La película comienza con un ejercicio de destreza: con un cuchillo como única ayuda, un joven se lanza sobre un ciervo y lo degüella en el acto, ante la mirada seria de su padre y de sus hermanos. Es un bautismo de sangre: “Hoy el niño ha muerto. Ahora hay un hombre”. Todos están camuflados para mimetizarse con la vegetación, con sus cuerpos y rostros embadurnados de barro. Y claro, allí uno piensa en las máscaras feroces de Apocalypse Now (justo una película vecina en la programación del festival), así como también recuerda los peligrosos verdores de Deliverance y la musculatura de El señor de las moscas. La diferencia es que en Captain Fantastic ese estado “salvaje” (“precapitalista” sería un término más preciso) representa una condición elegida y no un callejón al que se llega por desesperación o locura. En esta ficción Viggo Mortensen interpreta a Ben, un hombre que decidió criar a sus seis hijos en medio de un bosque, lejos de la modernidad, del consumo, de las tecnologías (tema que a la vez nos lleva a otro film estrenado este año: Le meraviglie). Los chicos son cazadores, agricultores, artesanos, briosos atletas e intensos lectores, cualidades moldeadas bajo una estricta disciplina. Para ellos, celebrar el cumpleaños de Noam Chomsky resulta ser el acontecimiento más importante del año, aunque a uno de los varones también le encantaría poder festejar la Navidad, “como lo hacen todos los demás”. Todo forma parte de un proyecto político que Ben encaró junto a su esposa y madre de los chicos. Sucede que un día la mujer muere. Y la familia debe salir a la ruta para enfrentarse con el mundo, o aquello que el protagonista define como “el sistema”. Allí el padre deberá hacerse cargo de muchas contradicciones y asumir que, quizás, su acerada arrogancia podría estar cercenando la individualidad de sus hijos. La trama aborda una cuestión que no sólo tiene alcance universal, sino que además debería ser siempre prioritaria: si realmente creemos que la emancipación sólo llegará a través de la educación, ¿qué clase de crianza debemos darle a nuestros hijos? No tengo dudas de que Matt Ross realizó el film con las mejores intenciones, y encima cuenta con Mortensen, que aquí vuelve a lucirse con esa sencillez tan magistral que lo caracteriza (yo intuyo que a Viggo le compramos lo que sea porque es un actor que nunca parece estar actuando). Captain Fantastic una película amable, visualmente hermosa por momentos, pero débil en su construcción dramática, afectada por el carácter excesivamente programático del guión, rasgo que en muchas escenas se torna muy evidente y anula cualquier atisbo de frescura. Pienso en el dibujo que hace el film de Bo (George MacKay), el hijo mayor del clan, quien debido al aislamiento no ha tenido roce con las mujeres y no sabe bien cómo vincularse con ellas. Cuando conoce a una chica que le gusta, para declararle su amor el joven no encuentra mejor opción que arrodillarse cual improvisado Romeo mientras recita un inverosímil parlamento científico-literario. Se supone que uno debería pasar de la sensación de ridículo a la ternura al escuchar al personaje, pero nada de eso no ocurre, porque la escena se nos hace directamente fría. Artificial. Está colocada para probar uno de los veredictos del film (luego subrayado por los diálogos): la experiencia vivida en el mundo concreto aporta una clase de sabiduría que los libros no contienen. Hay que reconocer que, a pesar de su tibieza, Captain Fantastic no es una película ingenua. Al mostrar la mansión perteneciente a los suegros de Mortensen, por ejemplo, el realizador postula que el sueño hippie sigue siendo producto de jóvenes burgueses que se lanzan a practicarlo casi como si fuera un ensayo existencial, sabiendo que pueden volver al confort familiar si la aventura fracasa (que el dato sea un lugar común no lo hace menos cierto). Pero creo que lo más interesante del relato reside en un puñado de indicios que sugieren que el protagonista no puede controlarlo todo, ni siquiera en el campamento del bosque. La hija más pequeña de Ben, Zaja (interpretada por la maravillosa Shree Crooks), pronto se nos revelará como una enciclopedia andante, con muchos contenidos acumulados sobre historia y actualidad acumulados en su cabeza. A la niña también le fascina cazar nutrias y desollarlas con un cuchillo que ella no debería usar. Al comienzo del film vemos cómo el padre sube a buscar a Zaja a una casita montada sobre un árbol, donde descubre que la niña tiene un retrato del bestial Pol-Pot situado en un altar, rodeado de pieles, plumas y pequeñas calaveras de animales (y algo más). Y allí uno se pregunta cómo estará procesando esta nena toda la información inculcada por su padre. Mortensen, azorado, no sabe qué decir. La escena es breve pero inquietante, porque insinúa algo siniestro a través de una discreta ambigüedad. Allí podría haberse incubado, decidamente, otra película, claro que en ese caso estaríamos sacudiendo el cerco de la feel-good movie, convención que Captain Fantastic jamás pretendió traspasar.
