El subgénero de los zombis suele comprender dos criaturas distintas: los muertos vivientes, que George A. Romero impulsó gracias a su saga de clásicos, y los infectados. Aquí los personajes muestran conductas depravadas, inhumanas, por acción de alguna enfermedad. Este caso también tiene a Romero como figura clave; en The Crazies, un arma biológica libera los impulsos más primitivos. David Cronenberg aportó los suyos con Shivers, donde unos parásitos liberan el frenesí sexual de los habitantes de un edificio, y Rabia, en la que una joven, Rose (Marilyn Chambers) contagia a todo Montreal a partir de un apéndice mutante debajo de su axila. Más acá en el tiempo, Danny Boyle, con guión de Alex Garland, presentó Exterminio, que le insufló un prestigio hasta entonces novedoso a estos films. Poco después, Brad Pitt se enfrentó a hordas de estos seres en Guerra Mundial Z. Y llegaron más exponentes, como la coproducción uruguaya-argentina Virus: 32. Se trata de la nueva película de Gustavo Hernández, que supo triunfar con La casa muda y viene de realizar No dormirás. Ya la secuencia inicial remite a su ópera prima: un elaborado plano secuencia permite ir descubriendo cómo se desata un brote de violencia entre los ciudadanos de Montevideo, y en paralelo presenta a la protagonista: Iris (Paula Silva), una joven mujer separada, que debe cuidar a Tata (Pilar García), su pequeña hija. Entonces la lleva a su trabajo, en el turno nocturno como cuidadora de Neptuno, un club venido a menos. Por desgracia para ellas, los infectados corren a hacerles compañía, pero hay una mínima ventaja: 32 segundos en los que quedan paralizados antes de seguir provocando destrucción. Como en sus films anteriores -al que también se debe sumar Dios local-, Hernández demuestra ser un experto en sacarle el jugo a una sola locación. Gracias a un cuidado trabajo de arte y fotografía, convierte a Neptuno en una especie de castillo, con sus pasillos interminables, piletas vacías y canchas abandonadas donde la amenaza puede surgir de cualquier rincón oscuro. El director también sabe crear escenas truculentas -ni los animales se salvan del raid homicida-, aunque sin regodearse en las aberraciones. Y por sobre todas las cosas, Hernández no descuida que el centro de la historia reside en Iris y la relación con Tata, y cómo en medio de aquel caos de locura y sangre deben superar tormentos del pasado. A ellas se suma Luis (Daniel Hendler), un individuo que debe lidiar con una esposa embarazada… y contagiada. Virus: 32 es una odisea de supervivencia que recupera los mejores elementos de esta clase de películas y se destaca por una identidad propia.
A 100 años de su nacimiento, la figura de María Luisa Bemberg se mantiene más vigente que nunca, tanto por su obra como por su lucha… que, en realidad, van unidas. Esto y mucho más queda patente en el documental María Luisa Bemberg: el eco de mi voz. El director Alejandro Maci, quien supo ser su mano derecha en los últimos años de su vida, realizó un sentido homenaje que funciona tanto para entendidos como para quienes apenas la conocían de nombre. Se trata de un repaso de su vida y obra, mediante diferentes recursos que no se pisan entre sí. Para empezar, los audios de entrevistas que Maci le hizo a la directora durante las reuniones de guión de El impostor, quien sería la ópera prima de él ante la muerte de ella. En esas grabaciones podemos conocer su origen de clase alta, donde la abundancia de lujos no significó la ausencia de problemas; su lucha temprana para hacerse un lugar en ámbitos donde predominaban -y dominaban- los hombres, sus trabajos literarios que le permitieron llegar al cine como guionista; su debut como directora a los 58 años (cuando el común de sus colegas ya se encuentra en plena madurez), la nominación al Oscar por Camila, que además fue uno de los primeros grandes largometrajes argentinos tras el regreso de la democracia; la gloria, los prejuicios por su clase social y su condición de mujer… Para contar los pormenores de la filmografía de Bemberg, Maci recurre mayormente a testimonios de amigos y colaboradores y a fragmentos de las películas. Entre los que prestan sus palabras se encuentra la productora Lita Stantic, su socia en los momentos claves de su obra; el guionista Jorge Goldenberg, el director de fotografía Félix “Chango” Monti, el propio Maci y los intérpretes Graciela Borges, Susu Pecoraro e Imanol Arias. Todos destacan sus cualidades como profesional y su espíritu sensible, que nunca dejaba de plasmar historias de mujeres de diferentes épocas que deben hacer su propio camino en un entorno que las relega o directamente las condena. María Luisa Bemberg: el eco de mi voz es el tributo que la cineasta merecía y una invitación a descubrir, o redescubrir, las piezas de su breve pero notable carrera.
