Tras unos primeros 20 minutos interesantes, este nuevo evangelio fílmico del director mexicano habitué en Cannes y los Oscar decae, se estrella y deviene en una representación abyecta de todos los males de este mundo, sin privarse por esto de un espiritualismo difuso, el costado esperanzador de la tragedia que articula su trama. La película puede ser vista como una segunda parte de Babel, aunque aquí el mundo se miniaturiza en Barcelona y son los españoles el principal foco de escrache. Grandes temas, como siempre, pasan por la mirada del realizador mexicano, que propone una puesta en escena capaz de producir en sus espectadores pensamientos y emociones inclasificables. Iñárritu, en verdad, cree que las imágenes deben portar un discurso-mensaje y no que hablan por sí mismas. Un predicador no es un pensador. Esta historia de un padre de familia moribundo, indirectamente traficante y ocasionalmente brujo, no es otra cosa que un film sobre la redención como fantasía culposa de una clase pudiente. Cuando en una escena una doble docena de chinos (madres, padres e hijo) pasen al otro mundo, hasta se podrá verificar en el costado derecho del plano la presencia de un alma flotante. Espiritualidad que al realizador no le resultará incongruente con un festival de culos y tetas en una discoteca ibérica en donde el diablo mete la cola y termina la película.
La contienda infinita El ganador puede parecer una remake de Rocky, tal vez menos infantil y machista, pero aquí la sociología primitiva de los filmes de Stallone es sustituida por una aproximación política y psicológica más compleja. La lucha excede al cuadrilátero y el entrenamiento concomitante; la contienda es secretamente otra, y el verdadero rival es incorpóreo. Inspirada en hechos reales, las vidas del campeón tardío Micky Ward (Mark Wahlberg), oriundo de Lowell, Massachusetts, y de su hermano mayor, Dickie (Christian Bale), boxeador eximio y posterior coach de su hermano menor, excede a la dialéctica del éxito y el fracaso. Símbolo del desarrollo de la industria textil en el siglo XIX, Lowell, en la década de 1990 no era otra cosa más que un páramo posindustrial y un emblema de la precariedad de la clase trabajadora. Desde el inicio, El ganador sitúa su relato en un contexto familiar y social. Su costado deportivo es casi anecdótico, pues esencialmente la película funciona como un retrato político e incluso antropológico. El heterodoxo matriarcado liderado por una madre, aquí devenida en manager de su hijo boxeador, va mucho más allá de un detalle en la vida de Micky. Es la revelación de cómo un sistema económico y una cultura rudimentaria se inscribe en la intimidad e interacción de quienes viven en esas coordenadas. El relato es sencillo y lineal: del hundimiento casi insoslayable de la carrera de Micky, un boxeador ya en edad madura, El ganador mostrará su inesperado resurgimiento y posterior coronación como campeón del mundo en su peso, tras vencer agónicamente a Shea Neary en marzo de 2000. Pero lo que parece importarle a Russell son las circunstancias paralelas en la vida de Micky: desde el encarcelamiento de su hermano y la superación de su adicción, pasando por una ruptura momentáneo con toda su familia, hasta convertirse en campeón, el gran combate de Micky no le resultará desconocido a cualquier sujeto que haya conquistado su propia autonomía: diferenciarse de su familia y doblegar las condiciones que impone pertenece a una clase es una pelea durísima. Entre el desempleo y la precariedad, El ganador sintetiza un poco el mito por antonomasia de la sociedad americana: la voluntad de un individuo lo puede todo. Lo interesante es que al mismo tiempo Russell sugiere difusamente su opuesto: del trabajo colectivo (y familiar) pueden surgir respuestas insólitas para atravesar la escasez y la inequidad propia de un sistema económicamente perverso, sin perder la dignidad y sin traicionar la decencia.
