Sam Cahill (Tobey Maguire) es mucho más que un soldado. Es un ejemplo de ciudadano norteamericano: hijo adorado, buen marido, correcto padre, joven valiente y trabajador, todo lo que su hermano menor Tommy (Jake Gyllenhaal) no es. El papá de ambos (Sam Shepard), militar retirado, se ocupa de remarcar esa diferencia en las primeras escenas del film, cuando nos informan que Tommy acaba de salir de la cárcel mientras que Sam se prepara para cumplir una misión en Afganistán. Sam no es cualquier marine: es un marine de Hollywood. Debe mostrarse orgulloso de su uniforme kaki y sobrevolar el desierto enemigo con una sonrisa cuasi orgásmica al afirmar: “Se siente como en casa”. Parece demasiado peso para el pobre Tobey Maguire. Y lo es. Algo rechina desde los primeros minutos del film, cuando lo vemos calzarse un traje que lo excede. Maguire luce tan esmirriado y pálido que casi se vuelve transparente, muy lejos del recio Capitán de Infantería que esta historia reclamaba. Encima sufrirá situaciones muy feas que lo dejarán alienado y perturbado, actitudes que el actor traduce en petrificación y ojos bien abiertos, tan abiertos que uno cree que en cualquier momento podrían salirse de sus cuencas, como en un dibujito animado. Aunque Maguire le ponga el alma entera, no da con el physique du rôle del personaje, y cuesta palpar su dolor cuando se antepone el artificio de la interpretación. Tampoco hay un gran aporte de las otras estrellas, ya que Gyllenhaal no tiene pinta de ex convicto, ni a Natalie Portman se la nota convencida como madre de dos niñas no tan pequeñas (ellos, cuñados en la ficción, compartirán cierta intimidad que traerá consecuencias). Estos problemas llaman la atención en un dotado director de actores como lo es Jim Sheridan, quien en películas como Mi pie izquierdo, En el nombre del padre y The Boxer supo explotar en su justa dimensión nada menos que a Daniel Day Lewis. Pero mientras aquellos eran proyectos personales, Hermanos (Brothers) se delata como un trabajo por encargo, con una puesta en escena arrinconada en la obviedad y un relato maniqueo, sobre todo cuando explica la relaciones padre-hijo y el accionar de los afganos invadidos. Sin otras inquietudes estéticas que las presumibles en un mainstream de manual, Sheridan se limitó a trasladar de Dinamarca a Estados Unidos la historia que ya había filmado, con mucha mayor destreza, la realizadora Susanne Bier. Volvamos entonces al physique du rôle de Maguire, a quien varios críticos calificaron como “error de casting”: es cierto, y ya lo señalamos, que en principio no resulta el actor ideal para encarnar a un militar violento. Pero no lo culpemos, porque esto es cine y una película es un todo, una red de voluntades, un sistema de fuerzas invisibles que, bien calibradas, pueden decir lo que el semblante calla. Nadie hubiese apostado a Maguire en la piel del Hombre Araña, o en la del repentino amante de Charlize Theron en Las reglas de la vida (The cider house rules, precioso film de Lasse Hallström); y sin embargo, él brilló en esos personajes, sin perder nunca esa mirada de perplejidad compulsiva. En Hermanos podría haber ocurrido lo mismo si no se tratara de un producto tan mecánico, un calco descolorido incapaz de entender la tragedia que narra. Finalmente, el núcleo caliente de la película -las llagas psicológicas de la guerra en los que ex combatientes y en sus familias- queda reducido a un ensayado melodrama de ademanes.
