¿Qué duda cabe de que el campo es otro mundo? El cine suele reflejar el contraste con la ciudad, presentando sus aspectos atractivos pero también su costado más crudo, hasta inquietante. La barbarie cumple con esa premisa, desde una óptica más íntima. Nacho (Ignacio Quesada), un adolescente de Recoleta, huye de su casa y llega a la estancia de su padre, Marcos (Marcelo Subiotto), con quien no tenía demasiada relación. Enseguida trata de volver a familiarizarse con escenarios y personas de su niñez. Pero ahora la situación es muy diferente. Los peones lo perciben como el chico de Capital Federal que apareció para estorbar, sobre todo en días previos a un evento de gran importancia comercial vinculado con las vacas. Justamente por esos días aparece ganado muerto en los alrededores, lo que amenaza los negocios de Marcos. Devenido mano derecha de su progenitor, Nacho comienza a investigar el origen de aquellas matanzas. Ya en Pantanal, su primera película solista (había formado parte del film colectivo Cinco), el director Andrew Sala se vale de una premisa de género para contar otras historias, las que están implícitas, desde un ángulo introspectivo. La película comienza como un coming of age, un drama acerca de un padre y un hijo y un relato de choque cultural, y nunca deja de ser nada de eso. Sin embargo, se abre camino un thriller con sus episodios macabros, sus secretos y sus revelaciones perturbadoras. Asimismo, hay un contexto de tensión entre el terrateniente -que desciende de una respetada figura extranjera- y sus empleados, una familia humilde. Y todo esto, sin olvidar los mecanismos del campo, donde los hombres terminan siendo más crueles que cualquier bestia, aunque siempre queda espacio para ciertos valores, para gotas de humanismo. Aún cuando la violencia se vuelve incontenible, La barbarie nunca abandona su tono cuidado, carente de estridencias, donde lo que no se dice pesa más que eso que parece estar sucediendo a la vista de todos.
Los detectives privados ocupan un lugar de privilegio en la cultura popular. Por el lado del cine, supo heredar muchos de la novela negra, como Sam Spade y Philip Marlowe, y más tarde, de los comics. Tal es el caso de La sudestada, que parte de las viñetas de Juan Sáenz Valiente. Jorge “El Sabueso” Villafañe (Juan Carrasco) se gana la vida espiando a quien se le indique, buena suma mediante. A diferencia de sus colegas más emblemáticos, no necesita de pilotos ni de sombreros, ni siquiera fuma; su look habitual incluye bermudas y chaleco, una vestimenta más propia de un pescador (de alguna manera, lo es). Pero al igual que Marlowe y compañía, lleva una vida de perfil bajo. En su caso, juega al paddle con sus amigos, Finoli (Javier Bacchetta) y Rubén (Cachi Bratoz). Y por supuesto, no se involucra con las personas que debe investigar… hasta que conoce a Elvira Schulz (Katja Alemann), una bailarina devenida coreógrafa. Su marido, Ricardo Zelarrayán (Edgardo Castro), pretende reconquistarla, pero quiere que Jorge averigüe qué hace antes y después de su trabajo en un teatro. Así va sigiloso tras ella en las calles de Buenos Aires, en el ecoparque de Palermo y hasta en una isla del Tigre, donde suele danzar desnuda a metros de una casona. Es allí, durante una sudestada, que el detective y la artista entran en contacto y comienzan una suerte de amistad. Los directores Daniel Casabé y Edgardo Dieleke parten de un clásico noir para ir revelando una historia que cobra un vuelo personal y arriesgado. Obsesionado con Elvira, Jorge sueña y fantasea con ella, dentro de su mundo performático, donde tienen lugar el delirio y una relación improbable. No es caprichosa la intervención de Katja Alemann, presencia de un eterno magnetismo: había sido un gran objeto de deseo en Las puertitas del señor López, también basada en una historieta. Pero Elvira es un personaje más rico y complejo, y bastan algunas pinceladas (gestos, sonrisas) para ilustrarlo. La sudestada triunfa por su audacia a la hora de mezclar ideas y tonos, demostrando en el camino que siempre hay lugar para historias de detectives privados.
