Secuela adolescente mutante ninja. Hay una ley de hierro que se convirtió desde hace tiempo en el norte de todas las grandes producciones: si tiene éxito, es obligatorio hacer una secuela. Es así como apenas dos días después del estreno de Tortugas Ninja (Teenage Mutant Ninja Turtles, 2014), hace dos años y a pesar de una recepción poco favorable por parte de la crítica especializada, ya se estaba pensando en Tortugas Ninja 2: Fuera de las Sombras (Teenage Mutant Ninja Turtles: Out of the Shadows, 2016), segundo largometraje en esta nueva saga de los quelonios mutantes que llega a nuestras salas, ahora dirigido por Dave Green. Antes que nada, sincerémonos y saquemos ese enorme elefante de la sala: sí, las tortugas no son lindas. Casi todos concuerdan en que los personajes mantienen poco de la estética amigable de sus antecesoras animadas de fines de los 80 y se apoyan demasiado en una suerte de impronta afroamericana: cómo se mueven, cómo hablan y cómo interactúan (se dificulta verlas meramente como tortugas). Y ni que hablar del “origen” que los guionistas les dieron a los cuatro hermanos, modificando drásticamente el material de referencia y su vínculo inicial con April O’Neil, la reportera confidente de los mutantes. Pero de todo esto ya despotricamos largo y tendido cuando analizamos la primera entrega, carece de sentido seguir dándole vueltas al asunto; lo hecho, hecho está. En esta segunda incursión podemos enfocarnos mejor en la aventura propiamente dicha sin la necesidad de volver a reparar en orígenes, inicios o alguna de esas cuestiones poco logradas. En esta ocasión Destructor -villano titular de la saga- se une al científico Baxter Stockman y al alienígena interdimensional Krang con el afán de dominar el planeta: juntos planean traer el Tecnódromo, la base militar y estratégica de Krang, a nuestro mundo. Es aquí cuando Leonardo, Donatello, Rafael y Miguel Ángel entran en escena para detener el plan maquiavélico mientras batallan con los conflictos que involucra volverse la cara visible de los héroes de la ciudad (lo que también interfiere con su adoctrinamiento como guerreros). El esquema narrativo parece adaptado directamente de unos de los episodios de la clásica serie animada y no teme volver al espíritu más infantil y lúdico del material original, gracias a lo cual todo fluye de manera mucho más dinámica. A pesar de esto, los más quisquillosos podrán sentir que el conflicto tarda un poco en arrancar. Stephen Amell -popularmente conocido por la serie Arrow– le pone el cuerpo a Casey Jones, otro de los aliados clásicos del universo de las tortugas. Y por supuesto Megan Fox vuelve a interpretar a la reportera todo terreno amante de la ropa en tonos amarillos. Las cuatro tortugas, el Maestro Splinter, April O’Neil, Destructor, Baxter Stockman, Krang, Karai, Bebop, Rocksteady y Casey Jones… en papel parece una aglomeración de personajes peligrosa para 112 minutos de película, pero todos cumplen una función dentro del relato y su presencia no se siente forzada ni oportunista. Por supuesto al tratarse de una obra con el “sello Michael Bay”, la producción no escatima en explosiones y despliegue de efectos especiales a gran escala, a tono con otras producciones que andan desfilando por la taquilla contemporánea. Hay un par de guiños que apuntan a los fans de la saga clásica (punto extra para el que logre identificar cierta canción famosa del desaparecido Vanilla Ice), lo que suma a una película que cumple con su función primordial: entretener a los más jóvenes y apelar a la nostalgia de los más grandes, sin muchas más aspiraciones ni esperando una ovación de pie de parte de la crítica especializada.