Jeff Bridges ganó un Oscar por interpretar a Bad Blake, un músico de country venido a menos, alcohólico, empobrecido, desesperado. Parecía cantado que de un minuto a otro llegaría la escena clave soñada por todo actor, ésa en donde tiene vía libre para desorbitar los ojos, temblar y exudar angustia mientras pronuncia EL speech de la película (si el diálogo es muy fuerte, también se aconseja escupir o salivar). Las contorsiones faciales de un Day-Lewis, un Penn o un Nicholson resultan más vistosas para la Academia que la sublime contención de Richard Jenkins en The Visitor (por ejemplo). El director Scott Cooper tenía todo en su haber para montar el gran estallido de Bridges, pero la sorpresa es que no lo hace. No hay ningún “momento Oscar” en Crazy Heart. A ver: se trata de una historia de crisis y aprendizaje en la madurez, algo ya narrado mil veces en el cine, estructura probada que Cooper asume a conciencia, acumulando puntillosamente todas las peripecias que dicta la convención (depresión-amor-esperanza-error fatal-tocar fondo-redención). Sin embargo, el relato logra detenerse siempre un pasito antes de cruzar el umbral del patetismo, como si el director nos dijera que para comprender al personaje no hace falta exhibir sus humillaciones íntimas (además, uno las puede imaginar). Tal vez sea por eso que muchas situaciones transcurren alrededor de las puertas o frente a las entradas de las casas, ese límite entre lo que se deja escapar y lo que se intenta reservar, lugar de llegadas, partidas, adioses. Es tan sutil el trabajo con la elipsis que casi pasa inadvertido, pero lo cierto es que una puesta en escena menos decorosa no habría dudado en mostrar a Bridges en borracheras largas y resbaladizas, raptos de violencia y alguna que otra descarga sexual apresurada para explicitar su estado de descontrol. Crazy Heart apunta a otra cosa, tan simple -en apariencia- como volver a mirar al hombre más allá del rótulo, sin psicologismos ni juicios morales. Recuerdo cómo el biopic sobre Ray Charles machacaba una y otra vez con los traumas de la infancia; y no es que carezcan de valor, sino que muchos guiones de este corte apelan a un pasado enfermo o un presente repudiable para impartir verdades definitivas sobre la conducta del personaje. En el film de Cooper, cada vez que Blake tiene la chance de contar su historia, las palabras son pocas y justas (como cuando se presenta en Alcohólicos Anónimos e intuimos que ahora sí se viene el relato de su vida… y no). Es tan solo un hombre con problemas, en su aquí y ahora. Para algunos esto puede ser flacura dramática; yo creo que la disfruté precisamente por su callada búsqueda de la sencillez, de ciertas formas narrativas más cercanas al acompañamiento respetuoso que al retrato delator que posa de incisivo y "profundo". "Too many goddamn songs (Hay demasiadas malditas canciones)”, le dice Blake a su amigo Tommy Sweet (Colin Farrell) cuando éste le propone contratarlo para que componga nuevos temas. Quizás sí, quizás haya demasiadas canciones. Demasiadas películas. Cada tanto deberíamos volver a las fuentes, a lo esencial. Esta es la invitación de Crazy Heart. La nobleza de interesarnos en un hombre por el simple hecho de ser un hombre, y poder darle una mano sin espiar, ni sospechar, ni hacer tantas preguntas.
Con el cine de Jason Reitman flotamos. Tanto en Gracias por fumar como en Juno, y ahora explícitamente en su nuevo film, el director inyecta burbujas de amabilidad en los asuntos más delicados y nos hace observar los hechos desde cierta altura, montados en la sonrisa de esos protagonistas que parecen comprenderlo todo y actuar en consecuencia. Frescos y limpios, surfeamos el relato sin percibir que el humus que lo sostiene es mucho más negro y amargo de lo que nos gustaría admitir. Porque nos vendieron una comedia romántica (¡Amor sin escalas!) y resulta que Up in the air no sólo le hace pito catalán a la felicidad, sino que se acerca demasiado a la orilla existencial opuesta: la del vacío. Ya saben de qué se trata: Ryan Bingham (George Clooney) se dedica a despedir trabajadores. En plena debacle económica de Estados Unidos, mientras muchas empresas quiebran y otras diseñan las inevitables "reestructuraciones", Ryan viaja por todo el país para consolar a cientos de