“Quedan pocas imágenes”, dice Werner Herzog en esa perfecta escena de Tokio-Ga en la que él y Wim Wenders se encuentran en el mirador de la Torre de Tokio. “Observando el panorama desde aquí, sólo se ven los edificios. Las imágenes ya no son posibles. Tendría que ser arqueólogo y excavar con una pala para lograr encontrar algo en este paisaje agredido”. El enojo de Herzog crece mientras la ciudad desde lo alto parece un tetris de cemento que se resuelve en piloto automático, sin vértigo. “Necesitamos imágenes que estén en armonía con nuestra civilización y nuestra intimidad más profunda”, reclama el director de Fitzcarraldo, y así comienza a embalarse y asegura que para hallar esas imágenes se iría a filmar a Marte o a Saturno si una nave espacial lo llevara. En ese instante Tokio deja de importarnos porque es el mismo Herzog, su megalomanía, lo que llama la atención de Wenders. ¿Pero qué busca su paisano? ¿Acaso el Japón moderno no es un claro producto de “nuestra civilización”? Herzog sigue en la suya: “Se debe ascender una montaña de 8.000 metros para encontrar imágenes limpias, claras y transparentes. Aquí no hay más nada.” Lejos de subir, Wenders decide dejar a su amigo y bajar de la torre. Aún hay mucho por descubrir en el llano. Por suerte Herzog se dedicó a explorar cumbres, hielos, cuevas y océanos y nunca dejó de regalarnos esas imágenes que él anhelaba. Existen. Están ahí. Y es evidente, por otro lado, que en su diagnóstico agorero el director se refería específicamente a los daños que el capitalismo le provoca al paisaje. Si bien al escucharlo sabemos que el planeta no puede reducirse a ese pedacito de Tokio, resulta inevitable sintonizar con su nostalgia por todo eso que hoy ya no podemos ver. Son demasiadas las imágenes que resignamos por ser bichos urbanos. Aquí es donde un film como Girimunho se convierte en un preciado tesoro, como también lo son Alamar, La Tigra-Chaco, Le quattro volte y Border (la del búfalo en Armenia), por nombrar solo algunas obras vistas en los últimos dos años. Ante estas películas uno cree palpar esa "pureza" que tanto obsesiona al realizador de Aguirre. El problema es que la pureza prácticamente no se puede explicar. Como la magia. La sabia afabilidad de Girimunho me llevó a Ozu y de allí a Wenders. Sepan disculpar esta larga digresión que sólo intenta intuir cuáles podrían ser hoy nuestras imágenes necesarias. O prioritarias. O esenciales. Girimunho es a la vez documento y fantasía. Un Brasil de una paz desconocida, un paraíso de música y sol en donde un hombre puede volver de la muerte hecho fantasma porque adora trabajar en su taller y no quiere abandonarlo. “Sólo una vez lloré, hace mucho tiempo”, dice Bastu, la abuela protagonista de film, y le creemos. Y justo cuando la ficción está a punto de transformarse en un sueño hermoso pero imposible, Bastu saca un arma de un cajón y confiesa su pasado de pistolera, y entonces la historia aterriza en lo real, por esa manía instintiva que nos hace asociar lo real únicamente con la violencia. Más tarde un nieto de Bastu llevará el arma a la ciudad para venderla como si fuera una reliquia, un objeto curioso que ya no cumple función alguna en este mundo. Entonces dan ganas de pensar que Girimunho es una película futurista, y recién ahí nos cae la ficha que Herzog nos pedía: la única imagen verdaderamente universal e imprescindible es la de la utopía.
Fricción. Alguien intenta encender el fuego con ramas, a la vieja usanza, la original, la técnica de la persistencia, la que alguna vez le permitió al hombre entrar en otra era. Durante varios minutos la imagen sólo muestra unas manos tesoneras buscando esa chispa que se hace desear. Mientras tanto una voz narra una leyenda que habla del fuego, un fuego que no se parece a esa llama que conocemos, o que creemos conocer porque la vemos. Para el hombre que relata, el fuego es otra cosa: un tesoro de la oralidad que lo visual no podrá representar jamás. Sipo’hi - El lugar del manduré ensaya un acercamiento a la cultura wichi, cuya lengua es tradicionalmente ágrafa. De allí la fricción, el extrañamiento, la inasible confluencia entre palabra e imagen que recorre todo el film. Walter Ong lo explica de esta forma: “Sin la escritura, las palabras como tales no tienen presencia visual, aunque los objetos que representan sean visuales. Las palabras son sonidos. Tal vez se las ‘llame’ a la memoria, se las ‘evoque’. Pero no hay dónde buscar para ‘verlas’. No tienen foco ni huella (una metáfora visual, que muestra la dependencia de la escritura), ni siquiera una trayectoria. Las palabras son acontecimientos, son hechos”. * La película finalizará con otra leyenda en donde sólo escucharemos la voz narradora mientras la pantalla permanece en negro. Esta decisión estética confirma el respeto y la sabiduría con los cuales el director Sebastián Lingiardi y la guionista María Paz Bustamante encararon este curioso trabajo. Estos mismos realizadores presentaron en el Bafici del año pasado una fallida película de ficción llamada Las pistas, en donde actores de origen wichi y toba protagonizaban una confusa aventura. En ese proyecto participó Gustavo Salvatierra, un profesor intercultural que ahora regresa como protagonista y principal impulsor del nuevo film, titulado Sipo’hi porque así denominan los wichis al municipio de El Sauzalito, al norte del Chaco, en donde transcurren las vidas de los diversos personajes registrados por la cámara. Dos ejes centrales animan la banda sonora: por un lado, la voz over que narra los cuentos de Tokjuaj, el divertido espíritu que atraviesa la mitología