Tras su paso por el Bafici, llega a salas El legado, documental en el que Rodrigo Demirjian navega entre recuerdos y las obras que dejó su padre, el artista Jorge Demirijian, para así tratar de entender su rol de hijo y un potencial rol de padre. En primera persona, Rodrigo documenta de manera intimista el proceso de regresar al país del que se fue, al que solo volvía cada varios años (lapsos enormes de tiempo que pasaba sin ver a su padre), ni más ni menos que para hacerse cargo junto a su hermana de las cosas que dejó su padre. Cientos de obras en lienzos, miles de dibujos, cuadernos de bocetos y notas personales, grabaciones. A Rodrigo le quedan un montón de cosas con las que no sabe qué hacer, cómo ordenar y catalogar. Con algunas se puede hacer una exposición o donar a un lugar que lo preserve pero de otras es difícil de calcular su valor. Hay mucho de ejercicio catártico en este documental. Es como una especie de diario íntimo audiovisual, por eso Rodrigo no sólo registra qué van haciendo con todo ese legado que les quedó, sino que interroga a personas que estuvieron cerca de su padre cómo era su relación con sus propios padres, o experimenta él mismo con el arte pero utilizando una cámara. Los puntos más altos se encuentran en pequeños detalles, algunos desde la voz del artista desde una grabación telefónico y otros desde un cuaderno de notas donde, por ejemplo, anota «La muerte debe encontrarlo a uno realizado, con la mayor cantidad y lo mejor de su creatividad para que sea una muerte plena y merecida». Es que es evidente que en los últimos años Jorge no estuvo ajeno al tema pero también resalta que para él lo importante no es lo que queda de todo lo que se hizo, sino el haberlo hecho, la producción. «Me importa un carajo que se acuerden de mí». «Hace como tres meses que no pinto y eso me pone mal». Sin embargo sus hijos sienten que algo hay que hacer con toda esa obra, que no puede haber sido en vano. Todo este ir y venir entre cosas y recuerdos le sirven a Rodrigo para plantearse su posible paternidad. ¿Quiere ser padre? ¿Está preparado para ser padre? ¿Qué implica ser un padre? Ideas que van apareciendo de a poco durante toda la película y cobra fuerza con ese final. En resumen, El legado es un documental introspectivo que por momentos nos hace sentir que no es para nosotros, que nos estamos inmiscuyendo demasiado en la vida de alguien. Consigue ser emotivo, tiene unas pizcas de humor que no se terminan de explotar, y retrata el duelo de una manera auténtica y reflexiva. No hay muchas más pretensiones que esa.
Dolores Fonzi debuta como directora y lo hace junto a un gran equipo en una película que decide además protagonizar. Con un guion coescrito junto a Laura Paredes y actuaciones de Carla Peterson, Rita Cortese y Leonardo Sbaraglia, Blondi pone en foco una mirada desprejuiciada y fresca sobre la maternidad. Además destaca Toto Rovito como toda una revelación. Desde el vamos se nota que detrás de Blondi hay una producción importante. Hablamos de una película argentina producida por Amazon (pronto se podrá ver a través de Prime Video) en cuya banda sonora suena casi todo el álbum The Velvet Underground and Nico y hasta, como podíamos prever, algo de Blondie; una banda sonora nostálgica utilizada de una manera muy efectiva. Pero si bien es cierto que en lo técnico estamos ante una producción notable, Dolores Fonzi le imprime tanto a su personaje como a la película mucha frescura, naturalidad, sencillez incluso. Fonzi se pone en el papel de una mujer que fue madre muy joven, a los quince años, y que ella sola (con la presencia siempre infalible de otras mujeres de su vida: su madre y su hermana) crio a su hijo, quien supo convertirse en su mejor amigo. Es así que comparten salidas, porros, bebidas. Hasta que empieza a notar que algo, un futuro proyecto, comienza a distanciarlos, a hacer que él le esconda cosas. Porque Blondi no es adulta, nunca se siente como tal, y probablemente sea su hijo el que termine madurando antes que ella. O quizás madurar no tenga que ver con llevar una vida responsable y seria, sino con aprender a vivir con una misma y ser fiel a una. La relación entre esta madre y su hijo es la que lleva adelante la película, aunque a su alrededor pulula una galería de ricos personajes secundarios. Carla Peterson se luce en el rol de la hermana que siempre estuvo adelante, que fue ejemplo, con una vida acomodada que un día la hace replantearse si es realmente lo que esperaba para ella. Hasta que se harta y explota. Y cuando una mañana cumple esa fantasía de desaparecer, de salir de su casa como para irse a trabajar y no dejar rastro de a dónde fue, son Blondi junto a su madre e hijo quienes intentarán sostener el equilibrio de esa familia cuyo padre está pero casi más de adorno. La ópera prima de Fonzi se enfoca en el rol de las mujeres de esta familia, roles que se salen de lo establecido por la sociedad. Madres que hacen lo que pueden, como pueden y también cuando quieren, en un mundo donde siempre se pone el ojo en lo que hacen las madres antes que lo que hacen, o no hacen, los