todos ellos, a su vez, poseen una razón para recordarlo y regresar, físicamente o a partir de la imaginación. “Es una verga el 2 de abril. Deberíamos estar de luto ese día, por la cagada que hicieron los milicos. Pero claro, ¿cómo vamos a estar de luto si estamos defendiendo la soberanía sobre las Malvinas? Hay un choque ahí... que no podemos desentrañar”, afirma Dacio Agretti, uno de los dos veteranos, en una escena íntima proveniente del material rodado por Vitullo, poniendo en palabras llanas y pertinentes uno de los ejes que deberían tenerse en cuenta en cualquier discusión sobre el tema. Más tarde, Dacio recordará a un ex compañero muerto en sus brazos en medio de la helada estepa malvinense. La “gesta” para algunos, la “cagada” para otros, le cede el lugar a la pérdida personal, que va transformándose en el motor central que mueve a los personajes. La necesidad del duelo, que vuelve a tener un enorme peso en una entrevista que Casabé, Dieleke y Vitullo le realizan a un kelper nacido en Holanda, y que volverá de manera poderosa y emotiva cerca del final, cuando una confesión de Vitullo –mantenida en secreto hasta ese momento por los realizadores– le otorgue al film una nueva capa de sentido y de sentimiento. Entre los méritos de La forma exacta de las islas no es menor el hecho de haber logrado un relato que hace a un lado más de una expectativa. Y que presenta ese lugar donde “clama el viento y ruge el mar” que llamamos islas Malvinas (y que otros llaman Falkland Islands) como un territorio que puede ser (y, de hecho, fue y sigue siendo) visto de maneras distintas, desde los tiempos de la visita de Darwin hasta la actualidad. Una tierra árida, bella y rústica que, merced a la potencia de lo simbólico, ha perdido ante los ojos de una mayoría (los no habitantes, los que nunca la han visitado) su componente de lugar real y concreto. Los realizadores recuperan, en parte, ese componente perdido y, al mismo tiempo, encuentran otros símbolos capaces de reemplazar el simple discurso geopolítico, histórico o patriótico. La forma exacta de las islas es, irónicamente, su multiplicidad de formas.
Revelaciones a la hora de la comida A pesar de que Bollywood produce una cantidad ingente de películas, puede considerarse este estreno local como una auténtica rareza. Y aunque no pretende descubrir la pólvora, el director y guionista encuentra el tono justo para su historia de almas solitarias. Cine made in India en la Argentina: poco y nada. Con la excepción de las películas de Mira Nair (afincada en Nueva York desde hace más de tres décadas) y alguna resonante producción europea rodada en territorio indio (Slumdog millionaire – ¿Quién quiere ser millonario?), el cine del mayor productor mundial de largometrajes por año –entre 800 y 1000, dependiendo de la cosecha– es virtualmente desconocido en nuestro país. Un dato que se verifica tanto en su vertiente nac&pop, reconocida en los últimos tiempos por el término genérico Bollywood –con sus bailes, canciones y romances atravesando todas las formas y géneros habidos y por haber–, como en la tradición de ese cine más “autoral”, menos atado a convenciones narrativas y comerciales, cuyos eminentes padres fundadores fueron realizadores de la talla de Satyajit Ray, Ritwik Ghatak o Mrinal Sen. Más allá de sus valores y deméritos, el estreno de Amor a la carta debería celebrarse como un minúsculo, pero valioso granito de arena que aportará, durante el tiempo que permanezca en pantalla, a la heterogeneidad de una cartelera cada vez más escuálida en términos de diversidad. Ni Bollywood ni su opuesto, Amor a la carta (su título internacional The Lunchbox podría traducirse, mal que le pese a la RAE, como “La lonchera”) intenta cruzar los ánimos e intenciones de la comedia romántica con una mirada que sólo edulcora lo justo y necesario, no sea cosa de que el plato termine empalagando. Y la metáfora culinaria no es casual, ya que la historia de Ila y Saajan comienza cuando una merienda destinada al marido de la primera termina, por un error del servicio de delivery, en la mesa de trabajo del segundo. La ópera prima del realizador y guionista Ritesh Batra toma ese malentendido como excusa para un relato de seres solitarios: el de una joven esposa y madre confinada a un rol femenino tradicional, una mujer algo soñadora y definitivamente insatisfecha, y el de un hombre de mediana edad de tonalidades grises, viudo desde hace tiempo, que ve pasar los últimos días laborales antes de una jubilación temprana sin júbilo ni tristeza. Que Saajan (la estrella del cine indio Irrfan Khan, visto recientemente en producciones de Hollywood como El Sorprendente Hombre Araña y Una aventura extraordinaria) devore esa comida que el marido de Ila usualmente ni registra será el punto de partida para un particular intercambio epistolar entre dos desconocidos. Claro que, cartita va, cartita viene –siempre escondida entre los diferentes platos y las escasas sobras–, ambos irán conociendo sus miedos, descontentos y anhelos. Ritesh Batra no pretende inventar la pólvora y entre las claras intenciones de su película –que contó con aportes económicos y técnicos de Alemania, Francia y Estados Unidos y que viene de recorrer varios festivales de cine, de Cannes a Toronto vía Karlovy Vary– no es menor su deseo de complacer a la audiencia con risas y llantos siempre amables. Incluso la aparición de un joven personaje secundario le sirve al realizador como contrapunto a la sequedad esencial de su protagonista masculino, pero en ocasiones queda relegado al rol de alivio cómico esquemático. Pero hay varios puntos a favor de Amor a la carta. En principio, el buen uso de locaciones reales: las calles, edificios y trenes de esa enorme y apretada urbe que es Mumbai se transforman en un personaje más, aportando una cualidad muy localista pero al mismo tiempo universal. Por otro lado, Batra nunca se deja seducir por las leyes del melodrama de baja estofa o la hipótesis de la media naranja como ley universal consagrada. Finalmente, el film permite conocer, al menos de manera superficial, el increíble arte de los dabbawalas de Mumbai –encargados de recoger, trasladar y devolver diariamente comida fresca en portaviandas–, hombres orgullosos de ser los únicos en ese ramo en todo el mundo.