originaria; y por otro lado, los testimonios del mencionado Salvatierra y de Félix Segundo, quien conduce un programa de radio y desde allí convoca a todos los que conozcan y quieran transmitir leyendas del pueblo. “Nos cuesta encontrar ancianos para saber más de nuestra cultura”, dice Félix frente a su micrófono, afianzando una sensación de nostalgia que algunas imágenes venían sugiriendo. Lo más interesante de esta obra es que cuestiona su misma posibilidad como película, básicamente porque se pregunta cuánto derecho tiene a retratar una comunidad que se resiste -con razón- a convertirse en un mero objeto de exhibición para la jactancia antropológica. Es lógico entonces que los protagonistas marquen territorio y lancen esas demoledoras miradas a cámara, con el semblante adusto, en estado de alerta. Un personaje lamenta la actitud de los otros (los blancos) al asegurar que “ellos vienen, sacan sus cuadernos, sus grabadores, sus cámaras… y después se van”. Los realizadores no aspiran a resolver el dilema, por eso el resultado del film conlleva una experiencia atípica, cambiante, deliberadamente dubitativa. Sí creo que esta película impone un desafío, un test de tolerancia dirigido al cinéfilo, sobre todo al espectador porteño habitué de festivales, supuestamente “abierto” y "ávido por descubrir nuevas propuestas", ese cinéfilo que se confiesa desesperado por la ver la última joya tailandesa. Sipo’hi apenas dura 70 minutos. En la función a la que asistí, el último domingo del festival, muchos espectadores abandonaron anticipadamente la sala sin dedicarle a la proyección un mínimo de paciencia para conectarse con las inquietudes esenciales de la obra. El Bafici también revela estas hipocresías. Por eso hay que aplaudir a esos hombres sabios que desde la pantalla nos miran con desconfianza. * Walter J. Ong. Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. (Ed. Fondo de Cultura Económica)
Recordarán ustedes que a Cate Blanchett le dieron un Oscar por hacer de Katherine Hepburn en El aviador (Martin Scorsese, 2005). También la nominaron dos veces por encarnar a la reina Isabel de Inglaterra y por otros personajes, pero parece que en su caso fue más meritoria la precisión de la imitación que la originalidad de la interpretación-creación. Todo bien: más allá estos premios frecuentemente arbitrarios, sabemos que Blanchett es una gran actriz y que su trabajo fue digno. Sin embargo, no puedo dejar de percibir que existe un esfuerzo opaco, chirriante, vano -por no decir imposible- que queda expuesto cuando una estrella del cine pretende resucitar a otra estrella del cine. Distinto es ver a Meryl Streep en el cuerpo de Margaret Thatcher o a Marion Cotillard como Edith Piaf: hay artificio, sí, pero allí se funda otro tipo de pacto con el espectador. Con el cine dentro del cine el asunto es más complicado, sobre todo si hablamos de los rostros del Hollywood clásico, pues el halo insustituible que ellos cincelaron sólo tiene sentido en las películas, sus películas, sus escenas inmortales, sus emblemas. Esta paradoja (¿aurática?) debe ser probablemente el principal obstáculo que Hollywood enfrenta cada vez que intenta contar su propia historia, aunque siempre pueden darse milagrosas excepciones (lo que hace Michelle Williams en Mi semana con Marilyn es extraordinario). Con esta introducción no pretendo cuestionar lo que hace Anthony Hopkins en Hitchcock. Aun dentro de las limitaciones, creo que Hopkins y Helen Mirren (que interpreta a Alma, la esposa del cineasta) saben aprovechar las pocas escenas simpáticas y rescatables que tiene la película (como la escena del “Hitchcock jardinero”), chispas aisladas que mucho le deben al cinismo del maestro y sus inapelables one-liners. Lo que resulta realmente frustrante en la película es todo lo relacionado con el rodaje de Psicosis, porque aquí es donde estallan y se multiplican esas fricciones perceptivas comentadas más arriba. No hay forma de visualizar a Janet Leigh en la cara de Scarlet Johansson, como tampoco hay rasgos de Jessica Biel que nos remitan a Vera Miles. Lo que vemos es una representación, obviamente: no estamos pidiendo la reencarnación de las actrices ni mucho menos. Sin embargo, el director Sacha Gervasi sí se muestra fascinado con la gracia de las imitaciones y la excesiva confianza que deposita en este efecto se torna contraproducente, pues sólo consigue distraer y distanciar al espectador. Finalmente, lo que nos queda de Hitchcock no es mucho más que un desfile de dobles reunidos en un desangelado backstage salteado con sesiones imaginarias de psicoanálisis al paso. Pocos días antes del estreno del film con Hopkins en las de Estados Unidos, en octubre pasado la cadena HBO puso en el aire The Girl, telefilm dirigido por Julian Jarrold también inspirado en el cineasta británico, con Toby Jones como protagonista y Sienna Miller en el papel de Tippi Hedren. Curiosamente, la puesta en escena de esta película viene a ratificar el dilema antes planteado con respecto a la duplicación del star-system. Hedren es la única estrella reconocible en este contexto, y no hay ningún otro imitador que compita con ella en la carrera por ver quién es más fiel al original. Cuando se recrea el rodaje de Marnie, por ejemplo, puede observarse cómo Jarrold cuida puntillosamente el encuadre para que no se vea el rostro del actor que abraza a la actriz (Sean Connery interpretaba al amante de Marnie, pero aquí no lo vemos porque el film no especula con la ostentación figuritas). Sin ser necesariamente reveladora, The Girl es mejor que la película de Gervasi principalmente