Sangre, sudor y lágrimas Natalie Portman es Nina, una bailarina del elenco estable de una compañía de Nueva York, que vive con su madre, una ex bailarina, y la relación entre ellas excede la competitividad artística y la proyección de los deseos y frustraciones personales. Los psicoanalistas tendrán aquí un filme (de manual) para el diván: castración, represión y psicosis. Ése es el universo simbólico de Nina, cuyo padre ni siquiera es un fantasma; en el filme, no existe. Después de que la primera bailarina es “jubilada” por el coreógrafo francés Thomas (Vincent Cassel), tan riguroso como mujeriego, Nina se esforzará por obtener el protagónico en El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. A su técnica perfecta le falta espíritu y libertad, condiciones que según Thomas resultan imprescindibles para interpretar el lado oscuro del cisne. Masturbarse y soltarse será la propuesta terapéutica del maestro, aunque la descomposición psíquica de la bailarina, obsesionada por la perfección, más bien necesite de un doctor Freud vestido con tutú. Nina obtendrá el papel y literalmente vivirá el destino de su personaje. Ahistórica y esquemática, El cisne negro, más que una película sobre la danza clásica, es un retrato trivial sobre la psicosis. Aronofsky acierta en privilegiar planos cerrados que denotan la experiencia de Nina, de allí que la proliferación del primer plano obsesivo y la predilección por escenarios cerrados son una constante, algo bien secundado por una composición cromática en la que el claroscuro transmite un estado de ánimo. Pero Aronofsky no se detiene allí, e intenta mostrar el desequilibrio psíquico a fuerza de efectos especiales y subrayados de principiante. Véase el pasaje en el que el cuerpo de la bailarina se quiebra paulatinamente, lo que culmina en un plano de una muñequita. Ese tipo de ejemplos es la regla. El sacrificio de Portman es ostensible, y tiene asegurada su recompensa en la noche de los premios Oscar: su determinación como actriz, su look de anoréxica, sus cou-de-pied y sur le cou-de-pied y su martirio interpretativo son atendibles, aunque su personaje no necesariamente despertará simpatía. El cisne negro es al ballet lo que La pasión de Cristo es a la teología: una aventura masoquista coronada por un toque trascendental.
La noche del cazador Lo primero que se lee en Temple de acero es una cita bíblica del libro de los proverbios: "Huye el impío sin que nadie lo persiga". Posteriormente, en un travelling hacia adelante la cámara se va acercando a un cuerpo que yace en la entrada de una casa; una voz en off de una mujer acompaña el plano advirtiéndonos que quien está en el suelo es su padre y que su asesino jamás hubiera pensado que una niña de 14 años saldría en búsqueda de justicia. Es un relato personal de venganza, y el contexto (y el género) es preciso: es el nacimiento de una nación, violenta y religiosa, todavía con territorios "incivilizados" y recién "pacificada", tras una guerra civil. En efecto, esta remake de un western de título homónimo de 1969 que le valió un Oscar a John Wayne (y que ahora tiene 10 nominaciones) no es otra cosa que un relato fundacional y una exposición acabada de una filosofía social aún vigente: la venganza concebida como justicia. Mattie Ross (Hailee Stenfield, excelente) llega a Fort Smith para llevarse el cadáver de su padre, pero su agenda es otra: atrapar a quien le quitó la vida. La niña contratará a Rooster Cogburn (Jeff Bridges). Este viejo aguacil, amante de las recompensas, es quien demuestra tener un temple de acero, como la niña: es capaz de cruzar un río peligroso a caballo y ganarse las espuelas, como le dirá un texano llamado La Boeuf (Matt Damon) que se unirá a Cogburn y Mattie en un viaje a través de territorio indio tras las huellas del asesino. Sin bien "no hay nada gratis excepto la gracia de Dios", y el dinero define los comportamientos de los hombres y los muertos se acumulan a medida que avanza la trama, la característica misantropía de los Coen permanece en suspenso. Bridges, que parece canalizar a su personaje de El gran Lebowski, le impone un toque humorístico al filme, y entre Damon y Stenfield, y el resto del elenco, aportan un discreto humanismo, heterodoxo para las coordenadas simbólicas de los Coen. Desde el comienzo los Coen establecen un diálogo secreto con un western que no es el True Grit de Henry Hathaway. Un motivo musical suena desde un principio y anticipa el desenlace casi expresionista del filme. La travesía nocturna en donde el viejo cazador cruzará galopando el desierto con la niña herida no es otra cosa que una apropiación legítima de una de las grandes películas de la historia del cine, La noche del cazador, de Charles Laughton. Los Coen, que aquí impugnan sutilmente la ética y épica de la venganza, consiguen un instante de cine extraordinario. Es una cabalgata memorable; es también una de las pocas secuencias en el cine de los famosos hermanos en la que el desprecio es sustituido por la ternura.