Módico paseo por el lado oscuro Hace quince días se estrenó El pacto, película de horrores fantasmales que sigue en cartel y con la cual La invocación comparte más de un punto de partida, algunos detalles de su nudo dramático y un par de elementos del desenlace. En otras palabras, podrían haber sido cortadas por la misma tijera. Ambas son descendientes de los relatos de casas embrujadas –con su puertas chirriantes y presencias inquietantes– y también son herederas del j–horror de finales del siglo pasado; las dos incluyen personajes que andan tratando de desentrañar una tragedia del pasado y comparten afición por los golpes de efecto audiovisuales (léase: aparición horripilante con exceso de maquillaje + sonido fuerte para julepear a la audiencia). Ni la una ni la otra debería darles vergüenza a sus responsables, pero en ninguno de los casos el producto resultante va más allá de la mera repetición y reciclado de ideas y recursos. Como la historia de los géneros cinematográficos populares viene demostrando desde hace más de cien años, no hay nada nuevo bajo el sol hasta que alguien demuestra exactamente lo contrario. Cuando eso ocurre, ¡albricias! Talento e imaginación, que les dicen. La invocación, ópera prima de ficción del norteamericano Mac Carter –antes dirigió un documental sobre la editorial DC Comics–, encuentra su virtud en un ingenioso detalle del guión: si bien es una típica familia nuclear la que se muda a esa enorme casona en las afueras de algún pueblo, el film concentra su atención en Evan, único hijo varón del clan, un adolescente un tanto introvertido y –según dicen– con algunos problemas de conducta. Ya durante la primera noche en el nuevo hogar, el muchacho se da una vuelta por los alrededores de la finca y se topa con Sam, una vecina de su misma edad con más de un problema hogareño, cortesía de un padre alcohólico y golpeador. Enseguida se gustan, como corresponde, y al día siguiente la chica se aparece con una extraña caja con válvulas y bobinas a la vieja usanza, suerte de radio de ultratumba que permite comunicarse con los muertitos. No han sido pocos los finados en esa casa y, por cierto, esconden más de una bronca, contra propios y ajenos. Si la relación entre Sam y Evan puede recordar por momentos a la extraordinaria Criatura de la noche, del sueco Tomas Alfredson, La invocación elimina de cuajo cualquier tipo de ambigüedades y sugerencias y pone a la dupla a merced de los fantasmas, cuya presencia sólo ellos y la menor de la familia pueden percibir. Sin prisas ni retrasos, el film avanza metódicamente y con escasas sorpresas hacia su conclusión, y no hay que ser un espectador muy avispado para adelantar las revelaciones del cierre unos veinte minutos antes de que ocurran. Hay, sí, alguna que otra novedad a la hora de escamotear el consabido final feliz, un poroto a favor que evita el conservadurismo extremo de tanto relato de terror contemporáneo. Pero no alcanza para hacer de este cuento de ánimas en pena algo más que un módico paseo por el lado oscuro, tan inquietante y divertido como puede serlo una vuelta en el tren fantasma.
