No vamos a negar una evidencia primordial: como artefacto cinematográfico, Madres perfectas (Adore) no transmite mayor ímpetu que el que uno puede encontrar, digamos, en el protector de pantallas de una computadora. La ambientación -playa, selva, mar turquesa- es tan idílica y suave que acaba volviéndose directamente anodina, mientras las actrices principales lucen enajenadas y los conflictos se despliegan con una frugalidad desconcertante, al punto de ahogar todo latido dramático. El relato impone un cuadro liso y despejado de lo que supuestamente debía ser erótico o, al menos, perturbador. Pero este resultado no parece ser del todo involuntario, y eso justamente es lo intrigante. Es probable que a la directora Anne Fontaine no le interese tanto emocionar como materializar teorías. Ya en 2001, en el que quizás sea su mejor trabajo, Cómo maté a mi padre (Comment j'ai tué mon père), esta cineasta francesa se preguntaba si es posible transformar la abstracción psicoanalítica en cine. Amigas íntimas desde la infancia, Lil (Naomi Watts) y Roz (Robin Wright) viven en una bellísima ciudad de la costa australiana. El marido de una murió hace muchos años y el marido de la otra transita por ahí sin dejar estela alguna. Cada una de las mujeres tiene un hijo adolescente. “Son como jóvenes dioses”, dicen las mamás orgullosas mientras admiran la destreza de sus chicos para dominar las olas. Un día Roz tiene sexo con el hijo de Lil y luego Lil se acuesta con el hijo de Roz. No hay mayores resistencias ni reproches más allá de alguna cachetada catártica. “¿Qué hemos hecho?”, pregunta Roz, a lo que Lili responde: “Cruzamos una línea”. Con este diálogo tan diplomático como ridículo se resume el cara a cara de las amigas, y son muchos los diálogos torpes que circulan en el film, como si se quisiera sugerir que, en realidad, en esta historia las palabras resultan inocuas, porque el lenguaje nunca a llega a articular la represión. No es necesario. Los tabúes no se padecen porque el deseo los excede, los pulveriza. Los personajes se permiten ser felices sin culpa. Y si uno había moldeado sus expectativas para espiar las vueltas de una pasión traumática, lo que la película hace, en su primera parte, es entregarnos escenas de absoluta libertad y plenitud. Lo que más angustia a los personajes no nace de los temas específicos del film (los códigos de la amistad, la diferencia de edad) sino de una cuestión mucho más universal: el temor al abandono. Y quizás no sea posible vivir siempre así, haciendo equilibrio en el borde. Las madres deben dejar que sus hijos tracen sus propios caminos e intenten adaptarse a la dinámica social. Por eso el relato, en una segunda parte, somete a los jóvenes al trámite de la convención. Matrimonio y procreación, mandatos que en esta historia particular solo llevan a pronunciar la dialéctica con aquel goce de la orilla. ¿Quién tiene el coraje y la energía psíquica para seguir el deseo hasta al final? ¿Cómo sostenerlo sin renunciar al mundo real? En la última escena comprendemos que los personajes de esta película no son seres humanos, sino apenas conjeturas dentro de un gran globo de ensayo. Su felicidad es pura especulación de la ficción. Nadie sobrevive aislado en una balsa en el medio del mar.
Al igual que Choele, la ópera prima de la mexicana Claudia Sainte-Luce, Los insólitos peces gato, podría insertarse en esa zona que los anglosajones denominan feel-good movies, la clase de películas que parten de un dolor profundo para luego matizarlo con adecuados atisbos de esperanza. Aunque se trate de un esquema muchas veces propicio para la manipulación del espectador, no creo que éste sea el caso. La realizadora quiere de verdad a sus personajes, los cuida, los deja respirar para que edifiquen sus subjetividades, y así consigue activar una empatía que se sostiene a lo largo de toda la película, más allá de algunas concesiones de guión ya mencionadas al inicio de esta nota. Y allí donde el film argentino prefiere el marco seguro de la fábula de iniciación, la película mexicana intenta en un principio preservar la ambigüedad sobre el contexto existencial de su protagonista, la veinteañera Claudia (Ximena Ayala). Debido a un malestar físico que no puede combatir, ella termina internada en un hospital en donde conoce a Martha (la notable Lisa Owen), una mujer que tiene cuatro hijos y padece HIV. El cariño es instantáneo, y apenas Martha recibe el alta médica, le propone a Claudia ir a almorzar con los suyos en su casa. A través de un lúcido plano-secuencia, la cámara nos introduce en ese hogar desde la perspectiva de la invitada, quien flota en medio del bullicio familiar como si ese abrigo fuera algo totalmente ajeno a su imaginario. Y lo es, de hecho. Más tarde descubriremos hasta qué extremo la vida de esta muchacha está marcada por la soledad. Es la elegante enunciación fílmica, en esa primera reunión alrededor de la mesa, la que afirma la relevancia de ese espacio vacante que Claudia ahora viene a llenar. Un rol, un lugar, un esencia. Ella será, alternativamente, hija, amiga, hermana mayor, confidente y madre. La prueba de que la familia no brota de la sangre sino del afecto franco y de las funciones que el sujeto es capaz de asumir en esa red de solidaridad. La película fluye con gracia, dueña de un humor tan sobrio como efectivo. Aunque las recaídas de la madre son recurrentes, llega un momento en que esos episodios están tan incorporados a la rutina que los hijos parecerían no tener real dimensión de la inminente pérdida. Y ahí es cuando la narración nos estremece al filtrar una escena en donde vemos cómo Wendy (Wendy Guillén), la hermana más chispeante del clan, se prepara un licuado con bananas, alcohol puro y pastillas de todo tipo. Claudia llega justo a tiempo para frenarla con un gesto sutil, sin emitir palabra, y entonces sí, la película se hace cargo del miedo que necesariamente se viene incubando en ese hogar. Es cierto que en diversos tramos de la historia y en el final el tono sobrevuela lo típicamente dulzón y colorido, pero eso no le quita mérito a la mirada inteligente y sensible que supo imponer la directora sobre el conjunto del film.
