Angustia y licantropía adolescente. ¿Cuándo es más efectivo el Terror, cuando nos sumerge en relatos fantásticos de enorme despligue visual y efectos prostéticos o cuando se presenta como una historia conformada dentro de elementos más simples y mundanos que infieren otro tipo de realismo? Gracias a lo segundo el debutante Jonas Alexander Arnby sorprendió a todos en el Festival de Cannes del año 2014 con su opera prima Cuando Despierta la Bestia (Når dyrene drømmer, 2014) En un pequeño pueblito pesquero danés vive Marie, una adolescente que comparte su hogar junto a padre y su madre, quien sufre una extraña enfermedad a raíz de la cual vive postrada en una silla de ruedas, prácticamente catatónica. Marie empieza notar cambios en su ser, cambios por fuera de lo estrictamente adolescente. Algo raro sucede, algo que parece haber heredado de su madre, conocido por su padre y temido por todo el pueblo: es una mujer lobo. Con un tono melancólico similar al de Déjame Entrar (Låt den rätte komma in, 2008), lo que se presenta es una historia que no habla tanto sobre la transformación monstruosa del mito licántropo, sino de otro tipo de transformación: de la juventud hacia la adultez. El estilo visual de Arnby pone en imagen a ese pequeño pueblo a orillas del mar, con planos generales que evidencian esa naturaleza agreste que funciona como telón de fondo del relato. La lenta cadencia del film refuerza ese espíritu desolador que envuelve a los personajes, sujetos con un enorme secreto que progesivamente se torna imposible de ocultar. Se utilizan de forma interesante los elementos constitutivos del míto del hombre lobo para combinarlo con la angustia femenina adolescente -de forma similar a lo hecho por Ginger Snaps (2000), pero sin el costado gore- y dándole un matiz dramático cuya léctura va más allá de lo estrictamente fantástico. Aquello que le ocurre a Marie es lo mismo que podría ocurrirle a cualquier “extranjero” en un ámbito donde se encuentra fuera de su elemento, y donde todos se esfuerzan en hacerselo saber. Con una tensión dramática en constante in crescendo que se abre paso a través del tono letárgico de la historia, Cuando Despierta la Bestia seguramente será del agrado de aquellos entendidos del género con ánimo de ver un approach distinto de una temática tantas veces transitada en la pantalla grande.
Los hombres rudos y barbudos del Tío Sam. La gesta heroica que surge ante la más profunda adversidad es uno de los temas más transitados por el cine bélico norteamericano, ese capaz de narrar las proezas de la Segunda Guerra Mundial al mismo tiempo que nos ubica en primera fila para experimentar las desventuras de centenares de tropas en arenas más modernas y complejas, como lo fueron Irak y Afganistán. Pocos directores tienen un sentido más patrióticamente “cambalachesco” al momento de abordar este tipo de temáticas que el señor Michael Bay, y precisamente en 13 Horas (13 Hours, 2016) se aprecian sus esfuerzos por contener toda esa impronta -en clave “barras y estrellas”- que fluye por sus venas. En resumidas cuentas, el film cuenta la historia verídica de seis soldados de las fuerzas especiales que deben proteger un complejo confidencial de los Estados Unidos en territorio libio, el cual se vuelve blanco de un ejército paramilitar durante el amanecer del onceavo aniversario del atentado a las Torres Gemelas. Ante el asesinato del embajador norteamericano, no les queda más alternativa que resistir los embates del enemigo y proteger a los empleados del gobierno que trabajan en el complejo, hasta recibir la burocrática ayuda de los aliados y de su propio gobierno. Los seis superhombres que cargan armas, músculos y barbas tupidas representan el epítome del soldado idílico norteamericano, ese que para cada situación de tensión tiene un chiste ocurrente bajo la manga o que recurre a fotos de su esposa e hijos para demostrar su costado más humano. Durante las dos terceras partes del film vemos ese lado de los personajes, quienes sólo dejan ver un perfil más blando hacia el final de la contienda, una vez que terminan su misión o exhalan su último aliento de vida. Los 144 minutos de la cinta se vuelven por demás llevaderos, gracias a una interesante alternancia entre secuencias de combate y escenas con cierta dosis de drama humano, las cuales se disponen a retratar desde una perspectiva muy particular el caos que significa un conflicto bélico en una tierra con valores diametralmente opuestos a aquellos adosados por default a los protagonistas. Sorprende el bajo nivel de “espectacularidad” del producto en general, en especial pensándolo como un film perteneciente a un hombre conocido por hacer estallar las cosas más alto que nadie y con toda la parafernalia a su disposición. Ya sea por una elección estética que proporciona realismo al relato o por una cuestión estrictamente presupuestaria, termina funcionando correctamente a favor del film. Con personajes que carecen de la profundidad necesaria para interpelar al espectador -excepto el interpretado por John Krasinski- que se perciben como intercambiables entre sí, los puntos más fuertes de la película residen en estar “basada en hechos reales” y en su representación realista del conflicto, sin ese edulcorante peyorativo, patriótico y heroico que uno esperaría de una obra con el sello de Michael Bay.