Acción mutante. Como lo anunció el propio director Bryan Singer, X-Men: Apocalipsis (X-Men: Apocalypse, 2016) llega para concluir el arco de “First Class” que también incluye a X-Men: Primera Generación (X-Men: First Class, 2011) y X-Men: Días del Futuro Pasado (X-Men: Days of Future Past, 2014). Es la cuarta oportunidad en la cual el director de Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995) se pone detrás de cámara para dirigir a los mutantes salidos de las páginas de los cómics de la factoría Marvel, aprovechando para dar clausura a una etapa y dejar la puerta abierta para una nueva. Tras lo sucedido en X-Men: Días del Futuro Pasado, Raven/ Mystique (interpretada nuevamente por la ganadora del Oscar Jennifer Lawrence), está tras la pista de Magneto (Michael Fassbender), quien se refugió en un pequeño pueblito de Polonia y formó una familia a puro perfil bajo, una subtrama que dura el tiempo justo y necesario para que el personaje pueda volver a hacer lo que todos esperan. Al mismo tiempo Apocalipsis (Oscar Isaac), el mutante más antiguo y poderoso del mundo, despierta tras varios milenios y reúne a sus cuatro “Jinetes” para comenzar una limpieza del planeta que no distingue entre humanos y mutantes. Entre sus jinetes se encuentra Psylocke (Olivia Munn), Storm (Alexandra Shipp), Angel (Ben Hardy) y el propio Magneto, quien -al igual que durante toda esta saga- alterna entre el bando de los villanos y el de los héroes constantemente. Y es así cómo el Profesor Xavier (James McAvoy) reúne a estudiantes y egresados de su instituto para combatir la amenaza. Previamente Singer había comentado que Apocalipsis iba a ser una película de destrucción “al estilo Michael Bay o Roland Emmerich”, con un villano lo suficientemente poderoso como para arrasar con todo… y sí, para ser sinceros un poco de miedo nos causó la analogía. El film no escatima en secuencias de ciudades derrumbadas, amenazas nucleares y demás escenarios desoladores que pudieran servir de telón de fondo para el enfrentamiento entre los mutantes. Llamémoslo conveniencia de marketing o fidelidad a las fuentes, pero el hecho es que tras lo sucedido en X-Men: Días del Futuro Pasado la línea temporal se modificó de manera tal que permitió el regreso de personajes clásicos y queridos del universo X-Men: Wolverine, Cyclops, Storm, etc. Y tal vez por una mera cuestión del star system, se nota un esfuerzo extra por lograr que el personaje de Jennifer Lawrence sea percibido por la audiencia como una pieza fundamental. Aunque a decir verdad, su participación no es relevante en ninguno de los momento cruciales del relato. Tal vez lo más destacado sea la psicología del villano de turno: Apocalipsis es un enemigo que se cree más Dios que mutante, y eso lo hace tener las líneas más interesantes cuando habla sobre el poder absoluto, la dominación y las falencias intrínsecas de los seres humanos. El guión de Simon Kinberg logra que cada uno de los personajes tenga su momento para lucirse en mayor o menor medida, y no se siente esa aglomeración de superhéroes tan común en producciones similares. Pero por otro lado, el tercer acto y su consecuente clímax resuelve el conflicto de forma bastante estándar y no logra esa espectacularidad que el marco sugería inicialmente. En términos generales, X-Men: Apocalipsis cierra una etapa del universo cinematográfico de los X-Men de manera sobria pero sin dejarnos con la boca abierta, evidenciando que la saga alcanzó su pico en la entrega anterior.
Metafísica en estado de loop. El cine de género ha tenido varias experiencias intentando combinar el drama con lo fantástico, especialmente si nos referimos a ese subgénero que involucra realidades alternas, líneas temporales paralelas y demás elementos circundantes, como sucede en Desafío al Tiempo (Frequency, 2000), Donnie Darko (2001) y Te Amaré por Siempre (The Time Traveler’s Wife, 2009). El director argentino Víctor Postiglione intenta adentrarse en ese particular nicho con su largometraje Tiempo Muerto (2016). Es la historia de Franco (Guillermo Pfening), un argentino viviendo en Colombia que sufre la muerte de su esposa (María Nela Sinisterra) en un accidente. Mientras intenta superar la tragedia, descubre que su mujer había pasado sus últimos días frecuentando un extraño culto que supuestamente brinda la posibilidad de volver en el tiempo para ver una vez más a algún ser querido que ya no esté entre los vivos. Luis Luque interpreta al personaje que intentará ayudar a Franco a develar el misterio, uno de tal naturaleza que involucra mitos urbanos, realidades paralelas y alteraciones temporales. El mayor problema de Postiglione es una imposibilidad absoluta de dotar a su obra con un ritmo interesante. La historia es atractiva, la mixtura de géneros es bien recibida, pero el relato no avanza a una velocidad suficientemente aceptable como para atrapar al espectador. Todo se percibe cansino, repetitivo, con escenas que hubiesen funcionado mejor con un par de tijeretazos en la sala de edición. Llegamos al momento del clímax sospechando demasiado aquello que podría suceder y el factor sorpresa, que se intenta colocar en el cierre del tercer acto, no es tanto una sorpresa como un alivio tras 103 minutos de una historia con mucho potencial que no encuentra nunca el ritmo.