porque tiene un relato más concentrado y estructurado en base a fuerzas recíprocas, ya que aquí el personaje de la actriz logra consistencia como individuo autónomo. Tal vez lo más interesante del film sea descubrir cómo la víctima de Los pájaros consiguió fabricar un pelicular escudo contra el sadismo de Sir Alfred. No faltan, previsiblemente, escenas en las que Hitchcock se permite desparramar su obsesión con regalos, declaraciones de amor y una cuota de extorsión laboral. Hace muchos años leí la biografía que escribió Donald Spoto* sobre el director y sentí una enorme culpa al comprobar que me había inmiscuido sin pudor en las intimidades de Hitchcock, muchas de las cuales quizás sólo llegaban al estatuto del rumor. Sin embargo, hoy me resulta imposible separar al genio de ese hombre profundamente perturbado que Spoto desnuda en su libro. Entonces nacen las contradicciones. Por un lado, quisiera pensar que poco nos suma espiar a Hitchcock mientras intenta, pobremente, hacer realidad sus fantasías sexuales. Y no lo digo por corrección política: simplemente me digo a mí misma que esa faceta no tiene por qué incumbirnos, pues lo que importa es el legado de una obra maravillosa que en sí misma contiene el paisaje psicológico del creador, si es que uno aspira a descifrarlo. Al mismo tiempo tengo claro que apartar su sufrimiento real es negar al hombre detrás de la firma. Y antes del cine, antes del arte, están los hombres. Siempre. Tal vez me equivoque, tal vez sea mi propia fantasía, ¿pero cómo no sentir que Alfred estaría dispuesto a canjear toda una vida de prestigio por la posibilidad de ser besado genuinamente, aunque sea sola una vez, por la belleza?
Darlo vuelta. Lo primero que vemos en la película es el breve plano de un avión en ascenso. Y luego, un pezón. Una mujer se levanta de la cama, mareada, inestable, y camina totalmente desnuda por una habitación, buscando sus prendas. Su cuerpo llama la atención, no sólo porque es bellísimo, sino porque el tiempo que el relato le dedica a esa desnudez no es algo común dentro del cine mainstream. Hablamos de unos segundos apenas, y en ese momento quizás no seamos del todo conscientes, pero esa decisión de puesta en escena intenta trascender la simple sensualidad (o la provocación, si quieren) para imponerse como un acto de franqueza, un pacto de cercanía que anticipa el verdadero tema de El vuelo (Flight): el dolor de estar irremediablemente expuestos, sin abrigos, ni control, ni consuelo. La inversión de expectativas es sólo una de las diversas maniobras sorpresivas que contiene la película, pues el trailer nos había preparado para las curvas de un film catástrofe y de repente uno se encuentra sumergido en la desolación de un hombre adicto al alcohol. Y no hay secuencia de acción que pueda superar el espectáculo de esa primera y caudalosa lágrima que vierte Denzel Washington cuando despierta en el hospital y le comunican quiénes murieron en el accidente. Act of God. Más allá de este bienvenido desplazamiento de géneros (agreguemos que John Goodman aparece dos veces trayendo la comedia pura en su mochila), toda la narración de la película es absolutamente diáfana y sincera. Y ya desde el comienzo, a través de un montaje paralelo, el film advierte que por allí también ronda Nicole (Kelly Reilly), una chica adicta a la heroína que terminará involucrada con el protagonista. Al explicitar ese cruce dramático Zemeckis asume que como demiurgo detrás de la fábula él puede conocer los destinos de los personajes, mientras la historia en sí misma sugiere que en lo real sucede justamente lo opuesto: hay que convivir con el azar y el vacío. La narración jamás especula ni oculta la información esencial sobre la conducta del capitán Whip Whitaker (Washington), y es por eso que uno se siente tan absorbido por este relato, que logra convencernos siempre, incluso frente al delirio del vuelo invertido. Es lícito pensar que el vodka y la cocaína fomentaron en parte el arrojo y la lucidez del héroe para franquear los límites de lo factible. O tal vez no, quién sabe. Lo que queda claro -para el espectador agnóstico, al menos- es que casi cien personas se salvaron gracias a un hombre que tomó las decisiones correctas en el instante preciso. Otros prefieren hablar de milagro. ¿Qué tuvo que ver Dios en esto?, se pregunta Whip mientras en el fondo del cuadro vemos la cúpula de la capilla que quedó destruida por el aterrizaje forzoso. Y ahí recordamos la escena en que el ala del avión le arranca literalmente la cruz a la iglesia, un momento que Zemeckis elige mostrar en cámara lenta, aun cuando eso implica frenar el ritmo de la vertiginosa caída. Podría deducirse que con ese gesto la película anula la posibilidad de la fe religiosa. Pero también podría ser todo lo contrario. Wilson. Debe ser que a Dios lo necesitamos en la ficción, aunque sólo sea como un personaje más, como función o compulsión. Dios mete su cola en esta historia y se calza distintos trajes con sigilo, casi sin que nos demos cuenta. Para algunos, los mortales no somos más que dados sacudidos en un cubilete planetario, y lo único que Dios puede darnos es la certeza del azar, como dice el joven enfermo de cáncer en una de las escenas más memorables de la película (“Perdemos demasiado tiempo intentando controlarlo todo”). Para otros, hay que rezarle al Señor porque él es gran organizador, el tapón del caos: para muchos sobrevivientes el accidente fue un prodigio divino que hay que leer desde la lógica de la predestinación. Whip Whitaker no cree en nada ni en nadie, y sin embargo en su desesperación final