Humano demasiado humano Un soldado se prepara para la guerra. Como un guerrero primitivo se pinta la cara. En el bosque y por la noche camina junto a otros miembros del pelotón en una misión imprecisa. En vez de matar tendrá sexo con un compañero, aunque posteriormente habrá un disparo, una reacción desmedida de Zé Maria, cuyo padre es un travesti. La secuencia siguiente es fascinante. Un plano sobre las manos de un médico explicando la mutación quirúrgica del sexo, que se intercala con los títulos, funciona como un preámbulo filosófico: la identidad (sexual) es maleable, como si el mismo modelo de la materia (humana) fuera el origami. Así, plegando un papel, el doctor simplemente subscribe el deseo de Tonia: “vivir en lo plural”. La tercera secuencia no es menos magistral: un extenso y elegante travelling lateral hacia la derecha va descubriendo el microcosmos multicolor del personaje de Morir como un hombre . Mientras caminan por un vivero Tonia y una amiga hablan sobre su posible operación genital, una decisión trascendental, quizás un gesto demasiado radical si sólo se trata de satisfacer a su joven novio Rosario, a veces hijo más que amante, un junkie caprichoso que indudablemente ama a Tonia. Estas tres escenas consecutivas sintetizan la totalidad del filme, una ostensible obra maestra cuyo título cierra y anticipa literalmente la trama. Tonia, que vivió como mujer toda su vida, morirá como un hombre, pero lo que importa aquí no es el destino fatídico del personaje sino las coordenadas simbólicas de una vida. El catolicismo de Tonia, el amor por sus mascotas, su hijo y su amante, su fama como gran estrella del musical (siempre en fuera de campo, pues jamás veremos a Tonia sobre el escenario, aunque sí escucharemos a sus fans aplaudir) y su rivalidad con la bellísima Jenny. La tercera película de Joao Pedro Rodrigues demuestra el potencial del lenguaje cinematográfico. Aquí, Rodrigues reinventa el color. Los planos al ras del suelo sobre zapatos, un paseo frente al lago, una caminata por un cementerio, un corte de pelo son pasajes en los que Rodrigues invita a percibir el color como un fenómeno medular de la experiencia humana. Una salida nocturna a un bosque para cazar duendes, liderada por Maria Bakker, un travesti que recita a Celan en alemán, es el momento más sublime y cómico del filme. Lo que vemos deviene rojo, y junto a todos los personajes escuchamos un tema musical. El plano secuencia final también viene acompañado de una canción. Tonia le canta a Lisboa y a los hombres y mujeres libres del mundo. “El intento de estabilizar una identidad es en sí mismo un proyecto disciplinario”, decía Leo Bersani. En el cuerpo de Tonia y en su fe en lo plural Rodrigues revela el precio de la desobediencia.
El efecto placebo La voz en off al comienzo de Conocerás al hombre de tus sueños no es otra cosa que el credo de Woody Allen: “La vida estaba llena de ruido y furia, y al final no significaba nada”. La sentencia es de Macbeth, de Shakespeare, pero, más que sumirse en la tragedia y en un nihilismo pesimista, Allen intentará aquí discernir cómicamente cómo soportar tal clarividencia filosófica. Alfie (Hopkins) y Helena (Jones) se acaban de separar tras 40 años de matrimonio. Su hija y su yerno, una curadora y un escritor en crisis, no son un contraejemplo: sin hijos, Sally (Watts) necesita un cambio, y Roy (Brolin), inspiración (y dinero), y creerá encontrarla en la vecina de la ventana del edificio del frente, una bella mujer india (Pinto) a punto de casarse. Como suele suceder en los filmes de Allen, todos los personajes son de clase media y ligeramente intelectuales, aunque en esta ocasión, crítica pero respetuosamente, incluirá un par de personajes simpatizantes del espiritismo y la reencarnación. Helena depositará el destino de su vida en la lectura de su swami privado, una tarotista simpática a quien le paga mucho menos que a un psicoanalista, y que predecirá un futuro encuentro amoroso. Mientras tanto, Alfie creerá amar a una prostituta que dice haber disfrutado de su oficio (una recurrente fantasía machista de Allen), del mismo modo que su hija, Sally, albergará la ilusión de enamorarse de su nuevo jefe (Banderas), el director de una galería de arte, poco feliz con su núcleo familiar y demasiado seductor para elegir a una sola