La imagen se arrebata, se astilla, se detiene y al instante se vuelve a encender. Huracanada, la cámara se lleva por delante aquello que a la vez intenta presentar: el paisaje del Mercado 4 de Asunción, en Paraguay, donde se concentra toda la acción de la película. De repente, la cámara nos amarra al punto de vista de una rueda, la rústica rueda de una carretilla que rastrilla los pasillos del lugar. ¿Por qué mirar desde ahí? ¿Hay un sentido en ese gesto? ¿O es solo otra demostración de la prepotencia de la imagen-cocktail, esa pulsión contemporánea que incita a barajar efectismos vistosos por la simple y única razón de que la tecnología permite hacerlo con total comodidad? Sepan disculpar estas prevenciones: sólo intento blanquear las sospechas que me asaltaron frente a la película. En principio, 7 cajas evoca el estilo y los temas típicos de Danny Boyle, e incluso ciertos motivos visuales conducen específicamente a un título: Slumdog Millionaire. Sin embargo, el film se afirma y gana peso propio cuando consigue cristalizar una diferencia fundamental: en 7 cajas la pobreza duele de verdad, y es esta irrebatible sensación la que sostiene la autenticidad de la película. Los realizadores Juan Carlos Maneglia y Tana Schembori nunca pretenden mitigar la desesperación que cunde en el mundo narrado, ese latido negro que uno sigue escuchando aun después de la proyección, mucho más allá del dudoso final feliz. Danny Boyle, decíamos. Hay una veta de 7 cajas que busca decir algo sobre el poder de la imagen televisiva como constructora del deseo, para lo cual el relato obliga al joven protagonista, Víctor (Celso Franco), a mostrarse fascinado cuando se contempla a sí mismo en el televisor, situación que se reitera por lo menos tres veces, con variaciones. Aquí es donde la película conecta con Slumdog: hay que huir de lo real para entrar en la imagen, la única forma de existir. Y éste es el punto más débil del film paraguayo, pues todo este artilugio autorreflexivo no sólo obstruye la fluidez narrativa sino que además resulta directamente innecesario. Ya en su primer tramo el relato se había ocupado de tejer con eficacia otro dispositivo: la apología del teléfono celular. Aunque primero, por supuesto, está el dinero, el símbolo primordial. Es el turno, entonces, del montaje. El lazo, el camino de lo visible a la abstracción. Tres planos veloces atados a los ojos de Víctor definen al personaje y sus circunstancias. Un billete que pasa de mano en mano, luego un billete que una chica introduce en la mochila de un amigo y, finalmente, el plano de una cartera. Una cartera cerrada, donde el dinero no se ve pero se huele, se anhela. ¿Víctor lo quiere para comprar comida? Sin dudas, pero también para poseer y ostentar ese celular todo terreno que acaban de ofrecerle. Muy cerca de ahí, en una farmacia, un hombre estalla porque no le alcanza el dinero para el remedio que su pequeña hija enferma debe tomar. Habrá que luchar. La legalidad es un lujo que la urgencia no se puede dar. Película intensa, con trazos de humor administrados con inteligencia, 7 cajas nos hace rodar en un aluvión de trueques de todo tipo y color. Símbolos manipulados, alucinados, imprescindibles, burlados, improvisados, sucios, reciclados, atávicos o recién acuñados, un intercambio constante en donde incluso los objetos de consumo más codiciados pierden todo su valor cultural agregado para ser sólo deseados por su valor de uso. Y esto es lo que ocurre en el film con los celulares: nadie se acuerda de los chiches adicionales del artefacto cuando lo único que importa es el contacto, la comunicación que podría salvar la propia vida. Y en el medio del caos, un parto. Una mujer embarazada debe llegar al hospital, la misma mujer que al principio de la película promueve la venta del teléfono protagonista. Ella recibe al final su recompensa monetaria, justo cuando parece haberse olvidado de todo. El mundo es ella y su bebé. Es que un nacimiento es precisamente aquello que lo real no negocia. No hay ecuación ahí. No hay símbolo posible.
