A Sergio Castellitto lo conocemos a partir de su mano firme como realizador y actor en historias de profundos vínculos afectivos elaboradas en conjunto con su esposa, la talentosa novelista y realizadora Margaret Mazzantini. Pero hasta ahora no teníamos presente en la Argentina su otra faceta, la de intérprete estelar de relatos costumbristas que aparecen como legítimos herederos de la histórica e inconfundiblecommedia all'italiana. Desde esa perspectiva, Ricchi di fantasia es una suerte de reversión en tiempos actuales de aquella mirada que con más espíritu de grotesco esbozó Ettore Scola en Feos, sucios y malos. La familia ampliada y disfuncional (tres generaciones) que encabeza el personaje de Castellitto la pasa un poco mejor, pero el fantasma de la penuria está siempre presente. Hasta que un dudoso festejo por haber ganado la lotería pone a prueba el ingenio del protagonista, un optimista nato con una parte taimada y otra bonachona. Castellitto tiene una formidable presencia física y gestual de comediante y en sus gestos queda a la vista la mejor herencia de la tradición italiana del género. La película funciona cuando las filosas observaciones sobre los contrastes de la sociedad italiana (a veces solidaria, a veces cínica) ocupan el primer plano entre gritos y exageraciones. Y pierde cada vez que algún personaje pretende dar a la fuerza innecesarias y sensibleras lecciones de vida.
El buen mentiroso comienza como una historia sobre los encuentros virtuales entre solos y solas en la tercera edad, continúa bajo la forma de un clásico relato de estafadores expuestos al riesgo de quedar a su vez estafados y termina como un grave melodrama sobre secretos guardados a lo largo del tiempo. La primera impresión puede engañar: a pesar de sus dos venerables figuras protagónicas y de un prolijo dispositivo de producción detrás, ninguno de los registros mencionados funciona. Ni siquiera convencen en una mínima forma. Todo aquí resulta caprichoso, forzado, ajeno a cualquier sentido más o menos lógico de continuidad narrativa y sentido dramático. Las simulaciones de los personajes centrales resultan insostenibles, los clisés más elementales de las peores películas de suspenso afloran a cada momento (y eso que en algún momento hay una escena que parece burlarse de esa alusión) y actores del prestigio de Mirren y McKellen parecen trabajar a reglamento, tratando al menos de disimular un poco que no creen para nada en lo que están haciendo. Todo es tan incongruente que en un momento surge la desesperada obligación de sobreexplicar un desenlace sacado a la fuerza de la galera. Nada nuevo para un realizador que hace mucho tiempo viene en picada. La última película interesante que dirigió Condon fue Dioses y monstruos, también con McKellen. Hace 21 años.
De Roland Emmerich ya conocemos su proverbial gusto por la grandilocuencia sin pudores y la espectacularidad visual, sobre todo en su abordaje de inverosímiles relatos de ciencia ficción y catástrofes que están a punto de destruir el planeta. Pero en algunas de sus últimas películas ( Anónimo, Stonewall) abordó historias más pequeñas y búsquedas de explicaciones a escala humana sobre hechos históricos. Este nuevo acercamiento a uno de los hechos más importantes de la Segunda Guerra Mundial para Estados Unidos trata de congeniar ambos enfoques. Cuarenta y tres años después de La batalla de Midway (1976), todo un clásico del cine bélico, Emmerich vuelve a los mismos hechos ocurridos en el frente del Pacífico luego del ataque a Pearl Harbor para recrear la batalla feroz entre estadounidenses y japoneses desde una mirada que busca comprender las motivaciones y las conductas de ambos contendientes. Lo hace sin engañar a nadie. Con su tradicional trazo grueso, sin la mínima sutileza, pero con la suficiente honestidad como para que entendamos sin vueltas hacia dónde va cada personaje y cuál es su lugar en la historia. Es tan sencilla esta búsqueda que no se preocupa cuando alguno de los personajes de este relato coral (como el de Aaron Eckhart) se pierde en el camino. El gran atractivo de la película pasa por las batallas aéreas, fortalecidas por excelentes efectos digitales.
