Ni Dios ni el Diablo son los culpables Poco más, poco menos, todos los géneros cinematográficos tradicionales conforman una genealogía donde el producto derivativo es más la norma que la excepción. De esa historia de regurgitaciones han surgido películas malas, buenas y feas. Y también las obras maestras. Así en la Tierra como en el Infierno, cuarto largometraje de terror de John Erick Dowdle –quien había demostrado algo de ingenio para esos menesteres con su remozada versión en inglés de la española [Rec]: Cuarentena–, es un típico exponente del horror de bajo presupuesto contemporáneo, en el cual pueden rastrearse influencias, homenajes y pequeños (y no tanto) hurtos en prácticamente cada fotograma. Dejando de lado rispideces e incongruencias del guión (el espectador que gusta de hacer de policía de realismos y verosímiles puede darse una panzada abrumadora), el principal problema del film no es lo ya visto y oído, sino la mano que mece la cuna, la técnica del ilusionista que intenta hacer un viejo truco de magia como si fuera la primera vez... sin lograrlo.Así en la Tierra... encuentra a una bella y joven arqueóloga, Scarlett (la galesa Perdita Weeks), en busca de una roca símil Rosetta escondida en unas cavernas iraníes. Especialista asimismo en idiomas muertos y civilizaciones perdidas y salvada por un pelo de la expedición oriental, la aventurera parte hacia la Ciudad Luz en pos del siguiente objetivo: nada más y nada menos que la legendaria Piedra Filosofal, el Santo Grial de esa olvidada “ciencia” conocida como Alquimia. Los primeros cuarenta y cinco minutos de metraje, al tiempo que van sumándose los miembros de la expedición parisiense, recuerdan a El Código Da Vinci y relatos similares, aunque en más de una ocasión los descubrimientos de pistas y señales se asemejan más a un episodio algo tontolón de Scooby Doo.Luego de desenmascarar el punto de acceso ideal para ingresar a las famosas catacumbas de la ciudad –¡gracias al habitué de un boliche de moda!, tan cool como sólo un graffitero de una París cinematográfica puede serlo–, el sexteto se calza las camaritas de video en sus cascos antes de internarse en las profundidades de la tierra y dar paso al terror. En realidad, Así en la Tierra como en el Infierno está rodada y montada alla El proyecto Blair Witch de principio a fin, de modo tal que cada uno de sus planos es (teóricamente) un recorte de lo que ven directamente los personajes. Corridas, ausencia de luz, imágenes sugestivas, sonidos tenebrosos, riesgos de asfixia y muerte por derrumbes varios y la aparición triunfal de lo sobrenatural forman parte del eventual menú, que a esta altura parece más un puñado de snacks que una comida a la carta. Cuando las explicaciones de rigor ocupan el centro de atención, el guión echa mano al eterno y no necesariamente pagadero concepto de Culpa. Así, con mayúscula. Ni Dios ni el Diablo son los culpables.
Con el estilo híbrido como virtud Aunque el film comienza como un documental clásico acerca de un transformista y su vida sobre y fuera de las tablas de Porto Alegre, al poco tiempo queda claro lo tenues que son en el relato los límites entre ficción y realidad. Presentado en el marco de los así llamados “Encuentros con el cine brasileño”, Castanha es el cuarto largometraje de ese origen estrenado en el cine Gaumont en el transcurso de los últimos meses. Esas proyecciones han permitido paliar –en una minúscula parte– la ausencia de películas del país vecino en las pantallas argentinas. Pero no es la primera vez que la ópera prima de Davi Pretto se ve por estas comarcas: el film formó parte de la Competencia Internacional del último Bafici y fue uno de los varios films en esa sección que hicieron gala de un gran desenfado a la hora de hibridar ficciones y realidades, mixturando territorios cuyos límites eran considerados hasta hace poco tiempo inexpugnables. Parido seguramente gracias a una comunicación muy fluida entre director y protagonista, el film –luego de un travelling sangriento que introduce una de sus variantes performáticas– comienza como un documental clásico acerca de un transformista y su vida sobre y fuera de las tablas de Porto Alegre. A pocos minutos del comienzo de la proyección, sin embargo, es claro que los límites entre realidad y ficción son tan tenues como innecesaria es la escisión entre ambos universos. João Carlos Castanha interpreta a Castanha, un hombre de unos cincuenta años, HIV positivo y fumador en cadena que vive con su madre anciana (la madre real de Castanha, el actor) y que, por las noches, actúa en un club de strippers masculinos como transformista –mezcla de drag queen y macchietta grotesca–, amén de su participación en una obra de teatro under. Las primeras escenas alternan momentos cotidianos, tanto en su departamento como en el ámbito laboral, con diálogos aparentemente banales que, lentamente, van desarrollando la personalidad de