Mi vecino es un vampiro Basado en el clásico ochentista La hora del espanto, este film de Craig Gillespie (Lars y la chica real, Enemigo en casa) combina con bastante ductilidad, fluidez y elegancia dos subgéneros de moda: las historias de vampiros y las comedias sobre desventuras de adolescentes en pleno despertar sexual y con conflictos (de autoestima) en su etapa de colegio secundario. El protagonista es Charlie (Anton Yelchin), un nerd que quiere dejar de serlo. Para ello, se rebela contra su madre soltera y sobreprotectora (la gran Toni Collette), cambia de amistades (abandona a su impresentable compañero de aventuras interpretado por Christopher Mintz-Plasse) y hasta consigue una novia linda y piola (Imogen Poots). El film -que se aleja bastante (por suerte) del modelo Crepúsculo- encuentra en Jerry (Colin Farrell), el nuevo vecino de enfrente de nuestro antihéroe, al malvado necesario: intimidante y risible a la vez. Es que esta película pendula todo el tiempo entre el horror y la comedia (allí está el farsante cazavampiros Peter Vincent que interpreta David Tennant), entre la identificación con los códigos del terror y la distancia irónica. El resultado no será extraordinario, pero le pasa el trapo a buena parte de la producción hollywoodense del rubro.
Sin escape -basada en una exitosa novela que, a su vez, se había inspirado en un impactante caso real- reconstruye la historia de un austríaco que, tras pasar seis años en prisión por un robo con armas, sale en libertad y, al poco tiempo, no sólo reincide con audaces asaltos a decenas de sucursales bancarias, sino que se convierte también en un famoso corredor que gana la maratón de Viena con récord incluido. Su destreza física, claro, le servirá para huir en múltiples ocasiones de la persecución policial. Rodada con un vértigo, una tensión, una sofisticación, una precisión y una destreza técnica pocas veces vista (en especial, durante las secuencias de los asaltos), Sin escape instala a Heisenberg (que había debutado con la promisoria Sleeper), de apenas 36 años, como una de las grandes esperanzas surgidas de la Escuela de Berlín, el movimiento cinematográfico más interesante del nuevo cine alemán.
Bradley Cooper, al frente de un thriller psicológico con mucho vértigo Eddie Morra (Bradley Cooper) es un escritor deprimido, sin inspiración, que vive en una pocilga del Chinatown neoyorquino. Su bella y exitosa novia (Abbie Cornish) pierde la paciencia y la fe en él y termina abandonándolo. Cual fantasma, nuestro perfecto antihéroe deambula por los calles (y por los bares) de la ciudad hasta que se topa con un viejo conocido que le ofrece una pastilla de NZT, una droga sintética e ilegal que permite aprovechar el 100 por ciento de la capacidad cerebral y cuyo costo en el mercado negro es de 600 dólares la dosis. Perdido por perdido, Eddie prueba la NZT y el efecto es inmediato: no sólo termina su muy postergada novela en cuatro días de incesante trabajo sino que descubre que posee inéditas capacidades en varios otros rubros; por ejemplo, el de las finanzas. Tras ese arranque, Eddie recuperará a su novia y será contactado por Carl Van Loon (Robert De Niro), un poderoso empresario que lo quiere como asesor para adquisiciones, fusiones e inversiones multimillonarias. Pero, claro, no todo será tan sencillo en su ascenso: en la segunda mitad del relato (donde la tensión decae un poco y se apela a un desenlace no del todo convincente) comenzará a sentir crecientes efectos secundarios y será víctima de unos mafiosos rusos. Lo mejor del film -además de la seductora actuación de Bradley Cooper (visto en la saga de ¿Qué pasó ayer? ) y del ingenioso guión de Leslie Dixon, basado en la novela The Dark Fields , de Alan Glynn- es la elegancia, la inventiva visual y los sofisticados efectos especiales que propone el director Neil Burger (el mismo de la elogiada El ilusionista ). Si bien es indudable la influencia que en este sentido ha tenido El origen , de Christopher Nolan, Sin límites tiene vuelo propio a la hora de reflejar la codicia, la sobre estimulación, la violencia, la angustia y la velocidad de estos tiempos modernos. Un thriller psicológico con mucho vértigo y adrenalina que, más allá de su traspié sobre el final, resulta una propuesta digna, de esas que atrapan, entretienen y dejan pensando.