también recurre a Dios. Pero el dios del protagonista, junto con todos los otros dioses que deambulan por el film, no hacen más que replicar aquí el rol que la pelota Wilson cumplía en Náufrago: simplemente, se trata de inventar un amigo con quien hablar. Imaginar que estamos un poco menos solos. Denzel. Y así y todo, Wilson también se alejaba, y Tom Hanks volvía a estar solo y a la deriva. En Náufrago Zemeckis suprime a Wilson para confirmar la intangibilidad del símbolo frente a la soledad ontológica del ser humano. Hoy es una pelota, mañana será una fotografía, mucho antes fue el sol. Pero ningún símbolo se sostiene sin voluntad, y a esto también se refiere El vuelo. Y aquí es cuando el director decide hacer foco en el cuerpo, pues frente a todos los discursos que buscan darle peso al espíritu, en este film la voluntad no puede disociarse del cuerpo y su obstinada materialidad. ¿Qué puede hacer la razón cuando el cuerpo se empecina en tironear para el otro lado? Nunca lo habíamos visto a Denzel Washington así. Tan titánico y a la vez tan frágil, con tanta tristeza y con tanta necesidad de hundir la cabeza como una tortuga. Él, un actor de porte volcánico, de grandes parlamentos, sonrisa insuperable y dicción contundente, aquí muchas veces se ve obligado a hablar entre dientes, avergonzado, como cuando le pide a una colega que mienta por él, cuando no lo vemos directamente mascullar incongruencias mientras agita una botella de whisky. Es extraordinaria toda la secuencia en el hotel previa al temido interrogatorio, porque allí es donde el actor traduce en cada temblor la ansiedad del personaje y su subversiva abstinencia, para llegar finalmente a ese plano brutal que lo muestra tumbado en el baño, con un rastro de sangre que certifica su estado de inconsciencia. Denzel nos da la espalda, apenas vemos su cara, pero uno no puede dejar de sentir sobre los propios hombros la gravedad de ese físico inmenso y vencido que desde algún lugar callado clama por auxilio, y que a la vez sólo tiene resto para entregarse al abandono. Es así nomás, algo hay que hacer, porque de este mundo no podemos caernos.
Tesis sobre un homicidio intenta ser un “policial deductivo” que se deshace mientras avanza porque fracasa en un punto esencial: lograr que nos importen las consecuencias de la deducción. El principal problema del film es que el destino de los personajes no nos interesa demasiado, aun cuando todos exhiben aristas que podrían haberse explotado mejor. Las actuaciones no colaboran, es cierto, pero no creo que debamos cargar las tintas sobre Calu Rivero y Alberto Amman. Frente a la muerte de su hermana, Laura (Rivero) luce quizás más lozana de lo que debería, aunque esto bien puede tener una justificación, pues se sugiere que tomar el lugar de su hermana podría ser un deseo patológico que ella cultivaba. Por su parte, Gonzalo (Amman) jamás nos atrapa con sus supuestamente desafiantes conceptos filosóficos, ya que en su forma de hablar (o recitar) el actor ignora los matices y entonces sus parlamentos terminan anulándose entre sí en una inocua oratoria. Pero quizás no habría que desdeñar con tanta simpleza el traje robótico diseñado por Amman: por momentos el personaje se convierte literalmente en un sujeto vacío, la clase de sujeto para el cual la noción de justicia carece realmente de sentido. Gonzalo ni siquiera tiene la gracia del psicópata: es más opaco todavía. Una cáscara, una especie de agujero, un personaje-abstracción que podría haber sumado ambigüedad a la historia si no fuera por la cantidad de caprichos que el relato despliega en su trayecto. Estamos muy lejos del gran duelo intelectual que el film pretende vender. Tampoco funciona como película de suspenso ni conmueve como drama psicológico. Tesis es un producto fallido en cuyo interior, sin embargo, parece haber quedado atrincherada para siempre otra película, la que debería haber indagado con mayor cuidado en el pasado que vincula a los personajes de Amman y Ricardo Darín. Tal vez el único momento genuinamente inquietante de la película sea aquel en el que Darín observa una vieja fotografía y descubre la cercanía que lo unía a quien hoy es su enemigo. ¿Cómo entender que el film lance la idea de que ellos podrían ser padre e hijo para luego dejarla apagarse entre tantos otros desvíos? Es que Tesis nunca llega a las construcciones porque la narración se queda atorada en las distracciones, demasiado pendiente del brillo de los condimentos escenográficos lujosos (la visita al Malba, el show de Fuerza Bruta) y los anzuelos dramáticos surtidos que tienen un objetivo claro: infundir impresión de calidad cinematográfica y seducir por su convocatoria (inofensiva y apta para todo público) a la interpretación. Por cierto, una película que desde sus mismos diálogos exige prestar atención a los detalles debería haber sido un poco más aplicada en ese rubro. En Tesis hay muchos elementos que hacen ruido, incluso en las escenas más irrelevantes. Mi detalle preferido involucra a Darín y a su empleada doméstica. Como imaginarán, Darín en esta película vuelve a encarnar al clásico porteño que se las sabe todas (su consejo de profesor con calle es “Garchá todo lo que puedas. Lo demás viene solo”). La empleada también parece porteña. Si no lo es, al menos habla como cualquier argentino. Sin embargo, cuando Darín le pide que le prepare la cena, ella responde que puede dejarle listas unas milanesas y unos “bocadillos de acelga”. ¿Será que hablar de buñuelos no es lo más conveniente para la distribución del film en el mercado internacional? Nada... apenas una duda más.
