En 2017 se estrenó Duro de cuidar, una comedia de acción que funcionaba porque se enorgullecía de sus excesos. La forzada alianza entre un experto guardaespaldas y un criminal desquiciado dejaba a la vista, en clave de parodia descarada y ultraviolenta, unos cuantos clisés del policial contemporáneo. Como muchos creyeron que la historia daba para más llegó esta secuela inevitable, que terminó revelándonos un gigantesco equívoco. Todo había sido dicho en la película original, tan recargada que dejó exhaustos de ideas y de energías a quienes concibieron este regreso. La primera Duro de cuidar tenía bastante mordacidad y los personajes sabían reírse de su propia desvergüenza. Si la idea era repetir (y recargar) la fórmula nada de eso funcionó. La secuela es un desfile de rutinas desganadas, chistes gastados, una narración con saltos y cambios de tono inexplicables y mucho ruido. Al ser todo tan gratuito, el desparpajo de la primera aventura se transforma aquí en pura vulgaridad. El cotizado elenco transpira la camiseta, pero está a la altura del contexto. Basta comparar a este pálido Ryan Reynolds con el de Free Guy. Queda el modesto disfrute de algunas panorámicas con bellos escenarios europeos (la campiña italiana, sobre todo) y de unos pocos chistes bien colocados; el mejor de ellos aparece después de los títulos finales.
La panelista es una tragicomedia negra, muy atípica en el panorama reciente del cine argentino, que retrata sin sutilezas un mundo muy reconocible. Lo que se retrata aquí es el mundo de la TV que se asoma a la realidad de la manera más frívola que pueda imaginarse, habitada por seres mezquinos, calculadores y sin escrúpulos, dispuestos a emplear cualquier medio (hasta el más cruento) con tal de sacar ventajas, alimentar sueños de fama y fortalecer así sus espacios de influencia y poder. Como los personajes no pueden (y no quieren) escapar a todas esas tentaciones, la trama los envuelve en situaciones cada vez más complicadas, con hechos de sangre incluidos, y los arrastra a conductas extremas, casi surrealistas, que facilitan la construcción de la sátira y permiten, de paso, tomar conveniente distancia de cualquier riesgo de comparación directa con experiencias de la vida real. El relato sufre por la confusión de acentos (estamos ante una coproducción argentino-chilena) y unas cuantas vacilaciones en la progresión de situaciones y diálogos, pero a la vez tiene muy bien claros sus propósitos y logra expresarlos con bastante convicción. Hay varios aciertos de casting (Florencia Peña, Campi, Posca, Silveyra), mucha ironía autoconsciente y la sensación de que con algunos ajustes y menos apuro en la resolución de unas cuantas escenas los resultados hubiesen sido todavía más satisfactorios.
Una aventura exótica tapada por el ruido, la velocidad y el exceso de efectos digitales Entre Indiana Jones y Piratas del Caribe, la nueva apuesta de Disney se pierde de una trama enmarañada que no parece conducir a ningún lado Ni el carisma de Dwayne Johnson ni la convicción con la que Emily Blunt se transforma en equivalente femenina de Indiana Jones logran mantener a flote este ruidoso y exagerado esfuerzo de Disney por convertir otra de las clásicas atracciones de sus parques temáticos en una aventura exótica que trata de repetir la experiencia de Piratas del Caribe. Los navíos corsarios son reemplazados aquí por un modesto barco que al comando del capitán Wolff (Johnson) navega por las profundidades del río Amazonas en 1915, en busca de un pétalo que garantiza la cura de todas las enfermedades. La aventurera Blunt se mezcla allí con un codicioso príncipe alemán que los persigue en submarino y los ecos de una vieja maldición sobre antiguos conquistadores españoles. Los personajes se pierden en una trama tan enmarañada como la selva amazónica. Entre la velocidad del montaje, la estridencia de la banda sonora y la superabundancia de efectos digitales las escenas de acción se entienden muy poco. Todo se transforma en una gigantesca montaña rusa en la que apenas se nota el aporte de un director tan competente como Jaume Collet-Serra. Este proyecto impersonal parece haber sido hecho en cambio por ejecutivos de marketing que no entienden la diferencia entre el vértigo y la verdadera emoción. Y que parecen más interesados en sumar a la trama oportunos apuntes de corrección política que a sostener el genuino espíritu de una gran aventura.