El reich del fin del mundo En Expediente Santiso (2015), largometraje realizado con el apoyo del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, Brian Maya hace mayor hincapié en lo “fantástico” por sobre otras cuestiones propias del género y presenta una obra con un estilo pocas veces visto en el cine local. Santiso -interpretado por el veterano Carlos Belloso- es un periodista encargado de cubrir conflictos bélicos en medio oriente, quien decide viajar a hacer un cobertura con su pequeña hija, pero esta muere en medio de un extraño suceso en el extranjero. A su regreso Santiso no logra recuperarse de la pérdida y es recluído en una institución psiquiátrica por un largo tiempo. Al momento de regresar a su hogar y retomar la vida hogareña con su esposa (interpretada por Leonora Balcarce) vuelve sobre tras las pistas de la trágica desaparición de su hija y comienza a descubrir extrañas conexiones con el nazismo y los hombres del reich que se refugiaron en nuestro país a finales de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez el problema más grande de la película de Maya sea intentar construir un relato con demasiadas ramificaciones, que entrega un argumento tan complejo que termina siendo una superposición de tropos: los nazis, el esoterismo, los poderes del más allá, la guerra, el trasfondo histórico, etc. Al contar con tantas aristas, el relato se toma demasiado tiempo para acomodar todas las piezas en su lugar y a raíz de esto la primera mitad del film sufre bastante. Las actuaciones de Belloso y Balcarce no terminan de cuajar del todo, al igual que las escenas de Viviana Saccone, quien interpreta a la suegra de Santiso. Todos los personajes parecen recitar exactamente lo que el expectador necesita oir para seguir el hilo de la trama, es poco lo que se cuenta a través de acciones y eso hace que todo se sienta mucho más mecánico. Una estética visual que no termina de definirse por completo y elecciones curiosas al momento de guiar al expectador secuencia tras secuencia, terminan entregando una producción con ideas interesantes que no terminan de plasmarse de la mejor forma en pantalla.
Antihéroe, pero autoconsciente. Inmersos profundamente en la fiebre superheróica de esta segunda década del nuevo milenio, la pantalla grande le abre camino a un joven personaje del mundo de lo cómics -en comparación con titanes como el murciélago de Ciudad Gótica o el hombre de acero de Metrópolis-, pero con un importante numero de fans detrás, en especial si uno suele concurrir a convenciones del género y demás exposiciones. El sujeto enmascarado de traje rojo y negro, con una pistola en cada mano, es de los preferidos en la extensa fauna de fanboys. Bajo este contexto llega Deadpool (2016), debut cinematográfico oficial del antihéroe de la factoría Marvel. Sí, decimos debut “oficial” porque todos decidieron olvidar su falso arranque en X-Men Orígenes: Wolverine. El film narra la historia de Wade Wilson (Ryan Reynolds) un ex soldado del ejército de los Estados Unidos devenido en mercenario, quien al enterarse que padece un cáncer terminal se ofrece para un tratamiento experimental, el cual lo vuelve un ser invulnerable y con la capacidad de regenerar sus heridas, un par de escalones por debajo de la inmortalidad. El propio Deadpool se pondrá a la caza de la misma gente que le dió fortuitamente sus poderes, quienes lo desfiguraron horriblemente durante el proceso. La estructura narrativa presenta el formato clásico de todas las historias de origenes del superhéroe promedio. Pero todo se ve alterado por esa fuerza centrífuga que es el personaje central, por su espíritu particular. Es así como la trama central se ve interrumpida constantemente por flashbacks, que componen elaboradas y largas escenas en pos de elaborar la historia de fondo del personaje. Todo esto con el acompañamiento de un Deadpool que rompe