los personajes/personas, al tiempo que despliegan varios conflictos familiares e interpersonales. Como en un juego de cajas chinas de piezas intercambiables –ninguna es mayor o más importante que el resto–, el actor, el personaje central y las criaturas que Castanha interpreta dentro de la ficción/realidad del film van armando un rompecabezas cuya forma nunca llegará a apreciarse en su totalidad. Según sus propias declaraciones, Pretto rodó el film en apenas veinte días, pero el trabajo de preparación y escritura del guión fue intenso y complejo. ¿Cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en la película terminada? Poco importa. Y tal vez la pregunta deba tomar otra dirección y concentrarse en el concepto de “verdad”, que el film intenta aprehender a partir de Castanha, su entorno y relaciones, su trabajo, creaciones y anhelos. La relación del protagonista con su madre y la de ésta con su nieto, un joven atrapado en el consumo de drogas duras, ocupa una parte esencial del relato, pero el film de Davi Pretto evita los caminos más tentadores para esta clase de historias: la sordidez y/o la falsa ternura. Castanha no es un melodrama exacerbado ni un drama realista de manual, y el estilo híbrido que lo atraviesa –incorporando recuerdos, sueños, fantasías e incluso una película dentro de la película– se transforma en la mayor de sus virtudes. Eso y una nocturna melancolía que salpica el relato de principio a fin.
Sobre la presencia y la ausencia del tren Breve, frágil, El tramo es de esos documentales de creación que suelen pasar completamente inadvertidos en el maremagno de la cartelera semanal. Particularmente en este 2014, que va en camino de transformarse en record histórico mientras se arrima sin pausas al vertiginoso número de 150 títulos nacionales estrenados en salas. Presentada hace más de dos años en el Bafici, la ópera prima de Juan Hendel –pergeñada en la escuela de cine documental Observatorio, casa matriz de Caja cerrada, de Martín Sola, entre otros largos y cortometrajes de no ficción– se ubica cómodamente en la intersección del documental de observación, el film de ensayo y el experimento formal, haciendo de su tema el centro de gravitación y, a la vez, una excusa para reflexionar sobre la forma cinematográfica. “Mi abuelo materno era ferroviario. Tengo una relación nostálgica con el tren que se fue transfigurando con el paso del tiempo”, escribe el realizador en la gacetilla de prensa, a modo de confesión y carta de intención, y su película hace de los trenes –de su presencia pero también de su ausencia– algo más que un simple medio de transporte: metáfora de un país que fue y que algunos intentan, a modo personal y sacrificado, recuperar, al menos en parte. Para el amante del ferrocarril, pocas cosas deben ser más tristes que ver pasar, al costado de la ruta, las vías desvencijadas, carcomidas por yuyos y óxidos, de una red abandonada hace décadas, testigos del paso del tiempo y la dejadez. Pocos lo saben (es la clase de cosas que no suelen transformarse en noticia), pero la Asociación Amigos del Ferrocarril Belgrano –un grupo civil con base en pueblos y ciudades del interior bonaerense como Mercedes y Tres Sargentos– viene recuperando tramos del Ramal G desde hace varios años. Sobre esas vías nuevamente activas monta su cámara Hendel, como un testigo del cambio de algunas cosas y la inmutabilidad de otras. Pero El tramo no es, de ninguna manera, un documento oficial de esas actividades de recuperación (desmalezamiento, limpieza, puesta a punto de maquinaria), y ciertas elecciones de puesta en escena y montaje, definitivamente elípticos, pueden llegar a irritar a algún espectador en busca de información pura y dura. Hendel evita explicaciones y datos (no hay entrevistas a cámara y los diálogos son casi inexistentes), concentrándose en cambio en las actividades de un grupo de habitantes de esa región, en particular un hombre entrado en años que circula por los remozados rieles de trocha angosta en una máquina de construcción propia, suerte de “ármelo usted mismo” de ensueño. Precisamente, por momentos el film adquiere una cualidad onírica, cortesía de más de un encuadre misterioso y el uso limitadísimo de los planos generales. Tal vez haya algo pretencioso en la incorporación de algunas reflexiones del filósofo francés Henri Bergson en forma de texto, pero al menos una de esas líneas parece otorgarle sentido pleno a las elecciones formales del film: “Si una parte es igual al todo, ¿qué conserva de la totalidad ese fragmento? Tal vez contenga su causa, su origen”. En ciertas instancias, esa atención al detalle carga de lirismo la pantalla, como si Hendel quisiera retomar en parte el camino del cineasta ucraniano Aleksandr Dovzhenko, en particular el de su clásico Tierra: naturaleza, ser humano y máquina en armoniosa tensión, puro presente que se proyecta como un par de rieles hacia el pasado y el futuro.