padres. Las maternidades son demasiados complejas como para encasillarlas y esperar que las mujeres las transiten del mismo modo (o esperar que todas las mujeres quieran transitarla). Ella retrata a estas mujeres de una manera que se siente muy auténtica y audaz, sin bajar línea, sin dar discursos. Hay un par de escenas que se corren de lo esperado y están resueltas de una manera muy linda e impredecible. «¿Vos pensás que soy una madre como todas las demás?», suelta en uno de esos momentos Fonzi. Con toques de comedia pero también momentos de una emoción nunca forzada, sin solemnidad, Blondi es una película divertida, con un guion sólido que consigue delinear a los personajes a veces con unas pocas pinceladas, y un cúmulo de interpretaciones destacables. Pero sobre todo pone en primer plano la complicidad entre mujeres. Una película encantadora como sus protagonistas.
En esta nueva entrega de live-actions de clásicos animados de Disney le tocó el turno a La Sirenita, la película basada en un cuento de Hans Christian Andersen que por supuesto optó por una versión mucho más luminosa y romántica que la original. Dirigida por Rob Marshall y protagonizada por Halle Bailey, quien tuvo el desafío enorme de ponerse en la piel de Ariel. La historia es conocida. La mayoría de la gente que se acerque a salas a ver esta versión probablemente ya vio la anterior, a excepción de gran parte del público infantil. Ariel es la menor de una hermandad de sirenas que viven bajo la protección y cuidado de su padre el Rey Tritón, pero lo que la diferencia del resto es su curiosidad. Ariel no quiere quedarse encerrada en el vasto mundo acuático, sino que le interesa lo que hay más allá de la superficie y, sobre todo, el mundo humano, la posibilidad de tener piernas, de caminar, saltar y bailar. Eso la enfrenta constantemente a su protector padre (Javier Bardem sorprende con un personaje que fácilmente podría haber caído en lo ridículo) y la pone en peligro al escaparse sin previo aviso a espiar, desde donde puede, a quienes navegan sobre ella. Pero cuando es fuertemente castigada tras acercarse demasiado a la superficie, tras tener contacto directo con un joven príncipe al que rescata, se ve arrastrada magnéticamente hacia Úrsula, hermana traidora de Tritón y conocida como la Bruja del Mar. Ella le propone el trato de convertirla en humana a cambio de lo más poderoso que tiene: su voz. ¿Qué es una sirena sin una voz? Ya no es una sirena. Mitológicamente, una sirena es una mujer mitad pez que llama, seduce y engaña a navegantes. Por supuesto la versión de Disney que conocemos es más edulcorada y romántica, pero esa voz con la que Ariel embrujó al humano al que salvó ahora no puede utilizarla para conseguir su propósito: el beso de amor que los mantendrá juntos de por vida. Si bien se habló mucho de la elección de su protagonista, en el primer número musical ya entendemos por qué Halle Bailey fue la elegida para el rol de Ariel: Sus interpretaciones consiguen el encanto que nos traslada a la época donde la magia de Disney era más simple y efectiva. Su química funciona con el príncipe, Jonah Hauer-King, a quien se le intenta brindar una mayor dimensión. Pero quien sorprende con su difícil rol es Melissa McCarthy. Su Úrsula es divertida y aterradora y cautivante y dan ganas de que tenga más minutos de pantalla. En esta versión la historia es muy fiel a la original, con algún pequeño descarte y algunas escenas nuevas que, a la larga, no aportan demasiado. Algunos agregados musicales compuestos por Lin-Manuel Miranda se sienten que sobran. Desde lo técnico, hay una gran construcción del mundo bajo el mar, por momentos luminoso y colorido pero con rincones oscuros y peligrosos. A la hora de desarrollar a los personajes que en una animación resulta más sencillo, como a los animalitos amigos incondicionales de Ariel, se apuesta a un estilo hiperrealista que en primera instancia resulta extraño. También se nota, y a veces demasiado, la intención de continuar apostando a la diversidad. Ojalá pareciera algo más fluido, pero una ve a todas las hermanas sirenas de distintas razas… pero ninguna que le escape a cánones hegemónicos, claro. En fin, intenciones que se agradecen pero que aún necesitan trabajarse, quizás incluso creerse para que no parezca que todo se trata de llenar cupos. Lo mismo con los pequeños cambios de líneas que intentan adaptarse a la época porque hoy parecen algo anticuadas. Tal vez por los agregados que no hacen más que estirar la historia, es que hacia el final todo se siente que se resuelve demasiado rápido, sin sorpresas porque ya conocemos lo que sucede, pero con poca emoción. La Sirenita no es la catástrofe que esperaba pero tampoco es una gran película de una compañía que en busca de inspiración decidió revivir clásicos hasta hace poco intocables. Una película entretenida que en sus mejores momentos nos traslada a otra época, tal vez porque se nota que el público al que apunta no es tanto al infantil sino al adulto que creció con esta historia. Un homenaje, un ejercicio nostálgico más que una reversión.
