Jueguito de terror “Basada en el juego Ouija, de la compañía Hasbro”, reza la placa sobre las imágenes de cierre. Las tablas para comunicarse con los muertitos son tan viejas como la moda espiritista de fines del siglo XIX –versión sofisticada del conocido juego de la copa–, pero el nombre Ouija y sus patentes correspondientes son propiedad de esa empresa desde hace décadas, haciendo de la ópera prima de Stiles White un extraño caso de film de terror basado en un juego de mesa, que Hasbro vende en diferentes versiones (algunas, incluso, requieren de un par de pilas, quién sabe para qué). Algo habrá tenido que ver el productor Michael Bay, que viene dirigiendo las exitosas entregas de Transformers, otra de las propiedades de la mentada empresa de juguetes. Por lo demás, Ouija es otro exponente de lo más rancio del horror contemporáneo, donde el concepto es rey y el guión es apenas un rejunte de ideas y cosas ya vistas cuya función primordial es ordenar las escenas con cierto método. Fórmula probada que vende y bien vende, a juzgar por la catarata que inundó las salas en este 2014 que termina.En esta ocasión, una chica se suicida pero su mejor amiga lo duda, porque la conoce y porque sabe que anduvo tonteando con la tablita. Junto al novio, su hermana y algunos compañeros de escuela la atrevida joven intenta comunicarse con la difunta y, a partir de allí, comenzarán los más extraños fenómenos y las muertes, que ningún policía local investigará nunca jamás, a pesar de las particulares circunstancias que las rodean. Ouija es, entonces, relato de espíritus malvados, historia de casa embrujada y teen horror que reutiliza el concepto central de Destino final, aunque sin la imaginación e ingenio de sus mejores entregas. La sangre escasea –la película está pensada para un público púber y la ouija de la empresa es “recomendada para chicos de ocho años para arriba”– y es tan fuerte la sensación de déjà vu, tan aplastante la previsibilidad de cada uno de los pasos hacia el desenlace, tan malogrado el clima de amenaza inminente, que la película hace pensar que el ilustre pero nunca prestigioso género de terror difícilmente tenga una salida ante tamaña mediocridad (pero a no de-sesperar, siempre se sale).Lo más horripilante de Ouija es, de todas formas, la torpeza con la cual todas y cada una de las vueltas de tuerca fantásticas de la trama intentan explicarse con un riguroso exceso de lógica, una suerte de materialismo idiota que elimina de cuajo cualquier atisbo de ambigüedad y misterio. De horror inexplicable, poco y nada. Sobreviene entonces el efecto Scooby-Doo: una vez descubiertas las razones de la maldición (otra vez las fotos viejas, otra vez los recortes de periódicos, otra vez los cadáveres escondidos en el sótano) hay que hacer dos o tres cosas en el orden preciso y sanseacabó, fin de la cuestión. Suerte que está la criada latina, que por ser latina o por ser criada o por ser católica –o todo eso junto– parece saber bastante de conexiones con los espíritus y de cómo sacárselos de encima. 3-OUIJA Estados Unidos, 2014Dirección: Stiles White.Guión: Stiles White y Juliet Snowden.Fotografía: David Emmerichs.Montaje: Ken Blackwell.Música: Anton Sanko.Duración: 89 minutos.Intérpretes: Olivia Cooke, Ana Coto, Daren Kagasoff, Bianca Santos, Douglas Smith, Shelley Hennig.
