Las brujas son tan oscuras como fascinantes, y el cine nunca dejó de presentar esa dualidad. Aparecen en producciones de todos los géneros, aunque nunca se lucen tanto como por el lado del terror. Argentina también cuenta con exponentes, entre los que se cuenta Bruja, protagonizada por Érica Rivas, y la reciente Juego de brujas. Mara (Lourdes Mansilla), una adolescente rebelde, se la pasa encerrada con sus videojuegos. Suele escaparse con algún muchacho, pero prefiere evadirse mediante los mundos virtuales. No le interesan ni de dónde puedan provenir los juegos. Como sucede una noche, cuando una joven extraña deja en la puerta de su casa un caja que contiene unos anteojos de realidad virtual. Mara descubre que le permite jugar a ser una hechicera capaz de combatir demonios dentro de los pasillos de una mansión. Pero el juego deja de ser tal cuando cumple 18 años y Sofía, su hermana menor, es secuestrada por un poderoso demonio. Mara será preparada por tres hechiceros que, sin que ella se percatara, la habían estado supervisando durante cada una de sus proezas como gamer. Deberá abandonar su carácter indomable para rescatar a Sofía y combatir al monstruo. El director Fabián Forte es uno de los nombres fuertes del cine fantástico y de terror nacional. Venía de meterse con brujos y demonios gracias a Legiones, su película anterior. En aquella oportunidad, el tono era más adulto y predominaba el humor, parte del sello de Forte. En cambio, Juego de brujas funciona como un thriller fantástico juvenil y, sobre todo, un coming of age. Se acerca a la impronta de La chica más rara del mundo, de Mariano Cattaneo, aunque con un poco más de rudeza. Más allá del enfoque, el realizador continúa demostrando su devoción por el género y su pericia a la hora de plasmar situaciones tenebrosas. Juego de brujas propone magia y amenazas del inframundo para hablar de una peripecia igual de compleja: el camino a la madurez. Además, confirma la versatilidad de Forte, incluso dentro del terror.
El Universo Extendido de DC, pudo no haber tenido la suerte que Warner Bros ambicionaba (en gran parte, por desprolijidades de la propia compañía), pero dejó películas más que meritorias. De hecho, El Hombre de Acero es una de las más auténticas, colosales y audaces películas de superhéroes del siglo XXI. También pudieron destacarse Diana Prince/Wonder Woman (Gal Gadot) y Arthur Curry/Aquaman (Jason Momoa) en sus respectivas películas. Pero estaban faltando las andanzas (hiperveloces, por supuesto) de Barry Allen/Flash, encarnado por Ezra Miller. Tras años de desarrollo, llegó Andy Muschietti para dirigir el proyecto. La historia está inspirada en el comic Flashpoint, donde Flash accede a un mundo alternativo en el que sus colegas justicieros o no existen -Batman ahora es Thomas Wayne, el padre de Bruce- o están enfrentados entre sí. Muschietti y la guionista Christina Hodson toman los elementos esenciales, pero partiendo de Barry y su dura vida familiar. Al principio de la película se lo muestra más experimentado en su faceta superheroica, De hecho, logra salvar varios bebés de un hospital que se derrumba, y sin perder el humor. Pero cuando se quita el traje rojo debe seguir lidiando con la situación de su padre (Ron Livingston, en reemplazo de Billy Crudup), sigue en prisión acusado de haber asesinado a la madre (Maribel Verdú). Entonces comprende que sus rapidez antinatural le permiten retroceder en el tiempo. Su idea es volver a 2013, a los acontecimientos antes del homicidio, para añadir al carrito de supermercado la lata de tomate que la madre originalmente había olvidado y que había motivado a que el padre saliera y ella quedara indefensa. Y Barry lo logra y puede disfrutar de los suyos como cuando era chico. Pero pronto descubre que esa alteración temporal trastocó la realidad tal como la conocía. Se topa con la versión universitaria de sí mismo, y debe encargarse