Pájaros volando. Antes que nada el cine es entretenimiento, el sentarse en una butaca para divertirse, distenderse y olvidarse por aproximadamente noventa minutos o dos horas de todo aquello que sucede fuera de la sala o lejos de la jurisprudencia de nuestro propio sillón. Pero la cuestión es que no todas las propuestas que anticipadamente se suponen “entretenidas” terminan cumpliendo, a pesar del embelesado paquete en el que llegan a nosotros. Un poco de esto sucede en Angry Birds: La Película (The Angry Birds Movie, 2016), adaptación cinematográfica del exitosísimo juego que todos en algún momento tuvimos instalado en nuestro smartphone. El protagonista de la historia es Red, un pájaro rojo y testarudo (tan “angry” como el título) que vive como una suerte de hermitaño en una isla habitada por toda clase de pájaros: gordos, flacos, machos, hembras, grandes, chicos y hasta uno que es mimo, al mejor estilo Marcel Marceau. Red no encaja dentro de los engranajes de esa sociedad plumífera y es obligado a hacer un curso para controlar su ira, en el cual conoce a Chuck y Bomba, el pajaro amarillo veloz y el negro grandote que explota respectivamente, siguiendo la lógica original del juego. La rutina de la isla se ve alterada cuando recibe la visita de unos cerditos que detrás de una máscara de amabilidad esconden otros planes. Rovio, la empresa responsable del juego original, produce también este film animado, el cual es el debut de la dupla de directores Clay Kaytis y Fergal Reilly, dos que vienen haciendo sus pinitos en películas animadas desde el storyboard y la animación 3D. Sin dudas la calidad de la producción es de primer nivel, con un trabajo sobre los personajes y el diseño de arte muy detallado. El mundo donde habitan los personajes tiene profundidad, tiene vida. La sencillez de la historia pone al antihéroe, Red, como figura principal del relato, aquel que hace un viaje circular donde el final es el inicio, pero al cual arriba siendo un ser distinto, una movida de manual. El guionista Jon Vitti ya había dado indicios de apegarse a los cánones al momento de desarrollar historias sin demasiado vuelo, como hizo con las últimas dos versiones cinematográficas de Alvin y las Ardillas, aquellas que combinaban actores de carne y hueso con personajes animados por computadora. Sin dudas estamos ante una película que -con perdón de los más chicos- vale la pena ver en su versión inglesa con las voces originales de Jason Sudeikis, Peter Dinklage, Bill Hader, Danny McBride y Sean Penn, entre otras figuras. El trabajo de las voces potencia a los personajes y les da un tono mucho más amigable. Lo mejor llega cerca del final, cuando el conflicto alcanza su clímax y vemos a los personajes haciendo aquello por lo que se volvieron tan populares inicialmente: ser revoleados por el aire destruyendo cosas. El tercer acto es el que finalmente da un poco de sentido a un relato que hasta ese punto no logra destacarse por nada en especial. Si bien es un producto digno, como tantos otros dentro de la actual industria del entretenimiento, lo simple de su planteo lo ubica un par de escalones por debajo de otras obras como por ejemplo La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014) o Intensamente (Inside Out, 2015), las cuales entretienen y dan muestras de su calidad estética al mismo tiempo que tocan fibras más sensibles de los espectadores de todas las edades.