mujer. Éstas son las criaturas de Allen: infelices, crédulas, y moderadamente vulnerables. En la tercera película de Allen en la capital inglesa (menos pretenciosa que la sobrevalorada Match point y más consistente que Scoop), Londres casi permanece invisible, no así sus rasgos estilísticos: en los primeros 30 minutos Allen demuestra destreza para capturar la interacción de los personajes en espacios reducidos, fluidez narrativa y cierto ingenio en algunas líneas de diálogo. Un zoom casi imperceptible sobre el rostro de Brolin para registrar el impacto de una mala noticia, o una conversación entre él y su vecina en profundidad de campo son decisiones que insinúan una inquietud y elegancia formal que paulatinamente se diluye en sintonía con un ostensible desajuste narrativo. Como en todas las películas de Allen, su “virtud”, como señaló el crítico Jonathan Rosenbaum, consiste en hacer sentir al espectador más inteligente que los personajes. Conocerás al hombre de tus sueños no es la excepción, aunque aquí la empatía respecto de los personajes es mayor, quizás porque Alfie sea un poco su doble, una hipótesis imposible de verificar pero no de imaginar. La legítima virtud del viejo Allen en esta ocasión reside en proponer algunas intuiciones sobre la conducta humana e intentar representarlas. Somos lo que creemos y lo que no sabemos que creemos. El Yo no tiene creencias sino que las creencias son el Yo y lo constituyen. A su vez, la indescifrable gramática del deseo puede convertir a una desconocida en un destino posible, un rechazo amoroso puede devenir en proyecto profesional, una separación en un descubrimiento metafísico. Al final, Allen se decidirá por una concepción pragmatista de la creencia. Si lo que creemos funciona, entonces es útil y por lo tanto verdadero. O en palabras de Allen: “A veces las ilusiones funcionan mejor que la medicina”.
Megabobo Una hipótesis: El Avispón Verde , como lo fueron Un maldito policía en Nueva Orleans y Juegos sádicos en su momento, es una película enmascarada. Parece una cosa pero es otra. Diríase que el francés Michel Gondry ha repetido un viejo truco castrense. Su película es una suerte de caballo de Troya, un filme paródico aunque piadoso sobre superhéroes y la cultura en la que nacen y se representan. Esta adaptación de una serie radial de la década de 1930, llevada más tarde a la televisión, funciona como una de(con)strucción festiva del concepto mismo de superhéroe: un superhéroe es, esencialmente, un imbécil, a menudo un aristócrata infantil, y siempre un narcisista incurable cuya obsesión más evidente es imponer una tendencia. Quizá el único superhéroe proletario, el Hombre Araña, sea una excepción, pero con El Avispón Verde se desenmascara una superlativa banalidad de exportación. El dilema es conocido: el hijo irresponsable de un magnate de la prensa debe tomar la posición de su padre tras su (dudosa) muerte. Dirigir un diario no está en sus planes hasta que entiende que tener un periódico es igual a construir un relato, el que puede fomentar su nueva diversión filantrópica: ser un superhéroe, o pretender serlo, aunque el malísimo del filme, Chudnovsky, luego Bloodnovsky, dará una lección inicial precisa sobre la cultura light en donde todo resulta una pose. Pero Britt Reid no será nunca el héroe en cuestión sin su chofer chino llamado Kato, alguna vez huérfano hasta ser adoptado por el padre de Reid. Este sirviente chino es dibujante (sólo para homenajear a Bruce Lee, el “Kato televisivo”), inventor, karateca e inteligente. ¿Hermanos? ¿Pareja? ¿Rivales? La nueva secretaria de Reid será motivo de disputa, aunque da lo mismo, pues la lógica del relato es un disparate, y la lucha del bien y el mal en las calles de Los Ángeles resulta irrelevante. Gondry organiza un despropósito con un propósito: demostrar la trivialidad de los superhéroes, un personaje conceptual que domina un imaginario, lo que no impide que a su vez diseñe un par de secuencias notables: el entierro de un auto, una pelea doméstica entre Kato y el Avispón, y la confrontación final en el edificio de un diario. Los fanáticos de la serie se sentirán defraudados. Los defensores de Gondry (y Seth Rogen) sentirán que éste ha sido un paso en falso. El Avispón Verde , película destinada al olvido y al descrédito, es mucho más de lo que parece.
El peaje de cada día ¿Anarquismo light ? ¿Crítica política (y psicológica) al capitalismo corporativo para todo público? ¿Un hecho real trastrocado en fábula (inverosímil)? La mentira , la cuarta película de Xavier Giannoli, pertenece a cierta tradición del cine galo que cada tanto nos recuerda el delirio en el que vivimos. La cuestión humana , Recursos humanos , El empleo del tiempo , El adversario son películas de dicha tradición. Aquí, el título original del filme ( En el inicio ) va un poco más allá de su traducción, en todo caso, la combinación de ambos títulos devela un orden simbólico específico. En el inicio todo fue una mentira. La película está basada en un hecho real: un sujeto solitario y misterioso, estafador y psicológicamente enajenado, consigue engañar a todo un pueblo, sumido en la desocupación y en el desaliento, con un proyecto vial totalmente abandonado (la terminación de una ruta). En realidad, al menos en la película, no se trata solamente de una esperanza laboral en una población mayoritariamente trabajadora sino de una utopía social a pequeña escala. El placer de un emprendimiento colectivo, no la mera salvación del propio pellejo. Así, Phillip Miller o Paul (gran trabajo de François Cluzet) montará una empresa fantasma, obtendrá crédito bancario, ayuda de inversionistas y una constructora, predisposición sindical e incluso tendrá apoyo de la alcalde, con quien vivirá un romance (hay otra historia de amor, entre dos jóvenes proletarios, tan importante como la de Phillip y Stéphane, interpretada por la gran Emmanuelle Davos). La vieja y cándida idea de que una de las variables oculta del capitalismo es la confianza tiene aquí un giro irónico y perverso. Naturalmente, el relato trabaja sobre un doble suspenso: ¿finalizarán la autopista antes de que la mentira sea descubierta? Las consecuencias lógicas de semejante revelación son imaginables. Giannoli apuesta demasiado a la pedagogía y, si bien el filme tiene matices, la musicalización y algunas escenas de manual (como el plano final y el accidente previo al epílogo) sobreestiman un poco el poder del relato, apuntalado por su carácter verídico y la calidad ostensible de los intérpretes. La presencia efímera de Depardieu, además de coronar la solidez dramática del filme, es central para la historia. Dos diálogos entre él y Cluzet expresan un punto de vista: en última instancia todo se define en cómo se consigue el pan de cada día. La mentira no sólo inquieta por señalar el fundamento deleznable de un modelo económico sostenido a fuerza de la credulidad colectiva, sino que sugiere algo más espeluznante: la inestabilidad psíquica de su (anti)héroe es secretamente el costo no económico que todos pagamos dócilmente para resguardar el sistema dominante.
La crueldad de cada día La crueldad y la soledad subyacen y articulan la obra del cineasta (y talentoso fotógrafo) turco Ceylan. Su mejor película, Lejano, es quizás uno de los mejores retratos de la mezquindad narcisista y el desamparo en el cine contemporáneo. Si bien Tres monos parece un melodrama heterodoxo con pinceladas policiales, el majestuoso plano general que cierra el filme sintetiza el fracaso de los vínculos afectivos y la incapacidad de los hombres de conectarse. Un accidente abre la película. Un político poderoso atropella a un hombre. En plena campaña electoral, el candidato le pedirá a su chofer que se declare responsable del siniestro a cambio de una suma importante de dinero a cobrar una vez que recupere la libertad. La mujer y el hijo del "culpable" esperan por él, aunque pedirán un adelanto. El encuentro entre el político y la mujer de chofer tendrá consecuencias inesperadas. La usura y el deseo no son incompatibles. Si bien los personajes centrales son cuatro, es posible que los monos del relato estén representados por el triángulo familiar. Inspirados en la filosofía de Confucio, los famosos simios detentan una filosofía positiva: "No veas lo malvado, no escuches lo malvado, no digas con maldad". Es decir: el hijo olvidará haber sido testigo del adulterio de su madre y el padre de haberlo comprobado, mientras la madre jamás dirá la verdad. Ceylan negativiza el adagio: más que proverbio de una sabiduría del bienestar se trata aquí de una filosofía del fingimiento. En efecto, la estructura narrativa circular subrayará la hipocresía, como también la tensión entre las clases sociales, otra arista ostensible de cómo Ceylan concibe e identifica la crueldad en el universo simbólico de sus personajes. Elíptico y moroso, el melodrama "arty" de Ceylan no siempre funciona, pues sus personajes, más que criaturas de una historia sombría, parecen marionetas de una representación esquemática de una cosmovisión pesimista. Las elecciones cromáticas y los paisajes desprovistos de luz solar refuerzan el tono anímico que atraviesa el espíritu del filme. No hay duda de que Ceylan es un maestro de la composición. La forma cinematográfica comunica y materializa: véase un plano general fijo en el que un hombre y una mujer, casi diminutos, discuten en medio de un escenario desolado. En vez de seguir la disputa verbal a través de los gestos faciales, Ceylan elige mostrar a la distancia el lenguaje corporal: el mejor pasaje del filme por su originalidad y radicalidad. Tres monos, sin embargo, no siempre consigue ajustar la elegancia formal a su relato. La fotogenia se impone, mientras que el drama y los conflictos de los personajes reverberan en un teatro de la crueldad conductista, demasiado solemne y reduccionista, o apenas humano.
VIVIR SU VIDA La opera prima de Matías Herrera Córdoba es el síntoma de una nueva camada de cineastas cordobeses que dan motivos para pensar que otro cine es posible en la provincia. No hay muchas películas como Criada. Pocas veces un realizador decide filmar su historia personal y su pasado familiar como ejemplo universal de la infamia. El joven realizador Matías Herrera Córdoba decide colocar su objetivo sobre su conciencia (de clase) y así filmar lo que descubre como una práctica vergonzosa: hace más de 40 años una mujer mapuche llamada Hortensia trabaja en una quinta familiar situada en algún paraje perdido de Catamarca. Jamás recibió un sueldo, tampoco tiene aportes jubilatorios. Su paga se circunscribe a un cuarto. Una evidencia: Hortensia trabaja día y noche. Desmaleza, cuida de los olivos y las gallinas, abre y cierra acequias, espanta murciélagos, mantiene la casa de los patrones y les hace la comida cuando éstos pasan un fin de semana. Hortensia, a veces, vende dulces, lo que le permite sobrepasar los 150 pesos básicos mensuales provenientes de un plan social. Herrera Córdoba registra el trabajo como un ejercicio al que Hortensia confiere una dignidad intrínseca. En efecto, el cine contemporáneo rara vez se ocupa de mostrar el trabajo, excepto como cifra circunstancial del personaje. Lo que suele importar son los recreos, las pausas amorosas, los ritos de un orden social específico (un casamiento, las vacaciones, los entierros, etc.) Aquí, el trabajo no solamente revela un secreto obsceno de la economía política aplicada a un microcosmos, sino que también se insinúa, discretamente, una disociación entre el valor de una tarea y el precio que arbitrariamente se le impone. ¿Cuánto cuesta el trabajo de Hortensia? En Criada, el pretérito concepto de plusvalía adquiere una dimensión poética, además de política. La puesta en escena, es decir, el disponer de los planos, expresa la conciencia de un director. Un plano del cielo atravesado por un alambre de púa o un plano de un revólver en una mano constituyen un discurso. Herrera Córdoba le concede solamente a Hortensia (y en un pasaje a sus amigas) el derecho al primer plano. Es el modo de conjurar el estatuto de criada. La distancia entre amo y criado se simboliza en un candado que impide el acceso a la casa principal, lo que condensa un criterio de propiedad, contrapuesto a otro significado del término que se patentiza en el vínculo de Hortensia con la finca. Este primer largometraje producido por El Calefón Cine encuentra en Herrera Córdoba un heraldo perfecto para sus objetivos. Con Criada se puede “sentir y pensar críticamente la realidad”, declaración de principios de este grupo de jóvenes. Y eso no implica renunciar a la belleza material que un director puede capturar. Los relámpagos, el viento, la tierra seca a punto de ser empapada por un arroyo, y la fisonomía de una mujer extraordinaria como Hortensia, son imágenes imborrables, o, como diría Godard, justo imágenes.