Hay expresiones que parecen haberse inventado para determinadas películas. Por ejemplo, el término “entrañable” seguramente surgió para definir a películas como Empieza el baile. Carlos (Darío Grandinetti), un veterano bailarín de tango argentino, vive en Madrid, donde formó una familia y lleva una carrera exitosa. Entonces recibe un llamado de Pichuquito (Jorge Marrale), amigo y colega de la juventud, con una triste noticia: Margarita (Mercedes Morán), ex pareja de baile y ex pareja sentimental, acaba de morir. Carlos vuelve a Buenos Aires y enseguida descubre que fue una estrategia para que regresara. Margarita no sólo está viva: le revela que había tenido un hijo suyo, sin que él jamás se enterara durante su etapa española. Ahora deben ir a verlo a Mendoza, donde el ahora hombre de 30 años fue criado. La directora Marina Seresesky presenta una road movie en clave de comedia dramática. Un viaje donde Carlos, al principio muy molesto por las mentiras, irá recuperando el fuerte vínculo con Margarita y Pichuquito. Aquí se impone la química entre Grandinetti, Morán y Marrale (se nota que son amigos en la vida real). La película bien podría haberse conformado con eso para funcionar, pero Seresesky va más allá. Detrás de los gags y de los diálogos filosos (los protagonistas tienen un humor ácido), hay una indagación en la nostalgia, los reencuentros, los valores, la amistad verdadera, el amor de toda la vida; el pasado, el ahora y lo que vendrá. Empieza el baile cautiva con su humor y sus situaciones hilarantes y sus héroes tan imperfectos como queribles, pero no por eso pierde complejidad. De hecho, la comedia -como toda comedia bien hecha- habla de lo más profundo de uno mismo.
Un personaje regresa a sus pagos, o a un lugar importante de su pasado, y además de reencontrarse con familiares y amigos, se replantea cuestiones de su vida adulta. Una línea argumental muy revisitada por el cine. Lo que hace diferente entre sí a cada una de estas películas es la autenticidad, el corazón. Y Reparo los tiene. Justina (Florencia Torrente) se toma licencia de su trabajo como grafóloga para volver a Puerto Pirámides, el pueblo de Chubut en el que pasó los veranos. La reciben Amalia (María Ucedo), su tía; Paula (Paula Carruega), su amiga, y Mariano (Daniel Melingo), un bondadoso pescador. Pero la principal motivación para volver es que Patricio (Luciano Cáceres), su otrora novio, se está por casar con Vero (Ariadna Asturzzi), con quien quedó una relación tensa. De hecho, se piensa que quiere sabotear la boda. Mientras ayuda a Amalia en su restaurante, Justina se empapa de los diarios íntimos que dejó su madre y conoce a Justiniano (Juan Cano), un turista chileno, aunque no puede olvidar a Patricio. Y todo ante la omnipresencia de las ballenas, que distinguen a aquel punto de la Patagonia. La directora Lucía van Gelderen toma elementos de su vida (se crió en Puerto Pirámides) para construir una historia honesta y entrañable, aprovechando la geografía -con notables escenas subacuáticas- pero sin caer en la postal de viaje. El foco está puesto en la protagonista, el vínculo con sus orígenes y las perspectivas para el presente y futuro. La autenticidad que transmiten los personajes se debe al trabajo de un estupendo plantel actoral, encabezado por Florencia Torrente. Melingo vuelve a demostrar que la pantalla grande le sienta muy bien, y hasta tiene su propio momento musical, que sigue siendo funcional a la trama. Reparo es de esas películas abrazables y cariñosas, que invitan a reflexionar sobre lo que fue, lo que es y lo que vendrá.