Hace poco un amigo aficionado al terror me decía, mientras recordábamos El exorcista (1973), que a él no lo convence demasiado la nueva versión del film que se difundió en 2000. No le gusta la escena en la que Regan baja las escaleras en cuatro patas porque, según él, al hacer salir al personaje de su habitación se quiebra el cerco de ese espacio pequeño, extraordinario pero a la vez bien delimitado, que el relato venía construyendo como polo del horror. Sin la intención de discutir este caso particular (para lo cual, con todo gusto, debería volver sobre el film de Friedkin), divagué hacia otros espacios emblemáticos del género y confirmé nuevamente que el inconmensurable fuera de campo al que nos conduce esa puertita aspiradora de Poltergeist (1982) sigue siendo uno de los puntos ciegos más maravillosos de la historia del cine. Y el televisor encendido que hipnotizaba a la nena sólo pretendía abrir aún más el abismo. La pantalla no devolvía certezas. Más allá de la acotada tecnología que podía ofrecer el saber científico dentro de estas ficciones, en aquellas épocas no había tantos gadgets ni cámaras ni monitores que oficiaran de mediadores entre uno y la acción fílmica. Lo que se veía y se padecía ocurría una sola vez, para personaje y espectador. Para las víctimas no había rewind ni laptops ni panópticos hogareños a los cuales volver para chequear las dudas de la percepción. Hoy muchas películas del género, especialmente en la vertiente de fantasmas, zombies y posesiones diabólicas, parecerían no poder prescindir de la cámara dentro de la diégesis (Actividad paranormal, El último exorcismo, Terror en Chernobyl, REC, Con el diablo adentro). Y muchas veces, como en la fallida Donde habita el diablo (Emergo), no sólo hay cámaras sino otros artefactos (para el sonido, las ondas electromagnéticas y demás) desplegados para capturar señales de lo extraño y ver si es posible trazar alguna suerte de frontera. En estas ficciones los espacios son muchas veces fragmentarios y vaporosos (la propia cámara en mano así lo impone) o son revisitados, multiplicados o congelados en pantallas diversas. El Mal también se virtualiza y se licúa, y ya no es tan fácil ver brotar su aura en los espacios únicos y concentrados de otras décadas (aunque parte de esa fuerza escenográfica cada tanto reaparece, como en la reciente Chernobyl o en la primera Actividad paranormal). Tal vez estemos asistiendo a la saturación de esta tendencia. Los títulos que ahora voy a comentar justamente se apartan de esta propuesta y funcionan a partir de una relación más transparente entre el meganarrador del film y el espectador. Sin embargo, ambas películas necesitan apelar a la tecnología para determinar la distancia con lo desconocido. Posesión satánica (The Possession) es una película clásica. Un espíritu invade el cuerpo de una niña y comienza la metamorfosis, con una rosca atractiva: el demonio inquilino no es en verdad tan “espirituoso” y exhibe una materialidad pocas veces vista en el cine de exorcismos. Y cuando llega el momento de verificarlo ante los ojos de los personajes, el relato no acude a la inmediatez de la filmación casera sino a un estudio clínico. Todo el uso que hace el film de la tecnología se limita a una escena en donde la familia de la niña es testigo de una tomografía computada. Y la imagen fluorescente lo revela: dentro del pequeño cuerpo aparece la silueta de otro cuerpo. La madre observa con espanto lo que el espectador ya sabía. Pero nunca hay contraplano de la mirada de los médicos ni se vuelve a mostrar el marco completo de la situación, como si por un instante, por su invalidez, la ciencia fuera directamente desterrada del mundo. Uno siente que ahí, justo al borde del clímax, podría haber nacido otra película. Pero The Possession es un film absolutamente convencional e irritantemente conservador. En Luces rojas (Red Lights) el conflicto trasciende las visitas satánicas, pues aquí la historia presenta un verdadero popurrí de lo sobrenatural: conexión con el más allá, telequinesis, telepatía, videncia, curaciones del cáncer al estilo filipino, provocación volitiva de terremotos, trucos onda Tu Sam y otras rarezas varias que en su mescolanza arbitraria no le hacen nada bien a la película. Aquí la tecnología cumple un rol fundamental, ya que los científicos protagonistas (Sigourney Weaver y Cillian Murphy) se dedican a investigar fenómenos paranormales para desmontarlos como fraudes. No importa si quien se asume “psíquico” es un ciudadano común o un famoso showman: ellos van con sus equipos, sus radios y sus cámaras para producir un documento que divida claramente lo racional de lo inexplicable. Primero lo desenmascaran a Leo Sbaraglia (con estrategias que hace veinte años ya delataba con mucha más gracia el film Milagro de fe, protagonizado por Steve Martin), y luego es el turno de Robert De Niro, a quien le hacen un inmaculado test avalado por las mayores eminencias en el tema (una secuencia elíptica y confusa). Y efectivamente, será una imagen analizada al detalle con ayuda de la computadora la que otorgará la clave de lectura final. Pero la evolución de Luces rojas encierra tantas trampas que cuando la epifanía parece llegar de verdad, sus consecuencias ya no nos importan, y lo que debería jugar como imagen-indicio pierde entonces todo valor de contraste. Básicamente: una película voluble como sus protagonistas. Las escenas iniciales de Luces rojas me remitieron a un film que comenté el año pasado, Insidious, una de esas experiencias que crecen en el recuerdo, una película que pasa de lo mínimo a la exuberancia y sin que nos demos cuenta transforma el espacio cotidiano en plataforma de un angustiante carnaval.