Enemigo mío. La tercera película en solitario de Capítan América llegó para dar inicio a la tan esperada tercera fase del Universo Cinemático de Marvel (Marvel Cinematic Universe, o MCU para los más entendidos), aunque en muchos aspectos Capitán América: Guerra Civil (Captain America: Civil War, 2016) podría verse como una suerte de “Avengers 2.5” o un muy elaborado preludio de Avengers: Infinity War, que llegará a las salas en 2018. Continuando ahí donde nos quedamos con Capitán América y el Soldado del Invierno (Captian America: The Winter Soldier, 2014) y Los Vengadores: Era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015), nos encontramos con un mundo que tras los incidentes en Sokovia -que involucraron a Iron Man y su equipo- y un conflicto con el cual abre el film, no se siente tan seguro con los Vengadores resolviendo los problemas sin ningún tipo de control. Es ahí donde las Naciones Unidas entra en acción y exige a los superhéroes que firmen un tratado, el cual los obliga a seguir ciertos procedimientos antes de apresurarse a actuar. Al mismo tiempo el Soldado del Invierno -Bucky, el viejo amigo del Capi a través de la saga- se ve incriminado en los recientes conflictos y se vuelve el hombre más buscado por las fuerzas del orden, situación ante la cual Capitán América (Chris Evans) decide ponerse del lado opuesto de la ley para protegerlo. La amistad y la venganza son los dos ejes sobre los que se apoya esta tercera entrada del Capi: Su relación con Iron Man (Robert Downey Jr.) colpasa ante la presión que siente este último por apegarse a las nuevas reglas y la propia necesidad del primero por no perder autonomía al momento de actuar ante posibles amenazas, sumado a la necesidad de arriesgarlo todo por limpiar el nombre de su amigo de toda la vida Bucky. El villano misterioso -interpretado por un siempre efectivo Daniel Brühl- es quien orquestará desde las sombras esa venganza contra el team de justicieros disfrazada de conflicto entre líderes; aunque no es el único personaje dentro del relato con cuentas por saldar y el peso de la culpa sobre sus hombros. Como ya vimos en Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), este es el año de los choques titánicos entre superhéroes. Todos queremos ver la tan esperada confrontación entre Capitán América e Iron Man, dos personajes con psicologías distintas y complejas que representan dos formas diametralmente opuestas de ver el mundo. Es así cómo todo el misterio y la intriga de la primera mitad del film dejan paso en la segunda parte al despliegue de la acción propiamente dicha. El Capi, Falcon, Scarlet Witch, Hawkeye y el debutante Ant-Man contra Iron Man, Black Widow, War Machine, Visión y el esperadísimo Spider-Man. Hagan sus apuestas, señores. Al tratarse de una confrontación de magnitudes épicas, la dupla de directores Anthony y Joe Russo la divide en dos momentos, un primero donde no hay desperdicio y todos los personajes entran en juego, y un segundo que forma parte del desenlace e involucra al verdadero villano. Tom Holland se luce interpretando a Peter Parker, dando al personaje ese aire juvenil propio de los comics, aquí funcionando como el “comic relief”. Paul Rudd vuelve a probar que su timing es perfecto para Ant-Man en este esquema coral superheróico. La otra aparición que todos esperaban en el film es la de Black Panther, con un Chadwick Boseman que comprende muy bien la psiquis del personaje que le toca interpretar y logra una presentación muy sólida. El tono oscuro que envuelve a la historia convierte a la trilogía de Capitán América en la más solida de la casa Marvel hasta el momento. Así como El Primer Vengador fue una presentación con toques de camp y nostalgia y Soldado del Invierno fue un thriller de suspenso, Guerra Civil es el capítulo más violento y conflictivo de todos, en el cual las consecuencias de los actos propios y ajenos, voluntarios e involuntarios, desencadenan hechos que lo modifican todo y ya nada volverá a ser igual. Tal vez el punto más flojo de la película sea la falta de un villano con peso específico. Las motivaciones de Zemo (Brühl) para generar este elaborado equema maquiavélico son tan válidas como la de muchos mortales, no tiene el marco imponente de otros villanos del universo marveliano. Si bien comprendemos que el núcleo del conflicto es el choque entre Capitán América e Iron Man, nos encontramos con un malo que podría haber aprovechado alguna que otra reescritura en la sala de guionistas. Estamos ante un film con un nivel de espectacularidad a la par de producciones similares, con todo lo bueno y lo malo que esto representa. Lo bueno, estamos ante un producto pensado para entretener y en ese sentido no defrauda. Lo malo, con el estreno de un tanque superhéroico prácticamente cada 45 días se pierde la sorpresa, la novedad, ese otro costado que conforma la “espectacularidad” de un evento cinematográfico de gran porte. Todo satisface pero nada termina de llenarnos del todo. En resumen, Capitán América: Civil War es una de las secuelas más sólidas del universo cinemático de Marvel, la cual cumple con creces el deseo de muchos de ver al Capi e Iron Man mano a mano. Un film que tal vez no recordemos con fanatismo dentro de 20 años, pero no por cuestiones propias sino meramente coyunturales, que reflejan el enamoramiento de Hollywood con las adaptaciones de cómics de la última década y la estandarización del universo superheróico en la pantalla grande en el sentido más pasteurizable de la palabra.