Definir a Una nueva era solamente como la secuela oficial de Space Jam: el juego del siglo no alcanza. Es cierto que aquí está de nuevo la clásica pandilla animada de la Warner encabezada por Bugs Bunny para interactuar con una estrella del básquet y que la esencia del relato vuelve a ser la convivencia entre el mundo dibujado del cartoon y la acción real con personajes de carne y hueso, al servicio de una historia de fantasía para toda la familia. Pero esta película, en esencia, se mira mucho más en el espejo de la casi olvidada Looney Tunes: de nuevo en acción (2003). De esta producción toma Space Jam 2 algunas de sus líneas fundamentales. Y sobre todo su autorreferencialidad. Como aquella, Una nueva era transcurre casi de principio a fin en el interior de los estudios que la hicieron posible. No solo es una película producida por Warner. Es de Warner, pasa en Warner y habla de Warner en el más amplio sentido, como si en el fondo se tratara de una gigantesca declaración de principios que sostiene, entre otras cosas, que no solo de Disney vive la historia (y el presente) de la animación en Hollywood. Además, la aventura no transcurre en cualquier lugar del estudio. Estamos en el corazón de su archivo digital, el llamado server-verse, donde habita la memoria virtual de ese mundo. Y no deja de ser un chiste muy apropiado para estos tiempos que el villano de turno resulte ser un algoritmo con rostro humano. Encarnado en la figura y la voz de Don Cheadle buscará convertirse en amo y señor de ese universo secuestrando al astro de la NBA LeBron James (bastante desenvuelto interpretándose a sí mismo) para obligarlo a enfrentar a su propio hijo en un épico partido situado en una realidad paralela. Los aliados de LeBron serán los personajes de Looney Tunes, reclutados en distintos clásicos del estudio (de Casablanca a Matrix) con los mejores chistes de toda la película. Luego, todos ellos compartirán la batalla a través de una extensa suma (casi dos largas horas) de secuencias desaforadas, en las que queda claro el sentido de acumulación que tiene la película. Con seis guionistas y una multitud de artistas digitales no podría esperarse otra cosa. Los momentos más logrados coinciden con el tributo a la mejor tradición animada del estudio. Otros, en cambio, funcionan nada más que como vacío alarde digital mezclado con inevitables mensajes aleccionadores.
Los mejores momentos de El silencio del cazador transcurren en el interior del monte misionero. Una escenografía natural poderosa, densa, intrincada, capaz de atrapar en el más profundo sentido del término a los dos personajes protagónicos, un estricto guardaparque (Pablo Echarri) y el hijo de uno de los colonos terratenientes (Alberto Ammann). Con rencores acumulados desde la infancia y enfrentados además por el deseo hacia la misma mujer, ambos parecen esperar que el destino acelere todavía más las tensiones que los enfrentan hasta el estallido que esperan desde hace mucho tiempo. El conflicto crece bajo otras reglas: la deforestación del monte, el abandono de las comunidades aborígenes, las desigualdades sociales, la búsqueda esquiva de un destino dentro o fuera del terruño. Son apuntes bien dosificados por el director Desalvo, que consigue con largas secuencias cámara en mano, la excelente fotografía de Nicolás Trovato y un elenco de altísimo compromiso un retrato preciso de ese antagonismo irreductible. Menos atractiva resulta la descripción del costado de esa lucha ligado al aspecto afectivo, excusa para el desarrollo de algunas de las escenas más previsibles. La presencia amenazante de un misterioso y elusivo animal le aporta otro elemento de interés a una historia cuyos protagonistas terminan comportándose como verdaderas fieras.