Toda película tiene una secuencia especial a partir de la cual tejemos la trascendencia de lo que estamos viendo. No me refiero a los puntos de giro ni a las epifanías, ni tampoco a ese diálogo que claramente que está puesto ahí como clave de lectura (“El truco está en el tiempo”, decía Darín en El aura, por citar un ejemplo). Hablo de la secuencia que más adoramos, la que más recordamos, la que durante la proyección nos elevó a otro grado de fusión con el relato, secuencia que puede no ser la misma para cada espectador, pero que marca el momento en que nos enganchamos definitivamente con esa “conversación” que el film propone. Porque eso es lo buscan los verdaderos autores: conversar. Bajar un poco la música ambiente para poder hablar, como reclama continuamente el aturdido Joachim (Mathieu Amalric) en Tournée, una película libertaria e imprevisible, desvergonzada y melancólica como una charla empachada de alcohol al final de la noche, cuando ya se fueron todos de la fiesta y nos quedamos solos, con la corbata desatada y el rimel hecho una lágrima. Y la sinceridad. Antes de ir a la secuencia que anticipé más arriba, digamos de qué va este film dirigido, escrito y protagonizado por Amalric (ese tipo bajito pero súper comprador que se devora cada película en la que asoma, y que se llevó el premio a la Mejor Dirección en el último festival de Cannes). Tournée se centra en una gira que un grupo de actrices norteamericanas realiza por Francia, acompañadas por un manager francés en bancarrota, que no logra conseguir un teatro en París para montar el gran show que les había prometido a las chicas. Ellas son bailarinas reales. Es decir, en la “vida real” son nombres reconocidos en Estados Unidos dentro del género llamado “New Burlesque”, en donde combinan el striptease con baile, canto, comicidad y algo de magia, pasando sin aviso de la chabacanería a la sofisticación. El relato muestra fragmentos de este espectáculo junto con los entretelones de la gira, la convivencia entre las actrices y la rara relación que tienen con el representante, quien en su desesperación no deja de cometer torpezas. El momento privilegiado, la bisagra personal, dura apenas unos segundos, cuando la bailarina Mimi le Meaux (Miranda Colclasure) llega a su habitación en el hotel, luego de un show. Aparece sentada al borde de la bañera, con su cuerpo desnudo generoso en curvas y tatuajes, aunque nosotros sólo vemos su espalda, todo un acto de pudor para un film que venía desvistiendo anatomías. Pero en la escena del baño la cámara respeta la intimidad de la mujer, observándola mientras ella moja sus piernas y se hace masajes en los pies. Porque los tacos duelen, incluso a quienes hacen malabares sobre ellos. Y el ojo de la cámara es el de alguien que comprende ese dolor, alguien que siente admiración y cariño, que permanece ahí como si estuviera aguardando el instante indicado para abrigar a su personaje con una bata. Esa es la forma en que se revela un director de cine. Hay un cierto compás cassavetiano en la mirada de Amalric, con esa cámara que se enrosca en los cuerpos como una serpiente, que flamea como boa de plumas, siempre curiosa y carnal, pero sin la necesidad de hurgar en la decadencia característica del creador de Faces. Por el contrario, Tournée se acerca más al vitalismo todo terreno que transmite el cine de Arnaud Desplechin (quien trabajó con Amalric en varias ocasiones). Y a pesar de su evidente estructura de ficción, y como señaló en una reseña el crítico Jonathan Romney, el film también recuerda por momentos al registro de Frederick Wiseman y su avidez antropológica a la hora de retratar un microcosmos con sus dinámicas y códigos intransferibles. De allí que el relato siga espiando a Mimi le Meaux una vez que terminó su baño. Ella parece estar esperando algo. Mira su celular y suspira. Se quita las gigantescas pestañas postizas, se pone una remera y baja al bar del hotel a ver si logra sentirse un poco menos sola. Porque de eso también se trata. Pero ojo que no estamos ante a una película para llorar. Aunque intuimos que estas mujeres han llorado mucho, y que siguen disfrazando muchas angustias, a ellas no les interesa la puesta en escena del lamento, porque ya están en otro lugar. Fueron y vinieron demasiadas veces. Eligieron, por sobre todas las cosas, la voluptuosidad del humor, enseñando que nada nos hace más libres que el hecho de querer el propio cuerpo.