Historias que confluyen en un pueblo El director esquiva tanto el desdén y la crueldad hacia sus personajes como la gratuidad del golpe de efecto dramático: así consigue un amable entramado coral, con líneas mejor resueltas que otras pero con un pulso firme para el costumbrismo. Amabilidad es la palabra que mejor le cabe a Una noche sin luna, coproducción uruguayo-argentina (cordobesa, para más datos) que viene de presentarse en el Festival de San Sebastián. Poco importa que sus tres protagonistas, hombres de mediana edad solitarios y tristes, transiten un fin de año de alegrías pasajeras, leves descansos de una existencia que se adivina mediana y gris, aunque esperanzada. Y melancolía, porque en cada una de las tres historias –relacionadas entre sí por tono y geografía– pueden reconocerse pasados menos opacos, como si la pérdida de algo o de alguien hubiera marcado su devenir de manera definitiva. La ópera prima de Germán Tejeira es transparente desde donde se la mire, y su estructura de tres actos por tres podría describirse sucintamente de la siguiente manera: presentación del trío de historias, desarrollo individual de cada una de ellas, clímax y desenlace mediante los mecanismos del montaje paralelo. Tanto una como las otras tienen como punto de destino el pueblito de Malabrigo, construido ingeniosamente en locaciones tanto uruguayas como cordobesas.Antonio (Roberto Suárez), mago profesional, soltero y según su propia descripción sin apuros, deja su habitación en un hotel familiar y sale a la ruta junto a su conejo, aunque un incidente lo dejará varado en una cabina de peaje en medio de la nada, junto a la joven encargada del lugar. César (Marcel Keoroglian), separado y algo preocupado por cuestiones de peso, se sube a su taxi y recorre varios cientos de kilómetros para visitar a su pequeña hija. Molgota, un músico que pasa una temporada en la sombra (el legendario Daniel Melingo, quien lógicamente aportó parte de la banda sonora del film) tiene permiso para salir de la cárcel durante veinticuatro horas, gracias al pedido expreso del dueño de un club de barrio. Y así, como en una fábula sin moraleja, todos viajan hacia Malabrigo en esa noche de Año Nuevo, velada que no cambiará sus vidas ni posibilitará algo parecido a la redención –bien a tono con esa benevolencia, melancolía e intensidad moderada que son las marcas más evidentes del film–, aunque, a su manera, para cada uno de ellos se trate de algo más que una noche ordinaria.Tejeira, quien había oficiado como uno de los productores del largometraje de animación Anina, conjura estas historias mínimas con el pulso firme del costumbrismo, un sabor agridulce que no abandona casi en ningún momento y la seguridad de trabajar en un terreno donde la previsibilidad no termina de romper con el hechizo amable. Y si bien es cierto que poco hay de novedoso en Una noche sin luna –con su estructura coral que ya conforma un género en sí mismo y esos apagones de luz que funcionan como motores para algunas acciones y reacciones, al tiempo que se revisten de carga simbólica–, también lo es que el realizador esquiva tanto el desdén y la crueldad hacia sus personajes como las gratuidades del dolor intenso y el golpe de efecto dramático. La mejor de las tres historias es la del mago y la chica del peaje, mucho más acertada en el manejo de los espacios acotados donde transcurren los hechos, alejada del tono publicitario que adoptan por momentos las restantes, más misteriosa. Más humana, en definitiva. 6-UNA NOCHE SIN LUNA Uruguay/Argentina, 2014Dirección y guión: Germán Tejeira.Fotografía: Magela Crosignani.Montaje: Germán Tejeira y Julián Goyoaga.Música: Daniel Melingo.Duración: 80 minutos.Intérpretes: Daniel Melingo, Elisa Gagliano, Marcel Keoroglian, Roberto Suárez, Adrián Biniez, Horacio Camandule.
Buscando la huella del cine clásico La concisión del nuevo opus del director de Vikingo transforma el relato en una auténtica locomotora narrativa. Al mismo tiempo, es su película más epidérmica y los usuales desniveles actorales del reparto le juegan una mala pasada. Campusano sigue haciendo la suya, despreocupado por el qué dirán, consciente de que sus películas a la fecha (cinco largos de ficción, un documental y algún trabajo en codirección) conforman una poética cinematográfica y una manera de mirar el mundo definidas. Recientemente presentada en el Festival de Mar del Plata, como casi todas sus creaciones previas, El Perro Molina continúa investigando universos cercanos que (casi) el resto del cine argentino ignora. Se los quiera llamar marginales o no –eso depende en gran medida del punto de vista–, los personajes que habitan sus películas tienen la marca de la realidad tatuada al lado de su pertenencia al cine; son descendientes de otros seres de la pantalla pero también –el realizador lo ha afirmado más de una vez– podrían encontrarse en alguna esquina de cualquier suburbio bonaerense. De todas formas, su último film trae algunas novedades y, como ocurre en toda búsqueda, éstas conllevan sus riesgos. El Perro Molina es su película más pulida desde el punto de vista técnico; también la más cercana en trama, ritmo y énfasis a una idea de cine de género puro.En su anterior Fantasmas de la ruta, el tema de la prostitución y la corrupción enquistada en las instituciones era un punto de partida pero también un motivo de preocupación central (de hecho, el proyecto había surgido como una miniserie acerca de la trata de personas), y los mecanismos de sometimiento y violencia de los responsables del negocio