El espacio nunca deja de ejercer fascinación. A su vez, el cine nunca dejó de plasmar esa fascinación. Pero muy pocos casos detiene su atención en quienes se fascinan con el espacio. El documental El camino eterno sigue a Sergio Montúfar Codoñer, un astrofotógrafo guatemalteco. En busca de la foto perfecta del cielo estrellado, recorre los observatorios más destacados de Argentina, donde se encuentran los telescopios más potentes. Un viaje que lo lleva desde la urbe de Buenos Aires, La Plata y Córdoba hasta los parajes más alejados y silvestres (y donde mejor se aprecian las estrellas por las noches despejadas). Una experiencia que también permite conocer los pormenores de cada complejo astronómico, explicado por la voz en off de Ricardo Alanís. El cineasta Hernán Moyano se hizo de un nombre gracias a películas de terror que produjo con la compañía independiente Paura Flics, como 36 pasos. Luego incursionó en otros géneros y formatos, como el fulldome. Así realizó la serie animada Belisario, el pequeño gran héroe del cosmos y El camino eterno, que fueron proyectadas en el Planetario de la Universidad Nacional de La Plata. Este último trabajo fue readaptado para ser exhibido en pantallas de cine tradicionales, pero no pierde la potencia visual, con deslumbrantes tomas de cielos y montañas, de ríos y atardeceres, y por supuesto, de telescopios imponentes. Las imágenes van acompañadas por una narración con fines educativos, pero que nunca se hunde en los detalles técnicos para entendidos y resulta accesible para toda clase de público. En paralelo, la película habla sobre la naturaleza y la urbanización, y cómo todavía hay lugar para las maravillas. El camino eterno funciona como una road movie apasionante y apasionada, capaz de atraer a fanáticos de la astronomía y a quienes empiezan a alzar la vista para dejarse cautivar.
En sus primeras décadas, el cine de terror estuvo mayormente ocupado por piezas góticas. Podían ser de origen literario o estar basadas en leyendas, y solían ser engalanadas por los hoy considerados monstruos clásicos, empezando por Drácula y Frankenstein. Sí eran constantes los castillos o caserones alejados, con sus habitantes misteriosos y habitaciones que mejor nunca explorar. Compañías como Universal, la británica Hammer Films y American International Pictures lograron sus mayores éxitos gracias a esas producciones. A partir de los ‘60 comenzó a ser relegado con la aparición de amenazas más reales, que atacan aquí y ahora. El terror moderno se inició con el Hitchcock de Psycho y Los pájaros, y explotó en 1968, cuando se estrenaron El bebé de Rosemary y, sobre todo, La noche de los muertos vivos. La ópera prima de George A. Romero presentó un nuevo tipo de monstruo, inspirado en mitos haitianos pero con la ferocidad de una época. El último zombi combina lo clásico y lo moderno, más algunas sorpresas. El punto de partida es más clásico: Nicolás Finnigan (Matías Desiderio), un científico, sale en busca de Salzman (Tony Lestingi), su antiguo maestro Helena (Maia Francia), su propia esposa. Nicolás llega a una hostería en una ciudad balnearia de Santa Sofía del Mar. Pronto se da cuenta de que, en ese contexto de aparente relax, los secretos abundan como los árboles que rodean la residencia: una habitación que funciona como laboratorio y un centro de spa donde los clientes salen más cambiados de lo que esperan. Y en determinado punto, irrumpe un estilo de terror moderno: Nicolás y otros habitantes de la hostería deben refugiarse de hordas de zombies. Aunque estos entes tienen más que ver con los zombies de Haití que con los devoradores de gente que creó Romero. El director Martín Basterretche había dirigido el thriller Punto ciego y la historia de ciencia ficción Devoto: La invasión silenciosa. Como en aquellas oportunidades, la acción sucede en la ciudad ficticia de Santa Sofía del Mar, dejando en claro que sigue desarrollando su propio universo cinematográfico. Un desarrollo que evidencia su entendimiento de los géneros y la preocupación por combinar ideas o, como en este caso, subgéneros y corrientes. Hasta propone un giro poco habitual en las películas con infectados. Basterretche también le saca el jugo a las escasas locaciones (la mayoría de la acción sucede en la hostería) y aprovecha a un elenco eficiente, donde se destaca la scream queen latina Clara Kovacic. El último zombi confirma que siempre es posible mantener el interés de un tópico tan explotado cuando se toma un camino personal.