Yo no tengo fe Tras su exitoso y polémico estreno en Italia y su paso por la Competencia Oficial del Festival de Cannes, llega a la cartelera local esta nueva película como director y actor de Nanni Moretti. El film arranca con la compleja, tortuosa elección del nuevo Sumo Pontífice que Moretti describe con un gran respeto a las rituales y a la liturgia, pero al mismo tiempo con mucho humor. Finalmente, hay un elegido. Sin embargo, tras un ataque de pánico, el cardenal Melville (un inmenso Michel Piccoli) se resiste a enfrentar a la multitud que lo espera con ansiedad desde hace horas en la plaza San Pedro para escuchar sus primeras palabras y recibir la bendición. El prelado huye hacia las calles de Roma, donde recuperará experiencias que hace mucho no ha vivido, como su pasión por el teatro (La gaviota, de Chéjov, cumple un papel importante en la trama), u otras bastante más banales (viajar en colectivo o comerse una medialuna). Satirista consumado, el creador de Caro Diario, Aprile, La habitación del hijo (Palma de Oro en Cannes 2001) y El caimán combina situaciones muy realistas -hasta incluye imágenes de archivo de 2005- con otras llevadas directamente al grotesco, como la secuencia musical que tiene a la inconfundible voz de Mercedes Sosa de fondo cantando Todo cambia o cuando los cardenales son instados por el patético terapeuta que interpreta Moretti (sí, esta vez también se burla de los psicólogos) a participar en un torneo de vóleibol. Así, un poco en serio y bastante en broma (sabemos que con el humor se pueden decir cosas importantes sin caer en el subrayado), con la Capilla Sixtina reconstruida en los estudios Cinecittá y con el apuntado aporte del legendario Piccoli, Moretti propone una mirada muy personal, inquietante y provocadora sobre temas como la fe y las convicciones personales. Bienvenido este regreso de Nanni a los cines argentinos. (Esta reseña fue publicada con algunos cambios durante el Festival de Cannes 2011)
Un retrato humano de un excéntrico e innovador artista El documental se ha nutrido desde siempre de personajes exóticos, entrañables, talentosos, contestatarios, delirantes y marginales. Tito Ingenieri, el protagonista de este trabajo de Alcides Chiesa y Carlos Eduardo Martínez, tiene un poco de todo eso. Tito, mezcla de artista bohemio y sobreviviente del hippismo, resulta un antihéroe perfecto, un loco "lindo" (aunque sus experiencias en el neuropsiquiátrico Borda durante la última dictadura militar no fueron precisamente agradables) que vive en una zona no demasiado favorecida de Quilmes en una extraña (y bella) casa construida por él mismo con? botellas. El resultado es un ámbito con vitreaux improvisados (hay vidrios multicolores) que refractan la luz y le otorgan al lugar climas muy sugestivos. Además, Ingenieri es un experto soldador que ha aplicado ese conocimiento del oficio para concebir inmensas, audaces e impactantes esculturas metálicas. Chiesa y Martínez construyen un relato sólido y sencillo, que combina testimonios de Tito y de sus amigos con imágenes de su cotidianeidad y su particular proceso artístico. Hay algunos intentos por romper con esos esquemas básicos (como la inclusión de algunos pasajes animados), pero queda claro que aquí el interés por el personaje está muy por encima de las búsquedas estéticas o narrativas de los directores. El desenlace, quizás algo complaciente (el "perdedor" que finalmente encuentra el amor y el reconocimiento hacia su obra), no erosiona los logros de un retrato humano lleno de matices (pendula entre el humor negro y elementos trágicos) y de hallazgos.