La Sombra del Vampiro ¿Existe el género vampiro dentro de la ficción de medio oriente? La respuesta es no, y esa es tan solo una de las cuestiones que convierten en algo fantástico a este debut a nivel largometraje de Ana Lily Amirpour, una joven directora nacida en Inglaterra pero con raíces iraníes. Una chica regresa sola a casa de noche (2014) cuenta la historia de una ciudad llamada Bad City, un lugar gris invadido por la pobreza, la prostitución, las drogas y las fábricas que echan humo constantemente por sus chimeneas; imposible que su nombre no le haga más honor. Una extraña presencia ronda por las calles del lugar durante la noche, observando detalladamente y acechando desde la oscuridad… Confirmando lo expuesto en el primer párrafo, estamos ante la primer película sobre vampiros en tierras árabes, pero filmada en los suburbios de California y hablada por completo en Farsi, nombre con el cual también era conocido el idioma persa a principios del siglo XX. Se trata de un film noir con ribetes fantásticos, ambientado en un no-lugar que se alimenta de la simbología de medio oriente. La ausencia de banda sonora en casi la totalidad de la película no hace otra cosa que resaltar la quietud de la noche, de la tensa calma que esconde algo siniestro. Filmada en su totalidad en blanco y negro, Una chica regresa sola a casa de noche no funciona tanto como un film de terror propiamente dicho sino como una convergencia de historias mínimas atravesadas por un elemento fantástico, el cual se transforma en una suerte de catalizador de todas las líneas argumentales que la componen. Cada plano compuesto por la novicia Amirpour es de una riqueza visual cautivamente. Con cada imagen cuenta algo, nos invita a descubrir ese espíritu melancólico y desolador que se cierne sobre los personajes. Alejándose por completo de las superproducciones del género y manejando un tono de sutileza que la ubica en las antípodas del terror comercial, Una chica regresa sola a casa de noche es una mirada revolucionaria e innovadora que echa nueva luz sobre una temática tan inmortal como sus emblemáticas criaturas noctámbulas.
Patriotismo a prueba de balas. Los episodios y personajes más clásicos de Los Simpsons sirven desde hace más de 25 años para poner en evidencia claves para comprender cómo funcionan ciertas cuestiones idiosincráticas de la cultura estadounidense, tanto en lo referente a la política como a la religión y por supuesto el cine. Uno de los secundarios más prolíficos es un tal McBain, un personaje de películas de acción en clave Schwarzenegger que exuda violencia y un excesivo patriotismo en partes iguales. Un reflejo del cine de súper acción ochentero reaganiano que siempre presentaba al “tipo duro” solo contra todos. Si viajamos unos 25 años hasta nuestro presente, podremos darnos cuenta que Londres bajo Fuego (London Has Fallen, 2016) tiene un aroma muy similar a todo esto que mencionamos. La secuela del inesperado éxito Ataque a la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013) -una suerte de Duro de Matar en la Casa Blanca- vuelve a repetir el elenco estelar de la primer entrega, compuesto por Gerard Butler, Aaron Eckhart, Morgan Freeman, Robert Forster, Angela Bassett y Radha Mitchell. En esta ocasión el hombre de mayor confianza de la Oficina de Estado, Mike Banning (Butler), escolta al Presidente de los Estados Unidos Benjamin Asher (Eckhart) en un viaje de último momento a Londres para rendir tributo al fallecido Primer Ministro Británico. Minutos después de pisar suelo inglés, son sorprendidos por un elaborado plan terrorista que busca eliminar a los máximos líderes mundiales reunidos en la ciudad, todo para vengarse de un ataque aéreo de los aliados durante su prolongada guerra contra el terrorismo. El director de la primera entrega, Antoine Fuqua, en esta ocasión decidió renunciar ya que el guión no le parecía bueno, posiblemente un mal augurio. Durante 99 minutos asistimos a una montaña rusa ultra violenta y xenófoba, que pone de relieve lo peor de la ideología bélica del país del norte. El primer trailer internacional del film, el cual corrió su fecha de lanzamiento en múltiples ocasiones, fue lanzado en la misma semana en la cual se conmemoraba el décimo aniversario de los atentados terroristas en Londres, lo que le valió muchas críticas y al mismo tiempo era un buen anticipo del tono excesivamente patriótico de la película. Durante el transcurso del relato veremos al bueno de Banning, en plan “last man standing”, intentando proteger al