personas diciéndoles que, a pesar de estar en la calle, “ahora empieza la verdadera libertad”. Algunos lloran, otros patalean. Una señora promete tirarse de un puente. Ryan cumple todos los requisitos del lastre cero que exige la sociedad actual. Él pondera ese status y ofrece conferencias sobre cómo alcanzarlo (seamos honestos: los asistentes a esas charlas lucen aburridos e incrédulos, sabiendo que el discurso de Ryan es pura autoayuda marketinera). Tiene un pequeño departamento en Omaha que prácticamente no habita, ya que vive volando de ciudad en ciudad, acostumbrado a los hoteles, las relaciones casuales, los deseos en WI-FI. Ninguna atadura, salvo ese vínculo tramposo imposible de erradicar: la propia sombra. El inconsciente, lo que hace dudar. Y dudar significa perder el avión. Irse de pista y lanzarse a lo imprevisible (o al amor, que es lo mismo). Ryan se juega, pero la realidad lo cachetea, confirmando sus peores sospechas. No sabemos qué sentir cuando la película termina. Tanta soledad junta resulta difícil de digerir. Quienes se enojaron con el film le reclaman a Ryan que no haya reaccionado con mayor ferocidad ante la noticia de la mujer suicida, como para dejar sentado que su labor es miserable (¿es que acaso esto no había quedado clarísimo desde el inicio?). Pero también podríamos pensar que debido a ese hecho trágico se suspenderán los despidos vía Internet para volver al esquema cara a cara, triste victoria pírrica para un Ryan que ya está demasiado integrado al sistema, funcional y resignado. Es más coherente que la historia deposite cierta esperanza en la joven Natalie (Anna Kendrick), que decide regresar a sus pagos para empezar de nuevo. Otros cuestionan el film por el “castigo moralista” que le impone a Ryan al negarle un romance serio con Alex (Vera Farmiga). Pero para creer que el destino efectivamente lo está condenando, la película debería haber intentado certificar que la otra opción -el proyecto de pareja- ofrece algún tipo de curación como garantía. Este es el punto en donde Up in the air nos tira a la tierra sin paracaídas. La hermana mayor se está separando. La otra hermana se casa con un inseguro de temer (es genial la escena en la salita del jardín de infantes, con el protagonista vendiéndole espejitos de colores a su futuro cuñado). Natalie apostó a su novio y fracasó. Ni siquiera Alex convence cuando defiende su familia, su “vida real”, esa estructura de la que cada tanto necesita escapar. A los hijos de Alex no los vemos, mucho menos a su marido. Refugiada en su autoproclamada “madurez”, el personaje de Farmiga tal vez sea el más triste de todos. No hay paraíso, es cierto, y cada día cuesta más romper el cristal líquido para comunicarnos de verdad. Sólo quedan los momentos: algún festejo, un buen recuerdo, un dulce adiós. Parece poco, pero son esos los momentos que Reitman enciende con colores, vibración y hermosa música. Mientras todo se derrumba, encontrarse con los otros todavía tiene sentido. Sin hipocresías. Desde ese piso deberíamos partir, y no al revés. Es por este motivo que, al final del relato, los testimonios de los desocupados rescatan la importancia de los afectos. Algunos dirán que se trata de palabras demasiado cursis para un film anclado en el cinismo. Sin embargo, ante la criminal teoría del lastre cero, Up in the air sugiere que el afecto es hoy la única trinchera desde la que podemos combatir. “En Estados Unidos hay una cosa que se valora en los empleos: el lastre cero. Se llama a una persona de lastre cero a aquella que no tiene raíces, que tiene pareja pero no está enamorada, que no tiene hijos o los tiene distanciados, que tiene una formación pero no es una formación muy vocacional. Es un mundo ligero y volátil, propenso a desvanecerse”. Vicente Verdú