No se le pueden negar ambiciones a Edward Norton. En su segunda película como director (la primera, hace casi 20 años, fue la liviana comedia Divinas tentaciones) apostó a una suntuosa producción con su firma para recrear la Nueva York de los años 50 dibujada por Jonathan Lethem en una celebrada novela. Para completar el tour de force y dejar bien en claro el carácter personal del proyecto se reservó la firma del guion y el papel protagónico. Norton interpreta aquí a un entusiasta investigador privado con síndrome de Tourette que decide por las suyas averiguar por qué fue asesinado su jefe y mentor ( Bruce Willis), y al hacerlo se mete en una enredada trama en la que se mezclan el delito, la corrupción política, los conflictos raciales y más de un complicado y melodramático apunte familiar. De a poco, el detective se va metiendo más y más hasta el fondo de un enredado conflicto que va adquiriendo los contornos bien visibles del policial negro: el protagonista se involucra (a veces más de la cuenta) y empieza a poner en juego cuestiones muy personales y afectos cada vez más intensos mientras cada personaje devela sus complejas cartas. El relato avanza a veces arduamente y con exceso de explicaciones, pero a la vez hay que destacar el esfuerzo de Norton por dotar de nobleza y clasicismo a los personajes y contar un genuino film noir con las variaciones de una suite de jazz, música que de paso se luce como un personaje más.
Los hechos narrados en Contra lo imposible forman parte de la gran historia del automovilismo deportivo. Transcurrieron en 1966 durante las 24 horas de Le Mans, una competencia ideal para su recreación cinematográfica. Pero a diferencia de la película ambientada en esa misma carrera que Steve McQueen protagonizó en 1971, esta obra está pensada para un público que va mucho más allá del mundo tuerca. Aquí hay secuencias vibrantes instaladas en la pista, extraordinarios alardes visuales y de montaje para llevarnos a vivir la experiencia plena de ese mundo vertiginoso, pero Contra lo imposible (título local bastante caprichoso) nos habla más que nada de otra cosa: del convencimiento y de la decisión de dos personajes dispuestos a superar adversidades para conseguir el triunfo, algo de lo que están plenamente convencidos. El mundo del automovilismo conoce de sobra la historia de Carroll Shelby, un piloto estadounidense que ganó Le Mans en 1959 y por problemas físicos se vio obligado a reconvertirse en diseñador y director de escudería. Y también la de Ken Miles, un corredor británico elogiado en su momento por su mezcla virtuosa de cálculo y riesgo al volante. Ambos conforman una alianza no exenta de chisporroteos para cumplir el deseo de Ford: derrotar a la orgullosa Ferrari (una marca orgullosa de su perfil más artesanal que industrial) en la carrera de autos más arriesgada del calendario. Con impronta clásica, narración fluida y emociones a granel, Contra la imposible parece todo un homenaje al cine de Howard Hawks: un mundo masculino de amistades férreas y convicciones profundas y profesionalismo a toda prueba siempre dispuesto a entrar en acción. Y en el que también la mujer es capaz de probar su fuerza y ayudar a que cualquier duda termine resuelta. Aquí funcionan a la perfección tanto las escenas de acción pura como los momentos de intimidad y profundidad dramática en los cuales se ponen en juego las certezas de los personajes. Y la película, a la vez, es el triunfo de la decisión individual por sobre cierta lógica encarnada por las estrategias corporativas, otra muestra del espíritu clásico que marca todo el relato. Los protagonistas están aprovechados como nunca. Damon vuelve a demostrar su talento para expresar todas las emociones de su personaje desde una contención admirable y Bale esta vez encuentra en su Ken Miles un vehículo perfecto para poner en juego toda su intensidad interpretativa. Junto a ellos, Letts se adueña de un par de escenas memorables como Henry Ford II.