Poner un grupo de personajes en un barco, y en medio del mar, suele ser motivo de tensión. El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund, es un ejemplo reciente, aunque hay más y mejores (pregúntenle a Alfred Hitchcock, si no). Y si se trata de parejas en momentos cruciales de la vida, los conflictos están al caer. Así sucede en Asfixiados. De un lado, Nacho (Leonardo Sbaraglia), un productor de cine y contenidos adicto al trabajo. Del otro, Lucía (Julieta Díaz), dueña de un restaurante elegante en Palermo. Ambos llevan más de veinte años de casados, son exitosos y son padres de una adolescente (Sofía Zaga Masri), una joven aspirante a escritora (ahí tenemos material para otro film). Pese a estar en proceso de cerrar un proyecto enorme y ambicioso, Nacho organiza un viaje en su velero junto a Lucía. Los acompañan Ramiro (Marco Antonio Caponi), arquitecto y amigo de Nacho, que trae a su novia, Cleo (Zoe Hochbaum). Aquellos primeros momentos de glamour y relax, donde el estatus es tema principal de conversación, evidencian un contraste claro: el matrimonio maduro, con sus vaivenes, y la parejita joven y liberal (mejor dicho, que se pretende liberal). Pero ese paraíso flotante esconde infiernos íntimos. Para empezar, Lucía tiene sus propios sueños, pero no se atreve a contárselos a Nacho, quien está desesperado por cerrar una serie porque será crucial para otros negocios paralelos. Una tormenta emocional que da pie a una de verdad. La película se apoya en la difícil relación entre esos personajes (fundamentalmente, entre Nacho y Lucía) y con eso le alcanza para sostenerse desde el inicio y originar momentos cómicos y ásperos. Es decisivo el desempeño del cuarteto de protagonistas, aun cuando Sbaraglia está en un registro diferente. El barco es un personaje más, que comparte características con los humanos: es atractivo y lujoso, pero basta conocerlo por dentro para comprobar que ni siquiera cuenta con los recursos para soportar condiciones climáticas adversas. Muy curiosa es la intervención de Natalia Oreiro como ella misma. Durante buena parte del film, y mediante zoom, Nacho quiere convencerla de estelarizar la serie que prepara. Con una impronta mediterránea, digna de las comedias dramáticas europeas (“Et Puntant”, de Charlez Aznavour, es la canción insignia del film), Asfixiados sale airosa por su elenco y funciona como sátira de la clase acomodada de esta parte del mundo.
En buena parte de su filmografía, y a través de distintas vertientes, Martín Desalvo indaga en las complejidades del universo femenino. Así se aprecia en Las mantenidas sin sueños (en codirección con Vera Fogwill), El día trajo la oscuridad y El padre de mis hijos. Como en aquellos casos, Hija también es una historia de madurez, y algo más. Ambientada en Misiones, presenta a Juana (Jazmín Esquivel), una adolescente que vive con su padre (Bruno Vázquez) en una chacra en medio del monte. Ella lo ayuda con el trabajo, produciendo carbón artesanal, y estudia, y por las noches se escapa a algún boliche cercano para beber y bailar. Pero algo la aqueja desde siempre: la ausencia de su madre, muerta desde hace años. Pronto irá descubriendo que esa pérdida involucra un hecho trágico, que aún afecta cada rincón de aquel paraje y que podría tener como principal implicado al padre. Inspirado en el cuento “El hijo”, de Horacio Quiroga, el film nunca deja de ser un coming of age, pero el drama familiar va revelando un thriller intimista, atmosférico y desesperado. Desalvo acierta en ir develando información de modo fragmentado y mediante diálogos escuetos. Incluso la escena más silenciosa, que parece intrascendente, está contando algo de los personajes, la relación entre ellos y sus tormentos. Gran parte del peso de Hija reside en los tres actores principales, y ahí es donde se halla su principal triunfo. En especial, Jazmín Esquivel, actriz y vocalista con un interesante magnetismo. Como en su película previa, El silencio del cazador, el director sabe hacer de la selva misionera un personaje más, con su salvajismo, su pureza y sus mitos. Hija es un buen ejemplo de que no son necesarias las estridencias para lograr un impacto contundente y duradero.