Todo un festival de lugares comunes Hay películas con jóvenes y películas con ancianos. También hay estudiantinas y (con las disculpas del caso por el neologismo) gerontofábulas. El último largometraje de la alemana Sandra Nettelbeck –cuya anterior Bella Martha obtuvo un importante éxito mundial a comienzos de siglo– se afinca cómodamente en este último grupo, haciendo de la ñoñez, los estereotipos y cierto grado de crueldad tres de las sustancias principales de su principio activo. Rodada en idioma inglés en la siempre fotogénica París, El último amor es, desde ese punto de vista, una tradicional coproducción que apunta a la mayor cantidad de mercados internacionales posibles, y su reparto está encabezado por esa eminencia del cine llamada Michael Caine. Es precisamente el británico quien logra que, por momentos demasiado breves, el film se deslice en lugar de chirriar en sus goznes, pura presencia y juego con la memoria cinéfila del espectador. Viudo desde hace relativamente poco tiempo, profesor jubilado, americano en París incapaz de pronunciar una palabra en el idioma de Molière, el señor Morgan del título original vive una existencia triste y gris. Es entonces que, a menos de diez minutos de comenzada la proyección, se topa –aunque no precisamente en la playa– con la blonda Pauline (Clémence Poésy), una joven maestra de danza que inmediatamente se interesará en su ¿caso?, ¿vida?, ¿persona? El último amor jugará durante un buen rato a la posibilidad del romance tardío de Morgan con la mucho menor Pauline, que previsiblemente utilizará sus clases de baile (ritmos latinos, por supuesto, cuáles si no) para intentar inyectar algo de vida en su mustia amitié. Salidas, recuerdos y confesiones aderezan el proceso, que por momentos parece también el de una relación entre padre e hija putativos, punteados por una serie de poco afortunadas –por lo estériles e irrelevantes– “apariciones” de la difunta señora de Morgan. A mitad de camino, el guión de la propia Nettelbeck (adaptación de una novela de la actriz y escritora Françoise Dorner) pega tremendo volantazo para permitir que los hijos del anciano vuelen desde los Estados Unidos y lo visiten. Que los retoños (precisa Gillian Anderson, imposiblemente afectado Justin Kirk) sean un atado de maledicentes angustias, prejuicios y egoísmos resulta esencial para que el final del derrotero llegue con la suficiente carga de empatía prefabricada, de esa que nunca permite que el espectador acompañe al héroe, sino que lo obliga a seguirlo a la rastra. Engalanada por la correcta fotografía otoñal de Michael Bertl, de tonos ocres apastelados, El último amor, con su pesada carga de lugares comunes y una lógica dramática esencialmente impostada, sólo puede predicarle exitosamente al más fervoroso de los conversos.