constantemente la cuarta pared, tiene características de ser omnisciente y moja constantemente la oreja de otros superhéroes favoritos, incluidos los de la propia casa Marvel. Quien no comulgue demasiado con el estilo podrá sentir que las referencias constantes al mundo de los superhéroes, la industria del entretenimiento y la cultura pop de los últimos 30 años se tornan un poco agobiantes; pero por otro lado se trata también de una de las mayores fortalezas del film: su incansable ritmo e impetu. A una broma sobre Wolverine lo sigue una broma sobre el fallido Linterna Verde del mismo Reynolds, a una secuencia de tiros y persecusión le sigue una de igual vértigo, y así durante las casi dos horas de duración. No hay un momento aburrido. Deadpool es tan fiel al material original como podríamos esperar, con mucha violencia, mucha sangre y tantas palabrotas como es cinematográficamente posible. El film del debutante Tim Miller se aleja de otros productos ATP sin sangre ni violencia extrema de Marvel como la saga de Los Vengadores (The Avengers, 2012) y se apoya en ese humor descontracturado ya presentado en Guardianes de la Galaxia (Guardians Of The Galaxy, 2014), pero con esa picantez característica del personaje principal y un nivel de autorreferencia posible gracias a todo el corpus de películas de superhéroes que han llegado a nosotros en los últimos años, sin ellas Deadpool jamás lograría ser una película tan filosa. Un mix muy eficiente de acción, comedia, algo de romance y mucho humor políticamente incorrecto y anti-heroico que la convierte en una de las películas de justicieros enmascarados más disfrutable de los últimos tiempos.
De lucha de clases, romance y cadáveres ambulantes. Si algo nos dejó en claro la primer década del siglo XXI es que lo zombies se volvieron un nicho redituable para el cine, la televisión, los videojuegos, los cómics y cualquier otra industria dispuesta a darle al mercado su cucharada de muertos vivientes, independiente del formato. A seis años del inicio de The Walking Dead (2010) y catorce de la primera película de la saga Resident Evil (2002) -basada casualmente en una famosa serie de videojuegos-, la moda da señales de estar experimentando cierto agotamiento, al menos en este ciclo. Y un poco de todo este declive se hace evidente en Orgullo, Prejuicio y Zombies (Pride and Prejudice and Zombies, 2016). La película de Burr Steers -un ignoto en este tipo de producciones- esta basada en la exitosísima novela homónima de Seth Graham-Smith, la cual tomó la clásica historia de Jane Austen, Orgullo y Prejuicio, y aprovechanado que se encontraba ya en el dominio público, confeccionó una versión alternativa en la cual una horda de zombies se vuelve otro eje temático dentro de la conocida historia de las cinco hermanas Bennet en la Inglaterra del Siglo XIX. Pero en esta ficción alternativa, las hermanas Bennet no son únicamente damicelas a la espera de ser esposadas, sino también fieras guerreras entrenadas en las más mortíferas artes marciales para mantener a raya a los no-muertos. El film sigue la trama clásica, eliminando algunas subtramas menos atractivas y concentrandolo todo en Elizabeth, la mayor de las hermanas Bennet, quien se debate entre su debilidad por un zagaz caballero cazador de zombies y su responsabilidad como guardiana de la familia. En 2009, el mismo año en que la novela se editó, empezaron los planes de una adaptación para la pantalla grande, pero el proyecto pasó por muchos potenciales directores de primer nivel (David O. Russell, Neil Marshall, Matt Reeves, Phil Lord, entre otros), guionistas y muchas potenciales estrellas clase A para el rol de Elizabeth (Natalie Portman, Scarlett Johanson, Anne Hathaway, Emma Stone y Mila Kunis). Pero conforme el tiempo pasó y el presupuesto se achicó, las aspiraciones menguaron y parte de eso se percibe en el producto final y su reparto. Y