Decir que Daniel de la Vega es uno de los nombres fuertes del cine de terror argentino ya es una redundancia. Tampoco es exactamente una novedad que sabe explorar distintos subgéneros, vertientes y tópicos. Desde asesinos seriales hasta vampiros, nada escapa a su rango. En El último hereje se sumerge en la tradición del terror religioso. La primera secuencia, con el suicidio de un joven en un ambiente que parece sagrado pero resulta siniestro y asfixiante, sirve como puntapié de la trama y establece el tono. Luego la atención se centra en Juan Conte (Germán Palacios), un escritor famoso por su ateísmo. No por nada suele debatir con sacerdotes y rabinos, exponiendo argumentos sólidos y desafiantes. Su frialdad y seguridad en sí mismo desconocen límites, hasta que sufre un infarto. Sobrevive, pero con perspectivas un poco menos estructuradas. Entonces conoce a Miriam (Victoria Almeida), una enfermera que lo admira y comparte su falta de creencias. Comienzan una relación que corre peligro: son acechados por un individuo (César Bordón), que pronto es asesinado por una extraña figura. Buscando tranquilidad, Juan y Miriam se instalan en una casa de ella en el campo. Eso no significa que el autor pueda escapar fácilmente de la amenaza que lo persigue. El párrafo anterior presenta detalles de la primera mitad del film, incluso un poco menos. Contar más estropearía una experiencia angustiante, provista de detalles escabrosos y varios giros. Mencionar las producciones a las que remite seguiría dando pistas evidentes. Sí vale mencionar que De la Vega hace gala de su oficio para componer escenas aterradoras y revelar las tinieblas del ser humano. De hecho, es su creación más perversa y retorcida, superando a las ideas más inquietantes de Ataúd blanco. Gran parte del mérito también le corresponde a Germán Palacios (una nueva figura del género criollo, tras su actuación en Sangre Vurdalak) y Victoria Almeida. Ambos triunfan en el desafío de transmitir las oscuridades que atraviesan a los personajes. Más un thriller que una de terror, El último hereje plantea conceptos que nunca pierden vigencia, desde una óptica tenebrosa.
Gastón Solnicki ya es un nombre establecido en el panorama del cine independiente. A partir de Süden, su ópera prima, viene construyendo una obra personal, donde el documental va dando paso a un fascinante híbrido con la ficción , y a su vez, a films más difíciles de clasificar. Después de Introduzione all’oscuro, el director regresa a Viena con A Little Love Package. Aquí el punto de partida tiene lugar en 2019, horas antes de que la ciudad tenga prohibido fumar dentro de bares y restaurantes, costumbre que supo mantener aún cuando eso ya no sucedía en otras partes de Europa. Una excusa para presentar a una serie de personajes (mejor dicho, personas) con sus vivencias. Más concretamente, Solnicki sigue a Angeliki (Angeliki Papoulia, actriz fetiche de Yorgos Lanthimos), que llega a la capital austríaca para comprar un departamento, y Carmen (Carmen Chaplin, nieta de Charles Chaplin), que recupera la relación con su familia paterna. El director, que trabajó sin un guión previo -aunque sin improvisar-, propone más una experiencia sensorial que una narración clásica, que confirman su capacidad para complementar recursos y generar climas mediante un cuidado trabajo visual y sonoro. Sin embargo, es ineludible el espíritu de fin de ciclo que impregna cada escena, y que tiene su apoteosis durante una secuencia clave, musicalizada con “Wonderful Life”, olvidado éxito de los ‘80 de Colin Vearncombe, mejor conocido como Black. En A Little Love Package, Gastón Solnicki no sólo se mantiene fiel a su búsqueda creativa sino que sabe ir más allá. Así, evitando los discursos, logra hablar de tradiciones, esencias y cambios.