Es inevitable acercarse a la película más reciente de Woody Allen (si no consideramos la que acaba de filmar en el País Vasco, hoy en posproducción) sin tener en cuenta el accidentado contexto que congeló su estreno durante casi dos años. Estaba lista para estrenarse en 2017 cuando estallaron las acusaciones contra Allen por un supuesto abuso sexual, causa que sigue abierta. Después llegó todo lo conocido: la decisión de Amazon de romper el contrato que iba a financiar las próximas cinco películas del creador neoyorquino (ésta era la primera) y la distancia pública que tomaron de él muchos colegas suyos, algunos de los cuales trabajaron en esta obra. De haber sido la última película en la vida de Allen -posibilidad que llegó a manejarse en un momento- ese virtual testamento iba a tener los contornos ligeros y muy disfrutables de una agridulce comedia romántica 100% alleniana ambientada en la actualidad, pero con aires visibles de otro tiempo. Gatsby Welles ( Timothée Chalamet), es un muchacho nacido en cuna de oro, estudiante universitario, que está a punto de vivir un soñado fin de semana en su Nueva York natal junto a su novia ( Elle Fanning), estudiante de periodismo. Chalamet se suma aquí a la larga lista de actores que vienen adoptando y recreando desde hace tiempo en el cine de Allen todos los tics, los gestos y las fobias típicas de su creador, pero con un visible agregado de languidez y nostalgia que lo destacan visiblemente en esta lista. Afortunado solo en el juego, Gatsby sufre al ver cómo su novia empieza a distanciarse de él, atraída sucesivamente por un atormentado director mucho más grande que ella, por los problemas afectivos de su guionista (víctima de una infidelidad) y por los escarceos seductores de un galán latino. Un juego de equívocos constantes que el propio Gatsby también experimenta por su parte a través de varios encuentros y reencuentros que parecen azarosos, pero encuentran siempre un propósito y un sentido. Los resplandecientes colores de la fotografía de Vittorio Storaro dejan en claro que Allen no habla tanto del presente, sino desde la añoranza de un lugar que hace tiempo dejó de ser como lo imaginaba. Allí es posible, por ejemplo, seguir hablando de vínculos afectivos en los que la diferencia de edad no resulta una incomodidad. Hay bromas y frases filosas sobre éste y otros temas clásicos de Allen (sobre todo lo esquiva que puede ser la felicidad en el amor) desde una trama de constantes vaivenes afectivos que siempre fluye y se disfruta. No estará entre las mejores obras del creador de Annie Hall, pero tiene su marca de siempre: dulce y melancólica.
Desde 1964, cuando nació la extraordinaria serie de TV que todavía disfrutamos, la familia Addams saca provecho de sus diferencias con el resto del mundo. Tal vez por eso resulta casi inevitable que la nueva adaptación de este clásico de la comedia recurra como eje narrativo y dramático a la cuestión de la diversidad. Los Addams tienen las mismas costumbres y conductas que descubrimos desde la TV en blanco y negro medio siglo atrás. Pero ahora viven en 2019, demasiado cerca de una típica edificación suburbana explotada por una conductora de realities televisivos que remite al mundo de The Truman Show. Estos personajes siempre hicieron reír transformando lo tétrico en gracioso mientras convertían el aislamiento en virtud. Pero en esta adaptación la gran protagonista es Merlina, la hija mayor, que observa su situación con el espíritu crítico y la ironía de una adolescente que no quiere quedar afuera del mundo. Su alma gemela en el "universo real" expone también los alcances y riesgos de las redes sociales en las relaciones humanas. Entre las dos aportan los mejores momentos de la película, con chistes que seguramente celebrarán más los adultos familiarizados con la serie (y con algunos debates de actualidad). Para los chicos, en cambio, la película regresa a un mundo conocido. Ya hemos visto estos contrastes, con bastante mejor fortuna y más imaginación, en la excelente Hotel Transilvania.
