La ópera prima de Luciano Podcaminsky es una comedia dramática sobre un matrimonio a punto de irse a pique. Protagonizada por Julieta Díaz y Leonardo Sbaraglia, la historia sucede casi en su totalidad en alta mar. Una producción grande con ideas pequeñas. Nacho y Lucía son un matrimonio que llevan más de veinte años de casado, viven una vida acomodada y tienen una hija recientemente adulta. Desde el vamos la película los muestra separados: mientras él intenta cerrar con la mismísima Natalia Oreiro su participación en una serie que está produciendo, ella busca un poco de relajación en su casa que se contrasta con cada momento que están juntos. Esa última noche antes de un viaje en un bote que él acaba de comprar, se le quema la comida y madre e hija cuchichean sobre algo de lo que él aún no es parte, una noticia que vienen demorando en darle. Se viene una tormenta, le advierten a Nacho antes de embarcarse junto a un amigo y su nueva novia. Pero el mar se ve calmo y las nubes desaparecieron del cielo. El yate invita a relajar, a soltarse, a dejar ciertas rutinas en una caja al menos por un rato. Pero Lucía tiene cosas que no puede decir aunque necesite sacarlas y Nacho no puede despegarse del celular o de la computadora. Y allí están en el medio Ramiro y Cleo, que intentan apaciguar algunas escenas para un clima propicio. En especial ella, que en su juventud todavía no parece cargar grandes responsabilidades y se muestra segura de lo que quiere y sobre todo de lo que no quiere. Es Cleo quien ayuda a reflejar en Lucía inquietudes sobre su propia vida armada. Como es de esperar, al viaje le llegan los vientos fuertes y cada vez parece más difícil mantenerlo a flote. Las gotas de humor van quedando atrás para evidenciar un matrimonio quebrado al que se le suman secretos que finalmente salen a la luz y amenazan con no dejar a nadie a salvo. El guion está escrito por Alex Kahanoff, Andrea Marra, Sebastián Rotstein y Silvina Ganger, quienes nunca consiguen aprovechar una premisa que podría haber sido más excesiva y jugada. Sin embargo todo queda ahí, en la superficie de ese mar. Leonardo Sbaraglia se sale de su registro y se apodera de su personaje, un hombre demasiado ensimismado y que se ha creado él mismo una vida para los demás, pero también un personaje sin muchos otros matices que los que se reiteran a lo largo de toda la película. Julieta Diaz en cambio en la piel de una mujer en crisis consigo misma pero también segura por primera vez quizás de las cosas que no quiere, presenta algunas otras sutilezas cuando el guion se lo permite. Marco Antonio Caponi no hace mucho y Zoe Hochbaum intenta cautivar a la fuerza desde su papel seductor y relajado pero ninguno de las dos actuaciones consiguen destacarse. Con una historia simple que solo pone en evidencia una crisis matrimonial con personajes poco identificables, luego llega una resolución tan esperable como apresurada. El final termina de hundir una película que con un mayor estudio de la psicología de los personajes o quizás un sendero más oscuro y arriesgado podría haber derivado en un resultado más interesante y atractivo. Pero la comedia ligera de la primera parte y el drama opresivo de la segunda no terminan de encastrar. Asfixiados es predecible y superficial y navega sin encontrar nunca el tono adecuado. Un guion fallido y con metáforas subrayadas (la tormenta que se avecina, el matrimonio a punto de hundirse, los personajes a la deriva) que no suman nada a una producción que deja en evidencia que su director viene del mundo publicitario. Luce un poco lindo pero también frío y calculado en su envoltorio y por dentro no hay mucho más.