Presidente disparando, golpeando, acuchillando y haciendo volar por los aires a cualquier sujeto con rasgos de Oriente Medio que tenga el tupé de aparecer en pantalla. Como dice el manual de las secuelas, si la primera fue un éxito inesperado contenido en un solo espacio, como la Casa Blanca, la continuación deberá expandirse y -en este caso- hacer que la acción abarque toda una ciudad. Porque así lo dicta una de las frases más yanquis posibles: “the bigger, the better” (“cuanto más grande, mejor”). Desde lo estrictamente práctico, la ciudad de Sofía, en Bulgaria, hizo las veces de esta Londres engullida por la actividad terrorista; cuestión que obligó a la producción a recurrir más de lo necesario al CGI y no con los mejores resultados. En una de las escenas más tristemente célebres de la película, Mike Banning tortura a un terrorista mientras le dice “go back to Fuckeheadistan!” (que podríamos traducir finamente como “¡volvete a Andaacaganistán!”), dejando en claro, por enésima vez en el film, la mirada más xenófoba y retrógrada de ciertos sectores conservadores norteamericanos plasmada en el celuloide, para quienes Medio Oriente es un hormiguero de locos de la guerra cuyo único anhelo es ver al gran país del norte en llamas. Volviendo a la analogía con la década reaganiana de los 80, Cannon Films fue una productora que se caracterizaba por hacer, entre otras maravillas bizarras, películas de acción clase B del más alto calibre exploitation. Una de sus luminarias era el mítico Chuck Norris, cuya película Invasión U.S.A. (1985) lo ponía solito frente a un grupo de invasores que atacaban territorio yanqui: Londres bajo Fuego no tiene nada que envidiarle, excepto por el hecho de que su ideología atrasa 30 años y al menos Chuck Norris podía hacer alarde de su barba masculina. Estamos ante entretenimiento sin sentido y con una ideología peligrosa.
Poder sin límites. Godzilla vs. King Kong, Rocky vs. Apolo, Freddy vs. Jason, Samid vs. Mauro Viale… la batalla que enfrenta opuestos es la clase de espectáculo que atrae a las masas. Dos pesos pesados de sus respectivas disciplinas dispuestos a dirimir cuál es el mejor. El triunfador elevará su figura hasta el zenit y el perdedor será por siempre mirado con menosprecio. ¿Pero qué pasa cuando se enfrentan dos de los buenos? ¿Qué pasa cuando el Hombre de Acero se mide mano a mano con el Hombre Murciélago? Un dilema de semejante calibre -que divide aguas entre fans, nerds, geeks y visitantes ocasionales del universo súper heroico- intenta ser esclarecido en Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016). La trama recoge el guante ahí donde lo dejó El Hombre de Acero (Man of Steel, 2013). Tras la épica batalla entre Superman y el General Zod, la opinión pública se divide entre quienes ven al hijo de Kriptón como un Dios salvador y aquellos que lo consideran una potencial amenaza, entre ellos el mismísimo Batman, quien ante los hechos decide seguirlo de cerca. Al mismo tiempo el joven empresario multimillonario Lex Luthor quiere utilizar kriptonita, el único elemento capaz de debilitar a Superman, para crear un arma que lo tenga a raya. Mientras hace todo esto, decide echar más leña al fuego de la rivalidad entre los dos pilares de la justicia con el fin de enfrentarlos entre sí y poder hacer de las suyas en un segundo plano. Nada que no sepamos gracias a los extendidos trailers que pudimos ver en los últimos meses. Los excesivos 151 minutos entregan una primera mitad en la que Zack Snyder -también detrás de la cámara en El Hombre de Acero– desarrolla con extrema lentitud y secuencias un tanto dislocadas una trama que no necesita tanta sobreexplicación. Las detalladas secuencias en cámara lenta suelen ser marca registrada de Snyder y la belleza de su estética no se discute, como ya demostró en Watchmen (2009) y Sucker Punch (2011)… ¿Pero realmente necesitamos emplearla para volver a mostrar la muerte de los Wayne y la caída de Bruce en la cueva de los muerciélagos? ¿Acaso no está el Batman Inicia (2005) de Nolan demasiado fresco todavía como para tornar necesario este tipo de reinterpretaciones? La inminente confrontación entre los álter egos de Bruce Wayne y Clark Kent finalmente pone en marcha la parte esencial de la trama y la hacen avanzar, pero la forma en que esa confrontación está construida deja bastante que desear y su desarrollo argumental no resiste un análisis muy profundo. Por supuesto todos disfrutamos de ver este choque de colosos que tanto anticipabamos, pero un poco más de trabajo desde