Debut en el largometraje del actor Luis Ziembrowski, Lumpen es un film que incomoda, irrita, raspa, satura. Por momentos parece anclado en cierta estética orgullosamente marginal propia de otra época, con esa fusión de grotesco y sordidez sobreactuada que uno podría asociar a un Jorge Polaco, por ejemplo. Al mismo tiempo, las pretensiones reflexivas de Lumpen sobre el tema del cine dentro del cine inflan el relato y lo vuelven confuso y deshilachado hasta la extenuación. Estamos en alguna esquina derruida del conurbano bonaerense, un foco de roña y fascismo en donde Bruno (Sergio Boris) intenta sobrevivir junto a su hijo adolescente (Alan Daicz), lidiando con diversos personajes siniestros que habitan el barrio. Mientras el chico se obsesiona con una cámara filmadora que pertenecía a su padre, éste se interna en un laberinto de paranoia al sentir que no puede proteger a su hijo en ese escenario de miserias. Todo indica que la historia transcurre a comienzos de 2002, en aquella extrañísima Argentina en donde la incertidumbre política buscaba sosiego en las asambleas vecinales. En la ficción se lee claramente ese marco de protestas y ansiedad (animado por una esperpéntica militante trotskista), pero aquí lo interesante es que este contexto se sugiere principalmente a través de una meticulosa percusión (bombos, tiros, arengas callejeras, noticias en la tele o en la radio) que inflama el fuera de campo y logra transmitir la angustia de ese tiempo histórico particular. El punto más alto del film reside sin dudas en el fértil tejido de la banda sonora. “No estoy contando la película desde el punto de vista de los héroes, sino desde el lado de los canallas”, dijo Luis Ziembrowski en la charla posterior a la proyección del film, decisión de riesgo que el relato lleva hasta sus últimas consecuencias al hacer que todos los personajes nos generen algún grado de rechazo o desconfianza. Lo reitero: ver Lumpen fue una experiencia agotadora. Y sin embargo, a pesar de sus debilidades, hoy se me aparece como una película increíblemente urgente y pegajosa. Uno no puede desprenderse de esas imágenes rabiosas que retornan una y otra vez como si fueran martillazos, y es justamente esa capacidad para agitar la percepción -y las ideas- lo que distingue a Lumpen de otras indolentes óperas primas nacionales que compitieron en este festival. La diferencia central es que esta película está viva. Respira. Es la obra desesperada y honesta de un artista hambriento, que necesita aullar y que está dispuesto a sangrar.
Cualquier película que convoque al gran Luis Ziembrowski como protagonista tiene que arrancar necesariamente con entusiasmo, y Deshora no es la excepción. Aires rurales. Aislamiento. Tedio. La mirada de un tercero y el desequilibrio que provoca lo nuevo. Ambientada en una finca en el noroeste argentino, la opera prima de Bárbara Sarasola-Day narra lo que sucede en la intimidad de un matrimonio cuando un joven pariente llega del extranjero para instalarse en la hacienda por un tiempo. Ya desde los primeros minutos se advierte que el visitante, Joaquín (el colombiano Alejo Buitrago) buscará seducir a su prima Helena (María Ucedo), mientras Ernesto (Ziembrowski) se mantiene ocupado siendo un patrón bondadoso y diligente. Y acá aparece la primera zona endeble del film: la integración entre el espacio y los personajes. A pesar de la inmejorable geografía y de los detalles lucidos, el contexto parece quedarse sólo en lo pintoresco, sin lograr nutrir de forma espontánea el conflicto central. Lo que obtenemos, en cambio, es una impresión de “bloques” (la plantación, la cacería, la riña de gallos, el burdel) que el relato nos hace recorrer como si fuera una excursión. Si pensamos que esto lo estamos viviendo sólo desde la mirada extrañada del nuevo huésped, entonces el enfoque podría justificarse; sin embargo, uno siente que con el escenario elegido se pretende decir algo más con respecto al campo y a sus clases sociales, y esto es justamente lo que no se llega a desarrollar. De todas maneras, no es esta faceta "antropológica" el punto más complicado del film. Ahora viene lo difícil: tratar de convertir en argumento aquello que sólo logramos entender desde la intuición. Vamos al núcleo: Deshora es básicamente una película con vuelta de tuerca. No lean lo que sigue si piensan verla. En la función de prensa del film hubo muchas risas nerviosas durante ciertas escenas que no buscaban generar esa reacción. ¿Es posible que a esta altura de la soirée el público se siga incomodando frente a la tensión sexual entre dos hombres? Bueno, en parte sí, y la propia película habla un poco de eso: la estructura mental conservadora es mucho más tenaz de lo que queremos admitir. Pero lo que principalmente motivó las risas fue una sensación de torpeza que el film transmite al mostrar los acercamientos entre Ernesto y Joaquín. No es que los actores estén mal ni que los hechos resulten inverosímiles: el asunto es cómo el relato nos prepara para esos momentos, y aquí lo que naufraga es la graduación de los indicios. El ejemplo claro es el “discurso sobre la caza” pronunciado por Ernesto, una escena demasiado apresurada que con su subrayado termina dañando la ambigüedad de lo que viene después. Y aquí es donde la intuición nos lleva a diagnosticar que la película reclamaba mayor tiempo para que la evolución del deseo prohibido fuera más sutil, más escalonada. ¿Pero cuál debería ser la duración ideal de Deshora, entonces? ¿Dos horas, tres, cuatro? ¿Quién tiene derecho a establecerlo? ¿Quién se cree capaz de calibrar el tiempo preciso de una pulsión? ¿Acaso la película no lleva incorporada una noción del tiempo en su mismo título? Sí, y hasta se respira la angustia del reloj biológico, que no es un tema menor. Vamos a la hipótesis: hay historias que sólo se pueden contar con los tiempos propios de las telenovelas. Deshora tiene todos los elementos para ser una gran telenovela, y espero que esto se entienda como un punto a favor, como una oportunidad para releer toda la película y reconocer que en ella palpitan unas inmensas ganas de narrar que, simplemente, se quedaron sin tiempo. La idea surgió luego de ver en este Bafici la genial Últimos días de la víctima, de Adolfo Aristarain, en donde me reencontré con Arturo Maly, y recordé su extraordinario personaje en "Celeste", una ficción con Andrea del Boca que se emitió allá por 1991. En esta novela Maly interpretaba a un padre de familia que ocultaba una relación gay que había tenido en su pasado, hasta que debió blanquearla al descubrir que estaba enfermo de sida. La suya era una devastadora historia de amor trunco, autocensurado. "Celeste" era una novela larga, de las de antes, con intrigas que se desplegaban con tiempo, con muchos diálogos, postergaciones y recurrencias. Pasó casi un cuarto de siglo, el mundo es radicalmente otro... o no (recordemos las risas en la sala). Hablamos de mandatos y temores ancestrales: la represión de Maly en "Celeste" es la misma que sufre Ziembrowski en la película. En Deshora, en lugar de experimentar una idea de progresión, lo que recibimos es una acumulación de incesantes escarceos, dudas y arrebatos violentos que sólo alcanzan el golpe superficial porque no pueden permitirse el tiempo para la reverberación verdadera. Entonces el atajo es la patología, cuando la película bien podría haber sido la historia de una pasión inesperada.