Una manera de ver al mundo El tercer film de Corneliu Porumboiu, sin “tema” ni “conflicto”, es una comedia diminuta y delicada, en la que la circulación del dúo central y un puñado de personajes secundarios acaba construyendo un sutil entramado de voces, rostros, ideas y sensaciones. Es una pena que ninguna de las dieciséis copias de Cae la noche en Bucarest que comienzan a exhibirse hoy en la Argentina sea en el viejo y querido (y en vías de extinción) formato de 35mm. No se trata de un capricho o un anhelo melancólico disfrazado de queja, sino de una reflexión lógica que se desprende de la primera escena/plano del film de Corneliu Porumboiu. Luego de la breve y ascética secuencia de títulos, un director de cine, Paul (Bogdan Dumitrache), maneja su auto en compañía de una de las actrices de reparto de su película, Alina (notable presencia de la debutante Diana Avramut). La conversación gira alrededor de un posible desnudo en determinada escena, de su justificación narrativa, y termina derivando en una explicación del realizador de su preferencia por el rodaje en 35mm por sobre el digital, no tanto por los resultados fotográficos sino por la imposibilidad física de filmar continuamente más de once minutos: las cámaras pueden cargar una cantidad limitada de metros de película virgen. “Ese límite ha marcado una manera de hacer cine. Y de ver el mundo”, reflexiona Paul, y es difícil no ver en esa afirmación una rotunda declaración de principios del propio Porumboiu, quien no sólo filmó su último largometraje en 35mm (aunque la mayoría de las copias distribuidas internacionalmente son digitales) sino que organizó sus 89 minutos de duración en una serie de 17 planos-secuencia –es decir, sin corte de montaje–, a un promedio de cinco minutos cada uno de ellos. Que Paul cambie y –literalmente, de la noche a la mañana– pase de ser alguien muy seguro de sí mismo a encarnar a un protagonista lleno de dudas y conflictos es apenas una de las apariencias que el film irá desnudando. En gran medida, lo hace gracias a una puesta de cámara y un ritmo narrativo mentirosamente funcionales, tan complejos como sus personajes, casi geométricos en la repetición de situaciones semejantes, atentos a los detalles dentro del plano y a lo que permanece temporal o permanentemente fuera de él. El segundo de los planos-secuencia del film encuentra a Paul en la cocina de su casa, cancelando el rodaje de esa jornada debido a un dolor de estómago que podría tener como origen una úlcera o una gastritis. También podría tratarse de un pequeño embuste a su productora, Magda, quien se revela eventualmente como un incansable sabueso dispuesto a encontrar pistas que demuestren la culpabilidad del sospechoso. Paul pasará gran parte del día con Alina, con la cual ha comenzado a mantener una relación sentimental. Una que es el punto de partida, como se verá, de otras mentiras y verdades a medias, algunas de ellas considerables, la mayoría microscópicas, inducidas por el uso del lenguaje o la gestualidad. Como ocurría en la ópera prima de Porumboiu, Bucharest 12:08, Cae la noche en Bucarest también transcurre durante un intervalo temporal preciso, en este caso poco más de veinticuatro horas, durante el alto en el rodaje del film dentro del film. En ese lapso, Paul y Alina conversan, tienen sexo, ensayan una escena particularmente dura de roer (pero silenciosa, en las antípodas del histrionismo), almuerzan y cenan, fuman, andan en auto, discuten. Porumboiu es uno de los grandes cineastas rumanos y un obvio referente cuando se habla de la renovación del cine de su país. Con Cae la noche en Bucarest (cuyo enigmático título alternativo, Metabolismo, ha sido eliminado para el estreno local), se corona además como uno de los escasos realizadores contemporáneos en hacer de la palabra uno de los pilares fundantes de la puesta en escena, de su manera de hacer cine y de ver el mundo. La palabra como diálogo, por supuesto, pero también como método de comunicación y herramienta para construir un universo dentro de la pantalla. Este tercer largometraje en ocho años destila y purifica algunas de las ideas que ya estaban presentes en sus trabajos anteriores, en el grotesco minimalista de Bucarest 12:08 (su film más gritón y caricaturesco) y, en mayor medida, en la genial Policía, adjetivo, suerte de deconstrucción etimológica del policial, del uso de ciertas palabras y, por cierto, de esa construcción narrativa llamada cine. Hay en la película ecos de Eric Rohmer y, particularmente, del cine del coreano Hong Sang-soo (cuyo cine ha estado poblado por directores y actrices), aunque el estilo de Porumboiu se parece poco y nada al de esos dos cineastas. Se trata, en todo caso, de parientes cinematográficos lejanos, aunque hermanados por una cierta ética a la hora de concebir historias sobre seres humanos y sus dificultades para hacer convivir anhelos y obligaciones, personalidades y dilemas, oportunidades y convicciones. Cae la noche en Bucarest puede ser vista (¿pide ser vista?) como una comedia diminuta y delicada, en la que la circulación del dúo central y un puñado de personajes secundarios acaba construyendo un sutil entramado de voces, rostros, ideas y sensaciones. En él, el humor está agazapado, a la espera, ajeno a usos y costumbres. No hay un gran “tema” en la película, no hay situaciones fuera de lo común. Mucho menos un “conflicto” según los manuales del buen guionista profesional. Apenas un retrato de seres y cosas, un muestrario de momentos y situaciones. Eso le alcanza y sobra a Porumboiu para construir una película de enorme sofisticación, elegancia y sutileza. Tal vez todo sea una excusa para reflexionar y hablar sobre el cine y sus formas. Y, por ende, del mundo.
