Guasón

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

TIEMPOS DIFÍCILES

1.

Guasón es una película perturbadora, un diagnóstico demoledor sobre el mundo, esa manzana podrida donde abunda la indiferencia, la injusticia, la desigualdad y la falta de amor, porque, en definitiva, todo nace allí, en la carencia de afecto. Sin embargo, a diferencia de cientos de títulos del cine contemporáneo, la clave acá pasa por otro lado. Es como The Future, la canción de Leonard Cohen: el diagnóstico es terminal, pero a un ritmo bailable. Todd Philips lo sabe, por eso, nunca pierde de vista a la comedia, al musical, y al humor, esa herramienta capaz de corroer cualquier cimiento de la moral más victoriana. Sin caer en la solemnidad del canon legitimado por los circuitos festivaleros (sí, ganó el premio mayor en Venecia, pero eso no quiere decir nada; allí también obtuvo el galardón una bazofia como El ciudadano ilustre), ni circunscribirse estrictamente a la lógica expresiva de los cómics en su veta más chapucera, Guasón encuentra el equilibrio para no caer ni en el mensaje ni en la vacuidad. Su territorio es el del cine. De ahí extrae sus herramientas principales. Y el resultado es sumamente estimulante. Achacarle su genealogía al cine de su productor, Martin Scorsese, es la misma pavada de quienes diseccionan el cine de Tarantino buscando desesperadamente las fuentes originales. En la época del botonismo informático, la policía cultural está a pleno.

2.

Joaquin Phoenix encarna a Arthur Fleck en el papel de su vida. La actuación sobrecargada es ese horizonte al que todo actor desea llegar, la consumación del ego en estado puro. El tipo es un perdedor que se disfraza de payaso para trabajar, pero que tiene una vida de mierda. Se sabe: los payasos son patéticos y tristes. Además, lo cagan a palos, lo cargan, lo humillan, y encima vive con su madre en un departamento oscuro y sucio. La locura arrastra a los personajes en todas sus dimensiones. La exacerbación está justificada por el marco mismo del cómic. Acá no hay burgueses insatisfechos, sino una caricatura que condensa todos los males que padecen aquellos que son arrastrados por un poder político ajeno, encerrado en su burbuja de cristal, sedimentando el odio en quienes pertenecen a la casta de los olvidados. En Ciudad Gótica, como en Buenos Aires y tantas capitales del mundo, los poderosos dan la espalda, mientras afuera la realidad azota. En una de las mejores escenas, Arthur se cuela en un cine para estar cerca de su supuesto padre, el magnate Thomas Wayne. Ese mundo no le pertenece, está claro. Mientras el caos de huelgas, basura y ratas se desata en las calles, un centenar de tipos vestidos de etiqueta se ríen con Chaplin en pantalla en esa burbuja de poder. Cambiemos los rostros y las circunstancias y obtendremos la misma escena con otros delirantes jactándose de organizar eventos primermundistas mientras el hambre se multiplica. Lo peor es el enfrentamiento entre pares. Hay una violencia que parece invisible, la peor, la que no distingue clases. En otra escena tremenda que transcurre en un ómnibus, Arthur ve en un niño negro la posibilidad de agradar con sus payasadas. Enseguida interviene indignada, a la defensiva, la madre. Arthur comienza a reír y le muestra una tarjeta que explica su trastorno. No hay caso. El miedo y la indiferencia también envuelven como una ola a todos, a los pobres, todos contra todos. Otra vez Cohen: “He visto el futuro hermano, y es asesinato”.

3.