John Andreas Andersen dirige esta película noruega de cine catástrofe. Con algunos clichés propios de un género popularizado en Norteamérica pero también una construcción sólida de personajes y sus vínculos y, sobre todo, un fuerte hincapié en concientizar sobre las consecuencias que actos humanos, y en especial movidos por la ambición, pueden tener en el medioambiente. No es casual que esta película que, más allá de su engañoso título en español, gira en torno a una catástrofe sobre el mar suceda en Noruega. Porque en realidad lo que sucede no es un desastre natural, sino la explosión de una planta petrolera en un país que es un gran exportador de este recurso natural. Y el primer acierto de Maremoto es que no se regodea en escenas espectaculares y efectos especiales, sino que prefiere ahondar en personajes, en sus historias, para que luego también seamos testigos de cómo cada uno de ellos enfrenta estas situaciones inesperadas. Allí tenemos entonces a una joven que trabaja en una empresa de robótica y se encuentra en una relación amorosa con un hombre que tiene un hijo pequeño. En esa relación que parece cada vez más sólida y consolidada, se animan a dar un paso más y coquetear con la idea de vivir juntos, para no pasar solo aisladas noches así. A su vez, este padre soltero trabaja en una plataforma de perforación que se derrumba y de a poco los problemas se magnifican cuando él queda atrapado y ella no está dispuesta a quedarse de brazos cruzados mientras nadie hace nada al respecto. Con un poco de fórmula de manual, la historia avanza entre las peripecias y el terror de no sobrevivir sumado al de destruir un poco más nuestro planeta, el cual nunca dejamos de explotar. Pero Maremoto, que en realidad no tiene mucho de maremoto en sí, apuesta al factor humano y por eso resulta no sólo entretenida sino que la conecta a una con la historia. Quizás el personaje de ese empresario que se niega a trabajar en el rescate cuando ya queda poco tiempo y poco por hacer es el que está más desdibujado. Otro recurso que funciona es que empieza con una especie de testimonio de este hombre, como si estuviésemos viendo un documental. Si bien la historia es ficción, la denuncia o el mensaje es real, contundente, válido. Más allá del engaño de su título, Maremoto funciona como una película de catástrofe, con sus buenas dosis de tensión a las que le suma personajes protagonistas queribles con los que es fácil empatizar. Algunos lugares comunes y un mensaje aunque importante algo subrayado, estamos ante un exponente curioso, que consigue ser a veces más entretenido, a veces más emocionante.