Aventura y espíritu lúdico Como en los primeros largometrajes de Matías Piñeiro, la idea de los juegos y las conspiraciones grupales van desarrollando algunas de las vueltas de tuerca de un relato que abreva tanto en Poe como en Robert Louis Stevenson. Desde su estreno en el último Bafici, El escarabajo de oro ha generado toda clase de repercusiones, ubicadas entre dos extremos en apariencia irreconciliables: las descripciones de fondo y forma que la interpretan como una enjundiosa reflexión metacinematográfica y aquellas otras que sólo ven en el film un chiste interno algo pedante. Quizás el film de Alejo Moguillansky y la sueca Fia-Stina Sandlund no sea ni una cosa ni la otra. O, por qué no, tal vez ambas entidades se superpongan de tal forma que no sea posible separarlas, y esa sea precisamente parte de su gracia y razón de ser. Algo es indiscutible: la falta de gravedad, el tono juguetón que la película nunca abandona, la capacidad de reírse de sí mismos de los responsables se agradecen profundamente y hacen que la experiencia nunca desbarranque en las banquinas de la autoindulgencia. Nacido en el festival danés CPH:DOX –especializado en el cine documental pero abierto a toda clase de cruces e hibridaciones–, el proyecto tenía una condición sine qua non: que el film resultante fuera codirigido por un realizador escandinavo y otro de algún país (atención, eufemismo) “emergente”. Lejos de lo esperado, El escarabajo de oro se toma a la chacota su condición de película financiada por dineros europeos y hace que ese mismo hecho descanse cerca de su núcleo narrativo, no tanto como escupitajo sobre la cara de los mecenas como cavilación en tono de comedia sobre los fondos de coproducción y la idea de un cine tercermundista para el consumo del mundo civilizado. Difícil saber qué hubiera pensado Glauber Rocha, pero lo cierto es que el extraño objeto de Moguillansky y Sandlund vuelve –en otro tono, en otra época, con otras intenciones– sobre muchas de las inquietudes del autor de La estética del hambre. Como en los primeros largometrajes de Matías Piñeiro, la idea de los juegos y las conspiraciones grupales van desarrollando algunas de las vueltas de tuerca del relato. Como en la anterior película de Moguillansky, El loro y el cisne, realidad y ficción se confunden, aunque en este caso sería más acertado decir que se desbaratan o trastrocan. Y también, como en las Historias extraordinarias de Mariano Llinás, que aquí se desempeñó como productor, coguionista y actor secundario, se vuelve al deseo de revisitar las fuentes del relato de aventuras clásico. Si el título de la película es homónimo de un cuento de Edgar A. Poe, El escarabajo de oro también regresa al universo de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, aunque, por supuesto, de manera escasamente literal. La secuencia de títulos, que se desglosa a lo largo de casi veinte minutos (en otros idiomas y un poco en broma: Moguillansky figura, además de codirector, como responsable de la “mise-en-scène”), presenta a los personajes involucrados: Victoria Benedictsson, la escritora sueca del siglo XIX en cuya figura estará, en principio, centrado el film dentro del film, y Leandro N. Alem, quien será su eventual reemplazo; un suicida por otro suicida, una feminista por el fundador de la Unión Cívica Radical. Pero también presenta a los realizadores de la película: el argentino, en cámara casi todo el tiempo, y la sueca, en estricto off, haciendo y atendiendo llamados telefónicos desde Nueva York. A ellos se les suman, entre otros, dos actores (Rafael Spregelburd y Walter Jakob), el equipo técnico y artístico, dos jóvenes europeos representantes de los fondos de producción y, finalmente, dos mujeres (Luciana Acuña y Agustina Sario), las únicas en el reparto/grupo, que irán corriéndose de los márgenes al centro a lo largo del metraje. Todos ellos haciendo de sí mismos pero también de otros. Desde un primer momento, surge un dato que hace que el rodaje dentro de la ficción se transforme en una simple fachada, una cortina de humo: la pista, en apariencia certera, acerca de un tesoro enterrado en las cercanías de las Ruinas Jesuíticas de Misiones. Hacia allí partirá entonces la cuadrilla, cada uno de sus miembros con un plan más o menos secreto. Como en el film más famoso de Llinás, hay aquí también historias enmarcadas en forma de flashbacks –Benedictsson y Alem, pero también el bandolero brasileño que roba un arcón lleno de monedas de oro de la corona portuguesa– y un par de relatos en off que, a la manera del coro griego, describen y comentan las acciones de los personajes (Hugo Santiago interpreta la voz de Alem y hay más de una joyita cómica en su relato de los avatares de los héroes, a su vez relectura lúdica del pasado histórico de nuestro país). El escarabajo de oro es frenética por momentos, en otros un poco cansina, siempre algo inesperada, y entre sus pretensiones no parece existir el encumbrarse en lugares que no le corresponden. A pesar de ello, algunas lecturas han visto en sus reflexiones sobre el colonialismo, el machismo y el cine en las periferias de los centros de producción algo lábil y chabacano, más cercano a la charla de café que a la reflexión filosófica. Pero, ¿y si así fuere? ¿No será ésa la idea, a fin de cuentas, de que no sólo de gravedad se vive?