caían, lógicamente, en el estrato más bajo de la amoralidad. Aquí el tema es apenas funcional y la visión sobre quilombos, putas y fiolos está jugada al todo o nada del romanticismo fílmico. En ese sentido, el duro que interpreta el debutante Daniel Quaranta –héroe atípico o antihéroe, qué más da– es el prototípico baluarte de ciertos códigos de conducta que, se dice en varias ocasiones, está desapareciendo, un animal en extinción en un mundo donde reina la anarquía de la violencia más visceral, demencial incluso: no es casual que uno de los personajes secundarios sea un enajenado con armas y el permiso para usarlas.Hay algo del cine de un Walter Hill, y por lo tanto de western, en El Perro Molina, cualidad que ya estaba presente en films anteriores, pero nunca de forma tan evidente (a pesar de ello, Campusano niega esas referencias y filiaciones). Esa cualidad clásica, concisa, transforma el relato en una locomotora narrativa y en el film más veloz y directo en toda su filmografía. Al mismo tiempo, es su película más epidérmica, la menos compleja, y los usuales desniveles actorales del reparto le juegan aquí –a diferencia de otras ocasiones– una mala pasada, precisamente porque ese registro alejado del naturalismo choca de frente con la pertenencia a un modelo narrativo más clásico. Si en Vikingo o Fango, por caso, esa rebeldía ante el sometimiento del profesionalismo de los actores impregnaba la pantalla de realidad y realismo (que no son la misma cosa, a pesar de compartir raíz etimológica), en más de una escena de El Perro Molina los diálogos parecen prácticas recitadas del guión.Afortunadamente, Campusano encuentra en Quaranta y en Florencia Bobadilla –como la esposa de un comisario que decide convertirse en prostituta ante sus repetidas infidelidades–, como así también en Carlos Vuletich, tres intérpretes ideales para el triángulo central de su relato de killers, canas, regresos, venganzas y amores imposibles, que por momentos funciona en un nivel cercano al melodrama criminal. Y si ese costado áspero, bruto de sus películas anteriores es aquí reemplazado en parte por cierta estilización convencional en el encuadre y la iluminación, Campusano parece haber perdido poco de su olfato para encontrar historias y contarlas de la manera más directa y genuina posible. 6-EL PERRO MOLINA Argentina, 2014..Dirección y guión: José Celestino Campusano.Fotografía: Eric Elizondo.Música: Claudio Miño.Duración: 88 minutos.Intérpretes: Daniel Quaranta, Carlos Vuletich, Damián Avila, Florencia Bobadilla, Assis Alcaráz, Ricardo Garino.
Con las mejores intenciones Mucho cine uruguayo en este fin de 2014: al estreno la semana pasada del documental El casamiento y al próximo lanzamiento de Una noche sin luna, se suma el segundo largometraje del realizador y crítico de cine Enrique Buchichio. Lejos del drama íntimo de El cuarto de Leo, su ópera prima, Zanahoria intenta trasponer un caso real y reciente del periodismo charrúa a la pantalla grande, echando raíces en ese género de múltiples aspectos llamado, usualmente, thriller político. Intentar es, por cierto, el verbo adecuado: sin que habiten referencias directas, es posible sentir las vibraciones del cine de Costa Gavras, de clásicos populares como Todos los hombres del presidente o la más reciente Zodíaco, pero todas y cada una de esas posibles claves formales, narrativas y tonales aparecen raídas, usadas sin demasiada convicción, desplegadas desde el guión para cumplir con ciertas reglas autoimpuestas.Con imágenes televisivas reales, Zanahoria ubica la acción rápidamente en el año 2004, pocos días antes de las elecciones presidenciales que llevarán al Frente Amplio por primera vez al gobierno. Dos periodistas de la revista semanal Voces, interpretados por Martín Rodríguez (joven y algo inexperto) y Abel Tripaldi (veterano y experimentado) entran en contacto con un militar retirado (César Troncoso), que afirma poseer no sólo gran cantidad de datos sobre los detenidos-de-saparecidos durante la dictadura militar, sino filmaciones de sesiones de tortura e incluso detalles de una operación de ocultamiento de cadáveres, la Operación Zanahoria del título. ¿Qué es verdad, qué mentira? ¿Estarán a punto de obtener la primicia de sus vidas profesionales o, por el contrario, sólo serán manipulados con fines tan secretos como non sanctos? Con ese interesante punto de partida –basado en una nota periodística y en hechos verídicos–, Buchichio dispone los elementos como si tuviera en sus manos un manual de clasicismo narrativo, pero entendido éste no tanto como sostén del relato, sino como una serie de casilleros a completar, de items a tildar regular y progresivamente.Zanahoria es vehemente en su cualidad repetitiva: el dúo de reporteros pasea y vuelve a pasear a bordo de un automóvil con su informante, en una serie de viñetas que van dinamitando el dispositivo de suspenso que el film pone en funcionamiento en un primer y aparentemente arriesgado encuentro. El rompecabezas que uno de los periodistas nunca termina de completar como metáfora de la investigación, el embarazo de la pareja del otro (ese lugar común utilizado como tal, esté o no basado en la realidad), el inicial apoyo y posterior repliegue del editor del medio, el énfasis en casi todos los diálogos: casos y cosas que ambicionan catapultar la reflexión sobre el pasado reciente y sus consecuencias directas e indirectas en la sociedad uruguaya contemporánea, impugnadas por la pereza y el exceso de obviedad. Las buenas intenciones se tienen o no se tienen, filmarlas es otra cosa.