«Hemos acudido a la cita, eso es todo. No somos santos, pero hemos acudido a la cita. ¿Cuántas personas podrían decir lo mismo?» Esperando a Godot – Samuel Beckett Emmanuel Courcol dirige esta curiosa historia real sobre un grupo de presidarios que llevan a cabo una obra de teatro de Beckett, obra que llegan a presentar por fuera de los confines de la cárcel. Etienne (Kad Meran) es un actor que no prosperó demasiado en su carrera y se le ofrece llevar a cabo un taller de teatro. Su idea es montar «Esperando a Godot» de Samuel Beckett con un grupo de presidarios. Por supuesto se trata de hombres que forjaron sus propios muros y que en un principio se ven bastante resistentes a ponerse bajo su dirección. Pero de a poco se entusiasman y lo que empieza como un juego va tomando tintes serios. Courcol opta por la comedia y el drama, con algunos momentos divertidos pero también sabiendo crear tensión o emoción, algo no del todo fácil cuando encontramos ante personajes que pueden reaccionar de maneras inesperables y absurdas, por lo tanto causando risa, pero también con historias duras que a veces los hace explotar en situaciones violentas. La película sigue estos ensayos, a veces frustrantes por su corta duración o por la resiliencia de estos internos, pero Etienne consigue convencer del interés, no sólo a sus actores sino también a algunos de los directivos. Así es que con mucho esfuerzo, logra que salgan de gira. Si bien estamos ante un caso real, un caso que el actor Jan Jönson narra en sus unipersonales, conviene no adelantar demasiado su resolución. No por la sorpresa en sí, el maldito término spoiler no tiene mucho sentido en este tipo de película, pero sí para dejarse llevar por las emociones de estas personas que hace tiempo no se ven forzadas a comportarse en sociedad. No obstante, la historia de superación es bastante predecible. Etienne tiene todas las de fallar y sin embargo decide seguir siempre adelante, presionar para poder compartir su trabajo, aquel en el que parecía haber perdido su fe y de repente cree y lo revitaliza. Por allí también están los atisbos de su vida personal. Una carrera que no funcionó de la manera esperada y una relación algo rota con su hija terminan de pintar a un Etienne frustrado y cansado que pronto vuelve a encontrar una motivación real. Y por el otro lado, el teatro. Esas escenas de ensayo y sus primeras representaciones son de lo mejor que tiene la película, apostando a un estilo muy realista. Algunas parecen casi documentales incluso. Sin embargo, se puede percibir ese cambio que producen los ensayos, el permitirse ser otro, el adentrarse en una historia que no es la nuestra pero que uno encuentra forma de apropiarse. En este sentido, estamos ante un grupo de actores que logran desenvolverse de una manera muy creíble siempre en un registro no del todo sencillo. En fin, una película sobre las segundas oportunidades, sobre lo relativo del éxito y el fracaso, pero también sobre cómo el arte nos salva y nos hace libres. Un poco de manual pero con algunos hallazgos que la hacen más interesantes.
Después de su paso por la reciente edición del BAFICI, llega a salas este singular policial. Dirigido por Daniel Casabé y Edgardo Dieleke y con guion de ellos junto a Martín Mauregui y Agustina Liendo, La sudestada es una adaptación de la novela gráfica homónima de Juan Sáenz Valiente y además trae de vuelta a Katja Alemann al cine. Jorge “sabueso” Villafañez (Juan Carrasco) es un detective privado que parece de otra época. Si bien no lleva trenchs ni fuma incontable cantidad de cigarrillos, lleva a cabo su trabajo de una manera algo artesanal y paciente. En lugar de usar la tecnología a su favor (estamos ante alguien que incluso tiene contestador automático en estos tiempos), se dedica a seguir, observar e incluso hablar con las personas, con una capacidad para que ellos cuenten cosas que generalmente callan. Tampoco es una persona tan solitaria; si bien se entiende que hace mucho que no está con una mujer (se intuye alguna historia pasada en la que no se ahonda), tiene un fiel y reducido grupo de amigos con los que se encuentra de manera asidua. El problema empieza cuando un hombre (interpretado por Edgardo Castro) lo contrata para seguir a su mujer Elvira (Katja Alemann), convencido de que tiene un amante. Esta vez, «Sabueso» no consigue respuestas rápidas. La mujer es una cautivante bailarina que hoy trabaja como coreógrafa, solitaria, que escapa a una zona aislada del Tigre para bailar desnuda entre los árboles. Su marido espera una respuesta directa de qué es lo que le sucede como para querer separarse, esperando respuestas concretas y esperables. Sin embargo, Elvira no es cualquier mujer. La presencia de Katja Alemann es imprescindible en la película, ella es la película. Seductora, misteriosa, fascinante, consigue cautivar no sólo a su protagonista sino al espectador. Entendemos rápidamente lo que a ese hombre le sucede al observarla, las contradicciones sobre seguir las reglas de su trabajo o dejarse llevar por su propia curiosidad, animarse a acercarse a ella o esperar en la sombra que algo suceda. Y ella le pone el cuerpo a un personaje que durante toda la primera parte de la historia no tiene casi línea de diálogo, es pura presencia. Ya la idea de poner en el centro a personajes de una edad que suelen quedar relegados a secundarios es un aporte valioso. Y el retrato que se hace acá de ellos es muy humano, logrando con pocas pinceladas pintar personajes queribles. De todos modos no estamos ante un policial clásico, sino algo más cercano a un melodrama. Casabé y Dieleke le imprimen un tono onírico que enrarece la propuesta. Y la narración no cae en los lugares comunes y esperables del noir, sino que se queda estancado en otra parte. Ahonda en el misterio de una manera poética que puede dejar sabor a poco a quien espere una vuelta de tuerca o trágico final de policial negro. Hay pequeños momentos de comedia y absurdo que le aportan no sólo humor sino ternura. Y las escenas de los sueños, algunos pesadillas aterradoras, terminan de enrarecer una historia que en el fondo es sencilla. La sudestada es una película extravagante, muy prolija desde lo técnico con planos hermosos probablemente inspirados en el cómic en el que se basa. Una experiencia interesante que quizás en algún momento se estanca desde lo narrativo pero consigue mantener su interés a base de esos personajes tan particulares.
