«Estoy en la pileta, obvio» asegura Paula minutos después de haber descubierto que la piscina en cuestión se encuentra inutilizable. Como otras escenas de La protagonista, la conversación telefónica desde una quinta también sugiere que la joven actriz parece más preocupada por simular una versión mejorada de su presente deslucido que por inyectarle ¿determinación?, ¿pasión?, ¿compromiso? a una existencia abúlica. A tono con el ardid publicitario que equipara la vida a un buen chapuzón en pleno verano, la ilusión de una zambullida refrescante, la decepción ante la constatación del agua sucia, el ocultamiento de esa realidad y del consecuente desencanto pintan de cuerpo entero al personaje que Clara Picasso imaginó para su segundo largometraje. Desde esta perspectiva, la anécdota de la pileta es clave en este retrato extensible al prototipo de treintañero porteño que parece transitar el ¿ultimísimo? tramo de una adolescencia tardía. La desconocida Rosario Varela interpreta muy bien a esta Paula que exuda frustración y una pequeña dosis de envidia mientras camina, conversa, come, toma sol, consulta su teléfono celular como si nada la afectara. La actriz revela progresivamente la cara oculta de su personaje desde el momento en que la joven se convierte en protagonista, tal como adelanta el título del film. Picasso revela enseguida las circunstancias del estrellato en cuestión. En cambio, se toma su tiempo para describir qué sigue después del pico de fama alcanzado, no por mérito propio, sino por un capricho del azar. La participación de Ignacio Rogers evoca el recuerdo de El pasante. En comparación con la opera prima que la guionista y directora realizó diez años atrás, La protagonista supone una obra superadora en una carrera incipiente.
Ana Santilli Lago, Ayelén Martínez, Laura Lugano, Malena Battista por un lado; Daniel Degol, Miguel Godoy, Jorge Deodato por el otro. Las mujeres se ubicaron detrás de cámara; los varones delante. Juntos filmaron un documental sin precedentes sobre la experiencia de (sobre)vivir en un neuropsiquiátrico y poder dejarlo atrás. Los fuegos internos se titula este largometraje que desembarcó el jueves pasado en el cine Gaumont, después de haber competido en una de las secciones locales del 14° Festival de Cine Latinoamericano de La Plata. A través de sus retratados, las realizadoras ofrecen un conmovedor registro de esa energía humana a veces demoledora, a veces reparadora. El ejercicio colectivo del arte como antídoto contra la locura atraviesa esta obra de una productora de contenidos que explora la relación saludable entre psicoanálisis, cultura y comunicación. En este punto corresponde explicar que El Cisne del Arte es un apéndice del Hospital Dr. Alejandro Korn de Melchor Romero, donde los protagonistas del film compartieron una parte de sus vidas. La amistad entre Daniel, Miguel, Jorge constituye otra arista de esta aproximación a la condición humana cuando se ve arrinconada por la enajenación, el encierro, el aislamiento, la estigmatización social, miedos propios y ajenos. Aunque las circunstancias son radicalmente distintas (¿o no tanto?), algunos espectadores recordamos la experiencia de José Pepe Mujica, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández mientras estuvieron detenidos entre 1973 y 1985, según contó el uruguayo Álvaro Brechner en La noche de 12 años. La autoría compartida de Los fuegos internos desarticula la jerarquía entre sanos y enfermos, un poco como la radio La Colifata en el Borda. Sin dudas estaríamos ante un registro convencional si Santilli Lago, Martínez, Lugano, Battista hubieran llevado adelante un trabajo de campo ortodoxo, concebido para observar y consultar ocasionalmente a los pacientes. Aquí Degol, Godoy, Deodato exponen y resignifican su propia vivencia de in/externación. Al calor de esta recreación amorosa y poética, los protagonistas transmiten el tironeo, que Charly García describió tan bien en Inconsciente colectivo, entre aquella voz que gusta cantar «en los aleros de la mente con las chicharras», y ese transformador «que te consume lo mejor que tenés».