Una libertad plena e incondicional Ganador hace un par de semanas de la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata, el segundo largo de Queirós se revela como una fantasía comunitaria que excluye la idea de venganza, pero no la de justicia poética. Los saludables Encuentros con el cine brasileño, que vienen teniendo lugar en el cine Gaumont desde hace algunos meses, han permitido tomar contacto con películas que, de otra forma –a pesar de la cercanía de nuestros vecinos–, difícilmente hubieran llegado a las salas comerciales argentinas. Luego de las notables Sonidos vecinos y Avanti popolo, entre otras, el año se cierra con El blanco afuera, el negro adentro, film que lleva recorridos varios kilómetros en festivales internacionales y que viene de ganar, hace un par de semanas, el premio mayor en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata. Su director, Adirley Queirós, fue jugador profesional de fútbol hasta que una lesión le impidió seguir en carrera; detalle biográfico que, tal vez, tenga alguna relación con los personajes de su última película. Luego de varios cortos y trabajos para la televisión, su primer largometraje, el documental A cidade é uma so? (2011), cruzaba la arquitectura, la historia y los mitos fundacionales de Brasilia para investigar no el centro sino la periferia de esa ciudad, concentrándose en la génesis y crecimiento de Ceilândia, megabarrio satélite surgido de un proceso de erradicación de favelas, del cual Queirós es además oriundo.Branco sai, preto fica regresa a Ceilândia y, si bien las filiaciones con su película previa son evidentes, las intenciones y resultados del nuevo proyecto resultan mucho más expansivos, atractivos y rabiosamente originales. Más de una reseña crítica ha calificado al film acertadamente de ovni cinematográfico; es cierto que no hay aquí visitantes de otro planeta, pero la libertad con la cual Queirós tensa, cruza, amolda y dinamita los límites entre ficción y documental, entre fantasía y realidad, lo coloca en un lugar tan indiscernible como estimulante. El título remite a un hecho trágico del pasado al cual dos de los tres personajes centrales vuelven una y otra vez, una violenta redada policial en un baile popular durante los años ’80 que, odio racial y abuso de autoridad mediante, tuvo consecuencias determinantes: la pérdida de una pierna, en un caso; la imposibilidad de por vida de volver a caminar, en el otro.Marquim vive en una suerte de bunker en altura perfectamente preparado para movilizar su silla de ruedas. Melancólico, en su programa de radio amateur recuerda los pasos de breaking practicados junto a sus amigos de juventud, rapea sobre una base rítmica y hace sonar su colección de vinilos para quien quiera escucharla (la banda de sonido es de radical importancia e incluye perlas y rarezas como el primer hit de Jean Knight en el sello Stax, “Mr. Big Stuff”, o el himno dance “I Can’t Wait” de Nu Shooz). Sartana vive de la venta y reparación de brazos y piernas ortopédicos, quizá como consecuencia de tener que utilizar él mismo un miembro artificial. Finalmente, Dimas anda en busca de Sartana y se la pasa entrando y saliendo de un container industrial que, cada tanto, vibra, se sacude y es iluminado internamente por un juego de luces de discoteca.No es evidente desde un primer momento, pero cuando el film ha avanzado bastante el espectador cae en la cuenta de varias cosas, entre otras que Dimas es un hombre del futuro y que su casa de chapa no es otra cosa que una suerte de transportador temporal. O que Marquim y Sartana, habitantes de un gueto que es en parte real y en parte sets construidos especialmente, forman parte de un grupo de revolucionarios enfrascados en la preparación de un atentado para socavar el poder central que emana de Brasilia. Más allá de los elementos de ciencia ficción o del registro documental de sitios, calles y edificios siempre algo herrumbrados, El blanco afuera, el negro adentro se revela como una fantasía comunitaria que excluye la idea de venganza pero no la de justicia poética.Las referencias a la música afroamericana en general y al hip hop en particular ligan indefectiblemente el film con otros black powers presentes y pasados, pero Queirós nunca se rinde a la manipulación ideológica del espectador ni encuadra su obra según dictados o normas al uso. Una libertad plena e incondicional para pensar el cine y sus posibilidades narrativas, expresivas y políticas, acompañada a su vez por una amorosa empatía con sus criaturas, un particular sentido del humor y cierta tristeza por lo que podría haber sido pero nunca fue.