En el 2018, los hermanos Luciano y Nicolás Onetti estrenaron una especie de La Masacre de Texas argentina. Este slasher generó curiosidad e interés más que por su historia poco original, por el hecho de apostar a un subgénero casi nuevo acá, en un país donde recién en los últimos años la producción del cine de terror se tornó vasta. La película original tenía a un grupo de jóvenes que llegaban a Epecuén (un pueblo balneario que supo ser un punto turístico importante del país hasta que quedó bajo el agua en 1985 y de a poco emergió en forma de ruinas) para realizar un documental. Pero en lo que quedó de ese pueblo se encontraban con una familia que había decidido quedarse y los secuestraban para torturarlos hasta la muerte, con mucha escena gore y violencia. Unos años después llega su secuela, esta vez dirigida sólo por Nicolás y escrita por Camilo Zaffora. Ahora los que llegan de afuera son una banda de música británica (aunque los actores sean argentinos hablando en inglés) que quedan varados en medio de una gira por el interior. Uno de ellos es seducido por una bella joven (Magui Bravi) que los arrastra a los adentros de Epecuén, un escenario que siempre le queda pintado a la película. Esta secuela tiene algunos puntos a favor y otros en contra en comparación con aquella. A favor le juega una especie de prólogo que es un flashback con uno de sus personajes (Germán Baudino), que intenta darle un poco más de trasfondo y profundidad a la motivación de los villanos. En contra, que una ya sabe de antemano qué es lo que busca y espera encontrar en la película, y ésta se toma demasiado tiempo en construir un clima de tensión latente que alarga el corazón de todo slasher: las escenas de violencia sangrienta. Solo unos pocos personajes se repiten y en general estamos ante un elenco nuevo. Hay un rejunte de personajes sin mucho desarrollo en su mayoría, con una cantidad de actores reconocibles del género sobre todo: Clara Kovacik, Chucho Fernández, Matías Desiderio, María Eugenia Rigón, Mario Alarcón. La factura técnica es impecable pero siempre emulando el cine de afuera. Excepto por Epecuén y por los rostros que ya conocemos, quiere lucir como un film extranjero. Hay una intención de venderse al mundo, es evidente, cómo culparlos si es donde mejor funciona nuestro cine de género. Los actores se prestan al juego y consiguen ser creíbles la mayor parte del tiempo. La música de Luciano Onetti le suma y aporta estilo. La trama es predecible, cumple con los puntos básicos de todo slasher y no logra destacarse por fuera de eso, incluso la idea de profundizar el conflicto no se termina de aprovechar. Muy de fórmula, si no se espera mucho más vale la pena.