Por nuestra culpa Película de denuncia basada en una historia real con todos los "condimentos" para la bajada de línea políticamente correcta, La verdad oculta es de esos films que toda crítica debería calificar como "valiente" (de hecho lo es), pero también -al menos según mi opinión- resulta demasiado explícita y obvia. Así, el énfasis puesto en la exposición de los abusos de militares, corporaciones del Primer Mundo y funcionarios de las Naciones Unidas en la devastada Bosnia (y su vinculación directa con la prostitución y la trata de personas) es bastante mayor que el cuidado por la forma en que se muestran la tortura o la corrupción. Este tipo de películas del género "admitamos nuestra culpa" suele tener una vertiente dentro del documental (como la notable Standard Operating Procedure) y otra en la ficción. En este caso, necesita de una estrella al frente del elenco como para garantizar financiación y estreno internacional. Lo hizo Julia Roberts con la ecologista Erin Brockovich, una mujer audaz o la propia Rachel Weisz en El jardinero fiel (negociados de corporaciones medicinales en Africa). Aquí, Weisz es Kathryn Bolkovac, una policía de Nebraska con una dura realidad (dos divorcios a cuestas y sin la custodia de su hija) que acepta la propuesta de integrar una fuerza de paz de las Naciones Unidas en la zona de Sarajevo. Allí, pronto descubrirá el odio racial, el machismo y pasará de "monitorear" a involucrarse en la situación, tratando de denunciar las vejaciones, de salvar a chicas esclavizadas y de denunciar a los responsables locales y a quienes los avalan. El film se sigue con cierto interés, pero aquí todo es mostrado y explicado hasta el hartazgo. La directora y coguionista debutante Larysa Kondracki comete también el pecado de desaprovechar las presencias de muy buenos intérpretes secundarios como los veteranos David Stratharin y Vanessa Redgrave, relegados a figuras cuasi decorativas. Es Rachel Weisz quien monopoliza la película y lo hace con una gran dignidad. Ella se carga la historia sobre su espalda (y vaya que es pesada) y lo suyo resulta encomiable, digno de elogio. Lástima que el resto no está a su altura.
Ariel Winograd sorprende y divierte con esta propuesta donde se reaviva un género olvidado No son demasiados los cultores de la comedia en el cine argentino y menos aún entre los artistas más jóvenes. El director Ariel Winograd (que ya había incursionado en el género con Cara de queso ) y el guionista Patricio Vega (autor de la exitosa Música en espera ) son de los pocos identificados con el humor y aquí suman fuerzas para un producto que, más allá de sus desniveles, tiene múltiples atractivos y un inevitable destino masivo. Mi primera boda se inscribe en un subgénero muy popular como el de las películas de enredos ambientadas en el descontrolado, excesivo universo de una fiesta. En este caso, la de un casamiento mixto entre el torpe e inseguro Adrián Meier (Daniel Hendler) y la obsesiva y controladora Leonora Campos (Natalia Oreiro) que se desarrolla durante todo un día dentro y fuera (los jardines) de una mansión. Un pequeño error (la pérdida de las alianzas) desata un caos de imprevisibles consecuencias. Si bien está narrado desde el punto de vista de los dos novios (incluso con testimonios a cámara de corte confesional), el film tiene un espíritu coral, ya que una de las principales búsquedas de Winograd es aprovechar la amplitud, la diversidad y los matices del elenco: la despiadada madre de Leonora (Soledad Silveyra), los insufribles padres de él (Gabriela Acher y Gino Renni), el seductor, cínico y provocador ex novio de ella (Imanol Arias), el abuelo (el gran Pepe Soriano) que busca "liberarse" tras demasiados años de un matrimonio restrictivo con su mujer (Chela Cardala), la amiga ingenua y confidente de la protagonista (Muriel Santa Ana) que se enamora de otra joven (María Alché), el leal primo de Adrián (Martín Piroyansky), el cura y el rabino que tardan demasiado en llegar a la fiesta (Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich), el DJ judío (Iair Said, toda una revelación) y los amigos "impresentables" de él (Alan Sabbagh, Sebastián De Caro y Clemente Cancela), entre muchos otros. No es difícil encontrar referencias ( La fiesta inolvidable y Muerte en un funeral por citar sólo un par) y, si bien es difícil (e injusto) comparar Mi primera boda con el cine de Howard Hawks, Peter Bogdanovich, Billy Wilder o Blake Edwards, hay una clara intención de reciclar ciertos rasgos de la comedia (blanca) clásica. Los principales problemas de Mi primera boda son que el eje (la pérdida de los anillos y los posteriores esfuerzos por recuperarlos) resulta insignificante para sostener más de una hora y media de relato y que por momentos las escenas (algunas más ingeniosas que otras) están concebidas como si fueran compartimentos estancos y eso le quita cierta fluidez y cohesión a la narración. De todas maneras, hay en Winograd una indudable destreza y ductilidad para el gag físico o el remate verbal que le permiten sobreponerse a los ocasionales tropezones. Producción de impecable factura (arte, fotografía, musicalización), Mi primera boda es una buena película, disfrutable y recomendable, pero que al mismo tiempo deja la sensación de que -por los recursos disponibles y por el talento de sus hacedores- podría haber funcionado todavía mejor. Ojalá que tanto estos artistas como otros que los sigan puedan regresar una y otra vez a un género que, como la comedia, el público suele acompañar y agradecer.