Tanto el título de la película como la secuencia inicial, con un ataque a un ganado durante la noche, llevan a pensar que estamos ante una historia de terror implacable, de la vieja escuela. Justamente la vieja escuela sí se mantiene, pero en un tono de fantasía oscura juvenil. Sol (Luciana Grasso), una adolescente retraída, se muda con su madre (Jazmín Stuart) a un pueblo donde convivirán con Gonzalo (Esteban Lamothe), pareja de la mujer. La adaptación es difícil, e incluye compañeras de colegio maltratadoras. Pero pronto conoce a una perra blanca con la que entabla una relación especial y que la protegerá de los peligros más inmediatos. Pero, ¿qué relación tiene el can con el supuesto puma que mata animales por las noches? La propuesta del director y productor Sebastián Perillo es un coming of age que homenajea al cine estadounidense de los ‘80, con sus pueblitos, los jóvenes conflictuados, los adultos que no los entienden, los paseos nocturnos y los misterios. No recurre a citas directas, pero se siente en la estructura dramática, los tópicos y hasta la elección de casting (los estudiantes parecen salidos de la saga de Pesadilla en lo profundo de la noche). El espectador más atento notará la influencia directa de John Carpenter, Steven Spielberg, John Hughes y hasta Sam Fuller. Al mismo tiempo, lejos de intentar un tono neutro para una fácil comercialización internacional, posee una identidad argentina, desde los modismos de los personajes hasta la manera de hablar. Otro logro del film pasa por el tono: si bien continúa siendo un cuento juvenil, tiene sus detalles adultos, como una masturbación y un intento de abuso sexual. Luciana Grasso tiene la presencia exacta para Sol, capaz de ser tímida y fuerte, y sabe llevar la película sobre los hombros. Por el lado de los secundarios, Lamothe es quien sobresale por la incomodidad que genera su personaje. Las noches son de los monstruos puede despistar a más de uno al principio, pero basta con captar su esencia para adentrarse en una película que admite sus fuentes y lo disfruta.
Desde el estreno de Diablo, su ópera prima, Nic Loreti fue construyendo una carrera prolífica, con una característica única: la oda al antiheroísmo, a esos personajes que constituyen el fondo del tarro y se ven envueltos en situaciones tan extrañas como peligrosas. Se aprecia tanto en propuestas como Kryptonita, basada en la novela de Leonardo Oyola, como en las películas de Socios por accidente, codirigidas con Fabián Forte. Punto rojo no se aleja de esas preocupaciones. Diego (Demián Salomon) aguarda dentro de un auto en medio de un desierto. Fanático de Racing, mata el tiempo participando en el concurso de un programa radial dedicado a su adorado equipo. No para de responder correctamente, se acerca a la instancia final, hasta que una persona aterriza en el capó del vehículo. Un hecho que permite revelar qué está sucediendo realmente: Diego lleva en el baúl a Nesquik (Edgardo Castro), y ambos pronto deben lidiar con una implacable agente (Moro Anghileri). Partiendo del universo de su cortometraje Pinball, Loreti retoma la ferocidad de Diablo, con la diferencia de que ahora invierte la locación: ya no sucede en interiores sino en espacios abiertos, desolados. Al director le alcanzan con tres personajes para contar una comedia negra policial, donde nadie es inocente pero ninguno deja de generar algo de simpatía, sobre todo Diego y su fanatismo por la Academia. Otro punto alto reside en los diálogos, directos y con un nutrido catálogo de malas palabras que son parte de la identidad de los personajes -urbanos, rudos- y del film. Demián Salomon, Edgardo Castro y Moro Anghileri sostienen el film y exprimen a sus personajes desde lo emocional y lo físico. Salomon en particular sobresale porque su personaje, al tener un poco más de desarrollo que lo vuelve entrañable, es el verdadero protagonista. Punto rojo muestra a Nic Loreti en plena forma y presenta un universo que tiene condiciones para continuar expandiéndose.