Lo posible. Dicen que This is not a film escapó de Irán escondida en un pendrive que a su vez pasó la frontera camuflado adentro de una torta. Puede sonar a cliché de película carcelaria o incluso a comedia de espías, pero lo cierto es que la anécdota es totalmente creíble. La tecnología lo permite. El hombre lo hizo posible. Convirtió los rollos enormes de cinta en un archivito de bytes apto para adminículos casi microscópicos. Es un privilegio ser testigo de esa magia que se hace real y que a la vez nos hace bien. El hombre aterrizó en la luna cuando apenas un siglo antes la idea no era más que una fantasía de la ciencia-ficción. Un día despegó el Apollo 11, sí, pero mucho antes Méliès ya había transformado lo imposible en cine lanzando un cohete loco sobre su luna-pastel. This is not a film también tiene algo de nave espacial, diseñada por una de esas mentes que están siempre un paso adelante, que no se conforman con el mundo dado pues no creen que existan límites para el sentir o el pensar. Hace unos meses la nave se me incrustó en los ojos y no la quiero soltar. Del desayuno al crepúsculo, ahí estamos con Panahi en su confinamiento sin olvidar en ningún momento que cuelga sobre él una condena absurda y feroz: seis años de cárcel y veinte años de inhabilitación para realizar actividades artísticas o públicas. La melancolía lo empapa todo y, sin embargo, durante la proyección nos reímos más de una vez gracias a un anfitrión generoso y divertido que jamás intenta ganarnos desde la victimización. Panahi está entero. Aunque alguna ráfaga de ansiedad o preocupación surque cada tanto su rostro, lo que se impone en su temple es la seguridad de quien sabe que no puede hacer otra cosa porque no hay peor prisión que la claudicación. El artista debe insistir. El cineasta debe seguir rodando películas, aunque sea a través de un intermediario. Por eso lo llama a su colega Mojtaba Mirtahmasb para que lo ayude a dejar testimonio de un proyecto ya esbozado antes del arresto. Inspirado en un brevísimo cuento de Chéjov ("Del diario de una jovencita"), Panahi quiere narrar la historia de una joven iraní que sueña con estudiar arte pero choca con la prohibición de sus padres, quienes terminan encerrándola en su habitación para evitar que asista a clases. Ella se dedica entonces a mirar por la ventana, buscando algún resquicio por donde huir. Panahi lee partes del guión y utiliza su living como set, graficando sobre el suelo el cuarto de la muchacha. Enroscado en sus ideas, Panahi va y viene sobre ese espacio ínfimo, interpreta diálogos, duda, retrocede, retoma, por momentos se asemeja a un maniático en camino al hospicio, hasta que se pregunta: “Si podemos contar una película, ¿entonces para qué filmarla?” Silencio. El relato cambia de rumbo y Panahi focaliza en otras cosas. Sin embargo, yo me quedo enredada en un plano de la ventana que mostró unos minutos antes, la ventana de su departamento que vendría a ser a la vez la ventana de la joven ficticia que quiere atravesarla para ir a estudiar. En principio, no es alentador lo que ese marco devuelve: un hueco hacia un patio interno, una escalera y rejas varias (si esto no es exacto, al menos es lo que grabó mi recuerdo). ¿Acaso podemos ver más allá de lo concreto? ¿Podemos acompañar a Panahi y ver con los ojos de quien anhela salir, de quien vuelca el sentido en el objetivo y no en la primera valla? Es solo un plano desde una ventana. Es el espectador quien debe hacer jugar sobre ese plano su propia pintura mental, la imagen de otros mundos posibles. Ver es ver con los otros. El director se detiene en tres escenas de su filmografía y confiesa que aquello que más ama de sus películas es lo que no planificó, lo que escapó a su control. La nena de El espejo que decide decir no, cansada del rodaje y el fingir. El protagonista de Crimson Gold y su particular manera de entornar los ojos. Una mujer desesperada en El círculo y la arquitectura de Teherán que la envuelve como si fuera una jaula. Es allí donde respira el cine para Panahi: en lo que el hombre tiene de inalienable. El sujeto en su libre albedrío, en su individualidad, en las construcciones culturales que lo explican (y también lo someten). Panahi es un autor que observa, que nunca se impone por encima de sus personajes. No fabrica alternativas idealistas frente al dolor. Expone los hechos con penetrante elocuencia y nos invita a preguntarnos si la historia tiene que ser necesariamente así o si podría ser de otra manera. Asumir que el cuadro debería ser diferente es fácil. Lo difícil es inventar la imagen que se haga cargo de activar la diferencia. Una cuestión política. “El cuadro trata de lo que está ausente, de la libertad que es ausencia”, escribió John Berger en referencia a Magritte. Futuro. La trenza entre artificio y azar característica de Panahi también está presente en This is not a film. El dvd de Buried (Enterrado) que se asoma en un estante, por ejemplo, es un detalle de decorado deliberado que apunta a la ironía, mientras que el plano de la iguana trepando la biblioteca es bello justamente porque es espontáneo. Pero no resulta demasiado productivo ponerse a zanjar el límite entre una cosa y otra. En la extraordinaria secuencia final realmente no importa si el muchacho que recolecta la basura es un actor o no. El joven es estudiante y está terminando una maestría en economía. Como la chica del guión aún no filmado, el muchacho tiene deseos, ganas, busca en la educación una forma de emancipación. Así y todo, no consigue trabajo en lo suyo y sobrevive haciendo changas. A simple