Buscar los rastros del pasado El film de Pawel Pawlikowski retoma la estética del cine polaco durante el comunismo para narrar la historia de una “monja judía” en busca de su identidad, a la vez que reflexiona sobre la dolorosa historia reciente del país, sin dar demasiadas explicaciones. Las primeras imágenes de Ida encuentran a una joven novicia, Anna, mientras se prepara para un viaje, uno de los pocos de su corta vida, que ha transcurrido por completo dentro del claustro del convento. Las razones no son otras que una visita a su único pariente vivo, una tía directa a quien nunca ha visto. Anna es huérfana y fue criada por las monjas desde muy temprana edad. “Te quedarás con ella el tiempo que sea necesario”, le dice la Madre Superiora, a sabiendas de que esa interrupción de la vida religiosa antes de tomar los primeros votos es absolutamente necesaria. Es que Anna, como descubrirá rápidamente al llegar a la casa de su tía Wanda en Lodz, es también Ida, hija de padres judíos asesinados durante los años de la ocupación alemana. Una “monja judía”, como la llama su tía con algo de crueldad. La identidad y los rastros del pasado, que se resisten a permanecer ocultos, ocuparán el centro de un relato concentrado en algunos días de búsqueda. Pesquisa de datos y de verdad, pero también de un orden o equilibrio luego de la confrontación con los hechos más terribles. Y, eventualmente, de una elección de vida que podrá ser muchas cosas pero nunca será sencilla. Le llevó más de dos décadas a Pawel Pawlikowski, nacido en Varsovia en 1957, filmar su primera película polaca. Sus años como documentalista de la BBC londinense parecen haberlo preparado para lanzarse al largometraje de ficción con cierta confianza (de sus tres películas británicas previas, solamente Mi verano de amor, de 2006, tuvo un acotado lanzamiento local). Ida es, entonces, no sólo un regreso al terruño, sino también una visita al pasado del cine de Polonia y países comunistas vecinos. Lejos del capricho estético, con su contrastada fotografía en blanco y negro y estricto formato de pantalla 1.37, Ida imita el posible aspecto que un film de la época en la cual transcurre la acción (1961) podría haber tenido en las pantallas de cine polacas, checas o húngaras. Y es el marco visual ideal para una película que abandona las calles de la gran ciudad para mudarse a un pequeño poblado rural, con sus amplios espacios naturales, pero también sus apretadas habitaciones de hoteles de pueblo, bares y centros comunitarios, encuadrados por Pawlikowski y el director de fotografía debutante Lukasz Zal en planos usualmente fijos y obsesivamente compuestos, en muchos casos con poco ortodoxos espacios vacíos por encima de los personajes. También primeriza es la jovencísima Agata Trzebuchowska, la actriz no profesional –descubierta por un colega del realizador en un bar de Varsovia– que interpreta con acertada introspección a Anna/Ida. Su tocaya Agata Kulesza, en cambio, es una experimentada actriz de cine y teatro, encargada de interpretar a la tía Wanda, ex fiscal del Estado polaco y la estrella de grandes casos públicos a comienzos de los años ’50. Responsable, asimismo, de “llevar a varios enemigos del pueblo a la muerte”, según confiesa en una escena particularmente incisiva. La muerte es, entonces, uno de los temas centrales de Ida: la muerte de habitantes judíos traicionados por sus vecinos cristianos y la muerte de ciudadanos insumisos a manos del aparato legal estalinista. En el rostro de Wanda pueden adivinarse la profunda amargura y cruel sarcasmo de años de muertes ajenas y propias, de dolores aplicados por otros y también autoinfligidos. Alcohólica, en busca de un cariño que nunca surge en las sesiones de sexo al paso, parece la imagen de una Polonia que resiste como puede a pesar de los golpes y los reveses. En el semblante de Ida, en cambio, generalmente duro e inexpugnable, pueden verse reflejadas algunas certezas que comienzan a tambalear y ciertas dudas que no dejan de picar como un afilado aguijón. Particularmente luego de conocer a un joven músico de jazz que le acerca la posibilidad de abrir nuevas puertas y ventanas. La mejor película de Pawlikowski a la fecha es también una particular road movie, un viaje de descubrimiento que tiene preparado para sus últimas estaciones más de una sorpresa. Es también un film conciso y compacto (apenas 80 minutos) que reflexiona sobre la dolorosa historia reciente de un país sin necesidad de recurrir a demasiadas explicaciones, simplemente a partir de la compleja pintura de un par de personajes y sus circunstancias.