El cuarto capítulo de la saga dirigida por Chad Stahelski y protagonizada por Keanu Reeves es una fiesta del cine de acción: casi tres horas que se suceden sin altibajos y nos muestran al personaje en su punto más álgido. Hace varios años, Keanu Reeves nos hablaba desde la pantalla del cine en uno de los trailers de próximos estrenos: «La gente me preguntaba si estaba de vuelta, y no sabía qué responderles. Pero ahora sí, creo que estoy de vuelta.» Y volvió con todo con John Wick. Cuando el cine de acción parecía ya algo anticuado e incapaz de crear grandes sorpresas (con pocas excepciones como Mad Max: Fury Road o la más sobria Dragged Across Croncrete), Chad Stahelski se reunió junto a Keanu Reeves y dio vida a un personaje elegante e implacable y a toda una mitología a su alrededor, mitología que fue creciendo a lo largo de las películas que se sucedieron. Si bien después de aquella primera entrega con momentos icónicos se tornó algo reiterativa entre la segunda y la tercera, esta cuarta tira toda la carne al asador y es tan excesiva como su duración. La historia es simple, siempre es simple: John Wick busca su libertad. Asesina al único hombre que se ubica por encima de The High Table (la sociedad que lo convirtió en el talentoso asesino que es). Él sólo desea poder salirse y llevar una vida más normal para dedicarse a rememorar tranquilo los buenos momentos con su mujer. Pero mientras es el blanco de toda esta sociedad de asesinos a sueldo y su cabeza cada vez alcanza valores más y más altos, busca refugio en quienes han sido alguna vez leales a él pero, como si tuviese un GPS, siempre es encontrado. Todo esto le permite al director y a sus guionistas desplegar diferentes secuencias de acción, cada una más elaborada y grandilocuente que la anterior, a lo largo de todo el mundo. Marruecos, Japón, Berlín, Rusia, Francia. Secuencias extensas y cautivantes. En medio de una galería rica de personajes, el villano principal recae en Bill Skarsgård como un Marqués odioso emisario de The High Table dispuesto a terminar de una vez con este asunto. Para eso fuerza a un par de personajes a aliarse a él y John Wick se encuentra en constante situación de alerta. Donnie Yen como un sicario japonés que también busca a través de este trabajo salirse y poder disfrutar de las cosas simples de la vida, en su caso su hija, es uno de los personajes más interesantes de la película. Es que a diferencia de las entregas anteriores, aquí todos los personajes están construidos con una mayor dimensión y resultan tan queribles como odiados, no se descuida a ninguno. Los momentos de acción son deslumbrantes pero las escenas del trato cotidiano entre ellos tampoco tienen desperdicio. Chad Stahelski supo trasladar su habilidad como doble de riesgo a escenas de acción cuidadosamente coreografiadas que no necesitaban apelar a muchos e intermitentes cortes, algo habitual en el cine de acción actual. Acá hay un montaje más consciente, las secuencias ya no tienen ese tono más realista y crudo y todo se sucede de manera más estilizada con luces de colores y música. Sin dudas estamos ante un director que encontró y afianzó su estilo. Con estas películas uno acepta las reglas implícitas, como que los personajes se pueden mover por todos lados pero nunca generan atención fuera del pequeño mundo al que pertenecen (o sea, entre personas normales). Keanu Reeves siempre impecable en su traje negro, capaz de ser golpeado y levantarse con el mismo ímpetu, con su puntería precisa y su manera de pocas palabras. John Wick 4 es la mejor de la saga porque conjuga todo a la perfección: un guion simple pero efectivo (esta vez de Shay Hatten y Michael Finch), que le brinda lugar a cada uno de sus personajes, todos interpretados con confianza, una dirección impresionante tanto en planos estáticos como las increíbles secuencias de acción, una fotografía elegante y estilizada, un buen uso de la música, tanto de manera diegética como extradiegética. Se toma en serio pero también se permite algo de humor y calidez. En fin, el ¿cierre? que la saga se merecía, una película que merece ser vista en pantalla grande (tendrá un tiempo en IMAX y vale mucho la pena). La presencia siempre de algún animal canino termina de resaltar el corazón detrás de tanta parafernalia de acción: quizás John Wick siempre trata de la lealtad.
La última película del director francés Dominik Moll narra la investigación de un femicidio de su país. Basada en un caso real que nunca se resolvió, como se advierte desde el comienzo, es la ganadora en los Premios Cesar, donde se llevó, entre otros, Mejor Película y Mejor Dirección. La noche del 12 de octubre de 2016, la joven Clara Royer es bañada en gasolina y prendida fuego en la calle. Yohan Vivès es el detective que se pone tras la causa y que nunca podrá resolver el caso y tendrá que aprender a vivir con eso. Así que no hay que tenerle miedo al spoiler: acá no pasa por descubrir quién lo hizo, sino por transitar un proceso largo y frustrante, porque un veinte por ciento de los homicidios de Francia no se resuelven nunca. A lo largo de toda la investigación, narrada de manera precisa paso a paso y durante varios y largos años, van quedando en evidencias un montón de cuestiones que rondan la idea del femicidio. Para poder construir qué pasó hay que seguir los pasos de la joven y las preocupaciones sobre qué hizo y con quién o cuántas veces parecen ser decisivas. Porque la violencia de género tiene muchos rostros, algunos muy evidentes como que te quemen viva y otros más sutiles como que se te juzgue por un comportamiento sexual o la manera de vestir, violencias todavía naturalizadas. Otro punto a favor es el del punto de vista, no sólo por ser el del detective en un policial atípico, sino por su mirada masculina. Como un personaje femenino que en algún momento se vuelve parte de la investigación resalta: es curioso que son hombres los que nos asesinan pero también los que tienen que resolver estos asesinatos de mujeres. El guion, escrito por el director junto a Gilles Marchand, y basado en el libro de Pauline Guéna, tiene mucho contenido social y político pero le escapa a las sobre explicaciones y bajadas de líneas. Más allá de algunos esquemas típicos de thriller policial, Moll se corre de todo estereotipo y canon. En lugar de centrarse en la resolución, que ya sabemos que es inconclusa, la idea es narrar todo lo frustrante y engorroso del proceso y la rutina policial. Las películas y novelas detectivescas nos han mostrado siempre casos llenos de descubrimientos, persecuciones y vueltas de tuercas pero la vida real dista mucho de esos tiempos y efectos. La justicia no llega, los muertos permanecen muertos y los asesinos pueden quedar impunes. Y sin embargo uno tiene que seguir pedaleando, continuando con sus vidas personales. Apostando al realismo y por lo tanto a un ritmo más pausado, sin apelar a efectismos y aun así construyendo una buena tensión, La noche del 12 no deja de cautivar y abrir a reflexiones. Es la realidad, ficcionalizada pero no por eso menos real. La angustia de los caminos sin salidas, la aceptación de que a veces no se puede hacer nada más, la frustración que todo esto provoca. Es una película oscura y fría pero también muy precisa y universal. Dominik Moll vuelve a mostrar su pulso narrativo, como lo hizo en Sólo las bestias, y una gran habilidad técnica para crear planos y escenas de impacto visual. La noche del 12 es un excelente thriller que deja en el aire un montón de inquietudes que permiten plantear y replantearnos cuestiones sociales. Es que al final, te pueden matar sólo por ser una chica.