Las películas sobre el fin del mundo suelen tener un carácter espectacular, pero otras suelen dejar a un lado la destrucción masiva para centrarse en los aspectos más íntimos de la condición humana. La comedia viene siendo un lenguaje usual para tratar estas cuestiones. Don’t’ Look Up, de Adam McKay, va por el lado de la sátira más salvaje. Desde Gran Bretaña, La última noche propone una mirada igual de aguda pero con una tónica diferente. Es Nochebuena, y una familia organiza una reunión con amigos en una residencia campestre. El esquema es el habitual en estas celebraciones: comidas, charlas, juegos, regalos… sólo que a medianoche no llegará Santa Claus sino una nube tóxica que exterminará a la raza humana. Por disposición del gobierno británico, los festejantes deben ingerir píldoras que al menos les evitarán el sufrimiento. Pero Art (Roman Griffin Davis), el hijo mayor de los anfitriones, comienza a cuestionar la idea. En su ópera prima, Camille Griffin plantea una historia sobre el apocalipsis, una mirada ácida de la Navidad y, especialmente, la exploración de una familia ante una situación extrema. Y dentro de esto último, la relación entre los adultos, que intentan imponer un clima de alegría, y los chicos, ya demasiado empapados del estado del mundo como para mantenerse ajenos. Tampoco se evita tocar la diferencia de clases: en una escena, Simon (Matthew Goode), patriarca de la familia, cuenta que el gobierno dictaminó que los pobres y los inmigrantes ilegales no cuentan con las píldoras para suicidarse. Y ni hablar las menciones a la reina y su potencial estrategia para salvarse. La directora balancea el humor -a veces negro, pero siempre de un indudable sabor británico- y el drama, aunque termina imponiéndose lo segundo, sobre todo cuando Art adopta el rol de la voz de la conciencia. Aquí la película cae en el trazo grueso y no evita el golpebajismo. Cerca del final recupera, en algunas dosis, el equilibrio entre lo cómico y lo trágico. La labor del elenco resulta clave para darle credibilidad al delicado tono del film. Keira Knightley había participado en un film navideño, Realmente amor, pero aquí se luce como Nell, una madre intentando conservar el control. Matthew Goode compone a un padre consumido por la situación, aunque también trata en mantener las apariencias. Pero es Roman Griffin Davis, el JoJo Rabbit de la película homónima -con la que hay más de un paralelismo-, quien desde su papel de Art le aporta humanismo a ese contexto. La última noche logra darle un poco de humor a una instancia deprimente, aunque podría haber dado para una obra maestra.
En 2015, Matthew Vaughn estrenó la película que lo consagró como director: Kingsman, el servicio secreto. Esta adaptación del comic The Secret Service, de Mark Millar y Dave Gibbons era una fresca, salvaje, irresistible, vertiginosa y políticamente incorrecta mezcla de espionaje al estilo de James Bond y Mi bella dama. Una película que ayudó a redefinir el cine de acción de los últimos años. ¿En dónde más Colin Firth demostró sus dotes para las peleas cuerpo a cuerpo y el manejo de armas? Y no olvidemos que catapultó al joven Taron Egerton en el rol de Eggsy, un adolescente que se suma a una agencia ultrasecreta. El éxito de Kingsman dio pie a una secuela, Kingsman: el círculo dorado. Aquí Vaughn logró mantener el nivel gracias a una impactante secuencia inicial, musicalizada con Prince, y una trama que incluye el secuestro de Elton John. (De hecho, Vaughn produjo y Egerton protagonizó Rocketman, biopic musical del artista) En King’s Man: el origen, Vaughn narra los comienzos de la organización, que se remontan a