por cierto, 2016 ya no es un año tan zombie-friendly como en la temporada 2009/2010. El mayor problema de OPZ es que no termina de ser nada en particular: ni un film de terror, ni un film de aventuras, ni de comedia, ni de drama; sino retazos de esto y aquello diseminado a través de las diferentes secuencias. Quiere ser muchas cosas al mismo tiempo, y no por nada dicen que el que mucho aprieta poco abarca. Matt Smith, mejor conocido como una de las más recientes reencarnaciones de Dr. Who, con su papel de pretendiente de una de las hermanas Bennet, es quien más aporta desde lo cómico, pero promediando la mitad del film se produce un giro demasiado grande hacia lo melodramático del cual no hay retorno, y las secuencias de acción que involucran zombies dan la sensación de ser insertadas exclusivamente para dar un descanso al drama y recordarnos qué vinimos a ver en primera instancia. Debe ser uno de los pocos casos en que una adaptación no se atreve a ir, por lo menos, tan lejos como el material de origen, el cual en este caso manejaba un humor negro y una violencia gráfica que -más allá de los ribetes fantásicos- por lo menos generaba algo en el lector. Su par cinemetográfico carece de la rebeldía suficiente para salirse de los parámetros, correr el riesgo de hacer algo que resulte horrible o absolutamente brillante, pero que al menos no caiga en la absoluta apatía. Porque hay cosas peores que hacer una mala película, y eso es hacer un producto intrascendente en todo sentido. Prácticamente como estar muerto en vida, pero sin siquiera el aliciente de salir a comer cerebros ocasionalmente.
Nene malo El terror de la segunda década del siglo XXI no ha presentado obras rimbombantes ni rebozantes de originalidad. Por el contrario, parece ser que las estructuras que presentan los tropos clásicos del género han perdido terreno ante producciones independientes que apuestan a otro tipo de entramados narrativos, como ser el caso de Te sigue (It Follows, 2014), The Babadook (2014) o Goodnight Mommy (2015). Daría la sensación que la única alternativa para el terror más “canónico” dentro del contexto actual es seguir echando mano a esos elementos y parámetros establecidos, mezclando un poco los ingredientes familiares para ofrecer un plato conocido pero con un sabor distinto. Algo de todo esto sucede en El niño (The Boy, 2016) película que pone a Lauren Cohan -conocida por su rol en el éxito del prime-time The Walking Dead (2010)- en la piel de una niñera norteamericana que acepta un trabajo en Inglaterra para cuidar a un niño que no es un niño… es un muñeco, en el más literal de los sentidos. La trama juega con los elementos clásicos de la casa encantada, los anfitriones excéntricos y el muñeco poseído, pero dosificados de manera muy particular en un relato que todo el tiempo hace equilbrio al borde del ridículo, pero sin caer en él por completo. Todo lo que sucede remite a algo visto anteriormente, pero el híbrido narrativo que conforma el director William Brent Bell hace que por momentos se trate de todo eso y nada de eso al mismo tiempo, evitando caer del todo en los clichés más redundantes del género. Todo sucede dentro de la residencia familiar, por ende la casa se percibe como un personaje más. Estéticamente los tonos cálidos acaparan el espacio visual, y el diseño de arte remite a otras famosas películas de casas “encantadas” como House, una casa alucinante (House, 1986) o La mansión de los horrores (House on Haunted Hill, 1959). La revelación final que tiene lugar prácticamente al cierre del tercer acto es una sorpresa agradable, gracias a la cual El niño no cae en terreno familiar más allá de lo debido, pero tal vez llegue demasiado tarde para algunos. Sumado esto a una lógica interna que coquetea por momentos con el absurdo, posiblemente exceda el límite de tolerancia de aquellos más exigentes con obras del género.