El universo DC en el cine también se ha expandido mucho en los últimos años. En uno de sus varios intentos por dejar la solemnidad y oscuridad de muchas de sus películas apareció Shazam! Una película hecha para toda la familia, con una premisa ganchera que le permitía encontrar el humor en la idea del niño en el cuerpo de un adulto sumado a la de convertirse con la sola mención de una palabra en un superhéroe. Cuatro años después nos llega su secuela, bajo la dirección una vez más de David F. Sandberg. En esta oportunidad, el superhéroe interpretado por Zachary Levi debe enfrentarse a las poderosas hijas del Dios Atlanta. La película nos sitúa en principio en Atenas, cuando dos mujeres irrumpen en un museo para hacerse con las dos mitades del básculo partido que le dio los poderes a Billy Batson y sumergen el escenario en una masacre. A su vez, Billy continúa en la casa con su familia numerosa, con el temor de que al cumplir los 18 años todo eso se termine. Su lema es siempre hacer todos juntos en equipo siempre y es así que a escondidas de sus padres salen cuando la ciudad los requiere en sus trajes de superhéroes adultos. Pero la ciudad de Filadelfia no los tiene muy bien vistos y siempre se enfocan y difunden lo peor de sus actos, por lo que no tienen una buena fama no importa cuánto lo intenten. En resumen, siguen siendo un grupo de inadaptados y Billy todavía ni siquiera consigue encontrar su propio nombre de superhéroe. David F. Sandberg vuelve a hacer acopio de la cultura pop para sembrar citas, algunas más explícitas que otras, a cómics, películas y series. Recordemos que el director viene del cine del terror y en los primeros minutos ya nos regala un par de referencias desde el nombre de un doctor y los muñecos en un consultorio. Pero también consigue seguir explorando la edad de estos muchachos, que empiezan a despertar sexualmente ya sea a través de una compañera nueva que les gusta o de las fantasías continuas con la Mujer Maravilla, que se enfrentan porque sus gustos y sus caminos parecen querer empezar a bifurcarse, y a eso se le suma el enfrentamiento con poderosas e implacables diosas interpretadas por Helen Mirren y Lucy Liu, actrices que se entregan al juego que la película propone. El guion es simple en esencia pero recargado en cuestiones de humor y en espectacularidades. Siempre hay tiempo para un chiste más y la historia con seres de otro mundo abre las puertas en un momento a una infinidad de criaturas mitológicas y destrucciones de manzanas enteras. Esta segunda entrega es una digna secuela de aquella. Sabe a lo que aspira, al espectador al que se dirige. Como mencioné, es una película familiar por lo que tanto el humor como las temáticas (la familia como núcleo siempre) siguen muy presentes. A Levi incluso se lo ve más cómodo en su papel aunque sigue sin poder evitar un registro demasiado diferente al de Asher Angel quien interpreta a su mismo personaje en adolescente, y la presencia de las nuevas figuras femeninas (además de las mencionadas tenemos a Rachel Zegler de West Side Story) le aporta mucho. Sin dudas los mejores momentos de las películas son aquellos con problemáticas y situaciones más cotidianas. De todos modos, aunque algo aparatoso, el enfrentamiento final es un rejunte de momentos de acción bien dirigidos, que se entienden más que en muchas otras películas del género. Hay momentos, o chistes, menos logrados, como cuando se parece más a un comercial que a una película, pero en general los personajes a esta altura ya tienen su dimensión y sus idas y vueltas resultan creíbles y naturales. Como es de esperar, hay un par de escenas post-créditos, una más en plan chiste y otra que abre posibles futuras líneas narrativas. También cuenta con un importante cameo del mundo cinematográfico de DC. Shazam! La furia de los Dioses es una película entretenida y con personajes carismáticos. Helen Mirren se roba cada escena y Lucy Liu no decepciona como la implacable diosa. Cae en mucha fórmula repetida pero el corazón y su modestia en comparación con otras del mismo universo le juegan a favor. Un escalón por encima de su predecesora aunque no termine de explotar todo su potencial, en especial teniendo en cuenta que detrás se encuentra un director joven pero que ya demostró ser capaz de utilizar la oscuridad a su favor.