vista es una historia de desazón más, quizás marginal dentro del contexto de la película. Sin embargo, el caso aporta aún más complejidad al tapiz que el director venía hilando, porque en ese momento no importa ni la religión, ni la nacionalidad, ni el género del personaje, sino el hecho de pertenecer a una generación, la edad perfecta en la que el sueño político encuentra el calor preciso para germinar y encenderse. Un viaje en ascensor alcanza para reconocer la irrupción de la desesperanza, la pesada sensación de ser desterrados del futuro. Lo imposible posibilitado. Panahi se despide del joven mientras éste se dirige hacia un enorme portón que da a la calle, desde donde llegan estruendos y lenguas de fuego. Es año nuevo en el calendario persa. El joven sale y nos deja solos otra vez con Panahi, de este lado de los barrotes. Intento recordar que la distancia entre lo imposible y lo posible muchas veces es sólo una cuestión de tiempo, de perspectiva. Cuesta. Vuelvo a intentar y me asalta la tenacidad del artista, su voluntad. Maniatado por el sistema, Panahi decide seguir empuñando su cámara hasta el último minuto, capturando la frontera, la valla que lo encierra y a la vez confirma signos de la resistencia que grita detrás. O nos hundimos en la puerta oscura, o ajustamos el foco sobre los fulgores que la rodean para que iluminen una nueva imagen, sólo una más, que nos incite a creer en lo que hoy nos parece irreal. Fundido a negro total. Ahora empieza la otra película, la que uno está obligado a proyectarse a sí mismo luego de vivir una experiencia fascinante y libertaria.
Hoy, cuando el Bafici está a punto de bajar sus persianas, sé que Tanta agua fue la película más disfrutable y querible de todas las que pude ver en este festival. Lo digo, sí, reconociendo que el relato acarició sensores íntimos que me hicieron entrar en perfecta comunión con la mirada sobre el mundo que propone la película. Pero no me engaño: más allá de la sintonía personal (o generacional, si prefieren), Tanta agua es objetivamente una película muy precisa en su construcción formal, un film que despierta una auténtico cariño a partir del rigor, y que se entienda esta palabra en su mejor acepción: el rigor fecundo que sabe pasar inadvertido, la alegre meticulosidad que se traduce en coherencia, la callada vehemencia por hacer que todos y cada uno de los detalles de la puesta en escena sean portadores de sentido. Hace unos días tuve la posibilidad de conversar con Ana Guevara, una de las directoras de esta producción uruguaya participante de la Competencia Internacional de este Bafici. Su amiga y socia en este trabajo, Leticia Jorge, ya había volado de regreso al Uruguay. Lo que sigue son algunos fragmentos de esa charla. La historia Tanta agua comienza cuando Alberto (un impecable Néstor Guzzini) llega con el auto a la casa de su ex mujer para llevarse a sus hijos, el pequeño Federico (Joaquín Castiglioni) y Lucía, una adolescente tímida y un tanto arisca con su papá (Malú Chouza, gran hallazgo). El plan es pasar unos días de vacaciones en las termas, pero el clima no acompaña. Llegan al lugar y todo lo que encuentran es lluvia y más lluvia. Las piscinas están cerradas y las actividades alternativas se agotan pronto. No les queda otra que ingeniárselas para entretenerse dentro de la pequeña cabaña. Y ni siquiera tienen televisión. “El disparador de la historia -explica Guevara- fue una anécdota que contó un día Leti [Leticia Jorge]. Con ella siempre hablamos de algo que nos obsesiona: nuestras familias. Nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros abuelos. Hablamos mucho sobre eso, y estábamos haciendo un guión que tenía que ver con el tema pero que no iba para ningún lado. Entonces un día ella recordó una vez en la que ella se fue con su papá y su mamá a las termas. Llovió todo el rato y su papá estuvo tres días sin hablar, hasta que decidió que tenían irse de ahí: 'Bueno, nos volvemos'. En el camino de vuelta, llamó por la teléfono la madre del papá (o sea, la abuela de Leti), y el papá respondió 'Está todo bien. La estamos pasando bárbaro. No te preocupes'. A mí me causó mucha gracia cuando me lo contó. Por otro lado, las termas son un lugar que a mí me resultaba visualmente lindo para filmar una película. Es un buen contexto para toda la historia que viene después en la película. Es un pretexto, en realidad, porque esto también podría pasar en un balneario. Pero el lugar que elegimos nos resultaba como más controlado, donde las prohibiciones podían ser más sencillas, como las de las piscinas, por ejemplo. La idea viene un poco de ahí, de este recuerdo familiar.” Los detalles reveladores El título Tanta agua me remitió al cuento de Raymond Carver “Tanta agua, tan cerca de casa” (So much water, so close to home, relato que alguna vez comenté en este blog a propósito del film australiano Jindabyne). Lejos de la oscuridad que caracteriza al escritor norteamericano, la película uruguaya tiene de todas maneras una impronta muy carveriana a la hora de tensar los limitados espacios de la convivencia, como así también asombra la intuición de las realizadoras para explicar toda la complejidad de una psicología a través de un simple objeto, algo tan común y corriente como un tupper con comida, por ejemplo. Está claro que los chicos no se sienten cómodos con su papá, al menos al principio. No viven con él y hay códigos que no comparten. Para entender esa distancia uno tiene que inferir, aunque sea mediante una comparación imaginaria, cómo es la relación que ellos tienen con su mamá, a quien