Lo primero que hay que agradecer a quienes desde Hollywood decidieron resucitar a Tom y Jerry es que el gato y el ratón por excelencia de los dibujos animados conservaron su condición de personajes mudos. El sentido natural de sus andanzas (y eternas persecuciones, destrozando casi todo en medio de ellas) es el de buscar el efecto cómico en ese tipo de situaciones sin palabras, apoyadas nada más que en la imagen. Siempre se valoró el aporte de esta creación de William Hanna y Joseph Barbera a la historia de la comedia concebida a partir del lenguaje visual. Pero este regreso está muy lejos de conseguir los mismos resultados. Como en Space Jam, los personajes dibujados se meten aquí en escenarios reales y en situaciones protagonizadas por personajes de carne y hueso de manera casi siempre forzada. La excusa es integrar las corridas del gato y el ratón a toda velocidad (a veces demasiada) con la peripecia de una chica muy vivaracha (Chloë Grace Moretz, actuando a reglamento) que se apropia de una identidad ajena para trabajar en un hotel de lujo que se prepara para organizar una boda rutilante. Animación y actuación de carne y hueso, en vez de integrarse, terminan acumuladas a la fuerza, sin sentido y con poquísima gracia, como si el gato y el ratón fuesen apenas un efecto especial más en vez de los protagonistas. Solo queda el modesto consuelo de disfrutar de los escenarios de una Nueva York que se mueve como si la pandemia nunca hubiese existido.
Otro forzudo en familia La premisa de Grandes espías es bien conocida. Ya la hemos visto en títulos de considerable difusión como Un detective en el kinder , Hada por accidente y Niñera a prueba de balas . Estas películas se hicieron con el expreso propósito de suavizar el lugar de héroes de acción o rudas estrellas deportivas que identifica a sus populares protagonistas (Arnold Schwarzenegger, Dwayne Johnson, Vin Diesel) y ampliar para todos ellos el rango de su presencia cinematográfica hacia la comedia familiar. Tráiler "Grandes Espías" - Fuente: Trailers In Spanish01:26 Dave Bautista (Drax en Guardianes de la galaxia ) es el último exponente de esta saga de forzudos puestos a interactuar a la fuerza con chicos. Bautista interpreta a un agente secreto que es sorprendido en su misión encubierta por la hija de un sospechoso, que amenaza con revelar ese secreto si el hombre acepta "entrenarla" en esos menesteres. Por supuesto, la preparación se mezclará con los avatares propios de la vida de una chica de once años. Los inevitables equívocos de la situación le abren la puerta, como siempre ocurre en estos casos, a situaciones cómicas o disparatadas. Con amplísima experiencia en este terreno (de La pistola desnuda a la versión para el cine de Super agente 86 ), Peter Segal tiene aquí la virtud de sazonar todas las convenciones de este tipo de historias con bienvenidos chistes y situaciones que logran desafiar la corrección política de moda. Eso y el encanto de Chloe Coleman ( Big Little Lies ) alcanzan para el aprobado.
Hay pocos directores tan decididos a hacer una ostentación de estilo como el inglés Guy Ritchie . Está tan enamorado de su manera de filmar que no tiene empacho en sacrificar hasta el sentido narrativo más elemental de sus películas con tal de dejar bien a la vista la marca visual que lo caracteriza. Los ingredientes básicos de la "fórmula Ritchie" tienen que ver sobre todo con un montaje vertiginoso y propio del videoclip (con imágenes aceleradas o congeladas según la necesidad), casi siempre al servicio de historias de gánsteres y criminales británicos a los que, por lo general, las cosas no les salen bien. Las películas de Ritchie suelen tener estas marcas de arrogancia y multitud de fuegos artificiales, pero en sus mejores expresiones resultan bastante entretenidas, sobre todo cuando quedan a la vista el disparate y la falta de lógica en el comportamiento de varios personajes. Aquí, un criminal estadounidense que controla el negocio de la marihuana en el Reino Unido ( Matthew McConaughey ) empieza a ver amenazado su negocio y, su lugarteniente (Charlie Hunnam), se expone a la extorsión de un aventurero ( Hugh Grant ) dispuesto a revelar esos oscuros secretos. Después de su aburrido Rey Arturo, Ritchie vuelve a las fuentes de su estilo (y a sus vicios). Pero detrás de una puesta alambicada hay momentos muy divertidos y un elenco de estrellas que parece disfrutar mucho lo que el director propone.