Nuevamente bajo el visto bueno de Kevin Williamson, Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett se ponen detrás de cámara con guion de James Vanderbilt y Guy Busick para una nueva entrega de Scream. Si el año pasado nos llegó una versión fresca que consigue homenajear y traer a personajes nuevos de manera divertida y aterradora, difícil es hacer otra secuela que sorprenda. En Scream VI (a diferencia de la anterior, a esta la numeran) lo intentan trasladando la acción de Woodsboro a la ciudad que nunca duerme, Nueva York. Es en esta ciudad en que una profesora de cine, especializada en el slasher, decide encontrarse con alguien con quien se habla a través de una app de citas. Como podemos esperar, la escena crece en tensión y se convierte en la famosa secuencia de principio de Scream que originalmente homenajeaba a Psycho (con la estrella Drew Barrymore siendo asesinada a los pocos minutos de empezada la película). Sin embargo aquí ya tenemos una vuelta nueva e interesante, porque al asesino pronto lo vemos quitarse la máscara. Es fácil deducir que si muestran su rostro es porque se convertirá en víctima. Ahora sí, un año después los acontecimientos de la película anterior, las hermanas Sam y Tara (Melissa Barrera y la ascendente Jenna Ortega) se han mudado a Nueva York. No es como Jason Takes Manhattan, que el villano enmascarado llegaba a la ciudad recién a los últimos minutos de la película, que sin dudas son los mejores. Aquí toda se sucede en Nueva York. Tara empezó la universidad y pretende vivir la vida de cualquier joven normal de esa edad. A Sam todavía la atormenta lo sucedido, la sangre que sabe que corre por sus venas y a eso se le suman las teorías conspirativas que se difunden con mucha facilidad sobre que ella podría haber sido la verdadera asesina porque, justamente, lo lleva en la sangre. Como si fuera poco, un nuevo Ghostface emerge. Pero desde la primera secuencia nos engañan, como pasa siempre. Aquí el enmascarado parece multiplicarse, como si más de uno sintiera en algún momento la tentación de ponerse la máscara. En esta entrega, Sam y Tara y un grupo de amigos de Woodsboro y algunos nuevos se unen a la ahora aparecida Kirby (Hayden Panettiere, que regresa después de Scre4m) y a un policía interpretado por Dermot Mulroney. Claro que no puede faltar la presencia de la trepidante Gale Weathers (Courteney Cox, la única actriz que aparece en todas las entregas de la saga). Una vez más las reglas se ponen sobre la mesa pero con la idea acá de que quizás no sigan tan vigente. Y efectivamente algo de eso se confirmará. Pero si hay algo que nunca falla es la idea de que el o la o los o las asesinxs siempre tendrán que ver con algo del pasado. Aquí parece ser alguien que ha seguido de manera meticulosa todo lo sucedido a través de las diferentes entregas, sembrando en cada asesinato un poquito de cada una. A grandes rasgos, esta segunda parte de la nueva saga que ya se confirma oficialmente como una franquicia perdió algo más que a su protagonista original (Neve Campbell no logró cerrar trato y por lo tanto su personaje no aparece y apenas se lo menciona alguna vez). Las escenas sobre la discusión de las reglas ya parecen como un déjà vu de un déjà vu. La resolución sobre quién o quiénes están detrás de la máscara resulta forzada y tramposa y nos dejan con ganas de una vuelta más interesante para sus fans originales. Más allá de estos aspectos narrativos, estamos ante una buena dosis de asesinatos brutales. Los cuchillos se introducen en diferentes partes del cuerpo con toda su fuerza, con todo su sonido, con toda la sangre a borbotones y se retuercen y los personajes agonizan y sufren antes de morir, si es que tienen que morir. También hay una buena construcción del ritmo y de los climas, con escenas ya mucho más concurridas porque claro, aquí estamos en el medio de la ciudad de Nueva York. No pueden faltar las múltiples referencias al cine de terror, con homenaje al propio maestro Wes Craven incluido. A destacar todo lo que sucede en las escenas en el subterráneo, donde la tensión se intensifica. Scream VI es entretenida, atrapante y tiene las dosis de gore que todo slasher debe tener. Los directores intentan llevar la saga más allá, creando un estilo propio todavía por pulir. El problema es un guion que además de forzado no consigue desarrollar demasiado a la mayoría de los personajes de su extensa galería. Y un último comentario que, advierto por las dudas, podría ser considerado un SPOILER: si bien no faltan muertes, viene muy tibia a la hora de decidir qué personajes mueren. Larga vida al slasher.
Nominada como Mejor Película Extranjera en los próximos Oscars, la nueva película de Lukas Dhont (Girl) es un retrato sobre la amistad masculina en la pubertad y puesta a prueba en el comienzo de la secundaria. Un drama hermoso y desgarrador. En la película belga Close, Léo y Rémi son dos amigos de toda la vida, de esos inseparables, porque en edad temprana muchas veces es necesario encontrar a una sola persona en la cual depositar toda la confianza y apoyo. Sus familias también son cercanas porque ambos pasan casi todo el tiempo juntos, si no es en la casa de uno, en la de del otro. El tiempo los ve crecer y pronto los dos compañeros de juego y más empiezan el primer día de la secundaria. La secundaria, la adolescencia, son como ritos de pasaje. No son escenarios, épocas, fáciles de transitar. Vienen cargadas de demasiadas cosas: demasiadas emociones, demasiadas hormonas, demasiadas miradas. Y de pronto Léo nota que el acercamiento que tiene a Rémi, que antes le parecía tan natural, ahora lo pone frente a los ojos de los demás de una manera que lo incomoda. ¿Cómo la mirada del afuera puede cambiar tanto la propia percepción? Porque que dos amigos sean cariñosos, mantengan sus rostros y sus cuerpos cerca para hablarse o mirarse siempre es visto de un modo distinto a que sean dos amigas las que lo hagan. A esos prejuicios son los que Léo no quiere, o quizás no está preparado para enfrentarse. El director Dhont ya había demostrado mucha sensibilidad a la hora de retratar en su película anterior la difícil transición de una joven trans, escrita también junto a Angelo Tijssens, pero aquí apuesta a un tono más naturalista aún. Mucho ayuda la presencia de dos actores jóvenes que le ponen el cuerpo a sus personajes y dicen un montón con cada gesto, cada mirada con ojos brillosos o simplemente con las lágrimas que no pueden evitar derramar. Sin poder contar mucho sobre la trama, el triángulo lo termina de conformar la madre de uno de los chicos. Ya la película nos presenta la imagen de los dos junto a ella tirados sobre el pasto: es un momento de complicidad que casi todos conocimos en nuestra vida, cuando pasamos tanto tiempo en la casa de nuestro mejor amigo o amiga y esa familia parece ser también nuestra. Todo se percibe muy natural y cotidiano. Un amigo es un hermano que elegimos para la vida. Pero el crecimiento es doloroso y nunca es igual para todos. Y los dos amigos empiezan a distanciarse y entonces sucede algo más que no lo esperamos y al mismo tiempo lo entendemos por completo. Dhont es muy inteligente en narrar estos lazos, esta pulsión innata por sentirnos aceptados, ese miedo a ser diferente al resto, pero también el dolor por perder aquello que creíamos asegurado en nuestra vida. En la adolescencia, esa edad que lo potencia todo, uno suele creer que esos roles nos van a definir de por vida, es con el tiempo que nos vamos dando cuenta de que no era más que un proceso que nos formaría pero no de ese modo definitivo. Quizás nunca dejamos de crecer y de conocernos. Más allá de sus momentos dramáticos, la película le escapa al golpe bajo y consigue conmover a través de gestos mínimos. La cámara siempre prefiere enfocarse en sus actores y por eso es muy importante que el elenco funcione y aquí lo hace a la perfección, en especial los jóvenes Eden Dambrine y Gustav De Waele que entregan interpretaciones sinceras y emotivas, capaces de contagiar ya sea una sonrisa o una lágrima. Es que además estamos ante una historia donde las palabras que no se dicen tiene mucho peso. Dambrine, en la piel de quien empieza a sentirse confundido y enojado, es quien más le pone el cuerpo, que incluso lo utiliza para expresarse cuando las palabras no salen. Close es un drama hermoso y demoledor cargado de emociones. Una película que consigue conmover de manera profunda desde un lugar auténtico, sin necesidad de forzar nada. Con un comienzo de campos de flores y sol, pronto la lluvia y los cielos nublados se van apoderando de una historia en la que quizás su dos protagonistas inseparables ya no puedan continuar el mismo camino de la mano y encuentren cada uno el suyo bifurcados. Transitar las estaciones de la vida, a lo mejor de eso se trate todo.