solo vemos como una silueta a lo lejos, al comienzo del film. Pero la madre está presente, por ejemplo, en ese tupper con tartas que Lucía lleva consigo, y entonces lo que apenas parece ser un elemento ilustrativo más, pronto se convertirá en un símbolo clave. Según Guevara, para llegar a este grado de economía fue fundamental un arduo trabajo con el guión: “Esos detalles eran las cosas más importantes. Todos los personajes tienen detalles que los revelan. La idea es que los personajes no hablen sobre sí mismos sino que sean definidos mediante sus acciones. En el caso de la mamá, sí, es una madre sobreprotectora, quizás algo pesada, que se introduce en esas vacaciones: llama por teléfono y les prepara cositas para comer a propósito, para mostrar que está ahí. Es una madre resumida en dos o tres cosas que funcionan bien en la película. No hubo necesidad de agregar más información.” Esta capacidad para la observación y la síntesis puede apreciarse también en la composición de muchos encuadres que resultan sofisticados y discretos a la vez. Hay un momento, por ejemplo, en donde la cámara parecería anunciar que estamos ingresando en una dimensión más ceñida a la subjetividad de Lucía, que será la protagonista de la segunda mitad del film. Es esa escena en la que un chico viene a invitar a Federico a dar una vuelta en bicicleta. Mientras el padre despide a su hijo en la puerta de la cabaña, la cámara toma al hombre desde adentro, desde la perspectiva de la adolescente. Apenas distinguimos la figura del padre: vemos la puerta entreabierta, el resplandor del día, y el brazo de Alberto que se extiende para desprender un caracol de la pared. El siguiente plano muestra a una irritada Lucía mirando de reojo a su padre, de quien ahora sólo vemos su panza. Ella todavía no logra conectar con él: es como si sólo pudiera ver retazos de su papá, fragmentos sueltos que le impiden construirlo como un todo. “El rodaje es una etapa muy pensada”, asegura la directora, y aclara: “Puede haber algunas cosas que sí se trabajan más en el momento de la toma, por ejemplo cuando la cámara tiene que seguir a los personajes al caminar, y ahí se terminan de definir los movimientos. Pero para todo lo demás hacemos un trabajo previo importante: vamos a la locación, fotografiamos todo, probamos encuadres, hacemos storyboards alternativos para cada escena. Tenemos miles de fotos de nosotras mismas junto a la directora de arte actuando como si fuéramos Alberto, Lucía y Federico, probando los lugares en donde se podría ubicar cada uno.” Narración y género De repente, las lluvias se van, pero nosotros ya estamos tan enganchados con los personajes que no nos damos cuenta de que salió el sol. Mientras Alberto coquetea con una recepcionista del lugar, Lucía empieza sus propios escarceos románticos motivada por un muchacho que le atrae mucho. Si bien la segunda parte del relato tiene algunas zonas típicas de la fábula de iniciación, Guevara dice que no pensaron necesariamente en esta clase de relatos al diseñar la película: “El foco narrativo está distribuido entre los dos personajes principales (el padre y la hija), y lo hicimos así por gusto, porque queríamos que los dos personajes tuvieran su evolución, porque era importante que la película fuera sobre ellos dos, y sobre todo lo que ellos pasan juntos. Ni siquiera nos dimos cuenta de que era una película coming of age, hasta que todos lo empezaron a decir. Es cierto que una parte grande de la historia es ese despertar de Lucía, con esa escapada, con las pruebas en sus salidas, pero nunca prentendimos que la película se integrara en el género de las historias de iniciación. La película que sí vimos muchas veces es The squid and the whale, de Noah Baumbach [en Argentina se estrenó como "Historias de familia"], que tiene a esos personajes a los que les pasan cosas súper torpes, sobre todo el del adolescente, que es el reflejo de un padre que evidentemente nunca le enseñó nada que le sirva. Pero más allá de esto no tuvimos un referente puntual. Lo que sí queríamos era que nuestra película fuera graciosa. No queríamos cargarla de dramatismo, porque la idea es pensar que uno cuando es más chico puede ser súper dramático, pero cuando tenés veintipico reconocés que aquello que te pasaba seguramente era una pavada.” En definitiva, Tanta agua es un film sobre la desilusión. La desilusión y sus distintas facetas: desde su versión más simple y frecuente, como esa lluvia que puede frustrar un fin de semana, hasta aquella que nos hiere y cala hondo pero que representa una condición esencial de nuestro ser en el mundo. Así lo explica la realizadora: “Es algo que te marca, pero que te va a seguir pasando toda la vida. No es que ellos salen aprendiendo una lección. Lucía se mete abajo del agua, pero cuando salga todo va a continuar, y esas mismas cosas van a seguir pasando y hay que enfrentarlas. Lo que hace el padre, por su lado, es abrir los ojos y darse cuenta de que su hija ya no es una nenita, y que tiene que empezar a considerarla. Lo que le pasa a Lucía es propio de una época muy difícil. Yo sufrí mucho la adolescencia, como muchas personas, y creo que después de un tiempo hay que exorcizarla. En la adolescencia sentimos que la culpa siempre la tienen ellos, los padres, sin darnos cuenta de que nosotros también estamos ahí y tenemos nuestra cosas. Creo que el momento de maduración llega cuando dejás de culpar a tus padres para darte cuenta de que vos también sos una persona que comete errores, y que no pasa todo por ellos, o por lo que ellos te dieron o te dejaron de dar.”