Hace ya un tiempo le dediqué un post a Psicosis comentando un par de diálogos reveladores del corazón existencialista que alimenta el film, más allá de la evidente malla psicoanalítica y de sus incandescentes virtudes cinematográficas. La clave es que a Norman Bates le creemos. Nos conmueve cuando describe esa “trampa privada” que le impide vivir: la metáfora nos involucra a todos y podemos reconocer en su desolación y la de Marion una condición universal. Tan sincera resulta la confesión de Norman que Marion parecería estar íntimamente agradecida por haber sido alertada sobre el futuro enfermo que conlleva una existencia en fuga. El error de la muchacha es no irse en ese mismo segundo y quedarse una noche más en el hotel… pero bueno, ésa ya es otra historia. Aunque Mientras duermes tiene mucho de Psicosis, no es mi intención comparar una obra maestra con una película modesta que evita todo delirio de grandeza u homenaje, e incluso tiene argumentos como para valerse por sí misma. Simplemente la cito porque el recuerdo sirve para inferir cuál es la sustancia faltante en la nueva película de Jaume Balagueró. Y sí, hay un nutriente esencial en Alfred Hitchcock que se hace extrañar en el film español: esa precisa combinación de acuarelas que permite apreciar lo gris, la duda, la angustia propia de todo ser humano. La diferencia entre personaje y marioneta. Centrada en el encargado de un edificio de Barcelona, la fábula de Mientras duermes se erige sobre un binarismo perezoso: o sos feliz o no lo sos. Si lo sos entonces tenés que derramar sin parar una sonrisa gigantesca, bailar moviendo la pollerita cuando llegás a casa del trabajo y no alterarte en lo más mínimo ante las amenazas que te manda un acosador. Así se comporta Clara en su rutina (Marta Etura), un verdadero monolito de buena onda. (Dicen por ahí que esta película quiso adordar el tema candente de la inseguridad doméstica, ¿pero cómo transmitir ese sentir si la mujer asediada es la menos paranoica del planeta?). Pasando al extremo opuesto, si en la tómbola genética no te tocó ser dichoso, entonces quizás seas un psicópata como César (Luis Tósar), que se presenta como “infeliz” apenas comienza el relato, parado al borde de una cornisa mientras explicita su tara psicológica en un monólogo que será repetido y ampliado al promediar la narración. El manual del buen villano se cumple a rajatabla. Al espectador casi no le quedan espacios para interactuar desde la intuición. No se puede negar, sin embargo, que al seguir al protagonista en su programa de perversiones surgen escenas de suspenso muy logradas, sobre todo aquellos momentos en Tósar roza el límite de lo posible, allí cuando la cámara nos secuestra junto a él debajo de la cama y el encuadre agolpa toda la ansiedad sobre el espejo del espía. Estamos pendientes del ojo de la víctima, atados a la vez a ese rostro macabro que se vislumbra entre las sombras azules. En estas escenas -las mejores del film- a Balagueró le alcanza con acoplar los recursos más puros del cine para lucir su entrenado pulso para el género, impresión que se confirma en el tramo final. Claro, antes de llegar ahí el espectador tiene que sortear la rigidez de guión con algún cliché extra añejo (¡las cartas anónimas!) y diversas actitudes impostadas por parte de los personajes, datos que forjan un verosímil endeble que no colabora con el objetivo del realizador de tantear el miedo en un ámbito realista y cotidiano, más cerca de su interesante ópera prima, Los sin nombre, y lejos de los códigos sobrenaturales asociados a su obra (REC, Darkness). Como nos pasa con Norman y Marion, con Catherine Deneuve en Repulsión, con el propio Polanski en El inquilino, en algún momento tenemos que poder exhalar el horror de los personajes, entrar en sus fibras, temblar con su sangre para olvidarnos de que estamos ante una simulación. Esa conexión eléctrica se hace demasiado ardua en Mientras duermes. Los sujetos que la habitan no son mucho más que tenues exterioridades.
Hace poco un amigo aficionado al terror me decía, mientras recordábamos El exorcista (1973), que a él no lo convence demasiado la nueva versión del film que se difundió en 2000. No le gusta la escena en la que Regan baja las escaleras en cuatro patas porque, según él, al hacer salir al personaje de su habitación se quiebra el cerco de ese espacio pequeño, extraordinario pero a la vez bien delimitado, que el relato venía construyendo como polo del horror. Sin la intención de discutir este caso particular (para lo cual, con todo gusto, debería volver sobre el film de Friedkin), divagué hacia otros espacios emblemáticos del género y confirmé nuevamente que el inconmensurable fuera de campo al que nos conduce esa puertita aspiradora de Poltergeist (1982) sigue siendo uno de los puntos ciegos más maravillosos de la historia del cine. Y el televisor encendido que hipnotizaba a la nena sólo pretendía abrir aún más el abismo. La pantalla no devolvía certezas. Más allá de la acotada tecnología que podía ofrecer el saber científico dentro de estas ficciones, en aquellas épocas no había tantos gadgets ni cámaras ni monitores que oficiaran de mediadores entre uno y la acción fílmica. Lo que se veía y se padecía ocurría una sola vez, para personaje y espectador. Para las víctimas no había rewind ni laptops ni panópticos hogareños a los cuales volver para chequear las dudas de la percepción. Hoy muchas películas del género, especialmente en la vertiente de fantasmas, zombies y posesiones diabólicas, parecerían no poder prescindir de la cámara dentro de la diégesis (Actividad paranormal, El último exorcismo, Terror en Chernobyl, REC, Con el diablo adentro). Y muchas veces, como en la fallida Donde habita el diablo (Emergo), no sólo hay cámaras sino otros artefactos (para el sonido, las ondas electromagnéticas y demás) desplegados para capturar señales de lo extraño y ver si es posible trazar alguna suerte de frontera. En estas ficciones los espacios son muchas veces fragmentarios y vaporosos (la propia cámara en mano así lo impone) o son revisitados, multiplicados o congelados en pantallas diversas. El Mal también se virtualiza y se licúa, y ya no es tan fácil ver brotar su aura en los espacios únicos y concentrados de otras décadas (aunque parte de esa fuerza escenográfica cada tanto