«Andate a tu país» le dice Luciana a Sor Paola en Hogar. Detrás del exabrupto xenófobo, se esconden los sentimientos de bronca e impotencia ante un presente que se revela cada vez más cambiante desde la aparición de la novicia italiana. Ese aquí-y-ahora remite a la rutina del hospicio donde Maura Delpero recrea las circunstancias que las madres adolescentes y sin familia contenedora atraviesan en la Argentina. En ese recrear se percibe la experiencia que la realizadora se forjó con el cine documental, y el conocimiento que adquirió mientras coordinó talleres dirigidos a jóvenes mamás alojadas en tres hogares de la Ciudad de Buenos Aires. Asimismo resulta palpable el debut en el terreno de la ficción, que presenta fortalezas y (pocas) debilidades. Entre las primeras, figura un buen manejo del recurso dramático que consiste en alterar un escenario en principio estable con la irrupción de un personaje extraño, en este caso extranjero. La también autora de Nadea y Sveta muestra de manera progresiva los cambios que el desembarco de Sor Paola provoca en la mencionada Luciana y su amiga Fátima, y en la relación entre ambas. Contribuyen al éxito de esta elección narrativa las actuaciones de la italiana Lidyia Liberman y las argentinas Agustina Malale y Denise Carrizo (la primera encarna a la novicia y sus colegas, a las compañeras de habitación). En términos interpretativos sobresale el trabajo que María Laura Berch realizó con los niños que interpretan a los hijos de las chicas internadas. A partir del guion que ella misma escribió, Delpetro aborda con lucidez la problemática de la maternidad desde tres perspectivas: aquélla de las madres jóvenes; aquélla de una mujer adulta a punto de consagrarse religiosa; aquélla institucional representada por la Iglesia y la apenas mencionada Justicia. Las interpretaciones de algunos roles secundarios y ciertas dificultades con el sonido le restan puntos a esta coproducción ítalo-argentina, pero no atentan contra la calidad general de un trabajo hecho con honestidad intelectual y sensibilidad social. En este punto corresponde destacar que Hogar cosechó reconocimientos en las ediciones más recientes de los Festivales Internacionales de Cine de Mar del Plata, Locarno, Reykjavik y en el 37º Festival de Cine Italiano de Annecy. En algún punto, la propuesta de Delpero se toca con Leonera de Pablo Trapero. En aquella ficción de 2008, el cineasta argentino también retrata a mujeres que maternan entre cuatro paredes. A pesar de las diferencias de contexto (la cárcel en lugar de un hogar) y de edad (se trata de presas adultas), una y otra película desarticulan más de un estereotipo sobre la maternidad, incluida la supuesta atención prioritaria acordada por nuestra sociedad.
'Raúl. La democracia desde adentro' nació como una serie documental de cuatro capítulos, de una hora de duración cada uno. Sus realizadores editaron luego una versión de dos horas y media para pantalla grande. Por esos caprichos de la lógica comercial, el largometraje comenzó a exhibirse antes que la obra para televisión. Las observaciones y reflexiones que figuran a continuación se circunscriben a la película. ¿Cómo deberíamos mirar un documental sobre Raúl Alfonsín? ¿Qué hacemos con nuestros propios recuerdos, lecturas, apreciaciones: los descartamos a favor de una aproximación virgen o los utilizamos para detectar falsedades, verdades a medias, puntos ciegos? ¿Nos limitamos a evaluar la factura técnica de la producción audiovisual: cantidad y variedad de fuentes consultadas, pertinencia del material recabado, uso de recursos dramáticos? ¿Nos detenemos en los antecedentes del o los realizadores? ¿Evitamos o abrazamos categorías como Tributo póstumo o Producto de una época? ¿Nos concentramos en la figura retratada o extendemos la mirada a la sociedad que desconoció, descubrió, acompañó, votó, aplaudió, silbó, descalificó, reconsideró, desagravió, despidió, reivindicó al primer Presidente democrático después de la dictadura de 1976-1983? ¿Discutimos con el o los autores del retrato? ¿Desde qué lugar? A juicio de quien suscribe, los documentales abiertamente políticos suman puntos cuando interpelan al espectador a partir de la formulación de una hipótesis y/o de preguntas. Aún cuando estén bien hechos, panegíricos y diatribas resultan menos enriquecedores y acaso menos memorables. Con Raúl, Juan Baldana y Christian Rémoli plantean una hipótesis: Alfonsín fue mucho más que un político honesto. La declaración de su hijo Ricardo sobre cierta tendencia a «descafeinarlo, a desideologizarlo» explicita la intención de redimensionarlo, o de pluridimensionarlo con perdón del neologismo. Por otra parte, a partir de las preguntas que Eduardo Anguita (se) hace en el tramo final de la película, los realizadores intentan tomar distancia del homenaje acrítico. «Tratamos de ser lo más objetivos posible» sostuvo Baldana al término de la proyección del film para la prensa. En este punto algunos espectadores preferimos hablar de Honestidad intelectual y, sí, es notable el esfuerzo destinado a dar cuenta de distintas posturas entre las fuentes consultadas. En el plano periodístico asoman –además del citado Anguita– el ex vocero presidencial José Ignacio López, con una intervención muy breve; el reportero gráfico Dani Yako, que cubrió la campaña electoral de 1983; Juan Pablo Csipka, autor de Los 49 días de Cámpora; Pablo Waisberg, co-autor de La Tablada. Aunque es politólogo, también vale mencionar al autor de Los tiempos de Alfonsín, Andrés Alberto Masi. De la misma búsqueda de equilibrio parecer surgir la exposición de cierta evolución –¿o involución?– ideológica de Don Raúl: desde el coqueteo infructuoso con el dirigente sindical Agustín Tosco a principios de la década del ’70 hasta la reivindicación de las Fuerzas Armadas en el marco de la brutal represión a los insurgentes de La Tablada a fines de los años ’80. En cambio, los esfuerzos autorales de ecuanimidad se diluyen un poco ante la mayoría amable que ex funcionarios radicales, más el hijo, una nieta, una amiga de Alfonsín y el actor Luis Brandoni representan en el abanico de entrevistados. Además de conformar una minoría (también amable), los adversarios realizan intervenciones menos prolongadas o directamente cortas. Del lado del peronismo, figuran Lorenzo Pepe, Hugo Moyano, Carlos Menem, dos fragmentos de apariciones públicas de Juan Domingo Perón (en el marco de su tercera Presidencia), una declaración en off de José Ignacio Rucci, un par de fotos y menciones de Saúl Ubaldini. Del lado carapintada, Aldo Rico, Enrique Venturino, Gustavo Breide Obeid adquieren protagonismo en el segmento dedicado al levantamiento de la Semana Santa de 1987. La representación más débil es aquélla del Movimiento Todos por la Patria en la cobertura del copamiento del cuartel de La Tablada. La declaración de objetividad se ve relativizada por la ocurrencia de acompañar la articulación de testimonios y material de archivos privados y públicos con el registro de la progresiva pintura de un mural reivindicativo y de grafittis que reproducen frases célebres del jefe de Estado retratado, no precisamente la desafortunada «A vos no te va tan mal, gordito«. Influye de igual modo el piano que musicaliza los recuerdos más emotivos. Sin dudas, Raúl se incorpora a la serie de reconocimientos destinados a pulir el recuerdo colectivo de Alfonsín, a consagrarlo Padre de la democracia, a encumbrarlo por encima del correligionario Arturo Illia. Recordemos los homenajes de Cristina Fernández de Kirchner en octubre de 2008, para el 25° aniversario de nuestra democracia, y en marzo pasado, cuando se cumplieron diez años del deceso del también concejal, diputado provincial y nacional, senador nacional. Tengamos presente el monumento que dirigentes de la Alianza Cambiemos inauguraron en abril de 2018 y el documental de Sergio Wolf, Esto no es un golpe, que se proyectó ese mismo otoño. Este espíritu de época parece haber condicionado el trabajo de Baldana y Rémoli, pero no lo malogró. Así lo prueban las preguntas, discrepancias y otras reflexiones que inspira esta semblanza, no sólo de Alfonsín, sino de sus colaboradores y de los argentinos al principio entusiasmados, luego desencantados con aquel primer Presidente elegido por el voto popular.