En un momento clave de la película, la gente aplaude. Es una reacción lógica. Ha pasado miles de veces en el cine, ese lugar catártico donde los espectros de la tragedia griega pasean. Creer que eso pueda generar violencia en la gente ya es parte de una discusión estéril e infantil. ¿Qué se aplaude en todo caso? Un momento de justicia, más allá de quien lo lleva a cabo. Se aplaude que un ser de ficción haga algo que nosotros no nos atrevemos. En el cuerpo de la víctima están todos esos verdugos televisivos que hay que soportar, mercenarios de la información, oportunistas del poder de turno, esos que se burlan a diario y tratan como idiotas a la gente, sosteniendo un discurso acorde a las viejas que “tocaron a un pobre alguna vez” y quieren comer flan a toda costa. Por eso la gente aplaude en esa escena.

No obstante, la cuestión no es tan fácil y lineal. Guasón no es Relatos salvajes, y Arthur no es Bombita, uno de los tantos estereotipos que circulan en la película de Szifrón. Arthur es un tipo insano, sin embargo, es un eslabón en la cadena de insania que atraviesa a una sociedad de gente de mierda, como esos mamones de Wall Street que se arrogan el derecho de molestar a una chica en el subte y que desencadenará la furia sin retorno del protagonista, el inicio de ese disfraz de bromista que lo termina de pasar para el otro lado (junto con la negativa institucional/estatal de continuar proporcionándole los medicamentos). El verdadero Guasón son los otros, los que ríen y multiplican sus fortunas a costa de la gente honrada en nombre de los mercados. En este sentido, el derrumbe humano es inevitable y la aldea se transformará en esa tierra de zombies vivos que es Ciudad Gótica, pero que podría ser cualquier lugar del mundo asediado por los azotes económicos.

4.

Entre los otros, aquellos que se ríen impunemente, se encuentra el personaje de Robert De Niro, Murray, el conductor de un programa exitoso de entretenimiento a quien Arthur toma como el padre que nunca tuvo (su madre está más loca que él). El programa es parte de la pesadilla naturalizada en un mundo de burlas y chistes fáciles. Una porción de la triste imbecilidad de Arthur es querer ser como él, otro imbécil del cual no conocemos nada más que su entidad como carne de la pantalla televisiva. Es vacío absoluto (el porte de De Niro, al borde de la caricatura, es notable al respecto), un tipo sin alma que no tiene más que un estado de show, una imagen que condensa la maquinaria mediática que lo engloba. ¿Es el villano? La respuesta es tan incierta como considerar al Guasón un héroe. Todo es parte de la subversión que propone Philip desde la meca hollywoodense para que se escandalicen todos aquellos que no soportan verse en el espejo de las miserias. Aquí tienen a EE.UU, al mundo del capitalismo salvaje y todo lo que fabrica para destruir. Después hay que bancarse a quienes quieran rendir cuentas. Tomar al Guasón ya constituido como un villano justiciero es tan demencial como sus propios actos porque el triunfo no es individual. El triunfo es el de la alienación y la desesperación frente al olvido, a la indiferencia y la carencia de amor.

5.

En un tiempo donde los superhéroes se multiplican en franquicias infinitas, otro acierto de Phillips acaso sea crear una realidad autónoma a partir del universo de los cómics. La película parece ser esa hoja misteriosa de enciclopedia que descubren los personajes de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” en el glorioso cuento de Borges. Es como un injerto desprendido de un imaginario saturado de nombres y relatos que están dando dividendos monstruosos. Aquí la estilización no está al servicio de repetir la lógica de lo mismo, sino de cruzar elementos de las fantasías góticas originales con un marco urbano propio de la Nueva York de los años setenta. En la construcción del espacio se inscribe también esa zona de confluencia entre una y otra estética, un cruce que se aguanta el peso del realismo como de la fantasía comiquera, que puede ser tomado tanto en serio como en broma, sin que se desbarranque para un lado u otro. Es tan fuerte el personaje que hace olvidarnos de Batman, apenas sugerido en su infancia. Y cuando parece que el trazo grueso se desborda hacia el final, aparece la única señal sana dentro de todo ese mundo enfermo: unos pasos coreográficos al ritmo de Frank Sinatra para que no olvidemos que, a fin de cuentas, lo único que siempre nos salvará es el musical.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant