LA HUMANIDAD DE CLINT 1. Clint Eastwood presenta a Richard Jewell (Paul Walter Hauser) de la siguiente manera. El tipo trabaja en una dependencia estatal de abogados en la parte de suministros y reparte de manera muy eficiente lo que ellos necesitan. Nadie parece reparar en su dedicación, excepto Watson (Sam Rockwell), quien le brindará unos minutos para conversar. No lo hace con amabilidad, más bien con la curiosidad propia de quien se cruza con alguien que se sale del modelo de empleado habitual. Richard le confiesa que algún día será policía y Watson le entrega un billete de cien dólares con la condición de que le prometa que no se le subirá el poder a la cabeza. Eastwood vuelve sobre una de sus obsesiones. En 1997 filmaba Poder absoluto desde el punto de vista de un ladrón profesional y artista que se enfrentaba a la maquinaria política para deschavar al presidente de la nación. El título mismo de la película aludía a un viejo aforismo inglés del siglo XIX que refiere cómo el poder absoluto corrompe absolutamente. En El caso Richard Jewell, Watson teme lo peor, aun tratándose de un ciudadano cuyo perfil está lejos de cuadrar con la supuesta capacidad de una fuerza de seguridad, al menos como se entiende en el imaginario yanqui. Unos minutos después, elipsis mediante, ya lo vemos a Richard desempeñándose como seguridad en el evento en cuestión, los juegos olímpicos de Atlanta de 1996 y comprobamos los esfuerzos desmedidos para desarrollar su actividad, sean físicos (la dificultad para desplazarse por el exceso de kilos, su indisposición en medio del quilombo) o emocionales (el desfasaje entre el deseo de colaborar, de ser espetado y la indiferencia y discriminación de los otros). Sin embargo, el destino le brinda una posibilidad extraordinaria: él será quien descubra una mochila con explosivos. La manera en que Eastwood rueda la escena previa a la explosión confirma una vez más las dotes como narrador y su poder de síntesis. En un abrir y cerrar de ojos, Richard se convertirá en un héroe forjado por la prensa y el poder, y al rato, en un villano, sospechoso de haber puesto la misma bomba. Lo terrible es que la mismas estructuras del poder político y mediático fabrican tanto los sueños como las pesadillas, y un hombre envuelto en circunstancias extraordinarias (los fantasmas de Hitchcock y Lang sobrevuelan la película) puede pasar en un santiamén de la felicidad al tormento. Entonces asoma nuevamente una de las tensiones más interesantes en el cine de Eastwood, a saber, de qué modo las convicciones políticas republicanas se abren en la ficción a una dimensión con matices más ricos, como si se tratara de un campo donde colisionan las figuras del anarquista/paria/rebelde con las del patriota. Richard intenta sostener un modelo de conducta que se corresponde con el deber, la justicia y el orden. Sin embargo, el curso de los hechos y la trama macabra del poder le harán perder su inocencia. Al igual que en Poder absoluto, hay una convicción en los protagonistas que no tranza con las imperfecciones del sistema del cual forman parte. El ladrón de joyas es capaz de apoyar la Guerra del Golfo con una calcomanía que guarda en un baúl, pero termina enfrentando al mismísimo presidente envuelto en un crimen. Richard Jewell tiene un arsenal de armas en su casa, adora poseerlas y se guarda un resto del banco que explotó en Atlanta, sin embargo, llegará el momento en que su persona se vea tan exprimida por la corrupción del FBI que decidirá estar en la vereda del frente, con la ayuda de Watson. 2. Una de las ideas que atraviesa el cine de Eastwood es la que incomoda a los discípulos del realismo bien pensante, aquellos que condenan a priori por la ideología del artista, se refugian en la corrección política, ese monstruo atroz que gobierna nuestros días, y padecen la condena de refugiarse en los patrones de la fidelidad del cine con el mundo. Una de las certezas que siempre ha tenido claro Eastwood (aun con sus altibajos y contradicciones) es que una cosa es la realidad y otra la mirada que se tiene sobre la misma. En este sentido, la película nunca busca someterse a la cronología ordenada de los hechos, a enfocarse en la reconstrucción del acontecimiento como podría hacerla un noticiero. Lo que prevalecen son los bordes y las consecuencias morales para quienes están implicados de manera directa o por accidente. Esto le permite introducir una dimensión humanista que excede la ideología propiamente dicha. En otra gran película, Crimen verdadero (1999), Steve es un periodista políticamente incorrecto que se caga en las dos instituciones que el propio Eastwood sostiene en su vida pública, el patriarcado con tinte religioso y la justicia republicana. Tiene que cubrir un caso de pena de muerte, pero su olfato le indica que el negro acusado es inocente. De repente, el tipo se obsesiona con ello y va hasta las últimas consecuencias. Es más, en una escena extraordinaria, se lo dice, le confiesa que él está ahí porque huele que es inocente, que no le importa una mierda su religión, su vida o lo que sea. La causa humana es más importante que una institución o que una convicción ideológica. En El caso de Richard Jewell, el personaje de Sam Rockwell despierta de su abulia profesional cuando le llega la posibilidad de enfrentar a un fraude. No es el amor ni el cariño lo que lo ata a Richard. En principio, cierto interés por formar parte del virtual éxito editorial de su historia. Luego, la obligación ética de que la impunidad del poder no se salga con la suya. Eastwood lo tiene en claro: se puede ser republicano pero no un pelotudo funcional. Así lo hizo saber en varias películas, y sobre todo en La mula (2018). La ética humanista está por encima de las instituciones, que siempre son perfectibles. Y en la ficción siempre las cosas se abren a un abismo más interesante, incluso la ideología. Hoy están de moda los comandos policiales retroactivos. Se sabe: toda acción tiene su reacción. La Historia nos encuentra en el presente con una fuerza reivindicativa de los derechos de la mujer, una serie de actos y discursos que mundialmente arrojan un manto de justicia en busca de la igualdad de oportunidades. Quien pueda oponerse a ello no hará más que consolidar un sistema retrógrado y continuar avalando las formas de exclusión y de violencia de hace siglos. No obstante, como todo, cada innovación arrastra esos caminos que se bifurcan en consideraciones delirantes como estériles. La peor en el terreno del arte es la condena moral. Resulta que ahora tales películas son “misóginas”, que las “mujeres” son degradadas, etc. Tarantino, Eastwood y otros tantos han caído en la volteada con argumentos que invitan a la risa. Entre tantas locuras, he leído por ahí que acusaban a Eastwood de misógino por el personaje que interpreta Olivia Wilde. Reducir su cine a eso es tan imbécil como leer Hamlet y decir que Shakespeare estaba enamorado del padre o decir que Eastwood es feminista en Los imperdonables (1992) porque las putas provocan la rebelión. Las dos objeciones principales lanzadas a El caso de Richard Jewell son insólitas. La primera: “no refleja lo que sucedió verdaderamente”, como si el arte debiera ser un espejo de la realidad (habría que liquidar a Picasso por el Guernica, entonces); la otra gira en torno al comando feminista actual que se queja del tratamiento del personaje, una periodista trepa que DECIDE tener sexo con un sujeto del FBI muy desagradable, porque le gusta y porque busca primicias, como si eso fuera un rasgo misógino. Tiempos difíciles diría Dickens. Por supuesto, nadie reparó en los otros dos personajes femeninos. Uno es el de la madre (Kathy Bates), con los matices que debe tener todo ser humano, aunque sea en la ficción, para no caer en una construcción plana o estereotipada. Así como es conmovedor el amor que mantiene con su hijo y cuyo lazo servirá para afrontar las circunstancias más adversas, ese mismo lazo ha sido una cadena para criar a una especie de mammone que sufre la discriminación, al que le cuesta construir un vínculo social y se obsesiona con la posibilidad de pertenecer y ejercer el poder desde las fuerzas de seguridad. No es la primera vez que Eastwood repara en este tipo de relaciones. Ya en Medianoche en el jardín del bien y del mal (1998) había escena que visualmente daba cuenta magistralmente del nexo enfermizo entre William y su madre. Mientras éste declara en un juicio por el asesinato de su amante, en otra habitación sentada está ella. La alternancia de planos es la soga que forja una complicidad fundada en las apariencias. En El caso de Richard Jewell, detrás de cada abrazo entre madre e hijo hay algo más que un consuelo mutuo y la ausencia de un padre no es un dato menor, como tampoco lo era en películas como Un mundo perfecto (1993) o El sustituto (2008). Del mismo modo, Nadya Light (Nina Arianda), el otro personaje de la triada femenina, podría parecer a simple vista el objeto predilecto de los ataques morales, dada la relación de dependencia con Watson, si no fuera porque más tarde el mismo abogado la califica algo así como la razón de su vida. Así son los vínculos. No hay blanco y negro como les gustaría encontrar a los inquisidores de turno. Las tres mujeres son necesarias para el desarrollo de la historia y colaboran para que la trama se construya. Al igual que en Deuda de sangre (2002) son determinantes para sacudir las identidades masculinas. Nadya, principalmente, despierta al abogado dormido y la vida de Watson ya no será la misma. 3. La cuestión humana es otra obsesión para el director. La mayoría de sus protagonistas deben tomar decisiones y muchas veces eso implica verse interpelados hacia sus propias convicciones. Richard se siente horrible viendo como aquellos hombres que respeta por las instituciones que representan lo someten a trampas continuas para cubrirse. Por más rígido que pueda parecer el mundo con su sistema de reglas y valores, a veces, las circunstancias extraordinarias obligan a saltarse el protocolo. En el cine de Eastwood esto se disfruta la mayoría de las veces (Sully), permite dudar en otras ocasiones (Million Dollar Baby) y genera rechazo también (Francotirador). Dentro de un mundo imperfecto, nada es tan claro bajo el sol, por supuesto. Sin embargo, la salvación nunca es individual exclusivamente o completa. ¿Podría afirmarse que Richard Jewell termina siendo un héroe consagrado cuando es absuelto después del tormento que ejerce el poder sobre él? No es lo que propone Eastwood. Una nueva elipsis lo muestra trabajando para la policía, se entera de que han hallado al culpable y a los pocos años se muere de una insuficiencia cardíaca. En todo caso, lo que prevalece es el valor de la camaradería y la construcción de un vínculo para enfrentar la adversidad (como en Jinetes del espacio). Hace un buen rato que su cine se aleja del aura de popularidad que se ha ganado en torno a la venganza y se acerca a una forma de humanismo donde la amistad prevalece. Esto no es nunca sinónimo de corrección política. Se ve en La mula cuando el viejito se acuesta con tres mujeres en medio de una fiesta de narcos, o le dice nigger a un tipo varado en la ruta, situación que no le impide ayudarlo con el auto. Una cosa son los valores que se sostienen y muy distinto el punto de vista en el cine. A diferencia de otros, Eastwood se guarda la careta bien guardada. La cuestión de la glorificación americana que desvela a unos cuantos, siempre está puesta en un lugar que nunca significa una clausura. Alguien me recordaba el otro día la escena de Bronco Billy (1980) en la cual Bronco y los suyos arman una carpa cosiendo centenares de banderas con barras y estrellas. La imagen misma predispone a lo peor, a la exaltación patriótica. El detalle es que lo hacen en un manicomio, lo que daría lugar a pensar en que el sueño americano tiene más de esquizofrenia que de consagración. Otra gran escena que ha sido sometida a juicio pertenece a Gran Torino (2008). Eastwood es Walt, un veterano de guerra, viudo, mal llevado y xenófobo. Sus vecinos coreanos lo enferman, los considera parte de una oleada desagradable que ha invadido al barrio. En un momento, por ciertas circunstancias que serán determinantes, estarán en su jardín, entonces Walt empuña su escopeta y acude a sacarlos. Desde el plano visual muchos alegarán que se trata de una apología, sin embargo, poco se detuvieron en la música bélica que enmarca la situación, un signo que describe a un tipo que está, como suele decirse, loco de la guerra. Es música la que puntúa la irracionalidad de las acciones y que nunca desaparecerá, aun cuando Walt revea sus convicciones. Las películas de Eastwood llevan a EE.UU. adentro, el lugar donde ciertos tipos guardan un arma en la guantera pero pisan el freno para no matar a una ardilla (El guerrero solitario, de 1986). El mundo de Richard es el de Río místico (2003) o Más allá de la vida (2010), un mundo de tipos solos portadores de una sensibilidad al borde del estallido, sobre todo porque pertenecen a una comunidad que los mira de reojo. Richard se debate en esa dualidad (ante los ojos del espectador) entre un sujeto bonachón que quiere ayudar a los demás pero que no obedece al perfil deseado y otro que puede explotar en cualquier momento con todo ese arsenal de armas que guarda en su habitación. Durante toda su carrera, Eastwood ha mantenido cierta tensión icónica entre la exacerbación de la venganza y la construcción de héroes vulnerables, ya sea por una condición física, psicológica o moral. Desde El fugitivo Josey Wales (1976), pasando por Bronco Billy o El jinete pálido (1985) y culminando en Los imperdonables, por citar una posible secuencia, la venganza es un plato que disfruta en la pantalla, sin embargo, quienes la ejercen son muertos que regresan, marginales bondadosos, tipos atormentados por su pasado y hasta sacerdotes. Esta ambivalencia en sus últimas películas aparece de manera más sutil y ese lado oscuro es sustituido (tal vez debido a cierto cansancio que proporciona la vejez) por la dimensión humana. Es lo que queda de Richard, la imagen de un gordo bueno y querible, un héroe que se queda solo. O en todo caso, es captado por la cámara de un cineasta que lo acompaña en sus imperfecciones, en su proeza humana y en una nobleza (aun contaminada por el sistema del que forma parte) que lo distingue del resto. Y que por supuesto no es perfecto. Como dice Red Garnett, el oficial de Un mundo perfecto cuando arroja la placa al final: No sé nada, no sé una mierda. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA POLÍTICA DE LOS GÉNEROS Lo primero es el espacio. Oeste de Pernambuco, en pleno sertâo brasileño. Lo segundo, una disputa, una pelea que, si bien aparece planteada en un marco despojado de una iconografía cientificista, remite a un futuro donde la exacerbación de problemas corrientes (la desigualdad, el vampirismo capitalista, el oportunismo político y la violencia) encontrará a dos bandos enfrentados: una comunidad que resiste con principios socialistas ante los embates de unos gringos sueltos por ahí dispuestos a quedarse con todo. Las elecciones estéticas que gobiernan la paleta expresiva de Bacurau aluden a un patrón digerible y que gusta en general a los circuitos de festivales europeos, cada vez más voraces por consumir un tipo de cine complaciente con moldes cercanos al realismo mágico o al exotismo misterioso. Lejos estamos de las propuestas radicales que en otras décadas sacudían los debates a nivel mundial. Sin embargo, un punto a favor de la película es permitirse jugar con los géneros, implosionarlos y dejar que el contenido alegórico apenas bordee la cuestión, sin interferir en esa libertad que destilan algunos desbordes saludables. Uno entiende que la historia invita a leer el presente, sin embargo, mejor se percibe una lógica cuyo imaginario rastrea en el western de modo descontracturado y sacude chispas visuales propias de un Walking Dead. A diferencia de Aquarius (2016), con mejor puntería, Kleber Mendonca Filho (uno de los dos realizadores) cambia la gruesa metáfora de las termitas por un colectivo de personajes que resisten (con drogas psicotrópicas incluidas) ante unos fanáticos americanos, excitados con matar, ocupar y apropiarse de las tierras. Cada facción tendrá sus líderes. Lunga (Silvero Pereira) es convocado por la comunidad y materializa la tradición de los cangaceiros; Michael (Udo Kier) es el líder de una facción despersonalizada. Si en un lugar los rituales otorgan sentido a una existencia, en el otro, el acto de vigilar con drones y de matar como si se tratara de un juego confirma el goce de los que tienen el poder. Más allá del esquema binario, hay elementos que enriquecen y enrarecen la elementalidad dramática de la propuesta. Un signo (pongamos por caso un ataúd) es un objeto que establece una conexión con los spaghetti western y no faltarán cadáveres para llenarlos, pero también es una imagen que acompaña una situación actual donde la muerte es la moneda corriente. Quedarse con la primera asociación siempre es más enriquecedor y los directores refuerzan, en todo caso, esa materialidad, más ligada al cine que a la interpretación sociológica. De allí que existan dentro de esta estructura arrítmica secuencias imperdibles como la de la pareja desnuda reventando a balazos a los intrusos, con toda la rabia y la fuerza que pide la situación, sin enmascaramientos de la escuela de la buena conducta. Otros disloques se producen cuando el plano sonoro establece una relación diferente con el visual: unos sintetizadores acompañan un momento de capoeira rompiendo cualquier pretensión costumbrista. En otras palabras, se trata del triunfo de la ficción, de la exageración y la desmesura por sobre la corrección política. Se puede hablar sobre la derecha del mundo sin resignar un ápice de placer maldito. Por último, si bien el western o la guerra parece ser cosa de hombres, Bacurau tiene a sus mujeres fuertes en ambos lados. De hecho, hay un punto de vista que desde el comienzo se clava desde la mirada de Teresa (Bárbara Colen), quien regresa a la comunidad. Allí también se encuentra Domingas (Sônia Braga) una médica determinante para el grupo. O Carmelita, la abuela emblema a quien dedican un funeral al principio y que se sentirá como espectro. Del otro lado, más lateral y deshumanizadamente, una mujer será capaz de matar y excitarse al punto de pedirle al compañero que cojan. Son parte activa de la cuestión y se plantan sin inhibiciones. ¿Es una excusa el sertâo para explotar el género o es el disparador para captar su inconmensurable paisaje de dolor y de pobreza? Lo bueno de la película es que parece haber respuesta posible para ambas opciones. Allí conviven los duelos con el reposo de imágenes procedentes de un espacio que parece ser soñado y que incluye hasta una lluvia (¡!). Allí se encuentra también una lectura política del presente pero cuya principal ofensa es el cine mismo.
LA FUERZA DE LO NO DICHO O MOSTRADO Tanto en Los globos, la película anterior de González, como en El cuidado de los otros, el mundo es un lugar vulnerable, sobre todo para los chicos. Es un drama que excede en este caso las clases sociales. Un error puede transformarse en una pesadilla cotidiana. ¿Es un mal irremediable del presente? ¿Es acaso el vaciamiento del significado de lo que se denomina responsabilidad, o cierta ligereza propia de una zona de riesgo inconsciente? A veces, el azar o el destino irrumpen abruptamente y la vida se torna insoportable. Luisa (Sofía Gala Castiglione) tiene dos trabajos. En uno de ellos, cuida a niños temporalmente, sobre todo a Felipe, el pequeño hijo de una familia porteña. El incidente con una puerta, la presencia de su novio en el departamento y un descuido sumergen a Luisa en un itinerario desesperante. Claro está, la desesperación está contenida y nunca las estridencias se imponen sobre un relato narrado con golpes sobrios de montaje y una efectividad narrativa que evita las explicaciones. La procesión de la protagonista es encapsulada por una cámara que nunca suelta al personaje, que acompaña su incomodidad existencial en un viaje donde el pánico y la incertidumbre se manifiestan a través de miradas, algún que otro desahogo y decisiones que parecen empantanar más el horizonte. Hay un calvario personal que pone a Luisa en una situación angustiante mientras el resto desfila sin saber muy bien qué hacer. No obstante, al drama individual, González le suma el otro, el colectivo, propio de una sociedad que ha naturalizado el trabajo precarizado (sea en la fábrica o en las casas donde familias pretenden cubrirse de sus pagos en negro). De ahí también la lógica del título, utilizada en el doble sentido de la desprotección. Con una mirada que no se refugia en proselitismos ni abusa de la hinchazón estética, González da forma a la punta del iceberg, con austeridad, despojamiento y precisión a la hora de trazar los comportamientos de los personajes. En los matices se encuentra el perfil de cada uno, en una realidad donde es difícil perdonar, aceptar y tolerar. Como en Los globos, hay un pasaje culminante, una decisión que abre una nueva posibilidad. Ni condena ni victimización. El cuidado de los otros, tal vez desconcierte en el contexto de un cine donde todo se erige como importante. En lo no dicho, en lo no mostrado, radica su principal fuerza.
MADRE NO HAY UNA SOLA En buenas manos es el título que han elegido los distribuidores para esta película francesa de Jeanne Herry llamada Pupille. La traducción es la acostumbrada estafa emocional a la que nos someten las reglas del mercado, un signo que puede atraer a multitudes como espantar a unos cuantos. En todo caso, se trata de una historia bien contada, con temas serios y un tratamiento ligero que elude la sordidez y la manipulación descarada, sostenida fundamentalmente por personajes sólidos y buenas actuaciones. Es lo que habitualmente se denomina un buen producto industrial, con ideas que podrían haber desembocado en el espantoso pantano de los mensajes sagrados, pero que narra un proceso que va desde una maternidad no deseada hasta la necesidad de ser madre adoptiva. En el medio, una compleja red de decisiones e intermediarios como puede darse en países del primer mundo como Francia, donde la racionalidad, la prolijidad de las formas y la presencia institucional parecen hacer todo más fácil. Al comienzo hay un disparador, una joven (Clara) tiene a su bebé pero no quiere hacerse cargo. Ni siquiera acepta tenerlo en brazos, ponerle un nombre o darle la teta. La decisión es lógica, la criatura no le pertenece. Nunca sabremos la previa: por qué decidió tenerlo o cuáles fueron las causas de su decisión. Lo bueno es que el punto de vista de la realizadora no condena ni demoniza. La intención es otra: describir el comportamiento de todas las personas involucradas en este proceso que intenta buscar una familia para niños o niñas cedidos en adopción, las dudas y las dificultades, la difícil tarea de resolver entre las candidatas y los agentes temporales, las familias sustitutas. Uno de los protagonistas (Jean) es un tipo al que le pagan por cuidar temporalmente a chicos separados de sus padres. La tarea parece desbordarlo y, como otros, forma parte de un engranaje estatal omnipresente que maneja y controla los movimientos de una maquinaria perfecta. La idea misma de «consejo familiar» asusta y tal vez, tanto cuidado apabulle. O será que no estamos acostumbrados a ello por estos lares. No obstante, dentro del plan pedagógico y emocional que muestra Herry está claro que lo verdaderamente importante son los niños. No podría afirmarse que hay enunciados subrayados en torno a un mensaje de «pro-vida», pero sí una cantidad considerable de primeros planos de un bebé (Theo al principio, luego Mathieu) al que se busca que abracemos al menos con la mirada. En realidad, hay un cúmulo de situaciones que abogan por destacar la importancia de la intimidad, del contacto corporal, como un lazo que excede la cuestión biológica. El acercamiento permanente de la cámara hacia los personajes acompaña formalmente la idea y es uno de los pocos indicios cinematográficos porque lo que impera es la necesidad de contar, de materializar un drama contenido que apenas se distingue de tantas series televisivas. Lo más destacable es el respeto por la decisión de las mujeres, por mantener en secreto su identidad y nunca una condena. También el enfoque completo dentro de un espectro que incluye padres caprichosos o sufrientes que pretenden apaciguar su agobio con un hijo, como otros incapaces de asumir tal responsabilidad. Finalmente, habrá un vínculo entre el bebé y una madre (Alice) y una capacidad diferente que parecerá unirlos de por vida. El destino es así. Solo hay que dejar jugar a los protagonistas de cada historia.