“¿Hasta qué punto toda película no es algo que se organiza desde la falta? Falta de tiempo, falta de plata, falta de luz”. Sergio Wolf Ada Falcón, otra vez. Sergio Wolf vuelve sobre el enigma que motivó Yo no sé que me han hecho tus ojos, el ensayo documental que realizó junto a Lorena Muñoz, estrenado en 2003 en el Bafici. Viviré con tu recuerdo fue calificada como una “coda” o una “secuela” de aquel emblemático film, aunque lo más simple es leer la nueva película como una excusa para prolongar el goce de una obsesión que ya lleva casi veinte años. Pero prefiero pensar que aquí se juega algo más que un capricho personal. El autor parecería estar inmerso en ese estado de fusión existencial en el que ya no puede desprenderse de la obra, una obra que ahora lo reclama desde una ausencia. Remendar esa falta implica seguir creyendo en la posibilidad de una reconstrucción, aunque todo permanezca en un terreno especulativo. Por eso no se trata tan sólo de una obsesión, sino de algo más radical, esa compulsión que lleva al artista a querer dar una respuesta al vacío, quizás lo único que pueda definirlo como sujeto. ¿Qué somos, al fin de cuentas? ¿Lo que hacemos o lo que dejamos de hacer? ¿O debemos resignarnos a ser aquello nunca vamos a encontrar? Más de una película en este festival me llevó a esbozar estas preguntas, sobre las que espero regresar. Wolf y Muñoz grabaron una primera entrevista con Ada Falcón que nunca se pudo utilizar porque se perdió el registro sonoro de ese rollo. Viviré con tu recuerdo se ocupa de narrar las peripecias que envolvieron el rodaje a fines de los ‘90, pero lo importante ahora es que el director quiere recuperar la voz de Ada en esas escenas olvidadas, quiere descifrar lo que ella dijo poco tiempo antes de morir. Reconozco que transité la primera mitad del film con cierta resistencia, porque no terminaba de entender por qué Wolf quería empastar ese hechizo inesperado que a todos nos había provocado la última parte del film original, cuando descubríamos que la cantante estaba viva. Tal vez ni el propio director sabía exactamente qué buscaba cuando se embarcó en este (¿eterno?) retorno. En una escena Wolf le dice a Edgardo Cozarinsky que necesita encontrar la forma de devolverle la voz a su personaje, pero al mismo tiempo le pregunta si vale la pena obstinarse en esa verdad, porque tampoco quiere perturbar “el mito de Ada”. Y Cozarinsky responde, tajante: “Nunca vamos a saber la verdad de nadie”. Pero Wolf insiste. Junto a su editor Hernán Rosselli, Wolf proyecta la imagen de Ada una y otra vez, avanza, pone pausa, vuelve hacia atrás y exprime y exprime los labios de Ada hasta dejarlos exhaustos. En esta extrema cercanía llegamos incluso a ver claramente la venda en el ojo derecho de la mujer, justamente aquello que ella quería ocultar. Su propio cuerpo comienza a perder materialidad y uno siente que Ada se disipa, transformada apenas en una textura granulosa, fría y sumisa. “La calidad del fílmico aguantó en la caja casi veinte años”, celebra Wolf en la mesa de montaje. La que ya no aguanta más es Ada. Tiene que descansar. No es posible llenar el hueco. Nada alcanza. Ni los consejos de Cozarinsky, ni las teorías subrayadas en los libros de Michel Chion y Junichiro Tanizaki, ni siquiera ayuda el opaco recuerdo auditivo de lo que Ada pudo haber dicho en aquel encuentro cara a cara, surrealista pero real. El director decide entonces contactar a alguien que pueda hacer lectura de labios. La cámara se detiene ahora en una chica sorda que observa una pantalla con la tarea de inferir las palabras pronunciadas por Ada. Y aquí es cuando la película se abre a otra dimensión, instantes fascinantes gobernados por el silencio y las luces tenues que titilan sobre el rostro de esta joven de ojos grandes, atentos y anhelantes. Ella reconoce algunas palabras sueltas, desencadenadas, como si fueran los primeros balbuceos de un niño que quiere atrapar todo lo que en el mundo se le escapa, como si de repente todos volviéramos al origen para hacernos una pregunta esencial: ¿cómo es que logramos comunicarnos? Y allí sentimos que Ada se retira, de a poquito, hacia el fuera de campo, porque finalmente comprendemos que hay algo del misterio que debe irse con ella para siempre. Ada Falcón se despide. Otra mujer viene a refundar el encanto de la imagen y el sonido, portando su propia poesía. “Nada es más interesante para mí que un rostro en el cine”, asegura el gran Peter Bogdanovich. No hay una verdad a revelar. No hay forma de salvar la falta. Pero el cine sí permite la búsqueda permanente. Y el cine también es, a veces, el hallazgo de un relevo feliz.
Federico Fellini solía mostrarse fastidioso cuando lo interrogaban acerca de sus creencias religiosas. Decía que el catolicismo era una parte constitutiva de su ser en el mundo, algo que preexistía al nacimiento de todos los italianos, más allá de las críticas que él pudiera formular desde su obra. “No puedo huir de esa bolsa amniótica que es el catolicismo. ¿Cómo se hace para decir que uno no es católico, cómo puede uno liberarse de una visión de las cosas que dura desde hace dos mil años?”, respondió una vez Fellini cuando le preguntaron si creía en Dios. La cuestión de Dios escapaba a su control. Lo excedía, así como a nosotros nos excede el cine. La lisa y llana devoción por las películas. Crecimos con el cine, aprendimos de él y continuamente reclamamos su cobijo. Los más fieles sabemos que no podríamos soportar lo cotidiano si no tuviéramos siempre a mano la chance de salir corriendo para sumarnos a la ronda eterna del final de Ocho y medio. Y aunque veneramos a muchos cineastas-dioses, si en este preciso instante tuviera que quedarme con uno solo, pues no sería muy difícil elegir. Por algunas de estas zonas un tanto aleatorias me llevó Le meraviglie. ¿Cómo narrar de forma novedosa las historias que la pantalla ya contó muchas veces? Alice Rohrwacher es italiana, es hija del cine y decidió hacer películas bajo nubes posmodernas. ¿Cuántos relatos de iniciación podemos resistir? ¿Cómo volver sobre la propia infancia sin pensar en los niños visionarios de Fellini? ¿Y cómo poner de personaje a un padre apicultor sin que todo se tiña de El espíritu de la colmena, quizás el film coming of age por excelencia? No hay salida, parecería sugerir Rohrwacher , pues todos nos mecemos en el mismo líquido cinéfilo, el mismo cuenco de imágenes, influjos y repiqueteos. Mejor asumirlo desde el vamos, entonces: hagamos que la protagonista se llame Gelsomina y listo, pasemos a otra cosa, a ver si en el camino se produce el milagro de lo auténtico. Le meraviglie lo intenta. Y lo consigue. Heredera de aquel neorrealismo "surrealizante" que tan bien supo bordar el creador de La strada, Le meraviglie es una película refulgente y vitalista por donde se la mire, con una actriz adolescente formidable (Maria Alexandra Lungu) capaz de guardar mil sorpresas detrás de cada nuevo parpadeo. Gelsomina tiene un papá hippie (o algo similar) que se llevó a su familia a una casa cerca del mar para moldear un hábitat supuestamente menos contaminado por las convenciones modernas. Pero esto no implica que en la comunidad la libertad esté garantizada. La familia se dedica a la producción de miel, y es Gelsomina quien se encarga tanto de la recolección de los panales como del trabajo en la fábrica, acatando las normas rígidamente impuestas por el padre. Sin embargo, ella no se queja. Actúa. Lo suyo es puro exceso de vida, puras ganas testarudas, desbordadas, derramadas. Y así como a la pequeña Ana, en el film de Víctor Erice, se le abría el universo entero cuando descubría el cine, en Le meraviglie Gelsomina entrena su magia motivada por un concurso televisivo, un reality rústico y bastante kitsch en el que ella logra exponer lo que sabe hacer. Su obra. Y eso es lo único que importa. No se trata de rechazar lo masivo por simple pánico o capricho, como pretende el padre (¿hippie?), sino de preguntarnos cómo filtramos y traducimos todos esos estímulos diversos y