La cuna rebelde inconformista. Pocos movimientos musicales tienen una postura tan clara y contundente como el punk. No sólo se define por lo explícitamente musical sino también por lo inherentemente social y cultural. El punk sólo pide una cosa, entregarlo todo. Este es el espíritu con el que Scott Crawford encara Salad Days, documental que se encarga de repasar los años de surgumiento de este estilo musical en la capital de Estados Unidos. Con The Clash, Sex Pistols y The Ramones como norte, las bandas punk del estado de Whashington crearon su propio circuito, dentro del cual se conformaban, grababan discos, tocaban en pequeños recintos, distribuían sus propios flyers y fanzines y nucleaban a la generación adolescente criada al calor del post-Vietnam, las tensiones raciales y el desequilibrio social. Justamente “salad days” es una expresión sajona que representa aquella época en que somos jóvenes e inexperimentados pero llenos de ímpetu, imposible definirlo de forma más clara. Integrantes de las bandas locales como Bad Brains, Minor Threat, Scream, Void y Fugazi -elevados al status de íconos del under- llevan adelante el relato narrando la génesis de un movimiento que ya tiene más de 35 años y según muchos fue el caldo de cultivo, entre muchas otras cosas, del grunge del cual derivaría Nirvana, banda con la cual Kurt Cobain cambió el mapa musical a inicios de los 90. Lo interesante de este trabajo es que no nos habla exclusivamente de la música, habla de mucho más. Hay un interesante análisis del poder de los espíritus jóvenes, esos que muchas veces no se sienten parte del gran entramado social y quieren llevarse al mundo por delante para formar parte de algo más grande: quieren formar ellos mismos una escena cultural que les sea propia. Hay un gran trabajo de material de archivo: desde fotografìas, flyers y recortes hasta grabaciones que representan con fidelidad la estirpe punk, también filmaciones de shows en 8 o 16 milímetros tomadas en claustros pequeños y mal iluminados, con mucha gente y mucho ruido. Conforme nos movemos cronológicamente, van apareciendo grabaciones en las primeras camcorders en VHS. Ningún otro formato de calidad inferior podría retratar con mayor fidelidad el espíritu de lo que allí sucedía. El líder de Foo Fighters Dave Grohl (y ex baterista de Nirvana) tiene una participación de peso en el tercer acto del documental, y es acá donde la cuestión pierde un poco su magia. Particularmente porque Grohl podrá haber surgido de esta subcultura y de los teatros de mala muerte, pero al día de hoy es una estrella de rock establecida y un cuasi burgués de la música. El resto de los involucrados dejan ver claramente que son personas que jamás hicieron dinero con su arte y a duras penas subsistieron a través de los años. Si bien su presencia suma interés al trabajo, le quita un poco de esa legitimidad y rebeldía sin lujos que es el núcleo central. Con testimonios enriquecedores de personas involucradas de primera mano y un relato dinámico lleno de música energética y trepidante, Salad Days se vuelve un registro vital para entender el poder de la música sin importar de donde venga ni cuanta gente logre juntar un viernes a la noche en el bar de la esquina.
Casa vieja, puertas nuevas ¿Cine de género Latinoamericano, existe eso? Este y muchísimos otros prejuicios convertidos en malos clichés pesan sobre la cabeza de la gente que comprende las producciones de nuestra región –especialmente aquellas encuadradas dentro del Terror y la Fantasía- como obras de inferior calidad a las que ofrece, por ejemplo, la industria Hollywoodense. Afortunadamente los hechos superan al prejuicio. Tal es el caso de La casa del fin de los tiempos (2013) opera prima del venezolano Alejandro Hidalgo, que convirtió a esta película en la más taquillera de la historia del cine en su país, lo que también le valió un interesante recorrido por los festivales de género más importantes del mundo. Todo comienza en el año 1981, con Dulce (Ruddy Rodríguez) tirada en el piso junto a pedazos de un espejo roto y la cara cortada, con su marido muerto a su lado y su hijo desaparecido. La madre es acusada de doble asesinato y condenada a 30 años de prisión. En ese momento saltamos al año 2011, una anciana Dulce recibe el permiso de arresto domiciliario en su antigua casa. Claro que al volver al lugar, los antiguos fantasmas –tanto literales como simbólicos- comenzarán a resurgir y la madre intentará reconstruir las piezas de aquella noche fatídica. Desde lo narrativo el film de Hidalgo hace un muy buen trabajo, enlazando el pasado con el presente y dosificando al extremo los pedazos de información que entrega al espectador conforme avanza la trama. Rodriguez, una ex chica bond de la época de Licencia Para Matar (License To Kill, 1988), carga todo el peso dramático y sorprende como una madre que pierde todo y queda sin ningún motivo para vivir, hasta el momento… Si bien es presentada como una película de Terror, promediando el film nos damos cuenta que tenemos ante nosotros un film con ribetes fantásticos, uno que cerca del tercer acto comienza a mostrarnos cuestiones en un tono similar al de la española Los Cronocrímenes (2007) de Nacho Vigalondo, que juega con la posibilidad de múltiples planos de realidad. Estéticamente es posible que la producción sufra un poco a causa del bajo presupuesto, especialmente en su fotografía e iluminación. Pero a medida que la trama comienza a mostrar el verdadero rostro de la historia, dejamos atrás la pesadez de un primer acto algo falto de ritmo para meternos en un relato que sorprende por su valentía respecto de buscar algo que pocas veces encontramos en la cinematografía de la región.