el guión -para llevarnos hasta dicha instancia de forma más sólida- hubiese sido agradecido. El tono excesivamente solemne da pocas oportunidades para descontracturar con algo de humor, y cuando lo intenta se siente forzado y fuera de tono. DC podría haber tomado nota de las últimas películas de su archienemigo Marvel como Guardianes de la Galaxia (2014), Ant-Man (2015) y Deadpool (2016); y su obsesión con utilizar el humor como forma de descomprimir situaciones que amenazan con quitarle la diversión a películas cuyo núcleo nunca dejará de ser “héroes salidos de las páginas coloridas de un cómic”. Sin dudas los últimos 35 minutos de película son aquellos por lo que la hinchada pagó la entrada y donde vemos la mayoría de las más de 1500 tomas con efectos especiales que componen el film. Como mencionamos anteriormente, el despliegue visual al que Snyder nos tiene acostumbrados arrolla cada una de las escenas finales. Al mismo tiempo el tercer acto presenta cierta “aglomeración” de personajes que nos hace recordar a los desaciertos de El Hombre Araña 3 (2007) pero sin peinados emo ni momentos musicales, afortunadamente. Esta acumulación se percibe menos como una necesidad del relato y más como un intento de congeniar con cierto sector demográfico. Las escenas especialmente diseñadas para anticipar el abanico de próximas producciones de la casa DC están a la orden del día y no hacen más que desviarnos del verdadero conflicto. La idea no es ser intencionalmente duros con la epopeya que puso por primera vez juntos en la pantalla grande a los dos máximos titanes del universo fantástico, al menos no más de lo estricamente necesario. Pero es el contexto actual el que nos lleva a no sorprendernos: con una nueva película de superhéroes llegando a las salas cada 90 días, el evento pierde espectacularidad, carece del factor sorpresa. Estamos viendo a Kal-El y al justiciero de Ciudad Gótica cara a cara para definir quién es el más guapo del barrio, pero el marco deja de impactar, sin importar cuántos edificios rompan y qué enemigo tengan enfrente. Amén del nombre de los Semidioses que decoran los posters en el lobby del cine, es difícil que estén a la altura de las expectativas que la propia industria genera y que nosotros como público exigimos. Con un final que acomoda varios prólogos en cadena y cierra -paradójicamente- al mejor estilo Nolan, la sensación final es la de estar ante una obra que intenta satisfacer a todos y terminará siendo mayoritariamente funcional a aquellos menos exigentes para con este tipo de producciones. Frente a una obra que por cierto deja una y mil puertas abiertas, la cuestión será si tendremos ganas de atravesar dichas puertas o lo haremos por puro reflejo pochoclero.
Las diferentes entradas de una saga del cine comercial suelen cumplir con ciertas reglas: la primera cuenta el origen, la segunda explora un territorio similar a la primera, pero con mayor amplitud gracias a un presupuesto más abultado, y la tercera suele volver a los orígenes o apoyarse en elementos de la obra original para relanzar nuevos conflictos y revalorizar a su figura principal. Un poco de todo esto sucede en Kung Fu Panda 3 (2016), pero afortunadamente también presenta otras cuestiones interesantes. En esta ocasión Po, nuestro Guerrero Dragón panda con la voz original de Jack Black, tiene que enfrentar a un nuevo enemigo y al mismo tiempo recomponer los lazos familiares con su padre biológico. El villano de turno es Kai (con la voz original de J.K. Simmons), un yak condenado desde hace 500 años a vivir en el “reino de los espíritus”, donde ha logrado robar el chi, la fuerza vital de cada ser, de los guerreros más legendarios de China. Kai logra regresar al mundo de los vivos con el plan de obtener el chi de Po y los Cinco Furiosos. De la forma más funcional imaginable ofrecida por el guión, Po debe restablecer la relación con su padre Li (Bryan Cranston), quien al mismo tiempo lo guiará hacia el Valle de los Pandas, lugar místico y milenario donde Po deberá convertirse en un Maestro del Chi para derrotar a su enemigo y terminar con la amenaza. Como decíamos al inicio, las terceras partes en ocasiones vuelven a poner de manifiesto elementos dramáticos y temáticas presentadas en el primer capítulo de una saga. En este caso, el espíritu del Gran Maestro Oogway (la tortuga sabia) es el nexo a través del cual nos reconectamos con la ideología/ moraleja propuesta en el primer film, según la cual el poder está dentro de cada uno de nosotros. El panda del título debe