El eje central de Final de partida (Okuribito) es la muerte. Más específicamente, un ritual japonés conocido como nôkan, que consiste en acicalar, perfumar, maquillar y vestir a los muertos antes de la cremación, en una ceremonia que es presenciada por los seres queridos. Quien se inicia en esta práctica es Daigo (Masahiro Motoki), un joven músico desempleado que consigue trabajo en una funeraria (muy bien remunerado, por cierto, ya que a nadie se le ocurre postularse para este puesto tan “poco decente”). Mientras le oculta el nuevo oficio a su mujer, Daigo intenta controlar la náusea a la hora de tocar cadáveres, hasta llegar a lo que parecería ser su mayor desafío como nôkanshi: un día desviste un cuerpo de aspecto femenino, para descubrir que no se trata de una mujer. Más que sorpresa, lo que se lee en la cara del muchacho es puro horror, impresión que vicia la atmósfera del film con una rara mezcla de ingenuidad y morbo retrógrado. La escena está muy lejos de calificar como gag, aunque el director Yôjirô Takita crea que sí. Y esa confusión de tono es lo que atraviesa todo el relato. Desmitificar la muerte no significa trivializarla. Final de partida es la clase de film que irrita y descoloca porque desde su misma concepción no sabe cómo abordar su objeto. Por el lado de la comedia, los brochazos de humor negro -escatológico, incluso- carecen del ingenio suficiente como para llevar el juego al extremo del absurdo radical (imagino que un Kitano podría haber sacado chispas de esta historia). Por el costado dramático, el guión tironea los piolines del sentimentalismo más llano y convencional, compactando en un solo paquete todas las estrategias del formato “lección de vida”: amistad entre maestro y aprendiz, crisis y salvataje del matrimonio, vocación frustrada y luego recuperada con mayor pasión, reconciliación con el padre ausente, aceptación de la muerte para ser mejores personas, etc. Es cierto que hay momentos emotivos, sobre todo en el acercamiento a las familias que afrontan las despedidas, pero, en conjunto, Final de partida es un producto calculado para seducir al público occidental. Un film que en lugar de narrar con naturalidad su propio latido local, se dedica a subrayar esas particularidades para vender cierto exotismo (no mucho, como para no espantar). Por ejemplo, la escena en donde el maestro (Tsutomu Yamazaki) convida a su alumno con testículos de pez globo: “Esto que ves... también es un cadáver. Los seres vivos se comen a los seres vivos para subsistir, ¿verdad? Si no quieres morir, tienes que comer”. Al rato los veremos a ambos dándose un desesperado atracón de pollo frito. Si las palabras y los gestos suenan explicativos y exagerados, es porque los personajes no los actúan para ellos, sino para nosotros, los espectadores supuestamente deseosos de detectar las diferencias culturales. Detrás de la pose, no hay nada. Cine made in Japan, for Hollywood.
Haciendo un esfuerzo por entender cómo funciona la cabeza de Guy Ritchie, supongamos que llegamos a aceptar los trazos "actualizados" de este nuevo Sherlock Holmes que más se resisten al verosímil instalado en el imaginario. Digamos que toleramos a este detective devenido superhéroe que se luce más con la acción física que con el arte de la deducción, que gusta de exhibir el torso desnudo cual émulo del Tyler Durden de Fight Club para luego saltar de una aventura a otra al ritmo de James Bond. De a poco nos acostumbramos a los azotes punk de la banda sonora y a las ingrávidas coreografías à la Matrix implantadas en el decorado decimonónico, mientras digerimos un caso policial difícil de asociar con los típicos enigmas de Arthur Conan Doyle. Con la mejor voluntad nos disponemos a acompañar a Ritchie en estas libertades, para toparnos finalmente con las más nítidas evidencias: impericia narrativa, confusión entre forma y fondo, desidia en la construcción de personajes. Es un problema de exceso, que no pasa tanto por los firuletes visuales sino por la velocidad y los hachazos del montaje que convierten al film en una experiencia agotadora, porque las escenas estallan y sus partículas se disuelven, se pierden sin dejar rastro ni cumplir compromisos con la evolución del relato. Robert Downey Jr. gesticula en piloto automático mientras Jude Law y Rachel McAdams apenas tienen espacio para filtrar cierto color humano. Todos parecen figuritas troqueladas en esta Londres lúgubre creada digitalmente, un paisaje perturbador que bien podría haber sido aprovechado si Ritchie no estuviera tan cegado por sus destrezas videocliperas. En el medio, como si se tratara del espectáculo más simpático del mundo, asistimos a un par de ejecuciones en la horca resueltas "con ingenio" para despertar la algarabía del espectador. Nunca un Holmes estuvo tan desorientado.
De origen uruguayo y con un amplio recorrido por festivales, Acné es otra película sobre los adolescentes y el sexo, con una variante que parecería ubicarla en un lugar más tierno que osado: más que las voluptuosidades y la pornografía, lo que inquieta al protagonista es la posibilidad de un beso. Rafa cumple el ritual de rigor y debuta con la meretriz del barrio, aunque sin contacto boca a boca. Tampoco sabe cómo encarar a la compañerita rubia de la que está enamorado. Tímido, acomplejado, un tanto alienado, Rafael Bregman acata la rutina del colegio, las clases de tenis y piano, las costumbres de la comunidad judía, y cada tanto visita a alguna prostituta o se divierte con sus amigos, entre póker y tragos. Vive en Montevideo, con sus dos hermanos y sus padres opacos y pudientes. Rafa solo quiere un beso, uno real, de una mujer, en los labios. Toda la trama consistirá en conseguirlo, y no habrá mucho más que eso. Para comprender las dificultades del protagonista, evidentemente fue necesario trasladar la anécdota a los años 80, antes de que Internet y la promiscuidad cool de nuestros tiempos licuaran los tabúes del sexo. Tal vez la intención era demostrar que aquella adolescencia -¿más ingenua?- ofrecía misterios para el cine que no pueden hallarse en la actualidad. Pero ni siquiera el marco de época es aprovechado por el director Federico Veiroj, que no logra ver más allá de Rafa para alumbrar su contexto vital (un buen ejemplo es el retrato de los padres, que lucen como dos espectros sin peso alguno). Acné se queda en el molde, en la repetición, en lo seguro. Lo curioso es que el actor principal, Alejandro Tocar, es lo suficientemente enrulado como para remitir al protagonista de Cara de queso, film del argentino Ariel Winograd estrenado hace un par de años, centrado en un country de los '90 habitado por familias judías. Cara de queso es una película chiquita y por momentos muy divertida, que se recuerda con cariño aun con sus flaquezas, simplemente porque tiene aquello que a Acné le falta: riesgo.
Hay películas que llegan atascadas en un embotellamiento de marketing. Se habla demasiado de ellas, se pierden en el tráfico mediático y al rato son olvidadas para dejar paso al nuevo fenómeno. Para vender Actividad Paranormal (Paranormal Activity) se insistió con su proeza de haber recaudado más de 80 millones de dólares (solo en Estados Unidos) cuando apenas había costado 15 mil. Muchos sospecharon de esta estrategia y se apuraron a colgarle el cartel de “Alerta: fraude”. Y así es como nos acercamos a la película, picados por la curiosidad y a la vez armados de impaciencia y desconfianza. Lo bueno del tiempo es que ayuda a aplacar esas prevenciones, y uno puede rescatar la obra por lo que genuinamente es: una humilde película de terror que se presenta como filmación casera, con un par de hallazgos interesantes. No, por supuesto que no es Sexto Sentido, ni Poltergeist, ni El Ente, ni se puede comparar con Blair Witch Project, por nombrar solo algunos títulos afines. Actividad Paranormal falla en varios niveles, empezando por la pareja protagonista y su inverosímil terquedad: ¿por qué no abandonan esa casa cuando ya hay pruebas suficientes de que corren serio peligro? La explicación es que el “espíritu maligno” (o como quieran llamarlo) perseguirá a la muchacha dondequiera que ella vaya, y es por eso que su novio propone filmarla por las noches, durante el sueño, para comprender qué pasa y enfrentar esa amenaza de una vez y para siempre. Lástima que el novio no hace mucho más que sostener la cámara y mascar ironías ante la angustia de su chica. Es un tonto importante. Pero dejemos todo esto de lado, por un momento, para observar las escenas del dormitorio, en las que figura un reloj contador en el rincón inferior derecho de la pantalla. Sabemos entonces que el editor decidió adelantar las imágenes, acelerarlas, para detenerse solo en los instantes significativos, los que encierran algo raro, ambiguo. En esos segundos, el film concentra y potencia al máximo nuestra atención, nuestros nervios, el deseo de ver. Todo lo que allí sucede, en campo y fuera de campo, forma parte del misterio, sin trucos disuasorios. En este aspecto, la película parecería declararle la guerra al llamado “golpe de efecto”, ese tramposo efecto-sorpresa (sonoro, visual, o ambos) que asusta y manipula pero no necesariamente narra, un recurso que el género ha exprimido al punto de agotar sus primitivas delicias.* En medio del matorral gobernado por la obscenidad redundante (El juego del miedo), los cruces inocuos de ficción y documento (Contactos del cuarto tipo/ The fourth kind, que se estrena esta semana) y el efectismo remolón (Los extraños), el film de Oren Peli encuentra un pequeño espacio para respetar el miedo. Por unos instantes, el mundo se reduce a una cama, dos personas que duermen y una puerta abierta. Nuestros ojos se amilanan frente a ese cuadro tan común y cotidiano, y al mismo tiempo se mueren por saber y escanean la pantalla con desesperación para dar con algún signo, cualquier indicio que confirme (o desmienta) que ese otro lado de lo real es posible. Doble ejercicio para la mirada y los oídos: depuración para apreciar lo mínimo; musculación para alcanzar lo que aún no conocemos pero necesitamos ver. Mientras una película se preocupe por sostener esa gimnasia, el cine seguirá vivo. Actividad Paranormal acaba de salir en DVD, editado por AVH.