La muerte digna. A veces sucede que vemos películas que no se corresponden con el marco temporal en que son producidas, que dan la sensación de ser obras que en alguna época pasada hubieran ofrecido un golpe de efecto mucho más certero. Algo de eso sucede con En la Mente del Asesino (Solace, 2015). Los agentes del FBI Merriweather (Jeffrey Dean Morgan) y Cowles (Abbie Cornish) se encuentran tras la pista de un asesino en serie con un modus operandi sumamente particular, y para ello solicitan la ayuda de John Clancy (Anthony Hopkins), un psíquico que en el pasado ha sabido ayudar exitosamente a las fuerzas de la ley a resolver casos complicados. La trama sigue la típica estructura de los film criminales, donde cada víctima entrega una nueva pista sobre el asesino, al mismo tiempo que aquellos que persiguen dichas pistas comienzan a involucrarse más de lo debido, poniendo sus propias vidas en riesgo. Decimos que es un film que parece sacado de otra época, más precisamente de los 90, similar a Pecados Capitales (Seven, 1995) y El Coleccionista de Huesos (The Bone Collector, 1999), en particular por la forma de plasmar en pantalla la relación entre los detectives, los modos elusivos del asesino y la dosficicación de información que va dando forma al rompecabezas. Las referencias a Pecados Capitales no son para nada fortuitas. El guión de este film se había pensado incialmente como una continuación directa de aquella, pero ante la negativa del director de la película original, David Fincher, se optó por cortar -de la mejor manera posible- los nexos. Este es un film que estuvo dos años “cajoneado” en busca de un distribuidor que aún sigue esperando en Estados Unidos, su país de origen. Para los curiosos que noten algo fuera de lugar en el poster promocional de la película (bastante evidente), vale aclarar que estamos ante uno de los síntomas típicos de esas producciones que sufren contratiempos, reescrituras, problemas de distribución, etc. El giro novedoso que se le intenta dar desde la impronta “psíquica” es un arma de doble filo: por un lado busca aportar un poco de aire fresco al subgénero detectivesco, y por el otro las visiones propiamente dichas del psíquico terminan por adelantar demasiadas pistas referentes a la resolución del conflicto. No vamos a decir que espoilea el final pero va brindando, premonición tras premonición, una idea bastante clara de cómo podría decantar el final. Este poder permite al psíquico ver posibles resoluciones alternativas para diversos escenarios hipotéticos, pero el film por momentos abusa demasiado de ese recurso y se pierde un poco el factor sorpresa. El misterioso asesino, interpretado por Colin Farrell, tarda demasiado en hacer su aparición dentro del relato: sin duda la película podría haber aprovechado sus ricos intercambios con Clancy si hubiese contado con más escenas que los unan. En una segunda línea de lectura, el film de Afonso Poyart intenta poner sobre la mesa el dilema de la eutanasia y el derecho a una muerte digna, pero en pos de agregar una mayor cuota de dramatismo al relato, se pierde esa intención inicial de plantear un debate sobre el fin de la propia vida. En resumen, tenemos un film con un guión poco inspirado y una trama que dista de ser novedosa, cuyo mayor punto a favor radica en contar con buenos actores que saben hacer su oficio, pero a la vez se topan con una obra que no se anima a hacer algo distinto y se conforma con cumplir los mínimos requerimientos del género.