La argentina radicada en España, Marina Seresesky, escribe y dirige una película sobre tres personajes que compartieron grandes momentos de su vida y se reencuentran entre mentiras y secretos para iniciar un nuevo, quizás último, viaje. Carlos Moreno es un hombre radicado en España junto a su esposa y su hija. Si bien lleva una vida tranquila, su pasado supo ser glorioso: fue un bailarín estrella de tango. Cuando recibe una llamada de su viajo amigo, Pichuquito, se entera de que quien fue su compañera de baile, Margarita, acaba de morir. Eso lo lleva a viajar a Buenos Aires, algo con lo que su mujer no está del todo de acuerdo. Pero al llegar a la ciudad que lo vio triunfar, se encuentra con que las cosas no son como le habían dicho y todo había sido parte de un engaño para realizar el extraño pedido de esta mujer: ir a ver al hijo que él no supo que tuvieron y que ella dejó en cuidado de alguien más en Mendoza. Empieza el baile es entonces una road movie sobre cuatro ruedas de una vieja furgoneta que pone a tres personajes, viejos conocidos que hoy se desconocen, a unirse para un mismo destino. Como toda película de espíritu tanguero, hay pasiones, desencuentros, secretos, discusiones. Y como bien argentina, sus protagonistas disfrutan de una fugazzetta o un asado apreciándolas como únicas, imposible de encontrar de esta manera en otro lugar del mundo. El trío de actores resulta clave para llevar adelante una historia bastante predecible pero no por eso menos encantadora, con momentos divertidos y conmovedores. A Darío Grandinetti le sienta bien el papel de quien se muestra duro por fuera, Mercedes Morán brilla como una mujer excéntrica y demasiado directa y picante y sorprende un Jorge Marrale con espíritu jovial y lúdico. Los escenarios, una Buenos Aires céntrica o las rutas que perfilan hacia Mendoza, con un paisaje que se va tornando cada vez más montañoso, están bien utilizados y se convierten en un personaje más. Seresesky parte de un guion algo básico pero consigue narrar con oficio y que le permite desplegar temas como los viejos amores, la amistad y la nostalgia. A la trama que por momentos se torna más dramática, las situaciones absurdas y los diálogos filosos le permiten conseguir un tono ameno que, incluso en algún momento álgido, se salva del golpe bajo aunque no puede escaparse de varios clichés. Lo que una llamaría una feel good movie, películas que están para hacernos pasar un buen momento pero no intrascendente, que nos exponen ante situaciones de la vida que resultan universales y que nos pueden permitir hacernos preguntas o rememoras viejos sentimientos. Parece poco pero no lo es.
Dirigida y escrita por Alex Tossenberger, Un bosque en silencio es una reescritura de Romeo y Julieta trasladada al sur argentino y donde las familias se enfrentan por sus orígenes diferentes. Manuel es un joven que aspira a una beca para estudiar piano en Buenos Aires. Sus padres se esfuerzan para que él pueda cumplir su sueño pero el ambiente es hostil para gente como ellos: un padre de origen alemán y una madre curandera de raíces de pueblos originarios. «Indiecito» es una expresión que se dispara y se recibe como un insulto. Y todo se complica aún más cuando se enamora de Sibila, cuyos padres pertenecen a otra clase social y no aceptan esta relación, al punto de llegar a tomar medidas extremas para separarlos. Un bosque en silencio cuenta con buenas intenciones, se percibe desde el vamos. Desde el cariño con el cual filma a sus personajes y al lugar que los rodea. Sin embargo su melodrama romántico adquiere demasiadas aristas dramáticas y no todas se suceden con autenticidad. Algunos diálogos, algunas escenas de tensión, elipsis desde un fundido a negro; aspectos de un guion al que le falta pulir detalles. Si bien prevalece la historia de amor joven, en aquella edad donde los amores parecen tempestuosos y definitivos, a su alrededor Tossenberger quiere abarcar temáticas de fuerte contenido social y económico. Pero todo queda pintado sin muchas capas y se termina percibiendo superficial. El mayor acierto se encuentra en su elenco. Sus dos jóvenes protagonistas, Iñaki Aldao y Antonella Ferrari, transmiten mucha química y sensibilidad. Y los expertos Carlos Kaspar, Lorena Vega, Víctor Laplace y Andrea Bonelli como los padres cada uno entiende a su personaje pero no todos consiguen brindarle mucha dimensión y allí quedan deslucidos los padres de la joven, con retratos planos que se contraponen a los de su contraparte. Técnicamente estamos ante una película prolija, en especial desde la imagen y la construcción de planos, donde colabora mucho uno de los lugares más lindos del país. Aunque juegue un rol importante en la historia, la banda sonora resulta invasiva y ayuda a sentir forzadas las emociones que la película busca transmitir. La mayor flaqueza de la película es un guion poco sutil y con demasiados puntos dramáticos que apenas se desarrollan. En muchas escenas es como mirar una telenovela, donde una no tiene otra opción que aceptar que las cosas se sucedan tan rápido y de ese modo, con diálogos pobres e innecesariamente sobre explicados. Con un lápiz afilado estaríamos ante un film más interesante sobre cómo el amor nos ayuda a crecer y a formarnos como personas.