de que le pegue el rayo que le dio los poderes. Lo logra, pero al mismo tiempo él pierde sus capacidades extraordinarias y el Barry joven no posee la capacidad de viajar en el tiempo. A partir de ahí, Muschietti presenta una sucesión de personajes y acontecimientos. En aquel presente distinto, los demás integrantes de la Liga de la Justicia no están… aunque sí existe Batman. Sin embargo, es otro Bruce Wayne (Michael Keaton). Barry contará con él para recuperar sus poderes y cumplir una misión inesperada: como había sucedido en el presente, el General Zod (Michael Shannon) llega a la tierra en busca de Kal-El/Clark Kent/Superman (Henry Cavill, ausente con aviso), pero la kryptoniana buena más cercana es su prima, Kara-El/Supergirl (Sasha Calle). Así se genera una novedosa variante de La Liga que deberá impedir la destrucción de la Tierra. Por supuesto, sobrevienen peleas, destrucción y espectacularidad. Abunda el humor, sobre todo por la interacción entre los Barries (el adulto se ve obligado a ser más maduro que el otro, todavía un tontuelo). Y se produce una avalancha de referencias al universo DC de todas las épocas y a la cultura popular en sí. Pero Muschietti nunca pierde de vista el costado humano de la trama. El eje nunca deja de ser Barry y el amor por sus padres. Aquí la clave es la actuación de Miller, que sabe transmitir lo más profundo -y a veces oscuro- del personaje. El director tampoco cayó en la tentación de hacer una película encubierta del Batman de Affleck ni del de Keaton; ambos funcionan como sólidos secundarios y pueden gozar de un muy noble cierre de sus etapas. Flash es un estupendo punto final al DCEU -o por lo menos, a lo que planeó Zack Snyder-, un tributó a DC en el cine (el clímax incluye sorpresas a granel), el film que el Velocista estaba mereciendo y la prueba de que los viajes en el tiempo son premisas tan imbatibles como el más aguerrido de los superhéroes.
¿Qué duda cabe de que el campo es otro mundo? El cine suele reflejar el contraste con la ciudad, presentando sus aspectos atractivos pero también su costado más crudo, hasta inquietante. La barbarie cumple con esa premisa, desde una óptica más íntima. Nacho (Ignacio Quesada), un adolescente de Recoleta, huye de su casa y llega a la estancia de su padre, Marcos (Marcelo Subiotto), con quien no tenía demasiada relación. Enseguida trata de volver a familiarizarse con escenarios y personas de su niñez. Pero ahora la situación es muy diferente. Los peones lo perciben como el chico de Capital Federal que apareció para estorbar, sobre todo en días previos a un evento de gran importancia comercial vinculado con las vacas. Justamente por esos días aparece ganado muerto en los alrededores, lo que amenaza los negocios de Marcos. Devenido mano derecha de su progenitor, Nacho comienza a investigar el origen de aquellas matanzas. Ya en Pantanal, su primera película solista (había formado parte del film colectivo Cinco), el director Andrew Sala se vale de una premisa de género para contar otras historias, las que están implícitas, desde un ángulo introspectivo. La película comienza como un coming of age, un drama acerca de un padre y un hijo y un relato de choque cultural, y nunca deja de ser nada de eso. Sin embargo, se abre camino un thriller con sus episodios macabros, sus secretos y sus revelaciones perturbadoras. Asimismo, hay un contexto de tensión entre el terrateniente -que desciende de una respetada figura extranjera- y sus empleados, una familia humilde. Y todo esto, sin olvidar los mecanismos del campo, donde los hombres terminan siendo más crueles que cualquier bestia, aunque siempre queda espacio para ciertos valores, para gotas de humanismo. Aún cuando la violencia se vuelve incontenible, La barbarie nunca abandona su tono cuidado, carente de estridencias, donde lo que no se dice pesa más que eso que parece estar sucediendo a la vista de todos.