En Buenos muchachos (1990), Scorsese toma como referencia The Roaring Twenties de Raoul Walsh (1939), pero le escapa a la dramaturgia clásica en el ascenso y caída del gángster y se mueve en el vértigo de una narración fulgurante a base de bruscas elipsis. Al mismo tiempo, busca acentuar la correspondencia visual a la convulsión interior del personaje y a su paranoia. En una de los tantos momentos mágicos, un plano secuencia nos invita a pasar al bar de “los buenos muchachos”. Imágenes y relato nos presentan a cada uno de ellos mientras los colores, la música y los rostros se asoman en pantalla. Casi treinta años más tarde, un plano secuencia también inaugura la historia en El irlandés, pero la cámara se mete en un asilo. El tiempo pasa para todos: allí se encuentra Frank Sheeran (De Niro), un veterano de guerra y camionero que ha consagrado gran parte de su vida a la mafia y a ser la mano derecha de Jimmy Hoffa (Al Pacino), el famoso líder sindical. En 1990, la narración se articulaba desde la perspectiva de un chivato; en el 2019, desde la voz quebrada de un tipo que ha sobrevivido, pero que ha quedado solo. Los espectros de la saga de El padrino de Coppola y del Leone de Érase una vez en América (1984) son evocados, aunque despojados del aire shakespereano en un caso y la nostalgia acentuada en el otro. Como si fuera un gancho de clausura, Scorsese parece buscar la síntesis de sus obsesiones y de una tradición tan noble que comienza con los gángsters desde Underworld (1927) de Josef von Sternberg en adelante, transitando los códigos clásicos del género y fusionándolos con la vertiente del etnonoir surgida en los setenta. En El irlandés también conviven los dos tonos que han recorrido toda su filmografía. En la alternancia aparecen los tramos narrativos veloces, al ritmo de la circulación del capital y de los cambios sociopolíticos, que conforman esa épica reconocible fundada en el ascenso, los códigos de amistad, el cuidado de la sagrada familia y el poder. Luego, aquellos pasajes de reposo que conectan con películas como Kundun (1997) o Silencio (2016) donde lo religioso se presenta una vez más materializado en las dudas de los protagonistas. En relación a los primeros, basta revisar el magistral timing que Scorsese maneja cuando da cuenta de todos los movimientos de los sindicatos, la mafia y el aparato político. Años y maniobras se suceden paralelamente al acceso de Frank a zonas de privilegio (hasta donde su origen se lo permite, claro) gracias a su amistad con Russell Bufalino (un Joe Pesci contenido como conmovedor). En cuanto a los segundos, están las paradas en auto donde se activa el recuerdo y se prepara el terreno para la secuencia final, de alto impacto emotivo. Dios, Cristo y Judas aportan nuevamente sus rostros encarnados esta vez en estos tres personajes. Y el tiempo (gran protagonista anticipado con el plano del reloj al principio) no solo es esa cadena de hechos que la memoria del viejo Frank construye a medida que recuerda/olvida, también es la dilatación de una decisión que intentará, como en la tragedia griega, evitar un destino para constatar su carácter irremediable (la escena de la fiesta en reconocimiento de Sheeran es antológica, en este sentido). En un mundo lleno de trampas, la única alternativa es aceptar esa moral, que es como una religión, donde no faltarán corderos sacrificados y verdugos. El padre, el hijo y ningún espíritu santo. Las dudas para Martin Scorsese están en la tierra, aún en los ambientes mafiosos. Sin embargo, todo tiene un costo: la familia. He aquí la cuestión, cómo conciliar ambos mundos. En El irlandés hay también ovejas descarriadas, miradas que interpelan, y una en especial, la hija menor llamada Peggy será quien silenciosamente descubra la naturaleza de su padre y rompa el cerco de seguridad impostada y protección hogareña. Frank tratará de llegar a su hija. Si los espejos son centrales en la obra de Scorsese, será el rostro de Peggy uno de ellos, un interlocutor capaz de poner en crisis su modus operandi. El otro es el de Russell, la mirada del capo, la antesala del deber y de la sangre. Dualidad problemática entre cuerpo y alma, entre normalidad y excepcionalidad, entre acatamiento y transgresión, entre realidad y deseo, entre culpa y expiación. Si Jesús condujo al paroxismo esta batalla en La última tentación de Cristo (1988), Frank retomará la posta en la trama política de El irlandés. Finalmente, la vejez se asienta implacablemente en los rostros, alterados con efectos especiales, al igual que las visiones sobre el pasado. En Viviendo en un mundo material (2011), el magnífico documental sobre George Harrison, Scorsese muestra al guitarrista en su etapa solista que mira en el monitor a su joven versión interpretando This Boy, con un semblante que devela gracia y nostalgia a la vez. En este retrato, que elude lo épico y lo unidimensional, también los Beatles releen su historia. Probablemente Scorsese haya partido de esta idea como una opción estética viable a la hora de construir su fragmentario retrato sobre la naturaleza humana de este excepcional músico, acaso para actualizar las dos primeras líneas de All Things Must Pass: “El amanecer no dura toda la mañana /Un nubarrón no dura todo el día” El irlandés es eso y Frank lo sabe. El director que siempre trabajó la representación del cuerpo como síntoma externo de una problemática interior, con heridas a base de puñetazos, látigos y balas, aquí ofrece un cuerpo cansado que dejará una puerta entreabierta para irse a dormir y tal vez alcanzar la expiación. Solo el tiempo dirá qué sigue. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA INSCRIPCIÓN DE LA MIRADA La primera escena de Los sonámbulos marca el tono e introduce el malestar que regirá su duración. No es espeluznante en sí, lo tenebroso en todo caso es lo que nunca se dice. La imagen de una chica desnuda, sonámbula, con sangre menstrual, es el anticipo de los temas que atraviesan la historia: la incomodidad, el cuerpo, los miedos, los vínculos familiares. Como ocurre en gran parte del cine contemporáneo, la única forma posible para expresar el pesar es con la cámara en mano, pegada a los personajes y planos cerrados cuya sensación de asfixia buscan corresponderse con la de los protagonistas. A medida que avanza la trama pocas cosas suceden porque todo apunta a un estallido familiar. Sólo falta quien prenda la chispa de la discordia. En una casa de campo madre, padre e hija, van a pasar año nuevo, sin embargo, la dificultad de las relaciones no tarda en hacerse presente. El sopor, la incomodidad y las molestias propias de una situación que se hace cada vez menos aguantable para Luisa (Érica Rivas) aumentan la tensión y marcan los signos recurrentes en esta clase de historias donde se describe, se diseca y se exprime al máximo esa sensación de vivir prestada en un mundo masculino y desagradable, en un orden familiar de apariencias y rituales robóticos. La centralidad del cuerpo y su cercanía con la mirada instalan un campo de interrogación, un extrañamiento ante un universo regido por códigos retrógrados. Y entonces el escenario visible (una vez más) es aquel que muestra la desapasionada relación del sujeto con el entorno y con los otros. La única preocupación de la madre es la hija y lo que le pasa mientras absorbe sus propios cambios y transita su camino en medio de todo esto. ¿Qué pasa con el tiempo de esas mujeres? La respuesta es el carácter exploratorio que propone la puesta en escena de Paula Hernández. Lamentablemente, lo que conduce a ciertos climas genéricos vinculados con el terror, deriva en otro camino bastante trillado, sobre todo por esa huella “Martel” que asoma como una sombra determinante. Con una atmósfera opresiva a base de miradas y reproches silenciosos, todo aquello que parecía contenido estalla al final de manera similar a los episodios televisivos de la década del ochenta como Atreverse. Y si la película hace hincapié en la afección que sufren las mujeres, se vuelve afectada por tanto cálculo despojado e incorporación de clisés tan caros a la agenda del presente: el mundo es un lugar horrible del cual hay que huir de manera urgente. Los sonámbulos se presenta como un registro sólido y técnicamente impecable. Sin embargo, obedece al imperativo conceptual antes que a otra cosa, como si cada plano pidiera a gritos ser codificado en la vivencia corporal de sus mujeres protagonistas en un tono monocorde o por lo menos compartido con gran parte de la producción cinematográfica actual que circuló en festivales como el de Mar del Plata. Reparar en esta recurrencia parece irritar a parte de una crítica atravesada por el progresismo, amiga de los y las cineastas, temerosos de ofender la corrección política de la que son esclavos. Es el mismo sector que legitima y sostiene la agenda que les conviene para ver qué cargo pueden ocupar, las nuevas estrellas del establishment que se indignan si no programan o premian a sus corderos. Por supuesto que es un problema que excede a Hernández y a su película, pero existe y allí están los acusadores para confundir las opiniones sobre cine con cruzadas que apoyan ficticiamente y que encima quieren obligar a los demás a ver y a entender las películas como ellos desean que así sea.
ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS Amanda es un drama con ribetes industriales, es decir, una película destinada a la prolijidad y a la conservación de las formas. Su carencia de desmesura la hace conservadora, pero al mismo tiempo la distingue y la pone a salvo de varias estafas emocionales o productos bañados de una seriedad impostada. No es novedosa su incursión en vínculos que hay que recomponer ni en situaciones que demandan toma de decisiones luego de un hecho traumático. El título hace referencia a una niña que vive con su madre, una joven profesora de inglés. A ellas se les suma el tío David, un veinteañero que, al igual que su hermana, corre para todos lados envuelto en una rutina laboral vertiginosa. La primera mitad está consagrada a una descripción de las relaciones afectivas, incluida una incipiente relación entre David y una chica que alquila un departamento al lado de su casa. Además de trabajar para el municipio, el muchacho oficia como intermediario para rentar alojamientos y ayuda a la hermana con Amanda. Ciertas escenas ofrecen una particular gracia, una naturalidad fotogénica que enaltece a los personajes en esa París que surge luminosa y vital pese a las dificultades. Hasta que se produce un atentado que modifica drásticamente todo y las imágenes azuladas comienzan a gobernar el tinte de un universo donde hay que reformular la vida. En varias películas contemporáneas suelen verse protagonistas que se corren del camino para objetivar la experiencia, para rever el horizonte de sus pasos. Aquí, al joven David la persiana de la existencia le cae tan rápido como el atentado terrorista sobre un parque en el cual muere su hermana y su novia queda herida. A partir de ese momento, la historia deriva en cómo afrontar una especie de paternidad como se puede. Un acierto indiscutible del director es no personalizar al atentado. Se lo muestra como parte de una posibilidad latente sin indicar sus causas ni subrayando una condena. En todo caso, París se transforma en una ciudad sitiada, irrespirable. Está claro que habrá que convivir con esto por largo tiempo y eso no se cuestiona. Se acepta incluso como parte de una coyuntura política, resultado de siglos de dominación indiscriminada. Ahora el paisaje urbano se ha transformado del mismo modo que el paisaje interior ante la pérdida. Amanda y David lo expresarán en diversos desahogos, momentos que, en lugar de provocar la huida o la lágrima fácil, generan sana empatía, sobre todo por la fuerza y la intensidad que transmiten. En este sentido, no hay que temerle a los dramas ni dejarse tentar por la distancia crítica si la búsqueda es legítima. Una canción bien puesta, un llanto creíble y un rostro que trasunta emoción, si no dan vida, matan. Hers lo tiene en claro y construye su propuesta dignamente dentro de los carriles genéricos. Además, descubre a esos personajes y los hace crecer en la pantalla. Su película es más confiable que varios bodrios de chantas celebrados con pretensiones de seriedad. Y el tema es la pérdida y el modo en que se reconfiguran las experiencias. Por un lado, en la ciudad; por otro, entre los personajes. Despojado el exterior de certezas, la intimidad es una fortaleza que las relaciones trazarán paulatinamente. Para ello, no hay que traspasar los cuerpos con la cámara. A veces, la prudencia que marca la distancia sin poses ni estridencias permite un mayor acercamiento del espectador.
Tal vez debamos considerar, después de unos años, que hubo un antes y un después de Tarnation (2004). La película de Jonathan Caouette fue un faro para una cantidad de documentales capaces de combinar la faceta artística con las miserias familiares, un combo recurrente en la salvaje geografía de gran parte de EE.UU. En The Unicorn, de Isabelle Dupuis y Tim Geraghty, el protagonista es Peter Grudzien, el primer músico gay de country, condición que lo confinó a los márgenes de la industria inevitablemente. Pero la película no se pretende a la manera de un biopic ni mucho menos, sino que se organiza a partir de registros fílmicos y materiales caseros obtenidos principalmente en el período 2005-2007 para dar cuenta de las formas en que el arte y la disfuncionalidad familiar suelen ir de la mano. Y allí están los documentalistas para descubrir un ámbito que oscila siempre entre la calma y la tormenta, el arte y el infierno cotidiano, donde la locura es un signo omnipresente. Hay un trío compuesto por Peter, su hermana y su padre, cuya observación pone a prueba también al espectador, quien se verá movido hacia una frontera entre la tragedia y la comedia, dada la excentricidad de los personajes, envueltos en litigios y estados alterados. Esta característica confirma una vez más esa tensión que surge a partir de un delgado límite entre las miserias humanas como forma de espectáculo y un acercamiento de la cámara fundado en el asombro y la posibilidad de descubrimiento. Que se mantenga ese conflicto es una virtud de los realizadores. Pero también hay una película sobre un músico, y en todo caso, una celebración de aquellos espacios subterráneos donde se forjan estas identidades a los golpes, por afuera de las instituciones que controlan las voluntades y castigan, incluida la familiar. En medio del caos, el arte es la única forma de refugio. Son numerosos los pasajes en los que vemos a Peter componiendo, escuchando música, aún en las condiciones más adversas, sacando humo con su pipa. Las canciones atraviesan su vida, sea en un bar gay donde acude a cantar y a recitar o en medio de un ámbito plagado de objetos donde un gato negro circula sin tapujos. Hay momentos de humor y de dolor, más frecuentes estos últimos, sobre todo cuando su paranoia aumenta proporcionalmente a la intención de los primos por sacarlo de la casa. No obstante, nunca se dramatiza la situación ni se la manipula. Este aspecto de la composición abre una arista interesante, sobre todo en tiempos donde la tecnología permite hallar tesoros escondidos. También lo hacen los documentales sobre músicos de culto o no consagrados por su naturaleza contestataria. Peter Grudzien ha compuesto canciones desde los 16 años y grabó un disco indigerible para el canon de la música country de la década del setenta, cuyo título es el de la película. El impacto de este artista gay en un universo machista era para el género tan rupturista como Dylan enchufando la guitarra eléctrica en el famoso concierto de Newport. No obstante, esa mezcla de psicodelia con folk fue inaceptable. Por lo menos hasta hoy. Peter ya no está, pero dos realizadores parecen hacer justicia ante la omisión. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
TIEMPOS DIFÍCILES 1. Guasón es una película perturbadora, un diagnóstico demoledor sobre el mundo, esa manzana podrida donde abunda la indiferencia, la injusticia, la desigualdad y la falta de amor, porque, en definitiva, todo nace allí, en la carencia de afecto. Sin embargo, a diferencia de cientos de títulos del cine contemporáneo, la clave acá pasa por otro lado. Es como The Future, la canción de Leonard Cohen: el diagnóstico es terminal, pero a un ritmo bailable. Todd Philips lo sabe, por eso, nunca pierde de vista a la comedia, al musical, y al humor, esa herramienta capaz de corroer cualquier cimiento de la moral más victoriana. Sin caer en la solemnidad del canon legitimado por los circuitos festivaleros (sí, ganó el premio mayor en Venecia, pero eso no quiere decir nada; allí también obtuvo el galardón una bazofia como El ciudadano ilustre), ni circunscribirse estrictamente a la lógica expresiva de los cómics en su veta más chapucera, Guasón encuentra el equilibrio para no caer ni en el mensaje ni en la vacuidad. Su territorio es el del cine. De ahí extrae sus herramientas principales. Y el resultado es sumamente estimulante. Achacarle su genealogía al cine de su productor, Martin Scorsese, es la misma pavada de quienes diseccionan el cine de Tarantino buscando desesperadamente las fuentes originales. En la época del botonismo informático, la policía cultural está a pleno. 2. Joaquin Phoenix encarna a Arthur Fleck en el papel de su vida. La actuación sobrecargada es ese horizonte al que todo actor desea llegar, la consumación del ego en estado puro. El tipo es un perdedor que se disfraza de payaso para trabajar, pero que tiene una vida de mierda. Se sabe: los payasos son patéticos y tristes. Además, lo cagan a palos, lo cargan, lo humillan, y encima vive con su madre en un departamento oscuro y sucio. La locura arrastra a los personajes en todas sus dimensiones. La exacerbación está justificada por el marco mismo del cómic. Acá no hay burgueses insatisfechos, sino una caricatura que condensa todos los males que padecen aquellos que son arrastrados por un poder político ajeno, encerrado en su burbuja de cristal, sedimentando el odio en quienes pertenecen a la casta de los olvidados. En Ciudad Gótica, como en Buenos Aires y tantas capitales del mundo, los poderosos dan la espalda, mientras afuera la realidad azota. En una de las mejores escenas, Arthur se cuela en un cine para estar cerca de su supuesto padre, el magnate Thomas Wayne. Ese mundo no le pertenece, está claro. Mientras el caos de huelgas, basura y ratas se desata en las calles, un centenar de tipos vestidos de etiqueta se ríen con Chaplin en pantalla en esa burbuja de poder. Cambiemos los rostros y las circunstancias y obtendremos la misma escena con otros delirantes jactándose de organizar eventos primermundistas mientras el hambre se multiplica. Lo peor es el enfrentamiento entre pares. Hay una violencia que parece invisible, la peor, la que no distingue clases. En otra escena tremenda que transcurre en un ómnibus, Arthur ve en un niño negro la posibilidad de agradar con sus payasadas. Enseguida interviene indignada, a la defensiva, la madre. Arthur comienza a reír y le muestra una tarjeta que explica su trastorno. No hay caso. El miedo y la indiferencia también envuelven como una ola a todos, a los pobres, todos contra todos. Otra vez Cohen: “He visto el futuro hermano, y es asesinato”. 3. En un momento clave de la película, la gente aplaude. Es una reacción lógica. Ha pasado miles de veces en el cine, ese lugar catártico donde los espectros de la tragedia griega pasean. Creer que eso pueda generar violencia en la gente ya es parte de una discusión estéril e infantil. ¿Qué se aplaude en todo caso? Un momento de justicia, más allá de quien lo lleva a cabo. Se aplaude que un ser de ficción haga algo que nosotros no nos atrevemos. En el cuerpo de la víctima están todos esos verdugos televisivos que hay que soportar, mercenarios de la información, oportunistas del poder de turno, esos que se burlan a diario y tratan como idiotas a la gente, sosteniendo un discurso acorde a las viejas que “tocaron a un pobre alguna vez” y quieren comer flan a toda costa. Por eso la gente aplaude en esa escena. No obstante, la cuestión no es tan fácil y lineal. Guasón no es Relatos salvajes, y Arthur no es Bombita, uno de los tantos estereotipos que circulan en la película de Szifrón. Arthur es un tipo insano, sin embargo, es un eslabón en la cadena de insania que atraviesa a una sociedad de gente de mierda, como esos mamones de Wall Street que se arrogan el derecho de molestar a una chica en el subte y que desencadenará la furia sin retorno del protagonista, el inicio de ese disfraz de bromista que lo termina de pasar para el otro lado (junto con la negativa institucional/estatal de continuar proporcionándole los medicamentos). El verdadero Guasón son los otros, los que ríen y multiplican sus fortunas a costa de la gente honrada en nombre de los mercados. En este sentido, el derrumbe humano es inevitable y la aldea se transformará en esa tierra de zombies vivos que es Ciudad Gótica, pero que podría ser cualquier lugar del mundo asediado por los azotes económicos. 4. Entre los otros, aquellos que se ríen impunemente, se encuentra el personaje de Robert De Niro, Murray, el conductor de un programa exitoso de entretenimiento a quien Arthur toma como el padre que nunca tuvo (su madre está más loca que él). El programa es parte de la pesadilla naturalizada en un mundo de burlas y chistes fáciles. Una porción de la triste imbecilidad de Arthur es querer ser como él, otro imbécil del cual no conocemos nada más que su entidad como carne de la pantalla televisiva. Es vacío absoluto (el porte de De Niro, al borde de la caricatura, es notable al respecto), un tipo sin alma que no tiene más que un estado de show, una imagen que condensa la maquinaria mediática que lo engloba. ¿Es el villano? La respuesta es tan incierta como considerar al Guasón un héroe. Todo es parte de la subversión que propone Philip desde la meca hollywoodense para que se escandalicen todos aquellos que no soportan verse en el espejo de las miserias. Aquí tienen a EE.UU, al mundo del capitalismo salvaje y todo lo que fabrica para destruir. Después hay que bancarse a quienes quieran rendir cuentas. Tomar al Guasón ya constituido como un villano justiciero es tan demencial como sus propios actos porque el triunfo no es individual. El triunfo es el de la alienación y la desesperación frente al olvido, a la indiferencia y la carencia de amor. 5. En un tiempo donde los superhéroes se multiplican en franquicias infinitas, otro acierto de Phillips acaso sea crear una realidad autónoma a partir del universo de los cómics. La película parece ser esa hoja misteriosa de enciclopedia que descubren los personajes de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” en el glorioso cuento de Borges. Es como un injerto desprendido de un imaginario saturado de nombres y relatos que están dando dividendos monstruosos. Aquí la estilización no está al servicio de repetir la lógica de lo mismo, sino de cruzar elementos de las fantasías góticas originales con un marco urbano propio de la Nueva York de los años setenta. En la construcción del espacio se inscribe también esa zona de confluencia entre una y otra estética, un cruce que se aguanta el peso del realismo como de la fantasía comiquera, que puede ser tomado tanto en serio como en broma, sin que se desbarranque para un lado u otro. Es tan fuerte el personaje que hace olvidarnos de Batman, apenas sugerido en su infancia. Y cuando parece que el trazo grueso se desborda hacia el final, aparece la única señal sana dentro de todo ese mundo enfermo: unos pasos coreográficos al ritmo de Frank Sinatra para que no olvidemos que, a fin de cuentas, lo único que siempre nos salvará es el musical. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
EL HERMOSO KARMA DE FILMAR EN ITUZAINGÓ Mientras suceden los créditos finales de la última película estrenada del joven y prolífico Martín Farina, se escucha El karma de vivir al sur, enorme canción de Charly García: “Me vas a hacer feliz /Vas a matarme con tu forma de ser/Me vas a hacer reír/Vas a matarme con tu forma de ser”. Pocas veces un tema puede condensar tan bien el sentido de una película. Ituzaingó es la patria de Perrone y su hermoso karma, hacer cine desde allí. Lo tiene en claro Farina desde las primeras imágenes. En ese cielo, en esas calles, en esa casa y en esos objetos está el mundo del Perro, y también su modestia. No podía comenzar de otro modo. Un espacio, una poética. Allí nace todo. Una vez establecido el territorio, el resto es rodaje, esa experiencia anhelada con la voracidad propia de un director que no pierde el tiempo y que se guía por una pulsión contagiosa. Uno de los temas que atraviesan el documental es el tema del tiempo. El tiempo que se pierde inevitablemente, el tiempo que vale oro, el tiempo que lleva a hacer una película para acercarse lo más posible a lo que uno pensó, sin desconsiderar la magia que pueda surgir durante la filmación. Pero quien crea ver esto como una tortura, deberá buscar por otro lado. El Profes10n4l es una comedia, un genial acontecer, un día “perronista” que alterna “ganas de matar” y “felicidad”, como la canción de Charly. Antes que impartir conocimiento, transmite una experiencia. El Perro parece Fellini con su sombrero y sus berrinches, y hasta tiene a su propia Maria Antonietta Beluzzi, la eterna tetona de Amarcord. Farina se acerca como suele hacerlo en sus películas, con planos cerrados, y crea una zona de confluencia muy interesante con su condición de director y el director al que registra, como si hubiera una intersección donde dos identidades (maestro y discípulo) se confundieran en un mismo rostro, ya sea para jugar con la ilusión como para discutir cuestiones técnicas. Cercanía y distancia. Cuando Farina se aleja, es capaz de regalarnos momentos únicos, por ejemplo, el registro de una situación vista a través de su cámara y de la que utiliza el equipo del Perro al mismo tiempo. La duplicación posee un efecto interesante: la percepción simultánea multiplica la ilusión y destaca los contrastes allí, donde “las cosas ya no son como las ves” (otra vez Charly, otra gran canción) cuando la lente agita e inaugura otro orden más asociado a un efecto alucinatorio. Cuando Farina se acerca, hay momentos desopilantes, empezando por aquellas situaciones donde parece parodiarse su condición misma de espía. “Vos no ayudás en nada”, le dice Perrone, “estás ahí rompiendo las pelotas” o “No me hinches las pelotas con lo analógico y la garompa en nylon”. La felicidad es eso mientras se rueda. El cariño entre ambos también. Como ocurre con sus películas anteriores, la edición es fundamental. En este caso, una de las claves del humor radica en la repetición. El gag de una toma que hay que reiterar una y otra vez y los personajes que aparecen implicados son de los platos fuertes, sobre todo cuando algún comentario como “Dostoievski se rascó los huevos” completa la escena al mismo tiempo que se escuchan risas por ahí. Parte del respeto y la insurrección que trasuntan en El Profes10n4l se deben a esa tensión entre la admiración y el distanciamiento necesario. A fin de cuentas se está mostrando el trabajo de un enorme cineasta pero desde una pequeñez inmediata, desacralizando si se quiere la situación de rodaje porque, a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa es el resultado. ¿Qué puede surgir de todo ese caos? El orden, la belleza, la película misma (Cumparsita) que Farina se encarga de mostrar con algunos adelantos.