No esperaba detenerme alguna vez en 2012. De hecho, no esperaba absolutamente nada de la película, salvo su aporte a la confusión ideológica generalizada, aunque admito que me intrigaba su escala global, el hecho de que hicieran polvo al planeta entero desde la comodidad de una computadora. Y ahora me pregunto, tras asistir a la debacle total, ¿qué le queda al cine por destruir? ¿La vía Láctea? ¿El infinito? ¿Inventarán un nuevo Bing Bang? Mientras se adose espectacularidad al producto, Hollywood no reconocerá límites. Pero los límites existen, empezando por la imagen misma y su capacidad de representar. “En una película como esta, tienes fácilmente un total de un petabyte (un millón de gigas) de información”. Marc Weigert (Supervisor de efectos visuales y co-productor del film). Hay una escena llamativa al comienzo del film, una vez que en la introducción ya se nos informó que se viene el fin del mundo (posta) y no nos queda otra que rezar. La escena transcurre en el Museo del Louvre, cuyo director está al tanto del inminente Apocalipsis y quiere preservar las obras de arte más valiosas, por lo que vemos cómo unos señores guardan La Gioconda original en una caja de seguridad y colocan una réplica del cuadro en la pared del museo. “La diferencia sólo se detecta con un análisis infrarrojo”, le dice una especialista al director, a lo que él responde: “Pero sigue siendo falsa”. La cámara entonces se acerca a la boca de la Mona Lisa, detalle que el montaje empalma de golpe con el cartel que anuncia el título del film, 2012, en número gigantes. De la imagen a lo visual. De un emblema de la pintura, esa sonrisa ambigua que aún hoy nos estremece, pasamos a la apoteosis digital, tan monumental y delirante como hueca y olvidable. Efímera y tranquilizadora. Es que ya no hay imagen, no hay interpelación, no hay un más allá de la pantalla que reclame nuestra mirada. Serge Daney diferenciaba la imagen, aquella que todavía se apoya en una experiencia de visión, de lo visual, que es la verificación óptica de un procedimiento de poder y sólo estimula lecturas unívocas. “Lo visual concierne al nervio óptico pero, aún así, no es una imagen” (1), aclara Daney. No asombra ver, por ejemplo, cómo se desmorona la estatua del Cristo Rendentor cuando antes nos enrostraron una y cien veces que la maqueta virtual todo lo puede. Los desastres se anulan mutuamente a la hora del impacto. El ojo apenas cumple un trámite burocrático. Todo está tomado de lejos, bien lejos, desde las alturas, porque para el catastrofismo paisajista el ser humano es un píxel y sólo importan los monumentos que sintetizan la desaparición de cada país. Emmerich no reniega de este cine falso, tal como parece asumirlo en la escena del Louvre. Al fin y al cabo, el cine es artificio, es símbolo, es la plataforma para comunicar un mensaje, si el creador así lo desea. La cuestión, como siempre, es qué se hace con estas premisas estéticas. “Primero los atraes con el humor, y luego los hacés pensar”, asegura el personaje del loco fanático del vaticinio maya, mientras muestra un video casero que armó para explicar la hecatombe en su blog (ese corto es mejor que la película toda). Estas notas autoconscientes, al menos en la primera parte, ayudan a navegar la superficie de 2012 sin demandar mayores verosímiles, esperando que el film en algún punto se rebele y a la vez revele alguna idea interesante, algún gesto de preocupación por el estado de las cosas, algo medianamente cercano a lo humano. Pero se trata de ilusiones vanas, rémoras de otras grandes películas del género que sí nos hicieron pensar y emocionarnos. “Corremos el peligro de destruirnos como raza. Mis films son un aviso contra eso.” Roland Emmerich El protagonista se reconcilia con su ex esposa y toda la familia se salva (previa eliminación cruel y canallesca del segundo marido de la mujer: la peor jugada del film). El presidente de Estados Unidos se sacrifica por su patria. La hija del presidente y