La ortodoxia religiosa vista desde adentro Hay una o dos cuestiones que pueden hacer algo de “ruido” durante la proyección de La esposa prometida, en particular si el espectador no profesa el judaísmo ortodoxo (la rama jaredí, en este caso). Fundamentalmente su férrea defensa de los enlaces concertados, tan alejados de las prácticas matrimoniales en las culturas del así llamado Occidente. Pero hay sin dudas dos valores que se hacen notar en la ópera prima de Rama Burshtein: su honestidad intelectual y el conocimiento desde adentro de la cultura que (re)presenta en pantalla. En ese sentido, el film se ubica en las antípodas conceptuales de otras películas donde es la mirada externa la que describe y, en última instancia, condena o santifica determinadas características de ciertas culturas o grupos religiosos. Presentada en sociedad hace un par de años en el Festival de Venecia, La esposa prometida es el relato de una decisión aparentemente personal en el marco de una sociedad en extremo ritualista y codificada en sus usos y costumbres. Y lo es desde una mirada femenina pero necesariamente antifeminista, atenta a las experiencias y emociones personales pero esencialmente acrítica de los valores que describe. La protagonista es indudablemente Shira (Hadas Yaron, premio a Mejor Actriz por este rol en Venecia), una joven de dieciocho años e hija menor de una familia de la comunidad jasídica de Tel Aviv. El film posee, sin embargo, cualidades corales, concentrado como está en los miembros primarios y secundarios del clan. Y su conflicto central es claro como el agua luego de la trágica muerte de la hija mayor: la imperiosa necesidad de “llenar el vacío” del título original, el posible casamiento entre Shira y su cuñado ante otra serie de opciones que no conviene develar aquí. Drama intimista de pura cepa, Burshtein –según sus propias declaraciones, criada en el mundo secular pero convertida hace tiempo a la ortodoxia– maneja los tiempos narrativos sin apuro, pero atenta a las leyes de acción y reacción de la narración clásica, con un reparto de actores y actrices entregado a una caracterización sin fisuras, evidentemente una de las preocupaciones centrales de la realizadora. A tal punto que la actuación se convierte en una de sus obsesiones formales, cimentada por un uso algo inmoderado de los primeros planos y el empleo de lentes que tienden a desenfocar los márgenes del plano, dando como resultado una imagen aterciopelada y, tal vez, un poco amanerada. Existe definitivamente una dimensión antropológica en La esposa prometida y, por momentos, sobrevuela la impresión de que el film intenta hacer las veces de amable carta de presentación de un mundo desconocido puertas afuera. Sociedad patriarcal al fin, si bien las mujeres parecen mover muchos de los hilos que conducen a la toma de decisiones, serán en última instancia los hombres quienes –del rabino al candidato a consorte, pasiva o activamente, por acción u omisión– tendrán la última palabra sobre las cuestiones a resolver. Muy distinto a lo que ocurría en Primavera tardía (1949), de Yasujiro Ozu, donde otra mujer debía decidir si casarse o permanecer soltera. En esa obra maestra del cineasta japonés más de un enigma quedaba sin respuesta y una genial elipsis evitaba la escena del casamiento y el llanto catártico, ese recurso demagógico.
Y los sábalos desaparecieron del Pilcomayo Hay un momento notable en Uahat, segundo largometraje del trío integrado por Julian Borrell, Franco González y Demian Santander, enfrascados aquí en un viaje documental por el norte de nuestro país, en la zona fronteriza con Bolivia y Paraguay. Ocurre cerca de la mitad del metraje, luego de que un miembro de la comunidad wichí –uno de los portavoces de la denuncia que ocupa el centro del film– explica a los realizadores cómo y por qué el río Pilcomayo ya no les regala esos sábalos que sus antepasados vienen pescando desde hace quién sabe cuántas generaciones. Hay un corte de montaje y de su rostro y su voz se pasa a un plano general que muestra el disminuido caudal del ahora riacho, mientras una máquina lucha en vano por tratar de reencauzar esas aguas a su recorrido natural. En ese choque de imágenes y sonidos se resumen muchas de las cuestiones y problemáticas que rodean a los pueblos originarios en nuestro país y en Latinoamérica en general: su voz casi nunca escuchada, la imposibilidad de regresar a su estilo de vida original, la desidia general de toda clase de gobiernos, más allá de algún puntual y momentáneo parche. Es una pena que ningún otro momento del film esté a la altura de ese instante revelador, porque las intenciones del trío de realizadores –poner la cámara y el micrófono al servicio de las demandas de un grupo de ciudadanos argentinos y bolivianos– es no sólo necesaria, sino indispensable. En un principio el proyecto de Borrell, González y Santander era un trabajo por encargo sobre las artesanías en el Chaco salteño, pero decidieron quedarse algunas semanas más para conocer la situación actual del río Pilcomayo, corrido de su cauce natural desde los años ’90. Un acuerdo transnacional entre Argentina y Paraguay, conocido como Proyecto Pantalón, terminó derivando casi todo el caudal de agua hacia territorio paraguayo, consecuencia directa de la falta de inversión en el mantenimiento del canal derivador durante los últimos años y la consiguiente colmatación del río. “No hay ningún pantalón con una sola pierna”, dice el delegado wichí. Y algo similar opinan algunos kilómetros hacia el norte, en un pueblo de pescadores de la comunidad weenhayek, ya en territorio boliviano, que sufre la escasez de peces en temporada de pesca. Resulta claro que las comunidades del país vecino están más activas y que poseen más herramientas legales para defender sus intereses. Pero tampoco pueden hacer mucho más que elevar sus quejas y viajar casi a último momento a una minúscula cumbre en Asunción para hacer oír sus voces. El equipo de rodaje se despide de ellos, hacia el final de Uahat, con algo de tristeza, aunque la esperanza no se ha perdido del todo, según confiesan los representantes poco antes de alejarse. A pesar del uso de la cámara en mano y de una intensa cercanía con los protagonistas de la lucha, Uahat no es muy diferente a un buen informe televisivo. Aunque, por cierto, con mucho más tiempo para exponer la problemática y sin periodistas o conductores estrella de por medio. En ese sentido, el film cumple su cometido principal: describir un estado de situación y hacer la denuncia correspondiente.