Brutalidad honesta Un escritor que está a punto de ser padre de un hijo no deseado recuerda su traumática preadolescencia (cuando tenía 13 años) en el seno de un clan familiar (padre y tíos varios) dominado por seres patéticos, alcohólicos, brutos, vulgares y abusivos, pero al mismo tiempo con un fuerte sentido de lealtad y pertenencia. Algo así como una versión flamenca de una película de Emir Kusturica, este tragicómica historia del treintañero Van Groeningen que tuvo su estreno (y fue premiada) en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2010 combina competencias de ciclistas desnudos y de bebedores de cerveza, desventuras escolares, un homenaje a Roy Orbison, vómitos, palizas y misoginia para una mezcla muy espesa, pero que asume muchos riesgos y tiene no pocos hallazgos en su búsqueda de un humor negro sin límites ni prejuicios. Una película definitivamente "guarra", desquiciada, pero finalmente honesta y querible que proviene de una de las cinematografías más libres y estimulantes de los útlimos tiempos: la belga.
Un film más (con el sello Leigh) El vaso medio lleno o medio vacío. Más de lo mismo o "una nueva incursión en el universo personal de un autor". Esas contradicciones, dilemas e interrogantes se plantean ante este trabajo de Mike Leigh. Tragicomedia dividida en cuatro episodios (las diferentes estaciones del año al que alude el título) que tienen como protagonistas a diversos personajes, varios de ellos dominados por la soledad, la angustia, la incomunicación y el deseo de encontrar el tan anhelado amor. De eso se trata el más reciente film del aclamado director de La vida es formidable, Naked, Simplemente amigas, Todo o nada, Secretos y mentiras, El secreto de Vera Drake y La felicidad trae suerte. Con una apuesta casi teatral (prácticamente todas las escenas se desarrollan en interiores) y con el aporte de un elenco siempre convincente encabezado por Jim Broadbent, Imelda Staunton, Lesley Manville y Ruth Sheen, el director británico construye una película "trascendente" (que recibió críticas laudatorias en todo el mundo y hasta fue nominada al premio Oscar al mejor guión original), pero que para mi gusto se repite un poco (hay algo del síndrome de fatiga de Woody Allen) y queda bastante lejos de las cimas de una filmografía que le ha permitido ganar tanto el León de Oro en Venecia como la Palma de Oro en Cannes. Más allá de los reparos, queda claro que el cine humanista y querible de Leigh siempre ofrece elementos nobles y sensibles que el público argentino viene reconociendo desde hace más de dos décadas. Un "romance" que no debería cortarse con Un año más.