los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Se incrementa la tensión entre los mandatarios de Gran Bretaña, Alemania y Rusia, y la destrucción parece imparable. Orlando, duque de Oxford (Ralph Fiennes) proyecta una imagen de caballero refinado, a mil kilómetros de la fuerza bruta, pero puertas adentro de su residencia -más precisamente, en un cuarto secreto- lidera un pequeño grupo de espías que vigilan los ambiciosos planes de una red criminal donde sobresale el excéntrico monje Rasputín (Rhys Ifans). Conrad (Harris Dickinson), el hijo del duque, se suma al diminuto pero valoros grupo de héroes, que tendrá muy poco tiempo para impedir Como en las entregas anteriores, Vaughn saltó al vacío, ahora desde una altura mayor: nuevos personajes, nuevo período histórico, y como aditamento, la mezcla de distintas vertientes: por un lado, una aventura de espionaje, y por otro, un drama histórico -personajes verdaderos incluidos-, adentrándose durante un buen tramo en el cine bélico (atención a la escena donde los soldados se enfrentan con cuchillos). Pero una vez más, el director sale triunfante gracias a su talento para amalgamar elementos y tonos. Aun cuando por momentos el drama se impone por sobre el humor, conserva la esencia de la saga y sorprende con, por lo menos, dos giros argumentales. Vaughn y su equipo quedaron bien parados, pero quienes debían rendir el examen más exigente eran los actores. Firth y Egerton se habían convertido en el alma de Kingsman y resultaba difícil cubrir ese lugar. Ninguno de los nuevos integrantes de cast los hizo extrañar y se palpa un disfrute de todos. Aunque venía de ser M en las películas de Bond con Daniel Craig, Ralph Fiennes no había tenido suerte en superproducciones de espías estrambóticas: la adaptación cinematográfica de la serie británica Los Vengadores, donde compuso al señor Steed, quedó en el olvido. Sin embargo, aquí tiene la oportunidad de demostrar su destreza con los puños, las armas y, por supuesto, su bastón. Sabe imprimirle clase a su personaje y es creíble hasta cuando atraviesa las situaciones más extrañas. También con pasado en el mundo de 007, la bella Gemma Arterton se luce como Polly, tan dulce como intrépida, que lidera una red de espías de la servidumbre de hombres poderosos y posee una visión moderna de una confrontación. En tanto, Djimon Hounsou es bien aprovechado como Shola, mano derecha del duque. Harris Dickinson no es -ni se buscó que fuera- un nuevo Egerton, pero aporta sensibilidad y humanidad a su personaje y al film. La química con Fiennes permite el desarrollo de la relación entre un padre sobreprotector y un hijo que quiere justicia e insiste en combatir. Como suele suceder en estas historias, sobresalen los villanos, y aquí ningún otro como Rhys Ifans. De por sí, el actor siempre parece disfrutar de sus interpretaciones, y se encarga de que Rasputín sea un individuo poderoso, extraño y grotesco; buena parte del atrevimiento y la incorrección de Kingsman asoman en cada una de sus apariciones. Como en otros blockbusters, Daniel Brühl suele dejar la sensación de haber sido poco aprovechado, pero le saca el jugo a su composición de Erik Jan Hanussen, que en la vida real fue un mentalista austríaco de gran influencia en Alemania. Mención especial para Tom Hollander, que compone a tres figuras históricas que fueron primos: Jorge V, Guillermo II y Nicolás II. Además de cumplir como precuela, King’s Man: el origen eleva el nivel de la mejor franquicia de Matthew Vaughn, uno de los cineastas más fascinantes en materia de tanques millonarios. Un delicioso aperitivo para esperar el cierre de la trilogía de Eggsy.