La vida, y lo demás Es una curiosidad que el film de Pinto sea el preseleccionado para el Oscar: es una demostración del buen momento que vive el cine hecho en Portugal, pero también una elección atípica. ¿Y ahora? Recuérdame, que desde su estreno en el Festival de Locarno el año pasado viene recorriendo el mundo en ochenta festivales –y que continúa exhibiéndose en Buenos Aires a partir de mañana en calidad de estreno, luego de su presentación en el Festival de Cine portugués–, fue elegida hace algunas semanas como la enviada oficial de Portugal a los premios Oscar. Ese dato puede resultar anecdótico, pero al mismo tiempo habla a las claras del gran momento creativo por el que está atravesando el cine de ese país. Eso, o los portugueses están un poco malucos, porque el film de Joaquim Pinto está en las antípodas de lo que suele catalogarse como material apto para el Oscar “extranjero”: es seria y profunda sin ser grave, dura casi tres horas pero está lejos de ser una superproducción, no hay en su metraje ni una pizca de cálculo comercial. Finalmente, es un documental. Es también uno de los mejores estrenos del año, una película sorprendente, apasionante y enriquecedora, la creación de un artista de enorme lucidez y generosidad. Nada en la sinopsis general de ¿Y ahora? Recuérdame –el diario fílmico en primera persona de un cineasta VIH positivo, a lo largo de un año de su vida– puede dar una idea del torbellino de ideas, sensaciones y reflexiones hacia el cual Pinto, junto a su compañero de ruta Nuno Leonel, logra atraer al espectador dispuesto a vivir la aventura. Extremadamente personal e incluso íntimo, el documental parte de una descripción, por momentos minuciosa, del tratamiento con drogas antirretrovirales a las cuales Pinto se sometió durante un año, viajando regularmente desde su pequeña casa de campo en la región portuguesa de Columbeira hasta la ciudad de Madrid. Esos viajes cumplen una función específica en la lucha contra las bajas defensas de su sistema inmune, pero son también el punto de partida para una reflexión acerca de la relación con su cuerpo. Un cuerpo que, por momentos, parece ser otro, un cuerpo no reconocido u olvidado, uno de los tantos efectos colaterales del tóxico cóctel de fármacos. En otros momentos el sistema vuelve a funcionar y esos órganos, tendones y músculos vuelven a pertenecerle casi por completo (casi porque, ¿acaso alguien puede hacer alarde de ser su dueño y maestro absoluto?). Esos momentos de luz y de sombra, que se alternan en la vida cotidiana y forman parte de sus angustias y placeres, le sirven al realizador como disparadores de una enorme cantidad de digresiones que, en realidad, son parte constitutiva e inseparable de la forma de la película. ¿Como la vida misma? Tal vez, porque ¿Y ahora?..., con su estructura expansiva y ramificada –pero al mismo tiempo planificada al detalle desde el montaje– consigue imitar la manera en la cual pensamos y sentimos: nunca de manera directa, enfocada en un solo concepto u objetivo sino desperdigada en decenas, cientos de ideas, pensamientos y emociones. De la estructura del ADN del virus a los recuerdos de infancia y juventud (que Pinto ilustra con fotografías e imágenes en Super8), del libro de un pintor portugués renacentista a las consecuencias de un incendio forestal en la zona, de la placidez en compañía de los animales a la posibilidad de quedarse dormido en un aeropuerto, de las inyecciones diarias al deseo de amor y sexo que no se extingue. No hay nada en la relación de Pinto con su entorno que el film transmita como algo impersonal o irrelevante, ya se trate de la naturaleza circundante, de los tres perros que acompañan a la pareja –no tanto mascotas como cohabitantes y colegas–, de la casa, su cuarto, el asiento de acompañante de la camioneta o el espacio que lo separa de su computadora. Nada es despreciable. Ni siquiera una avispa que, en un plano que podría pertenecer a un documental de Werner Herzog, se roba un pedazo de hamburguesa y sale volando fuera de cuadro. Mucho menos la banda de sonido, que va de Jacques Ibert a Max Reger, pasando por un melancólico tema pop de la banda danesa WhoMadeWho, y que se asemeja a uno de esos compilados