Otras historias extraordinarias Hace algo más de tres años, Mariano Llinás estrenaba Historias extraordinarias en el BAFICI. Fue una modesta revolución dentro del cine independiente argentino. Modesta pero revolución al fin. Sin embargo, hubo que esperar tres ediciones más del festival porteño para encontrar otra película que retomara el método de producción, las ambiciones (las ínfulas de GRAN cine), el talento y la audacia de aquella épica. El estudiante es una enorme película concebida con absoluta libertad y por fuera de los pasillos y oficinas del INCAA (es decir, sin la mirada puesta en los subsidios oficiales) y una ratificación de que hay otras formas de hacer cine en nuestro país. Por otra parte, viene a demoler los prejuicios de los sirvenes y los carnevales que caen en el lugar común (a esta altura, aburrido y perezoso) de sostener que todo el nuevo cine argentino es minimalista, intelectualoso, que en sus historias "no pasa nada". Espero que esos agoreros, esos que exaltan películas mediocres como Viudas, se animen a concurrir a los "antros" del MALBA o la Lugones para ver todo lo que pasa en los intensos, cautivantes, demoledores, fascinantes 124 minutos de El estudiante. No creo que la película sea perfecta (incluso tengo algunos reparos con su secuencia final, que para mi gusto no está a la altura del resto), pero desde OtrosCines.com creemos que hay que jugarse -desde la pasión cinéfila, claro, no tenemos nada que ver con la producción- cuando aparecen films como El estudiante. Y, por si hace falta, aclaro que no soy un dogmático, que no todos tienen que trabajar como Mitre (aquí con la ayuda de Llinás y Pablo Trapero, y la convicción de sus fieles laderos en la producción como Agustina Llambí Campbell, Laura Citarella y Fernando Brom). Sin ir más lejos, en simultáneo con esta película ultraindependiente se estrena la hipercomercial comedia Mi primera boda. Y está muy bien que así sea, que estos dos "modelos" convivan y que cada uno tenga su segmento de público (1.000 espectadores le sirven a los números de El estudiante tanto como 50.000 al largometraje de Ariel Winograd). No es uno u otro sino uno y otro. Sin aliento Codirector del film colectivo El amor (primera parte) y coguionista de Leonera y Carancho, ambas de Trapero, Mitre debuta en la realización en solitario con un thriller ambientado en el convulsionado mundo de la política en la Universidad de Buenos Aires. Roque (Esteban Lamothe) llega a la ciudad desde un pueblo del interior para retomar sus estudios y, poco a poco, irá escalando posiciones dentro de una agrupación progre de Ciencias Sociales. Con una narración seca y vertiginosa, de esas que dejan sin aliento, Mitre disecciona de forma implacable, con gran profundidad e inteligencia, las relaciones humanas y expone todo el cinismo, la hipocresía (y las traiciones cruzadas) de estos profesionales del poder para quienes la ideología, la lealtad y las convicciones hace mucho que dejaron de tener sentido. En el film hay una obsesiva búsqueda de realismo (el realizador incorpora incluso a su ficción imágenes documentales de asambleas y manifestaciones), un gran cuidado para cada diálogo, cada palabra de la "jerga" suene creíble (las frases son tan punzantes que algún crítico extranjero hizo una comparación con Aaron Sorkin, el guionista de The West Wing y Red Social) y un trabajo impecable con un elenco sin fisuras con intérpretes que en muchos casos provienen del teatro off. Como en toda gran película, en El estudiante no sólo se luce su protagonista -y motor de la narración- sino también cada uno de sus secundarios. Mitre le dedica el tiempo necesario a esos operadores políticos que anudan y desanudan todo en las sombras (los herederos de los Cotis Nosiglias) y a los jóvenes militantes que hoy manejan una fotocopiadora y mañana son grupo de choque o pasado mañana aparecen como candidatos en una lista o en un cargo rentado. El estudiante -quedó dicho- tiene algo de impronta documental, de ensayo sociológico, pero Mitre se arriesga también con una subtrama romántica entre Roque y Paula (Romina Paula) que no desentona y va construyendo una tensión y un suspenso propios del thriller que -como admitió el propio director- tuvo como uno de sus referentes a la filmografía del francés Jacques Audiard (El latido de mi corazón, Lee mis labios, Un profeta). Lamento que El estudiante no llegue al circuito "comercial". Como comentábamos hace algún tiempo con Gustavo Noriega en Twitter, un film de estas dimensiones artísticas debería estrenarse, por ejemplo, en una sala digital del Hoyts Abasto (se rodó en HD), pero hoy -con el caniblismo y la miopía del mercado local- eso suena a quimera, a utopía. Habrá que contentarse, entonces, con que este joya tenga su recorrido por el MALBA y la Lugones. Ojalá la gente que no es "del palo" venza sus pruritos y se acerque, que la película crezca con el boca en boca y se sostenga en el tiempo. Así, la mencionada Historias extraordinarias se mantuvo varios meses en cartel y fue vista por bastante más de 30.000 espectadores. El estudiante debería llegar a un destino similar. Se lo merece.