contradictorios que el mundo nos regala. Estamos hechos de cine, sí, y de televisión también. Estamos colmados de imágenes fabricadas. Pero no hay nada que pueda reemplazar al valor de la experiencia directa en un momento trascendental (y acá hablo de la vida, no de la ficción): eso es lo que esta película viene a celebrar. Lo maravilloso del trabajo de Rohrwacher se manifiesta especialmente en una de las últimas secuencias, cuando la protagonista se lanza al mar, sola, para buscar al muchachito alemán que huyó de la comunidad. Cuando llega a la cueva en donde él se escondía, ambos se ponen a saltar, o a bailar quizás. Nosotros apenas los vemos, porque el encuadre nos deja marcadamente afuera de ese encuentro fundacional y sólo alcanzamos a atisbar pedacitos de sus cuerpos, fugaces resplandores, sombras en la pared. Es una imagen que no está. Porque es una imagen única, irrepetible, inalienable. Le pertenece a Gelsomina y nadie más, de la misma forma en que sólo Ana Torrent podía saber qué veía cuando cerraba los ojos en el final de El espíritu de la colmena. “Lo que debería realmente interesarnos -alertaba Fellini- es cómo hacen algunas personas para conseguir salvar su individualidad”. Con sutileza y absoluta humildad, Le meraviglie nos recuerda una vez más que la única salvación posible radica en aprender a imaginar. Las dos citas de Fellini pertenecen respectivamente a los libros Yo, Fellini y Hacer una película (Ed. Perfil Libros).
Llamas de nitrato intenta rastrear los misteriosos pasos de esta actriz francesa que un día de 1946 murió en Buenos Aires. La película tiene en su centro a un fantasma, pues casi no han quedado registros de ella más allá de su mítica interpretación de la guerrera de Orleans. "El desafío fue hacer un film de archivo... sin archivo", dijo el director Mirko Stopar en un diálogo con el público, y señaló: "Nunca fue un motivo explicar a Falconetti, y quizás ahora la conozco menos". A pesar de presentar un derroche de orfandades, frustraciones, humillaciones, embarazos no deseados, destierros, incendios varios, encierros en manicomios e irremontables fracasos, Llamas de nitrato logra fluir ante el espectador con un encanto singular provocado por la naturaleza ligeramente embaucadora de muchas de sus imágenes. Al principio creí estar frente a filmaciones caseras de la vida privada real de la actriz en los años '20, de la misma manera en que luego quise comprar con total ingenuidad una serie de capturas que simulaban un making of del rodaje de Dreyer, aunque claramente se trataba de recreaciones modeladas con los tonos y cadencias de los registros de la época. El recurso de la recreación o dramatización, que en muchos documentales biográficos se aplica aun cuando tiende a lucir un tanto tosco, aquí no sólo se ensambla a la perfección sino que además le imprime al relato un aura de inesperada belleza, debido a que seguramente el director sintió mayor libertad al no verse obligado a darle carnadura verídica al personaje, como si la necesidad de las pruebas certeras quedara relegada por el sustrato mucho más tentador de la leyenda. Debajo de muchas capas, entre el parpadeo de los recuerdos y las cenizas de celuloide, Falconetti respira como pura virtualidad, una silueta para siempre evanescente, un centelleo sólo capaz de materializarse en el martirio de Juana y en la desolación abismal de sus ojos estallados.
Lejos de ciertas tendencias -desde la contemplación sosegada a la pulsión exhibicionista del yo del autor- que han marcado a muchos documentalistas en los últimos años, el cine de Carmen Guarini todavía apuesta por ese clasicismo riguroso que elige privilegiar la claridad de los contenidos por sobre la estilización del registro, una mirada convencida de que la cámara no debe ser otra cosa que un canal, un intermediario discreto pero a la vez indispensable para que el cuerpo y la voz del otro puedan realmente aparecer y afincarse. En su nuevo trabajo, la realizadora presenta la crónica de un proyecto de arte colectivo iniciado en 2010 por la agrupación Arte-Memoria, liderada por el pintor Jorge González Perrín. El grupo se dedica a retratar a las víctimas del terrorismo de Estado: interviene las fotografías de los desaparecidos y las expande colmándolas de color, iluminaciones y líneas expresivas. Muy pronto uno empieza a intuir que tal vez no exista otro film relacionado con el genocidio de la dictadura que se anime a ser tan entusiasta y abiertamente colorido como lo es Walsh entre todos. “La violencia desatada sobre estos seres está demasiado representada”, dice uno de los textos escritos por Perrín que cada tanto se leen en la película. El pintor teme que el peso de esta violencia, con toda la oscuridad paralizante que viene asociada a las imágenes del horror, pueda resultar funcional a un sistema al que le conviene que esa estampa congelada y plomiza perdure como una amenaza permanente. Por eso su objetivo es cuestionar esas formas de representación para combatir el olvido desde otro lugar. “Ponerle color es actualizar la memoria”, afirma el artista plástico durante un encuentro con Estela de Carlotto. La película expone básicamente dos técnicas o ejercicios de creación colectiva. Uno de ellos se apoya en la técnica de la cuadrícula, que le permite a diversas personas -aun si no están entrenadas con el pincel- colaborar en la construcción de un mural. Esto ocurrió en 2012 en una convocatoria realizada en la Avenida 9 de Julio, en la que cada participante pintó con los tonos asignados una pieza tipo azulejo que luego pasaría a integrar un burbujeante mosaico con el rostro de Rodolfo Walsh. La otra experiencia fue denominada “30.000 homenajes” y exhibida durante la manifestación del 24 de marzo de 2013. Decenas de pancartas fueron compuestas exclusivamente con pequeños cuadrados pegados uno lado del otro, diseñados y enviados por personas de todo el país. La idea fue que cada pieza rindiera homenaje a una víctima a partir de recursos y motivos visuales absolutamente libres. Para Perrín era importante que la catástrofe pudiera dimensionarse de manera numérica, por eso aspiraron a reunir treinta mil cuadraditos (terminaron recibiendo más). Insistir en el número, en la cifra, implica seguir luchando contra todos los discursos aún vigentes que pretenden relativizarla. Y por aquí pasa uno de los aspectos más interesantes del documental: más allá del valor estético intrínseco que puedan contener las pancartas, hay un efecto realmente abrumador que surge al constatar la enorme cantidad de piezas enlazadas, con toda la contundencia de cada una de ellas en su autonomía y materialidad. La cifra es la que define el tamaño de esta obra colectiva: mientras los bombos y la murga imponen su enérgico ritmo, las pancartas desfilan y uno se siente tan feliz como anonadado frente a todos esos cuadraditos vigorosos que vibran y se multiplican al infinito para que a la memoria nunca se le escape la verdadera magnitud de la masacre.
The Gift es una película de suspenso, inquietante y entretenida como ésas que solíamos alquilar en VHS en los '90, quizás parecida a muchas pero igualmente efectiva y disfrutable. Ya casi no se hacen películas así. Film preciso, compacto, con actores convencidos del cuento que están contando, con un guión que sólo impone los pliegues mínimos exigidos por el género, sin mayores pretensiones. El australiano Joel Edgerton, además de ser uno de los actores protagonistas, debuta aquí como realizador y nos permite recuperar esa encantadora fruición primigenia que tan bien definió alguna vez el crítico Eduardo Russo: “el espectador de género, de algún modo, es aquel que antes de ver un film sabe buena parte de lo que puede pasar en la pantalla, y que acepta el desafío de sorprenderse con el resto”. Pero ninguna película se sostiene sin ideas. Ideas sobre el mundo y sobre el lenguaje del cine. Joel Edgerton las tiene y sabe comunicarlas con solvencia y discreción. (Consejo: vean la película sin averiguar ni leer nada más sobre la trama). La imagen que acompaña este post es una prueba de todo lo que puede sugerirse a través de unos pocos elementos en el encuadre. La escena pertenece a los primeros segundos del film, una breve introducción en la cual vemos a Rebecca Hall y Jason Bateman (matrimonio en la ficción) recorrer una casa vacía que está a punto de comprar. Como el relato informará más adelante, la pareja decidió mudarse a los suburbios para empezar una nueva vida. Ambos se muestran contentos en este cómodo chalet de amplios ventanales. Él empeña un vidrio con su aliento para dibujar un corazón. Ella sonríe. Sólo los separa el cristal. La transparencia. La ilusoria transparencia. Porque la mujer, en su tenue reflejo, aparece superpuesta a él, encerrada en él. Incompleta. Partida. Ella está adentro, él está afuera. Pronto descubriremos que ese corazón vaporoso no es más que una advertencia, una mancha irónica que delata toda esa opacidad que ella se negaba a ver... hasta ahora.