hacer un recorrido geográfico y espiritual para descubrir esa cualidad que lo hace distinto a los demás, sobre la cual pende el destino del mundo. La dupla de escritores de los dos films anteriores, Jonathan Aibel y Glenn Berger, vuelve a estar a cargo del guión y Jennifer Yuh repite como directora tras su experiencia en la segunda parte de la saga. Guillermo del Toro es productor ejecutivo, por lo cual no sería descabellado pensar que los departamentos de arte y animación hayan recibido algo de su estilo visual, en particular por el impecable diseño de escenografía y paisajes, con el ojo puesto en los detalles. Cada secuencia es un deleite para la vista. Es la primera vez que un largometraje de animación norteamericano en producido en conjunto con un estudio chino: se puede apreciar la mayor cantidad de “manos” involucradas en la producción, lo que seguramente dio la posibilidad de un mayor desarrollo artístico. Como sucede en este tipo de historias, un gran villano eleva la calidad del relato, y Kai pone la vara muy alto. En la primera entrega el leopardo Tai Lung era una bestia incontrolable, en la segunda Lord Shen era un pavo real con una mente filosa, y en este caso Kai es un yak sobrenatural que regresa del reino de los espíritus y su poder parece imposible de detener. A un personaje bien delineado desde el guión le hace también justicia un diseño y arte que le dan un aspecto particular e intimidante. Volviendo a la esencia de su primer capítulo, Kung Fu Panda 3 marca otra interesante entrada en las aventuras del panda gigante, el Guerrero Dragón, con suficientes fuegos de artificio para entretener a los más chicos y una profundidad aceptable para que los más grandes no relojeen la hora más de lo necesario.
¿Y dónde está el exorcista? Vivimos en una época de pocas certezas. No sabemos si mañana va a llover o no, si va a subir el dólar, si nos vamos a poder ir de vacaciones y demás… pero una cosa es segura: mientras haya adolescentes en el mundo va a haber una dupla de productor y director dispuestos a generar un promedio de 90 minutos de película que incluyan drogas blandas, fiesta, sexo premarital, sangre, muertes evitables y muchas malas decisiones. Un poco de todo esto nos entrega Exorcismo (Exeter, 2015), lo nuevo de Marcus Nispel, responsable de las cuestionables remakes La Masacre de Texas (2003) y Viernes 13 (2009). En este caso Nispel intenta contar una historia original, con todas las acepciones posibles que la palabra permita, y nos presenta a Patrick, un joven que colabora con una iglesia limpiando un antiguo instituto psiquiátrico cerrado desde hace décadas, donde trataban de forma poco ética a jóvenes con problemas. Como el canon de las “scary movies” sugiere, el protagonista cederá a la presión de sus amigos y armará una fiesta en dicho instituto. Y si elegir un lugar tan tenebroso no fuese lo suficientemente desafiante, los chicos deciden jugar con espíritus, exorcismos y todo un compendio de tropos del género embutidos en la historia por los guionistas. A causa de esto, un espíritu demoníaco comienza a poseer a los jóvenes, matándolos uno por uno. Es inevitable percibir ínfulas de Diabólico (The Evil Dead, 1981), La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y -por supuesto- El Exorcista (The Exorcist, 1973), algo que no nos sorprende. Lo que si llama la atención es que a pesar de contar con todas estas obras previas como referencia obligatoria, Nispel no logra entregar una historia mínimamente original ni interesante. El foco cambia constantemente: de a ratos nos da un film sobrenatural, a cuentagotas se aproxima a la posesión demoníaca, intenta ser incluso autoparodia por momentos, pero nunca encuentra un tono medianamente aceptable. Desde lo estrictamente audiovisual, el montaje nunca ayuda a conformar satisfactoriamente el espacio de acción, nunca sabemos con exactitud dónde están los personajes ni las dimensiones reales del lugar en el que se encuentran. El trabajo de cámara tampoco aporta mucho a la causa y la edición no logra dar una cohesión dinámica a la sucesión de planos. Algo bastante alarmante al tratarse de un director que lleva un tiempo considerable en la industria. Todas las cuestiones técnicas podrían ser perdonadas si tuviésemos por lo menos una lógica interna coherente, pero hasta el espectador más permisivo tendrá problemas para dejar pasar una sucesión interminable de gafes que nos hacen desear que el mismísimo Diablo nos posea o haga algo que nos permita olvidar todo esto lo más rápido posible.