«Sin contrarios, no hay progreso. Atracción y rechazo, razón y energía, amor y odio, son necesarios para la existencia humana. De estos contrarios nace lo que el religioso llama el bien y el mal. El bien es lo pasivo que obedece a la razón. El mal es lo activo que brota de la energía. El bien es el cielo. El mal es el infierno.» William Blake Thrillers psicológico, policial negro, una de vampiros. Lo siguiente en la carrera de uno de los referentes de género en nuestro país tiene como centro temático esta vez lo religioso. En El último hereje, escrita por Sergio Esquenazi, Germán Palacios interpreta a Juan Conte, un cínico escritor que consiguió bastante éxito con sus libros sobre ateísmo. Tras sufrir un ataque al corazón, un trasplante consigue salvarle la vida. Cuando abre los ojos, consciente ahora de la finitud de todo, decide empezar a ver las cosas de otra manera, como queriendo buscar lo esencial, algo que su única amiga le instaba a hacer mientras se perdía entre polémicas y conquistas intrascendentes. Así es que se permite ahora conocer a una encantadora enfermera con la que desde una primera mirada parecen conectar. La primera parte de la película se encarga de retratar a este personaje y su cambio de perspectiva, no en sus creencias, donde permanece firme, pero sí al dejar esa postura de escritor arrogante y solitario. Lo ayuda la presencia de Miriam (Victoria Almeida) con quien todo parece ser demasiado lindo rápidamente. Pero esa especie de película romántica y superficial va sentando huellas de lo que sucederá después, cuando los dos pretendan un tiempo a solas y alejados de la ciudad en una casona de campo. El punto de inflexión sin embargo será otro, aunque se va sembrando antes a través de extrañas situaciones y sueños: cuando despierte secuestrado e intente entender el por qué. A partir de ese momento, sin necesidad de dar más detalles argumentales, el protagonista se ve obligado a enfrentarse y cuestionarse todas sus creencias. Quizás en un momento límite es más fácil ceder a la fe de que hay alguien, algo más. A lo mejor uno necesita creer que no quedó solo y abandonado. Germán Palacios parece una buena opción para el hombre que finge mucha seguridad pero en el fondo no está seguro de nada. Victoria Almeida es quien tiene el personaje más rico y le permite desplegar todo un abanico de matices. Ambos personajes son vulnerables de un modo muy distinto. Por allí ronda también Gloria Carrá con un personaje que termina prometiendo más de lo que el guion le permite, quedando algo desaprovechada. Es que si bien hay una historia rica y que da para mucha reflexión, se apuesta al efecto y se pierde intensidad dramática. Con una trama atractiva y algunas vueltas de tuerca interesantes, El último hereje no consigue del todo generar el impacto demoledor que la fuerte historia tiene capacidad de brindar. En la primera parte se regodea en una construcción pobre y artificial del romance (que a la larga le puede jugar a favor para la historia cuando los rostros se revelen) y más adelante en el efecto de lo escabroso por sobre la profundidad emocional. Se nota que hay un conocimiento por el género, se pueden ver muchas influencias pero no es suficiente. Tampoco ayuda la idea de rodarla en HFR, una técnica difícil de dominar que no siempre consigue dar esa sensación buscada. El resto de la factura técnica, la fotografía e incluso la música especialmente están bastante bien. El último hereje es una propuesta de género ambiciosa y arriesgada que en algún momento pierde su rumbo aunque se guarda un as bajo la manga hacia el final. La lucha entre el bien y el mal, y una muestra más de un género que sigue creciendo en el país y que está ávido por contar historias dispuestas a enfrentarnos con todos nuestros miedos.