Los detectives privados ocupan un lugar de privilegio en la cultura popular. Por el lado del cine, supo heredar muchos de la novela negra, como Sam Spade y Philip Marlowe, y más tarde, de los comics. Tal es el caso de La sudestada, que parte de las viñetas de Juan Sáenz Valiente. Jorge “El Sabueso” Villafañe (Juan Carrasco) se gana la vida espiando a quien se le indique, buena suma mediante. A diferencia de sus colegas más emblemáticos, no necesita de pilotos ni de sombreros, ni siquiera fuma; su look habitual incluye bermudas y chaleco, una vestimenta más propia de un pescador (de alguna manera, lo es). Pero al igual que Marlowe y compañía, lleva una vida de perfil bajo. En su caso, juega al paddle con sus amigos, Finoli (Javier Bacchetta) y Rubén (Cachi Bratoz). Y por supuesto, no se involucra con las personas que debe investigar… hasta que conoce a Elvira Schulz (Katja Alemann), una bailarina devenida coreógrafa. Su marido, Ricardo Zelarrayán (Edgardo Castro), pretende reconquistarla, pero quiere que Jorge averigüe qué hace antes y después de su trabajo en un teatro. Así va sigiloso tras ella en las calles de Buenos Aires, en el ecoparque de Palermo y hasta en una isla del Tigre, donde suele danzar desnuda a metros de una casona. Es allí, durante una sudestada, que el detective y la artista entran en contacto y comienzan una suerte de amistad. Los directores Daniel Casabé y Edgardo Dieleke parten de un clásico noir para ir revelando una historia que cobra un vuelo personal y arriesgado. Obsesionado con Elvira, Jorge sueña y fantasea con ella, dentro de su mundo performático, donde tienen lugar el delirio y una relación improbable. No es caprichosa la intervención de Katja Alemann, presencia de un eterno magnetismo: había sido un gran objeto de deseo en Las puertitas del señor López, también basada en una historieta. Pero Elvira es un personaje más rico y complejo, y bastan algunas pinceladas (gestos, sonrisas) para ilustrarlo. La sudestada triunfa por su audacia a la hora de mezclar ideas y tonos, demostrando en el camino que siempre hay lugar para historias de detectives privados.
Hay expresiones que parecen haberse inventado para determinadas películas. Por ejemplo, el término “entrañable” seguramente surgió para definir a películas como Empieza el baile. Carlos (Darío Grandinetti), un veterano bailarín de tango argentino, vive en Madrid, donde formó una familia y lleva una carrera exitosa. Entonces recibe un llamado de Pichuquito (Jorge Marrale), amigo y colega de la juventud, con una triste noticia: Margarita (Mercedes Morán), ex pareja de baile y ex pareja sentimental, acaba de morir. Carlos vuelve a Buenos Aires y enseguida descubre que fue una estrategia para que regresara. Margarita no sólo está viva: le revela que había tenido un hijo suyo, sin que él jamás se enterara durante su etapa española. Ahora deben ir a verlo a Mendoza, donde el ahora hombre de 30 años fue criado. La directora Marina Seresesky presenta una road movie en clave de comedia dramática. Un viaje donde Carlos, al principio muy molesto por las mentiras, irá recuperando el fuerte vínculo con Margarita y Pichuquito. Aquí se impone la química entre Grandinetti, Morán y Marrale (se nota que son amigos en la vida real). La película bien podría haberse conformado con eso para funcionar, pero Seresesky va más allá. Detrás de los gags y de los diálogos filosos (los protagonistas tienen un humor ácido), hay una indagación en la nostalgia, los reencuentros, los valores, la amistad verdadera, el amor de toda la vida; el pasado, el ahora y lo que vendrá. Empieza el baile cautiva con su humor y sus situaciones hilarantes y sus héroes tan imperfectos como queribles, pero no por eso pierde complejidad. De hecho, la comedia -como toda comedia bien hecha- habla de lo más profundo de uno mismo.
Un personaje regresa a sus pagos, o a un lugar importante de su pasado, y además de reencontrarse con familiares y amigos, se replantea cuestiones de su vida adulta. Una línea argumental muy revisitada por el cine. Lo que hace diferente entre sí a cada una de estas películas es la autenticidad, el corazón. Y Reparo los tiene. Justina (Florencia Torrente) se toma licencia de su trabajo como grafóloga para volver a Puerto Pirámides, el pueblo de Chubut en el que pasó los veranos. La reciben Amalia (María Ucedo), su tía; Paula (Paula Carruega), su amiga, y Mariano (Daniel Melingo), un bondadoso pescador. Pero la principal motivación para volver es que Patricio (Luciano Cáceres), su otrora novio, se está por casar con Vero (Ariadna Asturzzi), con quien quedó una relación tensa. De hecho, se piensa que quiere sabotear la boda. Mientras ayuda a Amalia en su restaurante, Justina se empapa de los diarios íntimos que dejó su madre y conoce a Justiniano (Juan Cano), un turista chileno, aunque no puede olvidar a Patricio. Y todo ante la omnipresencia de las ballenas, que distinguen a aquel punto de la Patagonia. La directora Lucía van Gelderen toma elementos de su vida (se crió en Puerto Pirámides) para construir una historia honesta y entrañable, aprovechando la geografía -con notables escenas subacuáticas- pero sin caer en la postal de viaje. El foco está puesto en la protagonista, el vínculo con sus orígenes y las perspectivas para el presente y futuro. La autenticidad que transmiten los personajes se debe al trabajo de un estupendo plantel actoral, encabezado por Florencia Torrente. Melingo vuelve a demostrar que la pantalla grande le sienta muy bien, y hasta tiene su propio momento musical, que sigue siendo funcional a la trama. Reparo es de esas películas abrazables y cariñosas, que invitan a reflexionar sobre lo que fue, lo que es y lo que vendrá.