Sangre en la nieve. Cada nuevo film de Quentin Tarantino se vuelve un acontecimiento revulsivo dentro de la industria cinematográfica, cada una de sus películas conlleva el peso de un realizador que sabe tomar elementos de distintos géneros cinematográficos, de la música y de la cultura pop -entre muchas otras fuentes- para reformularlos a través de su impronta particular y resignificarlos. Resignificar, homenajear, tomar prestado… todas palabras de interpretación polémica dentro del universo tarantinesco. Por supuesto que su última realización, Los 8 más Odiados (The Hateful Eight, 2015), no puede evitar tornarse un elemento más en esta cuestión. La historia nos sitúa en aquellos momentos inmediatamente posteriores a la Guerra Civil de los Estados Unidos. Ocho sujetos son reunidos por lo que se sospecha son cuestiones del azar en una cabaña de paso, donde deben resistir el crudo invierno de Wyoming, que los obliga a hacer un parate en el camino a sus diferentes destinos. John Ruth (Kurt Russell) es un cazarrecompensas en camino a Red Rock con su prisionera, la criminal Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh). El Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) también es un cazarrecompensas que cruza su camino con Ruth, y al arribar a la cabaña en cuestión se encuentran con un colorido conjunto de personajes: el nuevo Sheriff Chris Mannix (Walton Goggins), el verdugo Oswaldo Mobray (Tim Roth), el General retirado Sandy Smithers (Bruce Dern), el vaquero Joe Gage (Michael Madsen) y el mexicano callado Bob (Demián Bichir). Tal como nos anticipan los avances, una de estas 8 personas no es quien dice ser y la paranoia comienza a surgir respecto de los diversos intereses latentes sobre la prisionera femenina. Tarantino decide concentrar toda la acción en una sola locación. El interior de esa cabaña bien podría funcionar como una puesta teatral, con personajes exponiendo al mismo tiempo que comparten el espacio físico con el resto y varias acciones sucediendo al mismo tiempo. Uno de sus fuertes como realizador es el trabajo minucioso en los diálogos, y así como en sus dos films anteriores –Bastardos sin Gloria y Django sin Cadenas– se percibía cierta tendencia a hacer “monologar” a los personajes en una postura un tanto ególatra y vacía de justificación; en este caso el diálogo y la forma de exposición son los modos de razonamiento dentro del relato, la forma en que cada personaje intenta dar sentido a aquello que sucede. El propio director declaró que sus influencias más fuertes han sido La Cosa (The Thing, 1982) y Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992) al momento de componer Los 8 más Odiados. En La Cosa teníamos la misma problemática de contar con un “extraño” en el grupo, y la única forma de corroborar quién era el traidor era testeando la sangre. En este la caso la sangre no se testea, la sangre se derrama. Si bien la primera mitad es un tanto lenta, el relato toma ritmo conforme avanza y se guarda para su último acto hectolitros de sangre con el “sello de garantía” de Quentin. En cuanto a influencias algo más indirectas, vale la mención a El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, 1968), ese western “frío” de Sergio Corbucci, del cual parece tomarse inspiraciones mayoritariamente a nivel estético. Ennio Morricone vuelve a componer el score de un western después de 40 años y vuelve a trabajar con Tarantino tras su experiencia en Django sin Cadenas. Es un dato no menor que esta sea la primera película del director en la cual toda la banda sonora es creada especialmente para el film. Incluso el propio Morricone echó mano sobre composiciones sobrantes de La Cosa, por si era necesario otro punto más de conexión. Más allá de estas referencias puntuales, el film se asemeja bastante a una versión de Clue -el famoso juego de mesa- en clave western. Sin el desparpajo de realizaciones previas ni elaboradas alteraciones de la línea narrativa/ temporal, hoy nos entrega una historia mucho más simple que en otras ocasiones pero concentrada en los diálogos y el poder de sugestión de la oratoria de sus coloridos protagonistas. La misoginia también pica alto en el medidor y la violencia en pantalla hacia la mujer alcanza niveles bastante tortuosos, incluso para los estándares del realizador. Estamos ante una buena película -sin ser excelente bajo ningún aspecto- de un director que nos tiene acostumbrados a una vara muy elevada. A Tarantino se lo puede criticar, diseccionar y debatir, pero es indudable que busca generar algo distinto cada vez que se lo propone.