hechos por mero placer, como un regalo de un amigo a otro. La de Pinto es asimismo una película política, en un sentido amplio pero preciso: el mundo exterior entra por la pantalla del televisor, bajo la forma de las últimas noticias que llegan desde el resto del mundo, pero también en un posible recorte presupuestario a causa de la crisis económica, que puede tener consecuencias directas en su salud y, por ende, en su presente y futuro. Es también una bella historia de amor y un ensayo sobre la vida y una posible manera de vivirla. Por efímera que sea la sensación –y un poco a la manera de ese libro del pintor e ilustrador Francisco de Holanda que ambiciona coleccionar imágenes de todas las edades del mundo–, por momentos es como si el universo entero estuviera contenido en la película. O, lo que es lo mismo, que la película fuera el universo. No es poca cosa.
Otros juegos a la hora de la siesta Con alguna influencia de La ciénaga, el film de Barrionuevo narra el cruce de un puñado de personajes en un día de estío (y hastío) en un pequeño pueblo cordobés, con el despertar erótico de un par de hermanas adolescentes como motivo central. El dato ya no es ninguna novedad: Córdoba se ha transformado en un auténtico polo de producción cinematográfica y en una usina de jóvenes realizadores. Esto puede comprobarse en cada nueva edición del Festival de Mar del Plata y el Bafici y en el estreno regular de los títulos más relevantes producidos en esa provincia. En la entrega más reciente del festival porteño, por caso, tres de las quince películas presentadas en la Competencia Argentina fueron de ese origen. En otras palabras, un notable veinte por ciento. El debut en el largometraje de Inés María Barrionuevo, Atlántida (título enigmático, tal vez poético, nunca literal), fue una de las integrantes de ese trío, un film que difícilmente pueda definirse como novedoso pero que acepta jugar bajo ciertas reglas y sale airoso del desafío. El cruce de un puñado de personajes a lo largo de poco menos de veinticuatro horas, en un día de estío (y hastío, en algún caso) en un pequeño pueblo cordobés, con el despertar de la pulsión erótica de un par de hermanas adolescentes como motivo central. Tal podría ser la sinopsis de Atlántida, en la cual, sin embargo, no resulta tan importante el qué sino el cómo. Barrionuevo elige narrar su historia en un momento preciso, el verano de 1987/1988, dato que surge por inferencias: los constantes cortes de luz, alguna noticia en el viejo televisor de tubo, un comentario sobre el robo de las manos de Perón. Las razones no son políticas, sino que parecen estar ligadas a la descripción de un mundo perdido, en el cual la tecnología (teléfonos celulares, computadoras) no ha desplazado la posibilidad del encuentro o el desencuentro físico. Asimismo, la vida de pueblo es esencial en la poética que Barrionuevo elige para describir a sus personajes, y las recurrentes menciones a la vida en la “ciudad” (Córdoba, Buenos Aires) contienen en sí mismas una idea de escape, de horizonte. Con los padres fuera de casa por razones familiares, Lucía y Elena se pelean como sólo saben hacerlo los hermanos. La mayor, Lucía, se da un chapuzón mañanero en la pileta del club y se pone a estudiar con la esperanza de entrar en alguna facultad de Buenos Aires. Elena tiene enyesada una pierna y no puede caminar por órdenes del doctor. Llegan amigas de visita, se habla de cosas que ya se comentaron un rato antes, en el club: una chica del grupo transó con un chico, tal vez se dejó “toquetear” un poco. “Es medio trola”, comenta alguien. Cosas de la adolescencia que Barrionuevo pone de relieve con atención al detalle, tal vez el mayor de los méritos de la película, ayudada por un excelente reparto de actores jóvenes que siempre da con el tono justo. La lente de Ezequiel Salinas sigue a los personajes de cerca, cámara en mano; esa cercanía logra transferir al espectador una parte de la intimidad de los personajes, más de un deseo insatisfecho, alguna angustia, que no serán explicitados en palabras. Atlántida se va abriendo luego a otros relatos, incorporando personajes mentirosamente secundarios: una amiga con la cual Lucía decide escapar a las afueras del pueblo, un médico (interpretado por Guillermo Pfening) que pasa por la casa de las hermanas, un chico de unos quince años que ya domina las artes de la apicultura. Y el calor, claro está, que parece no aflojará nunca. Más allá de un plano específico que homenajea directamente a otro de La ciénaga, lo cierto es que resultan notorias las influencias del cine de Lucrecia Martel, aunque Barrionuevo es muchísimo menos ominosa (y más luminosa), entregada por momentos a la idea de aventura, como si la película fuera una suerte de relectura minimalista, destilada y madura de “Verano azul”, la serie española que se vio en nuestro país precisamente en los años ’80. En algún momento el comentario social (de clases sociales en tensión) que estaba agazapado salta a la vista de manera obvia y en los últimos tramos la directora no puede evitar algunas metáforas transitadas: la tormenta, la lluvia, el yeso. Como si hubiera decidido entregarse a una lógica narrativa que había logrado evitar en gran medida, cambiando el misterio y la sutileza por la comodidad de la literalidad y la redundancia.
La infancia a vuelo de pájaro Una lectura superficial de la sinopsis de Aprendiendo a volar –Kauwboy puede recordarle al espectador memorioso imágenes de otra película: Kes, el clásico del realismo social británico dirigido por un joven Ken Loach. Pero si bien ambos films se centran en la relación de ¿amistad? (¿puede llamársela de esa forma?) entre un chico con problemas en su hogar y un pájaro –un halcón en Kes, un cuervo bebé caído de su nido en Kauwboy–, las diferencias entre uno y otro son demasiadas para permitirse la idea del homenaje, mucho menos la del plagio. En principio, en la ópera prima del holandés Boudewijn Koole las cuestiones sociales quedan relegadas a un plano lejanísimo (al fin y al cabo, Holanda no es el Reino Unido) y las problemáticas relaciones del protagonista, Jojo, con su entorno familiar y escolar parecen reducirse a un solo conflicto irresuelto: la ausencia total y absoluta de su madre, una cantante de música country de la cual el film se esmera en ocultar información relevante. Hasta la hora de las revelaciones, claro está. Y las ausencias son, precisamente, centrales en la vida de Jojo: el padre está ausente en presencia, en parte por unas largas jornadas de trabajo, en mayor medida por la rígida visión del mundo exterior e interior de su hijo y un carácter por demás irascible. Y allí entra en escena el pájaro en cuestión, sustituto de deseos y reductor de angustias, según una mirada psicologista en la que la película, afortunadamente, no termina de caer hasta los tramos finales. Algo de eso deben de haber comprendido los guionistas (el propio Koole y Jolein Laarman), a tal punto que los días de Jojo incluyen a su cuervo mascota, pero también a una compañera algo mayor de las clases de natación, una jovencita despierta y experta mascadora de chicles. Es precisamente en esas escenas con la chica en cuestión, en esos paseos vespertinos donde la nada puede transformarse en todo, donde el realizar busca y encuentra los momentos más entrañables (nunca sentimentales y mucho menos ñoños) del film, donde la fragilidad de la infancia se hace más evidente para el espectador adulto, precisamente por su cualidad efímera. La observación de lo cotidiano es lo mejor que tiene para ofrecer Aprendiendo a volar (dicho sea de paso, un espantosamente alegórico título local): los escasos lapsos de ternura entre padre e hijo, la incomprensión del adulto hacia el mundo infantil –tal vez el olvido más terrible de quién alguna vez se fue—, la aventura del tránsito de la infancia a la pubertad, que se anticipa en las miradas y respiraciones. La cámara, que por momentos parece imitar a la de los hermanos Dardenne, encuentra belleza en la superficie de las cosas, en los cabellos del protagonista, en las plumas del pájaro, en un rayo de sol a través de las hojas de un árbol. Pero los conceptos de pérdida y duelo se hacen carne en el último tercio del relato y allí esperan agazapados dos lugares comunes: el golpe debajo de la cintura y el cierre cómodo y tranquilizador, con papel de regalo y moño a tono para padres atormentados. ¿Los chicos? Bien, gracias.