A esta altura ya no es difícil reconocer por dónde pasa el cine de Richard Linklater. El talentoso director de la trilogía de Antes del amanecer y de Boyhood suele vestir de humanismo las búsquedas esenciales de sus personajes. A fuerza de palabras, preguntas y viajes, buscan escapar de la adolescencia (no solo física) y salir en busca de explicaciones a sus grandes preguntas sin saber muy bien cuál es el camino más seguro para llegar a la meta. Esto es lo que le ocurre a Bernadette, una atípica y resuelta arquitecta en plena crisis creativa. Para su disgusto completo, esa crisis le llega al mismo tiempo en que empieza a hacerse preguntas sobre su papel de madre, una tarea a la que le venía dedicando compromiso amoroso absoluto. Linklater deja esa encrucijada en las manos de su magnífica protagonista, una Cate Blanchett capaz de hacer creíble y querible hasta la más pueril de sus muchas reflexiones en voz alta. Linklater nos lleva de viaje junto a la protagonista, empeñada en recuperar su inspiración creativa en una travesía por la Antártida. Ese recorrido no siempre resulta inspirado (la película resulta bastante más impersonal que las mejores obras de Linklater), pero tiene las suficientes dosis de empatía por lo que viven y siente cada personaje como para que lo disfrutemos. También hay momentos de genuina diversión, aunque una de sus artífices (la excéntrica vecina interpretada por Kristen Wiig) nunca parece del todo aprovechada.
En 2006, la directora danesa Susanne Bier llevó a su película Después del casamiento hasta las puertas del Oscar a la mejor película extranjera. Esa nominación le sirvió a Bier para darse a conocer al mundo a través de una historia cargada de secretos y mentiras, marcada a fuego por su identidad profundamente melodramática. La trama original imaginada por Bier se reproduce casi con exactitud en sus rasgos esenciales dentro de esta remake firmada por Bart Freundlich, cuya esposa en la vida real (Julianne Moore) es una de sus protagonistas. Lo único que cambia (producto de estos tiempos) es el género de uno de los personajes principales. Ahora le toca a una mujer (Michelle Williams), que vive en la India manejando un orfanato, regresar a Nueva York en busca de fondos para mantener, y si es posible ampliar, esa obra de caridad. A su llegada se encontrará con una serie de trabas y complicaciones ligadas a su pasado y que la pondrán frente a frente con su acaudalada mecenas (Moore) y sus seres más queridos. Algunos de esos conflictos aparecen de repente, casi con un aire de golpes de efecto, para acentuar el perfil telenovelesco de un relato que va ganando de manera inexorable dimensiones lacrimógenas. Pero a la vez hay que reconocer que Freundlich tiene tacto para manejar con bastante sutileza las reacciones de los personajes y dejar abiertos varios interrogantes respecto de cómo se comportan ante lo inesperado. El brillante elenco ayuda a que todo se haga más creíble.
El de La Guajira es un paisaje alucinante, dicho esto en el mejor sentido de la palabra y en línea con lo que indica el diccionario: "Que causa sorpresa, asombro y una fuerte impresión". En esa inmensidad seca, desértica e inhóspita para el extraño, ubicada en territorio colombiano sobre el punto más septentrional de América del Sur, viven los indígenas wayuu. La lengua, las tradiciones y los rituales de este pueblo originario está en el centro de este fascinante relato, cargado a la vez de hallazgos visuales y de observaciones etnográficas mezcladas virtuosamente con una perspectiva casi clásica en términos de géneros cinematográficos. Después de ese cruce extraordinario entre memoria oral y pretensiones de modernidad que fue El abrazo de la serpiente, Ciro Guerra (aquí en compañía de Cristina Gallego) ensaya una variante de esa atrapante búsqueda de fusión entre opuestos. Con la estructura de una película de criminales y gánsteres, Pájaros de verano nos muestra la transformación de una comunidad entera y de sus tradiciones cuando en los años 70 aparece la posibilidad de comercializar marihuana, el comienzo de la larga historia del narcotráfico en la región. Como si el mundo de El padrino se instalara en el mundo de los indígenas colombianos. Los ritos ancestrales perduran mientras se adaptan con crueles resultados a una nueva realidad marcada a fuego por la codicia y las traiciones.