Producida por Álex de la Iglesia, esta película escrita y dirigida por el joven Eduardo Casanova es un particular retrato sobre los límites del amor y la Dictadura, un paralelismo provocador que construye con solidez. Una rareza de las que no abundan. En la casa donde Libertad y Mateo viven encerrados, alejados del frío y gris mundo exterior, todo luce limpio, pulcro, prolijo. El color rosa predomina en cada rincón y detalle, como en una fantasía de Hello Kitty. Cuando Lili se entera de que su joven hijo tiene un severo caso de cáncer cerebral, le sirve para continuar con más razón que nunca su sobreprotección y al mismo tiempo siembra en ella el miedo a tener que separarse. Ahora más que nunca él necesita de ayuda y allí está ella, siempre dispuesta a ser dos. Al mismo tiempo, Mateo, que ya no es un niño pero siempre es tratado como tal, empieza a cuestionarse su realidad y a ansiar conocer un poco más de lo que hay afuera. «Ella es como el Sol. Si te alejas, te congelas. Si te acercas, te quema. Pero la necesitas». Ángela Molina se entrega a estar mujer siempre dispuesta amar pero de manera posesiva. En ella el deseo de la maternidad pasa por tener a alguien que siempre la necesite. La construcción de esta dinámica familiar se completa con la ausencia del padre. Pero La piedad no se queda sólo en esa idea, sino que la espeja con otra muy llamativa: la de la Dictadura Militar totalitaria en Corea del Norte. En el medio se intercala una historia que sucede allí, de quien madre e hijo a veces se enteran por los canales de noticias, y que tiene a un dirigente capaz de envenenar a sus habitantes por el solo hecho de controlar la población. Un lugar donde la gente no puede salir y aseguran que se vive de manera feliz. Este paralelismo puede parecer algo burdo en un principio pero Casanova lo hace funcionar a medida que la historia se sucede. La falsa sensación de seguridad y protección que le brinda Kim Jong-il es la misma que Libertad le brinda a su hijo. La trama puede parecer simple pero lo que le pasa a estas personas, tanto emocional como corporal, es de otra intensidad. Casanova también le brinda mucha importancia a la imagen. Por un lado, tiene una estética artificial y súper cuidada que recae en una dirección de arte exquisita. Por el otro, busca provocar con imágenes potentes y peculiares para narrar momentos ordinarios como una madre orinando para hacerse un test de embarazo o dando la teta. Es claro que hay una fuerte intención de llamar la atención, de perturbar y lo consigue. También que todo tipo de provocación indefectiblemente polarizará al público. Imposible de clasificar, en La piedad hay humor, horror, melodrama, secuencias musicales (este aspecto quizás deja con ganas de que haya sido más explorado, sobre todo con la presencia de Macarena Gómez)… Un rejunte de ideas tanto visuales como narrativas pero que consiguen convivir en armonía, siempre apostando a un registro excesivo y absurdo al que hay que permitirse entrar. Ángela Molina brilla una vez más, aquí como esta madre tóxica que construye junto a su hijo su propia realidad.
Escrita y dirigida por Sam Mendes, el director de 1917, Revolutionary Road y American Beauty entre tantas otras, bucea entre su historia personal y su amor por el cine para entregar una historia de época que tiene nostalgia, amor y mucha carga social. A principios de 1980, en las costas de Kent en Gran Bretaña, Hilary pasa sus días trabajando en el Empire, el cine del pueblo, a veces vendiendo boletos, a veces cortándolos, a veces juntando pochoclos con una pala y una escoba, pero siempre con un rol y límites definidos. Con un trato mínimo, a veces frío y siempre cordial, ha generado entre sus compañeros cierta complicidad aunque nunca hable de su vida personal y nadie pregunte. Con el jefe es un poco distinto: él la busca cuando quiere y tienen sexo a escondidas en su oficina, más allá de ser él un hombre casado. La vida de Hilary no parece transcurrir mucho más allá de ese lugar de ensueño, a excepción con sus visitas regulares al médico. Imperio de Luz nos presenta a un personaje intrigante y atractivo, poniendo en foco cuestiones como la salud mental y la vida sexual de una mujer de su edad (primero con una relación a desgana a escondidas, luego también un poco a escondidas pero desde un lugar ya más vital y deseante). La Hilary de Olivia Colman parece fuerte y frágil al mismo tiempo y aunque calle mucho su mirada suele hablar hasta los gritos a veces. Pero esa tranquilidad y calma aparentes, o más bien contenidas, comienzan a sacudirse con la llegada de un nuevo empleado. Stephen (interpretado por Michael Ward) es un joven que podría estar estudiando en la universidad y sin embargo se dedica de manera entusiasta y laboriosa al rol que le asignan en el Empire. La cuestión es que no son buenos tiempos para la gente de su color de piel y cada dos por tres sufre situaciones de racismo, a veces más violentas desde lo físico pero siempre desde lo psicológico. Stephen está muy consciente de lo que sucede en el mundo. Hilary, en cambio, vive como encerrada. Quizás sea su enfermedad la que no le permite ver más allá. Pero de la mano de Stephen empiezan a haber situaciones que ya no le pasan desapercibidas. Es que son tiempos convulsionados, complicados para el amor. La película de Sam Mendes navega así entre el cine como lugar de escape y fantasías o ilusiones (aunque Hilary nunca haya entrado a ver una película, su escape es todavía de otro modo, más pequeño), la historia romántica entre la mujer adulta y el joven negro, y la discriminación racial, que en algún momento se apodera de la historia y se come a las otras tramas. Imperio de Luz es entonces algo despareja más allá de sus buenas intenciones. El cine como ese lugar que reúne a los solitarios, como una institución que se ve rozagante y al mismo tiempo esconde sus ruinas, y como un intento por ver la vida como el cine: a veinticuatro cuadros por segundos, cuya velocidad no nos permite ver la oscuridad y crea la ilusión del movimiento, como bien explica el proyectorista al que le da vida Toby Jones. Desde lo técnico, Mendes cuenta con la notable fotografía de Roger Deakins y con la música siempre efectiva de Trent Reznor y Atticus Ross. El guion quizás quiere abarcar demasiadas aristas y algunas quedan un poco descoloridas en el camino; cuando el punto de vista pasa de Hilary a Stephen pierde fuerza y se torna algo más predecible que el personaje femenino de diferentes matices. De todos modos estamos ante una película nostálgica y conmovedora en gran parte gracias a Olivia Colman (aunque nadie en el elenco está mal, ella se roba las escenas), que siempre le entrega mucha naturalidad a personajes complejos y ambiguos.