Algún espectador malicioso podrá pensar que En buenas manos busca publicitar el sistema de adopción que rige en Francia. Aún si la hipótesis fuera acertada, el segundo largometraje de Jeanne Herry es un trabajo virtuoso, que transita el delgado límite entre ficción y realidad para abordar con sensibilidad y rigurosidad temas tan delicados como los embarazos no deseados y una de sus variantes (gestar al bebé concebido pero renunciar a criarlo), la frustración de quienes quieren y no pueden engendrar un hijo biológico, el proceso anímico y burocrático que se activa cuando se decide adoptar un niño, el rol del Estado a la hora de velar por la integridad física y psíquica de los pupilos (así se llama a los chicos nacidos en suelo francés, que quedan bajo custodia estatal hasta que se concreta su adopción). Pupille es el título original de esta película nominada a siete premios César, que cuenta la historia de un bebé desde que su madre biológica llega al hospital para dar a luz hasta que el Estado lo entrega a la madre adoptiva. Es minuciosa la reconstrucción de la intervención profesional destinada a proteger al recién nacido mientras dura el proceso de selección de la familia de crianza. Herry escribió el guion que recrea con absoluta claridad las instancias protocolares y administrativas que contemplan el acompañamiento de la parturienta, la atención de Théo mientras queda a cargo de Servicio Social de Ayuda a la Infancia, el proceso de búsqueda y selección del matrimonio o mujer que lo pater/maternará, el trabajo de vinculación con la o los postulantes elegidos. El trabajo con el elenco encabezado por Leïla Muse, Élodie Bouchez, Sandrine Kiberlain, Gilles Lellouche, Olivia Côte, Clotilde Mollet, Miou-Miou enriquece el relato con dosis justas de suspenso y emoción. Se destacan especialmente Muse como la joven progenitora del bebé, Mollet en el rol de asistente social, Bouchez en tanto candidata a adoptarlo, Lellouche en la piel de un hombre absolutamente liberado del corset machista. Si existen, los varones como su Jean son excepcionales. La joven realizadora parece tener muy presente la siguiente definición publicada en este sitio web gubernamental: «La adopción es el encuentro de dos historias. Es también una historia que se escribe antes de que la familia adoptante acoge al niño, y luego en el día a día con él». Como si hubiera leído a Eva Giberti, la directora y guionista evita toda representación romántica de la maternidad, de la adopción, de los vínculos familiares. Ningún personaje utiliza lugares comunes como «hijos del corazón»; y más de una vez los psicólogos y trabajadores sociales se refieren a un proceso complejo, no siempre exitoso o feliz. A priori el nombre Jeanne Herry no le dice mucho al público argentino. Quizás los siguientes dos datos ayuden a ubicarla. El primero es biográfico: se trata de la hija de la mencionada Miou-Miou y del cantautor Julien Clerc. El segundo es profesional: dirigió varios capítulos de la muy recomendable Dix pour cent (serie disponible en Netflix como Call my agent!) y la mezcla de comedia, drama y thriller Ella lo adora, protagonizada por la también mencionada Kiberlain. En buenas manos aumenta las expectativas en torno a esta realizadora novel. Sin dudas constituye una muy buena tarjeta de presentación en nuestro país.