el científico bueno serán lo encargados de reconstruir la sociedad. La dosis de camelo de los discursos humanistas es tan elevada que llega a rozar lo kitsch. Están todos los clichés y no tiene demasiado sentido indignarse por ellos. Pero 2012 intenta además pasar por cínica, blanqueando de entrada que sólo los más ricos de la Tierra podrán comprar su supervivencia. Otra vez le ponemos fichas a Emmerich, creyendo que desde el cinismo pretende cuestionar nuestra situación actual. Otra quimera. Nada de nuestro presente nutre la narración de 2012. Llegamos entonces al punto que me resultó más desconcertante del camino publicitario de la película. Logró colarse en los medios como “otra reflexión sobre el cambio climático”, y hasta llegué a escuchar que “Emmerich es ecologista”. Es cierto que su film El día después de mañana transitaba esa senda (con mucha ligereza científica), pero en 2012 no hay ninguna referencia a la devastación de la naturaleza perpetrada por el hombre. Repito: no hay ninguna alusión a la realidad que permita detectar que los personajes habitan el mismo mundo que nosotros, en donde las consecuencias del calentamiento global son concretas desde hace años. En el film la culpa la tiene el Sol, porque hace hervir el núcleo del planeta y las placas terrestres comienzan a fragmentarse, desplazarse y hundirse, generando un dominó de terremotos y tsunamis. Esto lo alertaron los mayas hace siglos. Es decir: para qué evaluar la acción del hombre, si el fin del mundo estaba anunciado y fechado de todas formas. El Apocalipsis llega como una fatalidad repentina. Y dado que 2012 no construye una realidad propia creíble con la que podamos identificarnos mínimamente, se disipa cualquier dialéctica entre el drama y la autoconsciencia o la ironía. Salvo exhibir el salvajismo que nace de la desesperación, la película nada dice sobre la responsabilidad que le cabe a la especie en la explotación de la Tierra. “Las películas reflejan angustias extendidas en todo el mundo y sirven para aliviarlas. Inculcan una extraña apatía respecto de los procesos de irradiación, contaminación y destrucción que, personalmente, encuentro obsesionantes y deprimentes. El ingenuo nivel de las películas modera hábilmente su poder de alteridad, de alienidad, respecto de lo groseramente familiar”. Susan Sontag (2) 2012 es un producto hipócrita, pero eso no sorprende. Lo que despierta cierta amargura es constatar una vez más el retroceso del género en comparación con los ’70: aun sin el amparo de la arquitectura digital, aquellas películas eran mejores porque sencillamente eran más honestas (bueno, tal vez todo el cine industrial lo era). Muchos recordarán la taquillera Infierno en la torre, de John Guillermin, estrenada en 1974 (la tengo fresca porque la vi hace unos días). Un rascacielos sufre un incendio el mismo día de su inauguración. En este film los cuerpos sí se exponen al fuego, al horror, a la muerte. Las imágenes vibran, sudan, tienen profundidad, aunque no siempre sean perfectas. La causa del siniestro es un error humano derivado de ambiciones y estafas, y todo esto se explica sin vueltas: la ostentación capitalista desmesurada conduce a la tragedia, igual que en el Titanic. Pero es la carnadura de los personajes lo que aporta verdadera perspectiva al drama. Al final del relato, el jefe de bomberos (Steve McQueen, extraordinario) le dice al arquitecto que diseñó la torre (Paul Newman): “Algún día, morirán 10 mil personas en una de esas ratoneras. Y yo tragaré humo y sacaré cadáveres...hasta que nos consulten cómo construirlos.” El cine catástrofe de buena cepa sabe ser a la vez espectacular y crítico. Tener además el don de la premonición es exclusivo de unos pocos: aquellos que mejor miran a su alrededor. Y se hacen cargo. Citas: 1- Serge Daney, “Antes y después de la imagen”, en Cine, arte del presente. (Ed. Santiago Arcos) 2- Susan Sontag, "La imaginación del desastre", en Contra la interpretación. (Ed. Paidós)