Su rutina era clásica: llamaba por teléfono a una empresa o negocio, o incluso a una persona, para hacerles algunas consultas que iban adquiriendo un tono insolente, con una catarata de malas palabras. El artífice de estas bromas telefónicas no era otro que el Doctor Tangalanga. Provisto de barba y bigote falsos, anteojos, gorra e inventiva verbal, se convirtió en un emblema de la comedia argentina cuando su obra trascendió mediante discos, giras y apariciones televisivas. El cine comenzó a inmortalizar su figura en Víctimas de Tangalanga y su secuela, ambas de Diego Recalde, pero en esos casos el ojo estaba puesto en quienes padecían sus ocurrencias. La apuesta más ambiciosa llegó de la mano de Mateo Bendesky, director de El método Tangalanga. ¿Se trata de un biopic de la persona detrás del personaje? Sí y no: la película toma la esencia de la vida real de Tangalanga (nombre real: Julio Victorio De Rissio, de profesión zapatero) y hace su propio camino con respeto, humor y corazón. Martín Piroyansky compone a Jorge Rizzi, empleado de una empresa y ciudadano de la Buenos Aires de 1962. La timidez le impide disertar en las reuniones de trabajo y acercarse a las mujeres. Cuenta con Sixto (Alan Sabbagh), compañero y amigo y más propenso a las relaciones públicas. Entonces, más por casualidad que por intención, llega a un evento encabezado por un mentalista español (Silvio Soldán). Unas palabras claves acerca de conectarse con su verdadero ser y un tañido similar a un tono telefónico liberan a su yo extrovertido, directo, audaz, malhablado, encantador. Cada vez que levanta un tubo de teléfono aflora ese repentino Mr. Hyde, que adopta el alias con el que se haría famoso. Una nueva identidad perfecta para vengarse de quienes se comportaron injustamente con él; alegrar a Sixto, internado por un problema de salud, y acercarse a Clara (la siempre estupenda Julieta Zylberberg), la recepcionista del hospital y amante de Giordano (Rafael Ferro), médico y villano de la ecuación. Bendesky y su equipo narran con dinamismo y gracia las peripecias del antihéroico protagonista y cómo va ganando admiradores cuando las cintas para Sixto se propagan por el boca a boca. Desde el principio hay un respeto por el personaje, y resulta fundamental la actuación de Piroyansky: transmite el desparpajo de Tangalanga y la ternura y humanidad de Jorge. El notable desempeño interpretativo del elenco (Sabbagh y Machín vuelven a engrandecer otros de sus roles) también se aprecia en las escenas menos cómicas y más dramáticas y románticas. Mención especial para Soldán, que brilla en su primera composición de un papel cinematográfico. El método Tangalanga presenta el origen del mito y, al mismo tiempo, le rinde tributo.
El cambio de apariencia, un concepto que sabe disparar toneladas de historias, con los más variados enfoques. El rostro de la medusa propone el suyo, y tomando un poco de distancia de las convenciones propias de estos relatos. Desde el primer momento, y sin motivo aparente, Marina (Rocío Stellato) asegura que su cara es distinta a la de siempre. Un hecho que la desconcierta, aunque su familia tarda relativamente poco en habituarse. También implica una alteración en su trabajo como docente universitaria y la relación con su novio. Si bien trata de averiguar más sobre sus flamantes rasgos, comienza a experimentar las ventajas de lucir distinta, y hasta entabla relación con un joven. Desde su ópera prima, el documental Las lindas, Melisa Liebenthal explora la identidad, los sentimientos con respecto a la imagen y cómo uno es percibido por el resto. Sin perder el carácter intimista, aquí da con el formato más ambicioso para plasmar sus preocupaciones. A través de situaciones absurdas que vive la protagonista surgen pasos de comedia, pero nunca deja de haber una reflexión explícita. De hecho, las fotos de las imágenes previas de Marina -algunas veces presentadas mediante animaciones y collages- corresponden a las de la directora. En este sentido, funciona como una extensión de Las lindas. Para completar su tesis de formato ficcional, Liebenthal recurre a los animales. Se aprecia desde el título, y más adelante, casi a modo de separadores entre secuencias, incorpora grabaciones de zoológicos y acuarios. Así se impone el elemento documental. Pese a las intenciones que amalgamarlo con la premisa central, el resultado es desconcertante (al menos, para quien suscribe). Sí encaja mejor la intervención del reino animal cuando el gato de la familia de Marina se pierde y luego ella lo encuentra, para descubrir al rato que es otro felino parecido; otro ángulo de la importancia de la imagen. El rostro de la medusa sale airosa por su audacia y deja en claro que Melisa Liebenthal sigue construyendo una obra tan personal como interesante.