Poner un grupo de personajes en un barco, y en medio del mar, suele ser motivo de tensión. El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund, es un ejemplo reciente, aunque hay más y mejores (pregúntenle a Alfred Hitchcock, si no). Y si se trata de parejas en momentos cruciales de la vida, los conflictos están al caer. Así sucede en Asfixiados. De un lado, Nacho (Leonardo Sbaraglia), un productor de cine y contenidos adicto al trabajo. Del otro, Lucía (Julieta Díaz), dueña de un restaurante elegante en Palermo. Ambos llevan más de veinte años de casados, son exitosos y son padres de una adolescente (Sofía Zaga Masri), una joven aspirante a escritora (ahí tenemos material para otro film). Pese a estar en proceso de cerrar un proyecto enorme y ambicioso, Nacho organiza un viaje en su velero junto a Lucía. Los acompañan Ramiro (Marco Antonio Caponi), arquitecto y amigo de Nacho, que trae a su novia, Cleo (Zoe Hochbaum). Aquellos primeros momentos de glamour y relax, donde el estatus es tema principal de conversación, evidencian un contraste claro: el matrimonio maduro, con sus vaivenes, y la parejita joven y liberal (mejor dicho, que se pretende liberal). Pero ese paraíso flotante esconde infiernos íntimos. Para empezar, Lucía tiene sus propios sueños, pero no se atreve a contárselos a Nacho, quien está desesperado por cerrar una serie porque será crucial para otros negocios paralelos. Una tormenta emocional que da pie a una de verdad. La película se apoya en la difícil relación entre esos personajes (fundamentalmente, entre Nacho y Lucía) y con eso le alcanza para sostenerse desde el inicio y originar momentos cómicos y ásperos. Es decisivo el desempeño del cuarteto de protagonistas, aun cuando Sbaraglia está en un registro diferente. El barco es un personaje más, que comparte características con los humanos: es atractivo y lujoso, pero basta conocerlo por dentro para comprobar que ni siquiera cuenta con los recursos para soportar condiciones climáticas adversas. Muy curiosa es la intervención de Natalia Oreiro como ella misma. Durante buena parte del film, y mediante zoom, Nacho quiere convencerla de estelarizar la serie que prepara. Con una impronta mediterránea, digna de las comedias dramáticas europeas (“Et Puntant”, de Charlez Aznavour, es la canción insignia del film), Asfixiados sale airosa por su elenco y funciona como sátira de la clase acomodada de esta parte del mundo.
En buena parte de su filmografía, y a través de distintas vertientes, Martín Desalvo indaga en las complejidades del universo femenino. Así se aprecia en Las mantenidas sin sueños (en codirección con Vera Fogwill), El día trajo la oscuridad y El padre de mis hijos. Como en aquellos casos, Hija también es una historia de madurez, y algo más. Ambientada en Misiones, presenta a Juana (Jazmín Esquivel), una adolescente que vive con su padre (Bruno Vázquez) en una chacra en medio del monte. Ella lo ayuda con el trabajo, produciendo carbón artesanal, y estudia, y por las noches se escapa a algún boliche cercano para beber y bailar. Pero algo la aqueja desde siempre: la ausencia de su madre, muerta desde hace años. Pronto irá descubriendo que esa pérdida involucra un hecho trágico, que aún afecta cada rincón de aquel paraje y que podría tener como principal implicado al padre. Inspirado en el cuento “El hijo”, de Horacio Quiroga, el film nunca deja de ser un coming of age, pero el drama familiar va revelando un thriller intimista, atmosférico y desesperado. Desalvo acierta en ir develando información de modo fragmentado y mediante diálogos escuetos. Incluso la escena más silenciosa, que parece intrascendente, está contando algo de los personajes, la relación entre ellos y sus tormentos. Gran parte del peso de Hija reside en los tres actores principales, y ahí es donde se halla su principal triunfo. En especial, Jazmín Esquivel, actriz y vocalista con un interesante magnetismo. Como en su película previa, El silencio del cazador, el director sabe hacer de la selva misionera un personaje más, con su salvajismo, su pureza y sus mitos. Hija es un buen ejemplo de que no son necesarias las estridencias para lograr un impacto contundente y duradero.