Hace dos años Martín Piroyanski dirigió No me ama, un encantador cortometraje que en cierta medida habilitaba el entusiasmo ante la proyección de Abril en Nueva York. El mismo Piroyanski ya es en sí una presencia cinematográfica virtuosa, con su físico elástico y a la vez tímido, con un rostro incapaz de mostrarse impasible, como si sus enormes ojos siempre estuvieran gritando, deseando, muy lejos de la tan transitada “abulia de las jóvenes generaciones” que ha obsesionado al cine nacional de la última década. Pienso en su compleja interpretación en la reciente La araña vampiro, pero sobre todo recuerdo cómo su perfecto timing cómico encendía Mi primera boda para acabar adueñándose de la película toda. Hablo del Piroyanski actor porque lo considero un talento y porque creo que tiene como pocos un pulso reconocible, una ansiedad particularmente fotogénica que supo explotar a su favor al realizar y protagonizar No me ama, un corto tan sencillo como redondo e ingenioso. Por el contrario, Abril en Nueva York es una película indecisa, construida a partir del culto a la improvisación, un piso que aquí no siempre alcanza para solventar el interés narrativo, ni ofrece tampoco el riesgo suficiente como para leer la propuesta desde un plano más experimental. Hecha entre amigos, en poco tiempo y con poco dinero, la película se presenta como una comedia romántica con algunos trazos tristes aunque reversibles. Cuenta una historia de amor entre dos argentinos recién instalados en Manhattan: Valeria (la bella Carla Quevedo) trabaja en un restaurante y estudia teatro, mientras Pablo (Abril Sosa) se dedica a tocar la guitarra, beber y vagar por la ciudad. De hecho, la chica mantiene a su novio, y él a ella no la trata nada bien. Pronto aparece un tercero, un yanqui alto, rubio, exitoso y galante a quien el mismo guión se ocupa de rotular como cliché (y por aquí había una simpática veta autoconsciente que el film nunca busca explorar). En un primer momento, la forma en que Piroyanski registra el espacio cerrado de la convivencia me remitió a un film norteamericano que se proyectó en Mar del Plata hace unos años, Nights & Weekends, una delicia minimalista en donde solo dos personajes logran sostener el relato en base a la sutil tensión que crece en la intimidad. La diferencia es que aquélla era una película elaborada, con personajes maduros y una narración que sabía a dónde quería llegar en su retrato de un amor contrariado. Tal vez no debamos pedirle tanto rigor al film argentino. De alguna manera, su devenir disperso podría ampararse en el hecho de que en su nueva vida los protagonistas están "probando suerte", y dado que ni ellos ni el relato tienen un eje claro, Piroyanski elige entonces confiar en la efectividad de los episodios humorísticos aislados (que son escasos, por cierto). Sin embargo, el principal problema de Abril en Nueva York no reside en esta impronta de libre tanteo sino en la simplificación con la cual desliza ciertas cuestiones delicadas (la violencia del varón, la incertidumbre laboral) para luego relativizarlas y allanar sin dilemas el camino hacia el happy end. Estamos de acuerdo con que se trata de una película liviana y sin mayores pretensiones, pero eso no justifica que deba ser tan extremadamente naif.
Impresiones cruzadas. Starlet es una cosa mientras transcurre y otra muy distinta cuando la pienso en retrospectiva. Quizás sean dos películas dentro de una, dos motivaciones en pugna que no llegan a amalgamarse con naturalidad. Ambientada en Los Angeles, la historia se centra en la extraña relación que una joven actriz establece con una mujer casi sesenta años mayor que ella. El director Sean Baker parecería apelar a una estructura de manual (la amistad entre opuestos) como credencial clásica habilitante para contar la otra película, menos previsible y más antropológica, que toma como objeto de estudio el marco existencial en el cual la chica desarrolla su particular oficio. Jane (Dree Hemingway) se dedica al cine porno. Lo que se narra sobre su rutina de trabajo en esa industria es lo más rico y relevante de Starlet, pero el relato recién comienza a desplegarlo en detalle cuando ya pasó más de media película y nuestra atención ya se siente un poco desilusionada. Es evidente que Baker busca retratar la necesidad de afecto que tienen sus criaturas. El corazón del film es la soledad. Jane y su amiga Melissa compensan el vacío recurriendo al shopping y a las drogas, mientras la anciana Sadie (la debutante Besedka Johnson) se sumerge en el automatismo del bingo. Sucede que hay algo demasiado forzado en la manera en que Jane se acerca a esta mujer. Más allá del disparador inicial del vínculo, cuesta asimilar esa insistencia que lleva a la muchacha a repetir una y otra vez el mismo ademán. No es que la relación en sí misma suene falsa, pues de hecho los diálogos tienen frescura y evitan caer en las “lecciones de vida”. Sin embargo, cuando finaliza el film la imagen de la anciana se nos hace difusa: ella sólo parece funcionar como simple parámetro de contraste, como si esta dialéctica le permitiera al narrador ingresar más oblicuamente en la realidad de la muchacha. El mecanismo obliga a la joven a salir de su alienación para volverse más “humana”, más “común”, pero el recurso resulta demasiado calculado y hasta improductivo. Es que Jane rara vez abandona ese limbo de superficialidad publicitaria que recubre su andar. Curiosamente, esta actitud volátil que al principio genera cierta irritación hacia el personaje, de a poco se va convirtiendo en una de las zonas más intrigantes del film, la veta psicológica que al director sin dudas le interesaba investigar. Las preguntas surgen después, cuando la película consigue asentarse en el recuerdo. ¿Qué significa actuar el sexo? ¿Cómo es ese estado del ser? ¿Cómo trascender el cliché para reconocer a la persona? Y no, no estamos ante un tratado de metafísica. Starlet tan sólo nos invita a una excursión. Pero es una pena que el relato termine justo cuando empezábamos a encariñarnos con el personaje-guía.