Un Día de la Marmota, pero en plan tenebroso El canadiense (nacido en Estados Unidos, torontiano por adopción) Vincenzo Natali es un nombre consuetudinario para los fans del terror y el fantástico cinematográficos, desde que su ópera prima Cube (1997) adquiriera estatus de culto y su excusa argumental básica fuera imitada en una docena de films posteriores. Con ese título y algunos otros como Cypher y Splice - Experimento mortal, logró cimentar una reputación como realizador de films de bajo presupuesto rendidores en taquilla. Sus películas nunca son del todo originales –ni pretenden serlo–, usualmente incluyen uno o más tramos donde el manejo del suspenso y cierto ingenio narrativo logran mantener la atención e, inevitablemente, derrapan tarde o temprano por exceso de golpes de efecto y/o la repetición a mansalva de lugares comunes revisitados con desfachatez. Un pasado infernal no es la excepción a la regla, aunque la confirma con creces.La cosa arranca, como quien no quiere la cosa, como un (otro, y van...) despiadado robo a Hechizo del tiempo, el ya clásico y fantástico en todo sentido largometraje de Harold Ramis. Quien está atrapada en la vivencia a repetición de un mismo y único día del año 1985 es Lisa, una adolescente darkie (Abigail Breslin, la chiquita de Pequeña Miss Sunshine y La isla de Nim) que, rebelde al fin, adora escuchar en su walkman a The Cure y Siouxsie and the Banshees. A tal punto el concepto de aquella comedia es tomado literalmente que la canción de Sonny & Cher es reemplazada por la voz en un walkie-talkie del hermano menor de la chica. Claro que aquí el tono es bien distinto: al hecho de transitar siempre la misma jornada, súmesele la complicación de no poder abandonar la casa en la que se vive, que además parece estar amenazada por alguna presencia sobrenatural. Cuando el callejón sin salida del concepto “día de la marmota” comienza a agotarse, como cierre del primer acto Natali y el guionista Brian King rotan la tuerca y le asestan al espectador un giro alla Sexto sentido o Los otros: los supuestos fantasmas no son otra cosa que seres vivos y viceversa.A pesar del efecto batidora de casos y cosas ya vistas –a los cuales se suman un asesino en serie, pequeñas puertas clausuradas y tablas Ouija encontradas en el altillo–, Un pasado infernal encuentra el mejor camino en su tercio central. Puro artificio de guión y ritmo de montaje, es cierto –y no precisamente ayudados por los previsibles sonidos tenebrosos y luces que se apagan súbitamente–, pero con la suficiente fe en el material para resultar verosímil y moderadamente atractivo. Pero lo bueno no dura demasiado y el viejo truco de la casa embrujada –reciclada por medio de mundos temporales paralelos– deviene fábula de venganza espectral basada en los antiquísimos conceptos religiosos de infierno (o purgatorio) y paraíso. Claro que, una vez que la maldición es exorcizada y el cuco desaparece, el edén sigue siendo demasiado parecido a un limbo de publicidad, puro reencuentro con seres queridos, familias nucleares recuperadas y regalos de cumpleaños a imagen y semejanza de los terrenos. ¿Tanto despelote para ese cielito? 5-UN PASADO INFERNAL (Haunter, Canadá/Francia, 2013.)Dirección: Vincenzo Natali.Guión: Brian King.Fotografía: Jon Joffin.Duración: 97 minutos.Intérpretes: Abigail Breslin, Peter Outerbridge, Michelle Nolden, Stephen McHattie, Peter DaChuna.
La dignidad por encima de todos los prejuicios Si el espectador se topara con Julia Brian e Ignacio González caminando por la calle o viajando en colectivo, ¿qué clase de mirada, qué pensamientos les dedicaría? Uno de los méritos –tal vez el más importante– de El casamiento es el de permitirle a ese mismo espectador conocer las vidas de dos personas singulares y únicas y, al mismo tiempo, representativas de un conjunto minoritario. En otras palabras –y en esto el cine documental no tiene demasiados contrincantes de peso–, el de acercarle, a quien esté dispuesto a hacerlo, un retazo de vidas tan comunes como extraordinarias. Claro que, en el caso del documental del uruguayo Aldo Garay –codirector de El círculo (2008), doc centrado en Henry Engler, el miembro de Tupamaros que permaneció doce años en reclusión–, esa cotidianidad puede resultar fuera de lo común para una gran mayoría: Ignacio es un hombre y Julia una transexual; ella tiene 65 años y él ya pasó los 70 hace rato; ambos conviven desde hace dos décadas y ahora que la ley lo permite quieren casarse. La clave, entonces, es “visibilizar”, según el nuevo uso de ese verbo, aún no aceptado por la R.A.E.Pero no se trata, de ninguna manera, de un documental baja-línea o acechado por la corrección política, sino el resultado directo de una relación de amistad y confianza de muchos años entre el realizador y la pareja. De hecho, Garay ya los tuvo como protagonistas de un cortometraje anterior, Mi gringa, retrato inconcluso (2001), del cual pueden verse varios fragmentos en El casamiento. El film, presentado hace ya más de tres años en festivales como el Bafici o el Sanfic (Chile), se concentra en detalles sin importancia aparente: algunas charlas en la entrada de su casa, las sesiones de diálisis a las que debe someterse Julia, el contacto cariñoso con sus perros, una mudanza esperanzada y los preparativos para el casorio. Ignacio y Julia no sólo no son jóvenes, sino que forman parte de una clase semimarginal bastante relegada, habitantes de los suburbios de Montevideo, sobrevivientes de varias batallas personales y de condiciones laborales y sociales desfavorables.El realizador evita tanto la empatía bonachona y biempensante como el patetismo aleccionador, tentaciones muy poderosas que en otras manos podrían haber empapado el material y elevado los fines ideológicos por encima de los seres humanos. Y si bien es cierto que Garay parece no haber logrado desnudar a los personajes en toda su dimensión y, por momentos, la película sigue una deriva marcada por la acumulación y no tanto por un concepto o emoción rectora, la gigantesca dignidad y humanidad de Julia e Ignacio terminan imponiéndose con la fuerza de la autenticidad. No es una virtud menor para un documentalista dejar que eso ocurra. 6-EL CASAMIENTO (Uruguay, 2011)Dirección y guión: Aldo Garay.Fotografía: Germán De León y Nicolás Soto.Música: Daniel Yafalián.Duración: 70 minutos.