Lo nuevo de la infinita saga de Marvel, tras varias fases y una cantidad importante de películas y series, se apoya en uno de los superhéroes más pequeños: el hombre hormiga. Ant-man ya tuvo dos entregas, ambas dirigidas por Peyton Reed quien regresa para esta tercera, y esta vez le toca en la historia sentar las bases de lo que será una nueva fase. Una fase que, hay que hablar del elefante en la habitación, no suena tan prometedora como sus antecesoras, en especial tras la última. Quizás porque es difícil abandonar personajes ya icónicos para darle lugar a nuevos y menos populares pero sobre todo porque la fórmula Marvel ya parece a punto de agotarse (si es que no se agotó). En esta película escrita por Jeff Loveness (Rick and Morty) nos encontramos con un Ant-man que se siente una celebridad, que intenta ir con una sonrisa por la vida y que además se convirtió en un escritor con una autobiografía. Su pareja con Hope (The Wasp) se encuentra muy sólida pero no tanto la relación con su hija, Cassie, ya más grande y a quien no termina de conocer, en especial tras haberse perdido varios años a causa de los eventos sucedidos en otra película. La saga de Ant-man tuvo su encanto como una película sin grandes pretensiones ni grandilocuencias. Paul Rudd supo desenvolverse entre Scott Lang, el hombre debajo del traje, y el hombre hormiga con un estilo personal y aportando un humor que le sentaba bien. En esta tercera entrega su responsabilidad es mayor. Quantumania es el inicio de una fase nueva y en este primer capítulo nos introduce al Reino Cuántico, en el cual por un accidente una noche de cena familiar todos caen, un universo con criaturas que parecen bocetos de personajes de las galaxias de Star Wars y en el cual las leyes son distintas. El rol (siempre fundamental y no siempre a la altura) del villano recae en Kang, ya presentado a través de la serie de Loki. Jonathan Majors tiene su presencia pero desentona con una película que, en realidad, no sabe bien qué quiere ser. No hay un origen claro, no hay una motivación marcada, entonces no genera casi nada. Por un lado, la picardía y humor de la saga de Ant-man no aparece casi nunca. Capaz tampoco ayuda que el 90 por ciento de la película se suceda en un reino tan excéntrico y poco interesante que encima le hace perder parte de la gracia que se encontraba en ver al superhéroe entre situaciones cotidianas y mundanas; estábamos ante un superhéroe sencillo con películas de las más sencillas de la factoría Marvel. Esta tercera parte es la más aburrida de las tres, como si incluso Rudd ya se hubiese cansado de interpretarlo. En cuanto a los personajes que lo acompañan hay una fuerte presencia femenina. Pero si bien es The Wasp la que está en el título, ella apenas acciona (casi podría no estar su personaje) y en cambio Cassie y Janet (Michelle Pfeiffer, que al menos decide darlo todo) son quienes le aportan algo más a la trama. Cassie desde el legado y el nacimiento de una nueva heroína, militante e idealista aunque no se termine de desarrollar; Janet, desde la intriga y los secretos que sugieren más de lo que finalmente despliega su personaje pero al menos le brinda una gran cantidad de tiempo -por momentos parece casi protagonista- a la flamante actriz. Como resaltaba en otra reseña de otra película de Marvel: todo puede pasar pero al mismo tiempo siempre suele suceder lo más predecible. El arco es del casi todas estas películas, el CGI apenas mejora en algunas escenas y sigue luciendo muy artificial en otras tantas. Hay cameos (un Bill Murray totalmente desaprovechado), la reaparición de algún personaje, criaturas que consiguen al menos sacarnos una sonrisa y poco más además de las interminables escenas de acción en las que apenas se entiende lo que sucede y una necesidad de resaltar los lazos entre sus protagonistas. No hay mucha lógica porque todo parece justificado con esta idea de que en este mundo cuántico o en los multiversos a la larga todo puede pasar. Las dos escenas post-créditos esta vez sirven para sembrar interés sobre lo que viene y dejando bien claro que no hay ninguna intención cercana de dar un cierre. Al menos no hay alguna desperdiciada en un chiste o un guiño tras los largos créditos. Quantumania no hace más que poner en evidencia un agotamiento de la fórmula que difícilmente se pueda solucionar en las siguientes entregas que, gusten o no, tenemos garantizadas. Sin el humor que la caracterizó y con una galería de personajes a los que no les interesó darles dimensión, es un espectáculo desabrido y bastante aburrido para lo que se esperaba.