Luego de co-dirigir junto a Federico Godfrid esa pequeña gran película llamada La Tigra, Chaco, Juan Sasiaín se lanza en solitario con un film en donde los arrobadores paisajes de Río Negro ocupan un rol central en el diseño de la ficción, a tal punto que en muchos momentos el bordado de las acciones parecería importar menos que la forma en que los rayos del sol rebotan sobre el lente de la cámara. Por esta geografía de lagos, puentes y gozosos verdores corretea y se escabulle Coco (Lautaro Murray), a quien todavía le cuesta aceptar que papá (Leonardo Sbaraglia) no regresará nunca más con mamá (que tiene peso en el drama, aunque permanece siempre fuera de campo). Para colmo, papá ahora tiene una novia muy joven y bella (Guadalupe Docampo) por la cual Coco siente celos y fascinación. “No andes enamorándote así, a lo loco”, le dice al chico un carnicero del pueblo, un personaje que con su dicción y singularidad logra recuperar provisoriamente esa autenticidad artesanal que enaltecía La Tigra, Chaco y que no es tan fácil de hallar en el nuevo trabajo de Sasiaín. Porque Choele es un film esencialmente convencional, con intenciones nobles y un buen ritmo narrativo pero condicionado por su ostensible voluntad de agradar, con una música tan almibarada como invasiva y con clips ilustrativos del clásico candor infantil que se acercan más al efecto publicitario que a la emoción real que debería nacer naturalmente del devenir cinematográfico.
Comienzo la cobertura con la última película vista en el festival, una comedia de vampiros proyectada en un clima de contagiosa alegría cinéfila, algo habitual en las funciones de la sección Hora Cero. “Si nunca vieron Flight of the Conchords, deberían hacerlo ya”, dijo el programador Pablo Conde al presentar el film, en referencia a una serie televisiva de HBO cuyos creadores, los neocelandeses Jemaine Clement y Taika Waititi, son también los realizadores y protagonistas de What we do in the shadows. Es de noche. Suena el despertador y un sujeto de tez muy pálida sale de un ataúd para hablarle a la cámara y contar cómo son sus días en un penumbroso castillo junto a otros tres amigos de la misma especie. Así arranca el film, como si fuera un documental sobre las costumbres de los vampiros, un paseo por todos esos tópicos que conocemos desde siempre y que aquí sirven de base para la parodia. El vampiro anfitrión tiene el look de un Drácula clásico, enamoradizo y algo ingenuo. Hay otro muy parecido al Nosferatu de Murnau y otro con el perfil de Gary Oldman en el film de Coppola. El cuarto vampiro debió huir de Europa por haber militado en las huestes de Hitler. A la convivencia se suma más tarde un vampiro novato que provoca desastres al no poder aceptar su condición. Veloz y compacto, el relato ofrece una verdadera lección de timing: uno intuye que cada gag ingenioso podría haber disparado con facilidad un abanico de chistes similares, pero si hay algo que el guión evita es precisamente caer en la redundancia y la saturación grotesca. Tampoco abusa de los efectos digitales, que son discretos aunque muy efectivos y funcionales al verosímil que el film busca construir. Los directores se ríen de muchas taras de los vampiros, pero se nota que los conocen a fondo y los adoran. No aspiran a desactivar los clichés del género sino más bien a verificar la resistencia de esa raíz particular, tan mágica como arbitraria, sobre la que se erige una mitología. La película recupera con inteligencia esos signos vitales que soportan el paso del tiempo más allá de todos los reciclajes anodinos impuestos por la industria cultural en las últimas décadas.
El 5 de Talleres es una película sobre fútbol pero a la vez es mucho más que eso. De hecho, una de sus mejores escenas no tiene que ver con el deporte sino con la música: “Patón” Bonassiolle (Esteban Lamothe), un futbolista de 35 años a punto de retirarse, entra en una tienda de instrumentos musicales porque quiere comprar una guitarra. De repente escucha que alguien por ahí está tocando un bajo con una pericia notable: quien toca es un chico que no debe tener más de diez años. Patón lo observa con admiración y tristeza al intuir que quizás para él ese camino ya quedó atrás. Tal vez sea demasiado tarde para resucitar su afición por la música. Quizás ya pasó la mejor época para encarar algunas cosas… o quizás no. ¿Qué nos define? ¿Aquel deseo que elegimos seguir cuando éramos adolescentes? ¿Es posible empezar de nuevo cuando sentimos que ya dimos lo mejor de nosotros? El 5 de Talleres es también una película sobre la identidad. Su director, Adrián Biniez, se dedicó a la música antes de abocarse al cine. Nació y vivió en el partido de Lanús hasta los 29 años, y luego se mudó a Uruguay, su país de residencia desde hace una década. Fue ahí donde rodó su ópera prima, Gigante (2009), aunque a la hora de hacer su segundo film decidió volver a cruzar el charco para contar una historia sobre el club de fútbol de su barrio, Remedios de Escalada. Y así llegamos a la presentación de la película en el marco del 29º Festival de Mar del Plata. Allí conversé con el realizador acerca del film. - Uno de los hallazgos de la película tiene que ver con la frescura que transmite la relación entre los protagonistas, Esteban Lamothe y Julieta Zylberberg, que son pareja en la vida real. ¿Ya conocías su situación cuando los elegiste? - No, para nada. Primero escribí la película y después empecé a pensar quiénes podrían ser los protagonistas, hasta que en un Bafici vi un corto en donde estaba Julieta y enseguida sentí que tenía que ser ella. Y lo de Esteban surgió después, pero yo no sabía que ellos estaban juntos en la vida real. Nunca pensé que podía llegar a conseguir dos actores que fueran pareja. Ya me gustaban ellos por separado, así que lo que se dio finalmente fue buenísimo. Fue como una revelación. - Hay un registro muy sutil de los mecanismos cotidianos que hacen a la convivencia. Da la impresión de que te importa más mostrar cómo gravita la pareja en la crisis de un hombre antes de detenerte en las explosiones o las situaciones límite. - A mí me interesaba mostrar una pareja que no necesariamente estuviera en un momento de crisis. Tenían que tener sus problemas de convivencia, obviamente, como cualquiera, pero no quería mostrar el principio de una pareja ni una crisis final, porque ya lo había visto muchas veces en el cine. Hay muchas de esas películas que son muy buenas, pero no quería contar otra historia de ese tipo. Además, desde el principio, mi consigna fue no agregar otro quilombo más a la trama porque Patón ya tenía suficiente con la cuestión del retiro. Yo quería mostrar una pareja que acompaña. Una pareja unida. - Es raro, porque continuamente el relato parece prepararnos para ver la gran pelea de la pareja, pero no. Enseguida se reconcilian. - Eso lo buscamos en el ritmo de la película. Pensamos mucho las elipsis y creo que en la secuencia de Tandil se ve muy bien. Ellos se pelean, se joden, se va cada uno por su lado, pero no es que después viene la típica escena del "puchero”. Hay un corte y al toque ellos ya están arreglados, y no tenés que contar todo para darte cuenta de cómo funciona la cosa. Creo que ahí aparece algo de lo real, porque eso muestra cómo muchos nos manejamos en el día a día. - Por otro lado aparece el tema del fútbol. ¿Cómo se fueron integrando estos dos ejes de la trama? - Desde el principio yo sabía que iba a ser una película sobre una pareja, pero después tuve que buscar el equilibrio porque también es una historia sobre un deportista, y tenía que estar la cuestión personal, la cuestión del grupo y de la comunidad. Encontrar el equilibrio, desde el guión y la edición, tal vez fue uno de los aspectos más complicados. Y otro de los dilemas fue cuántas escenas de fútbol había que incluir, y cuántas le aportaban realmente algo al relato. No es fácil filmar el fútbol, y a la vez nos vimos limitados por una cuestión básica de la trama: al personaje lo expulsan por ocho fechas y entonces, cuando él vuelve a la cancha, ya pasó casi toda la película. - Creo que la película logra algo muy difícil: narrar una lección de vida sin declamación ni un subrayado en el mensaje. Pero se nota que te interesa mostrar la crisis de identidad de un hombre en la mitad de su vida, y lo que hace para superarla. - Hay algo que me interesa en la dinámica de él, y es que parece estar "testeando" a todo el mundo, todo el tiempo. Él dice que va a terminar el secundario para ver cómo reaccionan los demás. Parece que no lo va a cumplir, pero finalmente lo hace, y lo mismo pasa con el tema del retiro, cuando dice “Me voy pero no se lo digas a nadie”. Es una forma de tantear a los otros. Creo que esa dinámica le aporta una estructura a la película. Tampoco quería que el desarrollo del guión fuera simplemente cumplir con la premisa, en donde lo único que uno puede esperar es el camino hacia el retiro. Al final él lo hace, sí, pero en el medio tiene dudas y le pasan cosas. Sufre un ataque de pánico mientras está trabajando. Se trata también de ver lo que cuesta tomar decisiones y sostenerlas. - Pensando en tus búsquedas como cineasta, ¿cómo sentís esta película en comparación con la anterior? - A diferencia de Gigante, en esta película estoy mucho menos contenido. En mi primera película hay muchos silencios y acá, por el contrario, hay muchos diálogos. A la hora de filmar no me impuse ningún esquema riguroso -palabra que detesto-, porque lo que quería era probar todo lo que surgiera en el momento de la puesta en escena. Una idea de juego constante.