A través de sus películas de ficción, Fernando Spiner tiene la capacidad de tomar géneros populares -mayormente explotados en el exterior- para darles una impronta muy suya, más cercana a la idiosincrasia argentina, pero sin dejar de ser universal. Sobre todo, cuando se trata de ciencia ficción: en La sonámbula planteó un futuro distópico; en Adiós, querida Luna mostró los avatares de una misión espacial, y en Inmortal se mete con el mundo de las dimensiones paralelas. La fotógrafa Ana Lauzer (Belén Blanco) viaja de Roma a Buenos Aires para tramitar la herencia de su padre (Patricio Contreras), que acaba de morir. ¿Pero murió realmente? Primero lo ve en la calle, como si nada, aunque no logra acercarse a él. Entonces se le revela la verdad: el doctor Benedetti (Daniel Fanego), otrora amigo del hombre, le revela que había escapado momentáneamente del lugar en el que yace ahora: Leteo, una ciudad parecida al mundo real (calles, edificios, bares), pero en donde los difuntos pueden seguir viviendo. Allí Ana se reencuentra con el padre, al menos por un rato cada día, y también conoce a Víctor (Diego Velázquez), un residente con el que entabla amistad. Pronto descubrirá una serie de cuestiones que pondrán en peligro a Leteo, a Víctor y a ella misma. Como en La sonámbula, Spiner toma como inspiración menos la ciencia ficción y fantasía hollywoodense y más la que cultivaron desde la literatura Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y, especialmente, Adolfo Bioy Casares y su novela La invención de Morel. Incluso los “muertos” de Leteo por momento son como hologramas, casi como los que anticipó el autor. Sin embargo, el director evita aferrarse al homenaje, a la cita fácil, y sabe darle una identidad propia al film. Spiner también acierta a la hora de crear Leteo y de los contrastes con la vida real: allá no hay disturbios, no hay problemas, ni siquiera hay tránsito porque los autos aún están en vías de ser habilitados para funcionar. Además, moran muy pocos habitantes. De hecho, aquella dimensión todavía está en proceso de armado. Y todo es de una tonalidad amarillenta, como producto de un soleado perpetuo. Pero los habitantes no la pasan de maravillas: el padre de Ana manifiesta cuánto extraña lo que antes odiaba, como el ruido de la ciudad. Belén Blanco sabe llevar adelante la película y nos recuerda por qué debería tener más protagónicos en cine. Daniel Fanego compone a un científico al estilo del que hizo en la telenovela Resistiré, y vuelve a demostrar que con su sola presencia le suma a una producción. Analía Couceyro interpreta a una enigmática mujer que trabaja con Benedetti, mientras que Diego Velázquez brinda una nueva actuación sólida, que no requiere de exageraciones para resultar convincente. Aun cuando le falta la contundencia de La sonámbula y el desparpajo de Adiós, querida Luna, Inmortal es una nueva y sólida prueba de que Fernando Spiner ama la ciencia ficción y sabe cómo reinterpretar los tópicos más clásicos.
El cine de terror y los bosques suelen ser una estupenda combinación. Basta con recordar The Evil Dead, de Sam Raimi, y las películas slasher ambientadas en campamentos, empezando por la saga de Viernes 13. Pero mucho antes estuvieron los cuentos infantiles, como “Hansel y Gretel”, que de fondo resultan macabros. Por ese territorio se adentra La forma del bosque. Silvia y Andrés, dos hermanos preadolescentes, viven con su abuelo (Chucho Fernández) en una casa en medio del bosque. El encuentro con un individuo atormentado y la violencia de sus actos los pondrá en la mira del mismísimo espíritu que domina aquel paraje de arboledas y misterios. Una auténtica fuerza de la naturaleza, capaz de adorar formas familiares para ajusticiar a quienes considere una amenaza. Silvia y Andrés deberán sobrevivir a su ira durante una noche que parece no terminar. En su ópera prima, Gonzalo Mellid coquetea con la mencionada The Evil Dead ( algunas tomas subjetivas, las encarnaciones del Bosque) y con el folk horror (mencionar ejemplos podría derivar en spoilers), pero nunca pierde su verdadera esencia: la de una leyenda como las que se narran junto al fogón. El director sabe imprimir un clima inquietante y no teme correr algunos riesgos en determinados giros narrativos. Al mismo tiempo, funciona como una historia de madurez; los jóvenes deben afrontar cambios bruscos en sus vidas, especialmente Silvia, que posee una conexión especial con los fenómenos que suceden a su alrededor. María Paz Arias Landa y Nicolás del Río llevan el protagonismo, pero el elenco secundario sabe destacarse. Chucho Fernández deja de lado los matones u hombres tenebrosos de su filmografía para componer a un abuelo capaz de darlo todo por sus nietos. En tanto, Magui Bravi continúa afianzándose como una de las grandes figuras del terror nacional, ahora interpretando a una de las encarnaciones más sensuales -y más mortíferas- del Bosque. Sin necesidad de alardear, La forma del bosque recupera el sabor de los cuentos de miedo rurales y presenta a un director promisorio.