Los títulos de crédito de Wakolda tienen como fondo el cuaderno de anotaciones y dibujos del médico protagonista, una serie de diseños inquietantes que me remitieron a la apertura de Dead Ringers, de David Cronenberg. En definitiva, el cuerpo de Lilith es una zona de intervención, un ensayo con la carne, como también parece serlo ese lugar al que llaman “la casa del vecino”. Y me pregunto qué habría sido del film de haberse jugado más plenamente por las ambigüedades del terror, allí donde los contornos de lo plausible pueden tornarse más elásticos. Me explico: creo que lo mejor de la película llega cuando ya estamos ingresando en su tramo final, con la visita a la fábrica de muñecas. Por primera vez el relato nos deposita en una dimensión más ominosa, y alcanza un brevísimo plano de una máquina en acción para sentir que nuestra percepción se enrarece. ¿Es tan solo plástico fundido? ¿Es algo más? Y luego vemos las hileras de empleadas que peinan a las muñecas construidas orgullosamente con... cabello real. La fábrica es la ideología transfigurada en razón instrumental. En ese espacio de orden y producción en serie retumban como en ningún otro los ecos de la Historia. Allí es cuando el científico -ahora devenido financista- impone definitivamente su talante siniestro, al tiempo que el film pretende extender el espanto hacia las escenas que vienen a continuación. Sin embargo, Wakolda no se arriesga. No perturba las vallas del género. Lucía Puenzo no está dispuesta a abandonar las garantías del drama-realista-que-aborda-una-cuestión-histórica-delicada, pero tampoco logra articular un verosímil lo suficientemente sólido como para sostener la tragedia y provocar alguna emoción. Aunque no me considero una fundamentalista de lo verosímil en el cine, esta película presenta tantos problemas en ese aspecto que resulta necesario mencionar algunos, al menos. Retomemos el punto del viaje a la fábrica de muñecas. Al regresar a la hostería, Lilith, su padre y Mengele se encuentran con que Eva ya dio a la luz a los mellizos. ¿Pero cómo nacieron? ¿Cómo se produjo el parto? Este es un bache importante del guión, y más si hablamos de personajes -como el de Oreiro- erigidos en base a su dependencia del saber médico. Luego tenemos la escena en donde Enzo y Lilith recorren “la casa del vecino” y escuchan sin problemas un cónclave nazi (lo que me recuerda a otro detalle absurdo: ¿cómo es que los archivos ultrasecretos que delatan a los criminales son confiados a unos impetuosos escolares que entierran superficialmente esas cajas en el jardín del colegio?). La enfermera tampoco colabora mucho cuando le habla a Mengele de su fuga, sabiendo que a pocos metros los otros la pueden escuchar. Así y todo, supongamos que estos últimos “descuidos” de los fugitivos alemanes se justifican por la desesperación que los embarga en ese momento. La gran incógnita de la película es: en medio de la tensión y la incertidumbre por los bebés recién nacidos en crisis, ¿cómo comprender que sus padres piensen en llamar a la fotógrafa en este contexto? Es posible que en esta lectura me esté equivocando, por eso aquí solicito la amable ayuda de los lectores. Tal vez se me está escapando algo clave (y no lo digo con ironía). ¿Ustedes entendieron que Oreiro y Peretti intuyen que Elena Roger puede saber quién es el médico, y entonces la llaman para desenmascararlo? Nada indica que ellos sepan que Roger es una espía, pero quizás creen que en su oficio como “archivista” ella tenga más información. Por otro lado, ¿es disparatado pensar que en los '60 se contratara a un fotógrafo para hacer un retrato familiar? Claro que no, pero sí es ridículo que esto ocurra en el centro de un clímax caótico como el que narra el film. Salvo que, como hipótesis extrema, esbocemos que el relato quiera denunciar el grado de enajenación de estos sujetos (¿los cómplices de la impunidad?), que están preocupados por una foto el lugar de asumir lo que acaban de vivir. Pero no tiremos más de la cuerda, pues hay un hecho concreto: llamar a la fotógrafa implica, básicamente, justificar desde el guión la presencia de Roger en el escenario de la revelación final. Es un giro resuelto sin convicción que, junto a los muchos ya señalados, no hacen más que impedir una y otra vez el vínculo con lo que sucede en la pantalla.