Aclaremos de entrada que la protagonista de esta película no es la modelo británica sino Yermén, una persona real, transexual, habitante de un barrio pobre de Santiago de Chile. Su meta es acceder a una operación de cambio de sexo. La historia de Yermén pasó por el festival como si fuera un susurro, una presencia sigilosa cuyo último deseo era llamar la atención. Debe haber sido este inusual nivel de discreción lo que desorientó a muchos críticos y espectadores que no llegaron a conmoverse con la película. Claro, el catálogo hablaba de “un reality show de cirugías plásticas”, categoría que hacía vaticinar apelaciones a la extravagancia, el morbo y el fervor colorinche que siempre vienen asociados a la explotación de la performance queer. A este prejuicio se sumaba el recuerdo invasivo de Morir como un hombre, la obra maestra de João Pedro Rodrigues que supo como pocas celebrar el brillo de este imaginario sin relativizar la complejidad filosófica del tema. Pero la película chilena ensaya otra cosa. Se ubica en el polo estético opuesto al que uno proyecta desde el automatismo, y lo más sorprendente es que lo hace sin esfuerzo, con absoluta naturalidad. Naomi Campbel es el exhibicionismo negado. El espectáculo imposible. De hecho, algunos de los diálogos más ricos del film se desarrollan con una iluminación a contraluz, con el rostro de los personajes en las sombras. Y no es que Yermén se esconda o quiera ocultar su cuerpo. Ella no califica para el reality show sencillamente porque es una persona delicada, introvertida, incapaz de posar para un cliché o de autoproclamarse heroína de una tragedia, y a tal extremo llega su bajo perfil que los realizadores juegan a desterrar su nombre del mismo título del film. Quien la desplaza es otra participante del casting que aspira a corregir sus rasgos faciales para ser igual a Naomi. Camila Donoso y Nicolás Videla concibieron originalmente un film más cercano al documental clásico, y luego decidieron incorporar secuencias de ficción. No todos los materiales se ensamblan con elocuencia en el montaje, como ocurre en esos segmentos de registro sucio que muestran filmaciones en la calle hechas por la protagonista. Por otro lado, hay ciertas construcciones enunciativas que necesitan tiempo para decantar e integrarse en el conjunto del discurso, aunque en un primer impacto aparezcan como subrayados. En la escena en donde conocemos a un amigo amante de Yermén, por ejemplo, la cámara se detiene durante unos segundos en el pene del joven (está en calzoncillos). Es lógico que el film se concentre en la genitalidad, pues en definitiva de eso se trata esta historia: lo curioso es el efecto que provoca ese instante dentro del pacto tan pudoroso que propone la película. Velado o no, eso está ahí. Es el cuerpo, y aquí no vale huir al fuera de campo. Con ese plano el film se hace cargo de ese punto resistente de lo Real que no puede eludirse ni mutar en símbolo. Yermén siente al falo como una “discordancia”, algo ajeno a su condición de mujer. Pero no lo niega. Lo padece, no sólo a nivel emocional sino también físico. No recuerdo otra película reciente que describa con tanta concisión y franqueza la singularidad de este sufrimiento. A veces celestes, a veces grises, los ojos de Yermén lucen inevitablemente agotados frente a una lucha solitaria que ya lleva toda una vida. Sin embargo, ella jamás especula con la compasión de los demás ni pretende presentarse como una víctima. En lugar de ascender hacia el típico clímax de intensidad, el relato elige ir apagándose de a poco, mimetizado con la templada resignación que asume la protagonista cuando entiende que aún le falta mucho para lograr su objetivo. Y entonces ella simplemente nos deja. Abandona la película para seguir su camino, dueña de una dignidad implacable.