Sobre la cara barbárica del capitalismo Jacqueline Bisset y especialmente Gérard Depardieu se lucen en un film que no intenta reconstruir “hechos reales” sino ensayar una representación que deja al descubierto la ambición desmedida, la construcción de fachadas y el uso del dinero para acumular poder. A más de quince años del último estreno comercial en nuestro país de un film de Abel Ferrara (The Blackout en ¡1998!), Welcome to New York viene a confirmar varias cuestiones. En principio, que el status de outsider de la industria que el realizador nacido en el Bronx supo conseguir en base a películas como Un maldito policía, El rey de Nueva York o, más atrás en el tiempo, Angel de venganza, sigue definiendo su personalidad. En segundo lugar, que su cine no dejó de ser afilado, alejado de modas pasajeras, más o menos atípico dependiendo del título, casi siempre cuestionador o perturbador. Finalmente, que su obra hasta la fecha (más de una veintena de películas, incluyendo su segundo film en este 2014, Pasolini, presentado hace escasos días en la apertura del Festival de Mar del Plata) es una de las más libres y genuinamente independientes en el panorama del cine estadounidense contemporáneo.¿Cuántos cineastas, americanos o no, se hubieran animado a referir el famoso escándalo por abuso sexual que involucró a Dominique Strauss-Kahn (director del Fondo Monetario Internacional hasta 2011) sin caer, consciente o inconscientemente, en el panfleto sensacionalista “basado en casos reales” o en el tratado adusto sobre los excesos del poder? Welcome to New York es una película formal e ideológicamente libre, provocadora e inteligente, que lógicamente evita los nombres propios por cuestiones legales (a pesar de ello, los productores y el director debieron enfrentar varios embates judiciales desde su presentación en mayo en el Festival de Cannes). Pero el reemplazo del apellido Strauss-Kahn por el de Devereaux, como el del resto de los protagonistas reales, cumple una función dramática aún más importante: el film no es, de ninguna manera, una puesta en escena de los “hechos reales” (si es que tal cosa es posible en cualquier circunstancia), sino una cavilación que toma esos sucesos como excusa para otra clase de procedimiento.Representación al fin, no es casual entonces que Welcome to New York comience con una breve escena en la cual Gérard Depardieu, el actor, describe a un grupo de periodistas sus razones para aceptar el papel de un hombre poderoso involucrado en la política internacional. Gran rol tardío del actor francés, su Devereaux es un monstruo, pero también una víctima (no en menor medida de sí mismo), alguien odioso y patético en partes iguales, encarnado por Depardieu con medido histrionismo y una cualidad por momentos animal. Larger than life en muchos sentidos –el cuerpo del actor se ofrece, vestido o desnudo, en toda su inmensidad–, Ferrara lo desarrolla como espécimen y ejemplo de conjunto, arquetipo y metáfora. Luego de una reunión de trabajo que rompe con más de un protocolo, recién llegado a la ciudad de Nueva York, Devereaux hace el check in en el hotel cinco estrellas donde se hospedará por una sola noche. La primera media hora de película casi no abandonará esa suite presidencial, donde con el correr de las horas se sucederán una pequeña fiesta con ribetes orgiásticos, un aparte sexual con una de las convidadas y un trío con dos prostitutas. Por cierto, todo es VIP en el mundo de Devereaux: pasajes en primera, hoteles de lujo, servicios personalizados, mujeres.Y todo parece girar alrededor suyo, como un dios pagano que exuda poder en cada uno de sus poros. Pero a la mañana siguiente, como una bestia en celo incapaz de controlar los impulsos, el poderoso intentará someter sexualmente a una empleada de limpieza. Y así, luego de su detención, comenzará la caída y el calvario de Devereaux. Aunque calvario quizá sea una palabra demasiado fuerte: “Nadie quiere ser salvado”, dirá cerca del final. Y también: “No puedo sentir nada por nadie, ni siquiera por mí mismo”. Ferrara le dedica poco tiempo a las escenas de juicio y algo más al encierro de Devereaux en celdas comunes de comisarías y cárceles, no tanto como símbolo de humillación o mecanismo demagógico para envolver al espectador en ciertos placeres narrativos (la idea del rico desprovisto, aunque sea momentáneamente, de fueros y prerrogativas), sino como punto de partida y apoyo visual de la desnudez emocional e intelectual del personaje que llegará sobre el final, ultimada por un monólogo en off con intensidad de tragedia clásica.Las escenas con Jacqueline Bisset, quien interpreta a su esposa y principal sostén logístico, económico y emocional para una carrera a la presidencia de Francia que quedará naturalmente truca, disminuyen ligeramente la intensidad de la primera parte del film y se adentran en un juego dialogado donde la hipocresía y el cinismo se confunden con la honestidad del animal herido. Tanto uno como la otra podrían ser descriptos de diversas maneras, pero es claro que sus vidas han estado marcadas por la ambición desmedida, la construcción de fachadas y el uso del dinero como punto de partida para erigirse en el poder. El film se inicia con planos de lugares famosos de la ciudad de Nueva York, con fondo musical de “America the Beautiful” en versión unplugged. Es evidente que para Ferrara la esencia de estos personajes lastimosamente monstruosos es tan universal como eterna, la cara barbárica del capitalismo.
Menos de lo mismo La primera parte del último capítulo en la saga cinematográfica Los juegos del hambre será, seguramente, un éxito de público en todo el mundo. Es también una demostración cabal de cómo cierta lógica narrativa de las series televisivas contemporáneas ha desembarcado definitivamente en el universo del mainstream de Hollywood. No tanto para bien como para mal, al menos en el caso de Sinsajo - Parte 1, donde el deseo de expandir y extender la historia contenida en el libro en el cual se basa termina aniquilando ritmos, evoluciones dramáticas y posibles placeres. Eso y, claro está, la idea de exprimir al máximo los beneficios económicos, dividiendo en dos lo que podría haberse resuelto perfectamente en un único largometraje. Porque una cosa es una historia extensa, con subtramas, derivaciones y desvíos –concepto que muchas series en las últimas décadas han elaborado y llevado a cierto grado de perfección, como si fueran descendientes de las novelas por entregas del siglo XIX–, y otra muy distinta es tomar un volumen de apenas cuatrocientas páginas e intentar crear a partir de él un relato épico que seguramente rondará las cuatro horas de metraje.Ninguno de los dos episodios anteriores brillaba por su poder de sugestión o sutileza metafórica en la descripción de Panem (o América del Norte, según la mirada futurista de Suzanne Collins), mezcla de relatos griegos revisitados, crítica social de totalitarismos varios y un poquito bastante de Battle Royale, la novela del japonés Koushun Takami en la cual un puñado de adolescentes se despacha mutuamente de las maneras más salvajes, en una isla dispuesta para tal motivo (y que fuera notablemente trasladada al cine por su compatriota Kinji Fukasaku). Pero no es obligatorio pedirle frutillas al jacarandá, que tampoco la Metrópolis de Lang brillaba por su incisiva mirada política y social. Y si aquí no hay ninguna María, sí hay un Sinsajo (por el inglés Mockingjay, ambos neologismos para un pájaro de fantasía): Katniss Everdeen, heroína y sobreviviente de dos ediciones de los “Juegos del hambre”, transportada ahora al secreto y subterráneo Distrito 13, último reducto de la resistencia contra la tiranía del Capitolio.Nuevamente con dirección de Francis Lawrence, Sinsajo 1 parece y es un simple trámite para el enfrentamiento final que llegará el año que viene, una sucesión de escenas de diálogos explicativos, momentos de angustia romántica y dos o tres instancias de acción física. Katniss llora mucho en esta entrega, ya sea por la destrucción total de su tierra natal o por el deseo de volver a ver a su amado Peeta, y Lawrence no puede hacer mucho más que acercar la cámara al rostro de Jennifer Lawrence y dejar que las lágrimas intenten transmitir lo que los guionistas no lograron poner en papel. No hay “juegos” esta vez –lo cual le resta al film algo del interés de las entregas anteriores– y el equilibrio de Panem parece estar siempre al borde del colapso, más allá de su supuesto poderío, generándole constantes dolores de cabeza al villano interpretado con calculada parsimonia por Donald Sutherland.Vuelve al ruedo el recientemente fallecido Philip Seymour Hoffman (Sinsajo 2 será el último ítem en su filmografía) y aparece Julianne Moore como la blonda y lacia presidenta del Distrito 13, sociedad que más temprano que tarde evidenciará una estructura coercitiva y dictatorial. Es en ese lugar donde surge la idea de transformar a la protagonista en símbolo de lucha a partir del uso sistemático de la propaganda, otra cara de una misma moneda: si el Capitolio es una suerte de dictadura mediática donde la frivolidad convive con la clásica explotación del hombre por el hombre, resulta claro que del otro lado se ha formado la tradicional pareja del pensamiento único y el sometimiento a la figura de quien emana el poder total. Pero Katniss es una teenager y cabe preguntarse si, como tal, se dejará tentar por el poder o tomará el camino de esos eternos amores adolescentes llamados rebeldía y anarquismo. La película juega ese juego sin demasiada gracia, lejos de la sátira y más aún de la polémica, tapando con un diseño de producción grandote la falta de sangre y garra de la historia. Sinsajo 1 no es rebelde y su espíritu, lejos de la anarquía, está atado al convencional corporativismo de la franquicia
Un universo contenido dentro de otro mayor Desde el estreno hace diez años de Habitación disponible, de Marcelo Burd, Diego Gachassin y Eva Poncet –y coincidiendo con una explosión cuantitativa y cualitativa del cine de no ficción nacional–, han sido muchos los documentales que posaron sus ojos sobre la inmigración y sus avatares, sea ése su tema central o apenas un ribete en una trama más amplia. La particularidad de La Paz en Buenos Aires, estrenada en la edición 2013 del Bafici, no es tanto su descripción de los días de una familia boliviana en la Argentina como el especial pasado y presente de su protagonista, Erasmo Chambi, y por ende del resto del clan. Y es que, más allá de la sastrería familiar que los sostiene económicamente, ubicada como su hogar en el barrio de Flores, gran parte de su vida parece girar alrededor del catch, ese “deporte” que ha logrado fanatizar a multitudes en varios países de América latina, en distintos momentos de la historia.Como el Ciclón, Erasmo supo ser un héroe de la “lucha libre” en su Bolivia natal y el segundo largometraje de Marcelo Charras (Maytland, documental ficcionado o ficción documental sobre el único “autor” del porno nacional, fue su ópera prima) lo encuentra a punto de pasarle el testigo a su hijo, nueva encarnación del legendario luchador, ahora en tierras argentinas. En ese sentido, la familia Chambi es y, al mismo tiempo, no es una típica familia de expatriados bolivianos. Asimismo, La Paz en Buenos Aires es y no es un típico documental sobre migrantes. Con un preciso trabajo de cámara de Guido Lublinsky, el film se sostiene sobre una estructura expositiva clásica (y circular, no sólo por los planos complementarios que abren y cierran el film), evitando las entrevistas y explicaciones en off para concentrarse en la observación de aquello que podría definirse como cotidiano. Claro que esa cotidianidad no es inmediatamente reconocible en todos los casos ya que, ¿qué hay de cotidiano para el común de los espectadores en la preparación de los trajes que vestirán los “técnicos” y “rudos” –como llaman respectivamente a los héroes y villanos– o las prácticas sobre el ring de llaves y golpes para vencer al contrincante?Se trata, en definitiva, de describir un universo contenido dentro de otro mayor: el de una comunidad importante dentro de Buenos Aires que, sin embargo, permanece en gran medida oculta para la mayoría. El film se hace eco de ello –de la particularidad de esa familia dentro de la comunidad boliviana y de este último grupo en el cosmos de la ciudad– con sutileza y respeto; en otras palabras, con el pudor como ética cinematográfica. Charras deja traslucir, detrás de la singularidad del caso, la universalidad del tema inmigratorio, la melancolía por el pasado personal y colectivo y la esperanza depositada en el futuro. La película también se deja atrapar por la preparación de un evento de lucha en un club de barrio y no está mal que así sea: cerca del final, La Paz en Buenos Aires se transforma en una suerte de película de deportes, con sus momentos de suspenso y el crescendo dramático previo al debut del Ciclón Jr. Quizá como corolario de ese respeto antes mencionado, el realizador deja de lado las posibles discusiones sobre el catch como espectáculo guionado, como ese amigo del mago que conoce pero nunca explica las claves del truco. 6-LA PAZ EN BUENOS AIRES Argentina, 2013Dirección, guión y montaje: Marcelo Charras.Fotografía: Guido Lublinsky.Duración: 70 minutos.Estreno: exclusivo en el Espacio Incaa Km 0 Gaumont.