Basta mencionar el síndrome de Tourette que afecta a Lionel Essrog para dar cuenta de la vuelta de tuerca que Jonathan Lethem le dio al género negro con su novela Motherless Brooklyn, publicada en 1999. Tras la irrupción en escena de tipos como Jasper Teerlinck o John River, nos habremos acostumbrado a policías y detectives trastornados, pero en general los circunscribimos a nuestro presente alienante y no al pasado donde transcurre la obra literaria que Edward Norton adaptó para el cine. En aquellos lejanos años ’50, los investigadores privados padecían adicciones varias, misantropía, una justificada propensión a la paranoia: nada tan excéntrico –en el sentido literal del término– como tics motores y fónicos. Norton apostó todas sus fichas a esta propuesta en cierta medida extemporánea. De hecho, el actor escribió, produjo y dirigió la versión cinematográfica, además de encarnar a Essrog. La composición del protagonista atrapa tanto como la invitación a acompañarlo en la tarea de resolver el crimen de su jefe. El relato en primera persona del singular asegura la empatía con un antihéroe que, por momentos y salvando las distancias, evoca el recuerdo del Rain Man de Dustin Hoffman. También resulta interesante la recreación de una Nueva York en pleno proceso de reconfiguración urbana. La investigación del asesinato mencionado lleva a repasar el plan de modernización y su contracara –los desahucios fraudulentos– al mando del polémico funcionario encargado de parques, carreteras y vivienda de la ciudad, Robert Moses, que existió de verdad. El elenco es la otra carnada de Huérfanos de Brooklyn (con este título la película desembarcará en la cartelera porteña el anteúltimo jueves de noviembre). Alec Baldwin, Willem Dafoe, Bruce Willis, el ascendente Bobby Cannavale se prestan con evidente placer al juego de renovar el universo de Sam Spade, Philip Marlowe y sus taciturnos colegas. Pasaron casi dos décadas desde el estreno de la primera película que Norton dirigió y también protagonizó, Divinas tentaciones. En aquella ocasión el actor trabajó con un guion ajeno, escrito por Stuart Blumberg. Ahora con guion propio, quien supo convertirse en el inolvidable Derek Vinyard de American History se acerca un poco más a ese cine que algunos llaman «independiente» y otros, «de autor». Quizás el próximo paso consista en pasar del trabajo de adaptación a la redacción de una historia original.
¿Hasta qué punto importa saber que Sinónimos es un ejercicio autobiográfico, es decir, que su protagonista es el alter ego del realizador Nadav Lapid y que, para más información, el actor que lo encarna –Tom Mercier– también es un ciudadano israelí radicado en París? ¿Por qué o para qué insistir en esos datos (algo que la prensa hizo hasta el cansancio desde que el film ganó el Oso de Oro en el 69º Festival de Cine de Berlín) cuando el trabajo más reciente del guionista y director nacido, criado, ahora instalado en Tel Aviv aborda cuestiones tan universales como el sentido de pertenencia que los seres humanos desarrollamos respecto de nuestra tierra (o patria) y de nuestra lengua? Sin dudas corresponde celebrar la capacidad de Lapid para convertir sus recuerdos de juventud en una suerte de fábula absurda sobre el vínculo –en algún momento frágil– con el país donde crecimos, y sobre la ilusión de sentirnos liberados, o menos condicionados, en suelo extranjero. A medida que avanza, el relato relativiza las apreciaciones del vehemente Yoav sobre sus lugares de origen y adopción: Israel y Francia. La crónica de esta evolución extiende un manto crítico sobre ambas naciones por motivos distintos… o no tanto. A grandes rasgos, el también autor de Policeman y La maestra de jardín divide las desventuras del protagonista en dos partes: la primera cubre el empeño en cambiar de nacionalidad (en la práctica, no en los papeles); la segunda aborda tangencialmente la cuestión administrativa mientras –y éste parece el propósito central– registra un desencanto progresivo y doloroso. A algunos espectadores nos fascina la importancia acordada al idioma, decisión en principio reñida con la preeminencia visual del cine. Sin embargo Lapid encuentra la manera de