Decir que Daniel de la Vega es uno de los nombres fuertes del cine de terror argentino ya es una redundancia. Tampoco es exactamente una novedad que sabe explorar distintos subgéneros, vertientes y tópicos. Desde asesinos seriales hasta vampiros, nada escapa a su rango. En El último hereje se sumerge en la tradición del terror religioso. La primera secuencia, con el suicidio de un joven en un ambiente que parece sagrado pero resulta siniestro y asfixiante, sirve como puntapié de la trama y establece el tono. Luego la atención se centra en Juan Conte (Germán Palacios), un escritor famoso por su ateísmo. No por nada suele debatir con sacerdotes y rabinos, exponiendo argumentos sólidos y desafiantes. Su frialdad y seguridad en sí mismo desconocen límites, hasta que sufre un infarto. Sobrevive, pero con perspectivas un poco menos estructuradas. Entonces conoce a Miriam (Victoria Almeida), una enfermera que lo admira y comparte su falta de creencias. Comienzan una relación que corre peligro: son acechados por un individuo (César Bordón), que pronto es asesinado por una extraña figura. Buscando tranquilidad, Juan y Miriam se instalan en una casa de ella en el campo. Eso no significa que el autor pueda escapar fácilmente de la amenaza que lo persigue. El párrafo anterior presenta detalles de la primera mitad del film, incluso un poco menos. Contar más estropearía una experiencia angustiante, provista de detalles escabrosos y varios giros. Mencionar las producciones a las que remite seguiría dando pistas evidentes. Sí vale mencionar que De la Vega hace gala de su oficio para componer escenas aterradoras y revelar las tinieblas del ser humano. De hecho, es su creación más perversa y retorcida, superando a las ideas más inquietantes de Ataúd blanco. Gran parte del mérito también le corresponde a Germán Palacios (una nueva figura del género criollo, tras su actuación en Sangre Vurdalak) y Victoria Almeida. Ambos triunfan en el desafío de transmitir las oscuridades que atraviesan a los personajes. Más un thriller que una de terror, El último hereje plantea conceptos que nunca pierden vigencia, desde una óptica tenebrosa.
Gastón Solnicki ya es un nombre establecido en el panorama del cine independiente. A partir de Süden, su ópera prima, viene construyendo una obra personal, donde el documental va dando paso a un fascinante híbrido con la ficción , y a su vez, a films más difíciles de clasificar. Después de Introduzione all’oscuro, el director regresa a Viena con A Little Love Package. Aquí el punto de partida tiene lugar en 2019, horas antes de que la ciudad tenga prohibido fumar dentro de bares y restaurantes, costumbre que supo mantener aún cuando eso ya no sucedía en otras partes de Europa. Una excusa para presentar a una serie de personajes (mejor dicho, personas) con sus vivencias. Más concretamente, Solnicki sigue a Angeliki (Angeliki Papoulia, actriz fetiche de Yorgos Lanthimos), que llega a la capital austríaca para comprar un departamento, y Carmen (Carmen Chaplin, nieta de Charles Chaplin), que recupera la relación con su familia paterna. El director, que trabajó sin un guión previo -aunque sin improvisar-, propone más una experiencia sensorial que una narración clásica, que confirman su capacidad para complementar recursos y generar climas mediante un cuidado trabajo visual y sonoro. Sin embargo, es ineludible el espíritu de fin de ciclo que impregna cada escena, y que tiene su apoteosis durante una secuencia clave, musicalizada con “Wonderful Life”, olvidado éxito de los ‘80 de Colin Vearncombe, mejor conocido como Black. En A Little Love Package, Gastón Solnicki no sólo se mantiene fiel a su búsqueda creativa sino que sabe ir más allá. Así, evitando los discursos, logra hablar de tradiciones, esencias y cambios.