Las seis nominaciones al Oscar obtenidas por Parasite ya constituyen un éxito histórico, más allá de los eventuales resultados que la película consiga en la noche del 9 de febrero. Pero a la luz de lo que está ocurriendo esas candidaturas pueden resultar apenas un anticipo de lo que muchos ya imaginan como una noche única para la película y para el cine de Corea del Sur. Hoy, buena parte de los analistas y los observadores más agudos de la actualidad hollywoodense y, en especial, de lo que ocurre en cada temporada de premios le adjudican a Parasite muy fundadas posibilidades de llevarse la recompensa mayor (el Oscar a la mejor película) por primera vez en la historia en el caso de una producción realizada fuera de los Estados Unidos, además de tener casi asegurada la estatuilla a la mejor película internacional de este año. Podría explicarse que tarde o temprano ocurriría algo así porque la Academia de Hollywood se está convirtiendo en una institución globalizada en todo sentido, pero lo notable es el entusiasmo que Parasite está despertando cada vez con más fuerza entre los propios votantes del Oscar de origen estadounidense. Ese fervor encuentra varios fundamentos muy notorios en la nueva película de un realizador consagrado desde hace mucho tiempo en el circuito cinéfilo internacional. Después de Snowpiercer y Ojka, Bong Joon-Ho construye aquí un poderoso e intenso cruce de géneros, temáticas y observaciones que se agigantan y adquieren pleno sentido conforme avanza un relato lleno de riquísimos detalles. Parasite es un film que responde a un clima de época sin mostrar un ápice de oportunismo. El vínculo entre la familia que sobrevive como puede en un barrio de clase baja y encuentra, de a poco, el modo de vampirizar a otra familia de vida holgada queda expuesto y desarrollado a partir de una puesta en escena que va desplegando, en paralelo con ese "copamiento", un esquema narrativo riguroso y completamente original. Hay aquí crítica social, humor negrísimo, melodrama, filosos toques de comedia y una mirada agudamente crítica hacia la conducta humana que en términos políticos nunca adquiere el perfil de una declaración. Lo más atrayente de esta obra provocativa y llena de virtuosas e inesperadas vueltas de tuerca aparece en aquellos momentos en los que todo lo que parecía encaminado se transforma en error, crisis y conflicto. Allí afloran la violencia y el terror ante una cámara que bascula entre diferentes escalones (tangibles y simbólicos) ocupados por seres humanos que estallan cuando sus miserias quedan a la vista. No hay fisuras ni en la puesta ni en el desempeño del elenco, en una obra que perdurará en la memoria mucho más allá del final.
Las mismas fortalezas que sostuvieron el regreso triunfal de Jumanji en 2017 están a la vista en esta continuación. Hay en sus artífices un confeso y visible amor por la aventura en todas sus formas posibles desde el cine. Y un elenco integrado por algunos de los mejores exponentes de la comedia física que tiene hoy Hollywood para ponerla en movimiento. Lo que Jumanji todavía no consigue es que cada episodio adquiera espesor, peso propio, identidad y presencia dentro de la saga completa, en la línea de Jurassic Park. Esta nueva aventura parece resuelta a cumplir al pie de la letra con el mandato del título. La idea de saltar "al siguiente nivel" parece más propia de un videojuego que del cine. En esa línea, los desafíos son aquí más complejos y exigen de sus participantes mayores destrezas, pero la acumulación (a la que se suma la siempre atractiva presencia de Awkwafina) no equivale a ese espíritu superador que permite crear expectativas genuinas de futuro más allá de la reiteración de rutinas eficaces. La aventura nos lleva del verde infinito de Hawai al relieve nevado y montañoso de Alberta (Canadá), y de allí a la impresionante escenografía de Imperial Dunes, un enclave desértico de California que parece el Sahara. Resulta un poco paradójico que a lo largo de semejante viaje terminemos en más de una ocasión algo perdidos. Todo se equilibra con grandes escenas de acción y un grupo de intérpretes que es puro carisma.