ilustrar la cuestión discursiva con imágenes potentes: por ejemplo, la escena de la sesión de fotos pornos en relación con la negativa de Yaov a hablar en su lengua materna, o los planos acordados al diccionario «bueno pero liviano» que ayuda a perfeccionar un francés por momentos dieciochesco o híbrido según sugiere la parisinísima Caroline. No parece casual que el protagonista se desate realmente en un tercer idioma, al ritmo de Pump up of the jam. Acaso éste sea el punto de inflexión entre el idilio con la douce France (a pesar de un comienzo difícil) y la decepción, casi resentimiento, de quien no tiene –Yoav dixit– «la suerte de ser francés». Sinónimos se caracteriza por un sentido del humor ácido, que invita a imaginar enfrentamientos programados entre israelíes y (neo)nazis en pleno París, que nos hace escuchar los versos de La Marsellesa sin el debido acento francés, que musicaliza una prueba de tiro al blanco palestino con Sympathique de Pink Martini. La película también se distingue por ofrecer postales atípicas de la capital gala, aún cuando la acción se desarrolla en lugares tan reconocibles como la Plaza de la Bastilla, los puentes del Sena, la explanada de Notre Dame. Consecuente con el título de su largometraje, Lapid juega con los términos Extranjero, Foráneo, Extraño, Externo, Ex/repatriado y coquetea con la acepción más antipática del adjetivo Apátrida. De esta manera, el realizador telaviví se consolida como un referente del cine de autor contemporáneo, capaz de sostener una perspectiva singular en un mundo cada vez más globalizado (y globalizador). A esta altura importa poco el origen anecdótico de sus películas.
En la conferencia de prensa que ofreció el martes pasado, Marilina Giménez se declaró seguidora de la filmografía de Lukas Moodysson. La mención del realizador sueco no sorprendió a los espectadores que pensamos en Vi är bäst! o We are the best! mientras miramos Una banda de chicas, ópera prima de quien años atrás fuera bajista del trío Yilet. Somos las mejores es una ficción ambientada en la Estocolmo de los años ’80, y protagonizada por tres pre-adolescentes mujeres. Sin embargo, vale imaginar cierta continuidad entre la determinación de Bobo, Klara, Hedvig y la voluntad de las chicas porteñas o bonaerenses que Giménez retrata en su documental. Salvando las diferencias evidentes, Una banda… comparte con We are… la intención de tributo a las (muchas) pibas decididas a plantar bandera en el escenario musical, sin acatar las reglas impuestas por colegas, productores, ingenieros de sonido, managers, empresarios varones. Con perdón del eventual exceso, vale señalar cierto parecido físico entre la actriz Mira Grosin y otra integrante de Yilet, Ani Castoldi. Giménez parte de su propia experiencia para reconstruir esta porción invisibilizada de los últimos diez años de la música under local. El reencuentro con la mencionada Castoldi y la tercera yiletera Marina La Grasta le sirve de trampolín desde donde saltar a un universo iluminado por Las Taradas, Las Kellies, Miss Bolivia, Kumbia Queers, Chocolate Remix, Liers, She-Devils, Sasha Sathya, Kobra Kei entre otras agrupaciones estelares. Una banda de chicas se destaca por la curaduría realizada sobre viejos registros difíciles de encontrar/recuperar, por la cantidad y calidad de las entrevistas, por la recreación del circuito nocturno que incluye escalas como Cemento, Casa Brandon, Niceto, algunas veredas del barrio porteño de San Telmo, por una banda sonora con uno, dos compilados en Spotify. Giménez acierta cuando vincula a sus retratadas con el movimiento Ni Una Menos y con las movilizaciones a favor de la legalización del aborto en nuestro país. La importancia acordada al contexto aumenta la trascendencia de un documental sin precedentes, por lo tanto tan necesario como revelador. «Aquí llegó pa’ molestarte esta intrusa» canta Romina Bernardo en una presentación en vivo de este rap compuesto para Chocolate Remix. La inclusión de esa actuación alimenta la sensación de que Una banda de chicas les rinde homenaje a las pibas que irrumpen en la arena musical –no sólo porteña o bonaerense– para demoler estereotipos y desbancar al patriarcado.
En torno a la madre de una niña envenenada con agrotóxicos gira el nuevo largometraje de Emiliano Grieco, El rocío. La falta de contención familiar, vecinal, institucional, el costo económico del tratamiento, el accionar patotero de los dueños de los campos fumigados, la presión de estos mismos terratenientes sobre el médico de pueblo que documenta el alcance del daño conforman las circunstancias de la joven entrerriana interpretada por Daiana Provenzano. El guion co-escrito con la salteña Bárbara Sarasola Day presenta virtudes y aspectos cuestionables. Entre las primeras, sobresale la decisión de apostar a la elocuencia de la imagen. Por momentos, la economía de palabras parece reeditar el «silencio de las mayorías» que el también entrerriano Fabián Tomasi denunció antes de morir. Por otra parte, el director de fotografía Alejandro Baltasar Torcasso ofrece postales de una zona agrícolo-ganadera en principio luminosa, que contrastan con el presente oscuro de la protagonista y su pequeña hija. La actuación de la debutante Provenzano constituye otra arista destacable de esta ficción que circuló por una decena de festivales de cine, incluido el 33º de Mar del Plata. A cargo de roles secundarios, la acompañan Tomás Fonzi y la siempre impecable Eva Bianco. El rocío pierde pie cuando pretende abarcarlo todo: el daño irreversible que los agrotóxicos provocan en la salud de seres humanos y animales, la impunidad de quienes fumigan sus campos, la presión de laboratorios y terratenientes sobre los médicos que denuncian la aparición de patologías atribuibles al uso indiscriminado de pesticidas, las exigencias del tratamiento que –dato nada menor– sólo se realiza en Buenos Aires, las implicancias de la solución que la protagonista encuentra para financiarlo. Dicho esto, algunos espectadores celebramos el estreno de la primera ficción argentina que aborda un tema apenas visibilizado por nuestra prensa. Cuando la relacionamos con el –más o menos reciente– documental de Fernando Pino Solanas, Viaje a los pueblos fumigados, volvemos a valorar el compromiso que una buena porción de realizadores argentinos asume en tanto cronista de nuestra compleja realidad nacional.
«Basada en un hecho real» adelanta el afiche y confirman los primeros minutos de Sólo una mujer. En efecto la película de Sherry Hormann recrea los entretelones de un crimen de honor que conmovió a la opinión pública europea en 2005. La realizadora nacida en Nueva York y criada en suelo teutón propone una ficción conmovedora y bien documentada sobre el caso de Hatun Aynur Sürücü, joven alemana de ascendencia turca, repudiada por su familia y asesinada por su hermano menor. Hormann trabajó con el guionista Florian Öller, que a su vez se inspiró en este libro que Matthias Deiß y Jo Goll publicaron en 2011. El soporte periodístico se manifiesta en una reconstrucción rigurosa del calvario que comenzó con un matrimonio arreglado, y en la decisión de acompañar el trabajo actoral con fotos verdaderas de la víctima y sus victimarios. El compromiso de la directora con la mujer asesinada («sólo una mujer») asoma apenas comienza el film, a partir de la voz en off que representa a Aynur y que adelanta el desenlace fatal de su historia. La narración en primera persona del singular y la ocasional interpelación al espectador estrechan la relación con esta madre soltera de 23 años que Almila Bagriacik encarna atenta a las fortalezas, debilidades y contradicciones de su personaje. Es notable el esfuerzo por evitar azuzar el sentimiento xeno o islamófobo: Hormann aclara en más de una ocasión que no todos los turcos son musulmanes fundamentalistas y por ende misóginos. Quizás también debería haber recordado la existencia de femicidas de otras nacionalidades y religiones. En su afán de ecuanimidad, la realizadora y su guionista señalan las limitaciones del Estado germano a la hora de proteger a las mujeres violentadas en nombre del Corán, y de sancionar con mayor severidad a los agresores. Acaso deberían haber abordado la hipótesis de que las alemanas de ascendencia turca son consideradas ciudadanas de segunda. Sólo una mujer desembarcó hoy en la cartelera porteña. Antes circuló por el Festival de Cine de Tribeca y el 19° Festival de Cine Alemán en Buenos Aires.