reaparece, como en la reciente Chernobyl o en la primera Actividad paranormal). Tal vez estemos asistiendo a la saturación de esta tendencia. Los títulos que ahora voy a comentar justamente se apartan de esta propuesta y funcionan a partir de una relación más transparente entre el meganarrador del film y el espectador. Sin embargo, ambas películas necesitan apelar a la tecnología para determinar la distancia con lo desconocido. Posesión satánica (The Possession) es una película clásica. Un espíritu invade el cuerpo de una niña y comienza la metamorfosis, con una rosca atractiva: el demonio inquilino no es en verdad tan “espirituoso” y exhibe una materialidad pocas veces vista en el cine de exorcismos. Y cuando llega el momento de verificarlo ante los ojos de los personajes, el relato no acude a la inmediatez de la filmación casera sino a un estudio clínico. Todo el uso que hace el film de la tecnología se limita a una escena en donde la familia de la niña es testigo de una tomografía computada. Y la imagen fluorescente lo revela: dentro del pequeño cuerpo aparece la silueta de otro cuerpo. La madre observa con espanto lo que el espectador ya sabía. Pero nunca hay contraplano de la mirada de los médicos ni se vuelve a mostrar el marco completo de la situación, como si por un instante, por su invalidez, la ciencia fuera directamente desterrada del mundo. Uno siente que ahí, justo al borde del clímax, podría haber nacido otra película. Pero The Possession es un film absolutamente convencional e irritantemente conservador. En Luces rojas (Red Lights) el conflicto trasciende las visitas satánicas, pues aquí la historia presenta un verdadero popurrí de lo sobrenatural: conexión con el más allá, telequinesis, telepatía, videncia, curaciones del cáncer al estilo filipino, provocación volitiva de terremotos, trucos onda Tu Sam y otras rarezas varias que en su mescolanza arbitraria no le hacen nada bien a la película. Aquí la tecnología cumple un rol fundamental, ya que los científicos protagonistas (Sigourney Weaver y Cillian Murphy) se dedican a investigar fenómenos paranormales para desmontarlos como fraudes. No importa si quien se asume “psíquico” es un ciudadano común o un famoso showman: ellos van con sus equipos, sus radios y sus cámaras para producir un documento que divida claramente lo racional de lo inexplicable. Primero lo desenmascaran a Leo Sbaraglia (con estrategias que hace veinte años ya delataba con mucha más gracia el film Milagro de fe, protagonizado por Steve Martin), y luego es el turno de Robert De Niro, a quien le hacen un inmaculado test avalado por las mayores eminencias en el tema (una secuencia elíptica y confusa). Y efectivamente, será una imagen analizada al detalle con ayuda de la computadora la que otorgará la clave de lectura final. Pero la evolución de Luces rojas encierra tantas trampas que cuando la epifanía parece llegar de verdad, sus consecuencias ya no nos importan, y lo que debería jugar como imagen-indicio pierde entonces todo valor de contraste. Básicamente: una película voluble como sus protagonistas. Las escenas iniciales de Luces rojas me remitieron a un film que comenté el año pasado, Insidious, una de esas experiencias que crecen en el recuerdo, una película que pasa de lo mínimo a la exuberancia y sin que nos demos cuenta transforma el espacio cotidiano en plataforma de un angustiante carnaval.
Porque sí. Woody Allen sigue rodando una película por año porque sí. No hay otra explicación. Si uno acepta esa pauta desde el vamos, sin demandar las genialidades de antaño, entonces A Roma con amor (To Rome with love) puede disfrutarse sencillamente por lo que es: una comedia leve y simpática. Pero parece que nos cuesta tolerar el porque sí, sobre todo si hablamos de arte y más aún si estamos frente a uno de esos autores de quien seguimos esperando que tenga cosas para decir. Y aquí es cuando Woody se exaspera y decide volver a actuar para proclamar, con su propia voz en la ficción, que él no se quiere jubilar, porque dejar de trabajar para él equivale a la muerte. No es lo principal estar acompañado por la inspiración, y a esta altura él tampoco se angustia si esa laguna queda en evidencia, porque Woody es ante todo un hacedor. La compulsión no puede esperar a la epifanía. Es por eso que a veces el hombre hace maravillas y otras veces sólo nos entrega actos reflejos, como sucede en este paseo por Roma. Pero lo interesante es que la película se descubre totalmente conciente de su envoltura de souvenir. Porque sí. Porque la piedra insiste en ser piedra y Allen persiste en la proyección de sus fantasías a través de diversos personajes entrelazados bajo el cielo de un verano italiano. Las historias se cruzan porque sí, pero por las dudas, para quienes no soportan lo aleatorio de la ficción (que siempre se supone más coherente que la vida), el relato comienza presentando nada menos que un narrador-policía que dirige el tránsito en un cruce neurálgico de la ciudad. Algunos interpretaron la apertura y el final del film como pruebas del desgano del director a la hora de elaborar el guión. Sin embargo, creo que Allen justamente aprovecha la ocasión para burlarse de las exigencias dictadas por las estructuras narrativas, sobre todo en lo que respecta al “relato coral”. Él solo quiere contar muchas historias, y punto. En esta misma línea, Allen se anticipa al blanco más previsible de los ataques: la factura “turística” del film. Lejos de disimular el hecho de ser un vehículo para la exhibición de Roma, la película subraya esa certeza desde la misma enunciación, cuyo ejemplo más nítido es la larga panorámica de 360º en la Piazza dei Popolo, movimiento que tiene un efecto curioso: deslumbra y marea a la vez. Por eso Allen sabe cómo capturar la mística de la ciudad sin caer en el empacho. Porque sí, entonces. Porque le gusta hacerlo. Porque pocos como él pueden darse el lujo de materializar el sueño loco de abrir una puerta para que de repente aparezca Penélope Cruz al rojo vivo. Puede haber momentos de fatiga (tema del que habla Alec Baldwin), o gags que se estiran (como la ducha en la ópera), o algún personaje demasiado pasado de rosca (la actuación de Ellen Page), y sin embargo, a pesar de ser una película pequeña, Allen esta vez nos cae bien al mostrarse modesto y al mismo tiempo absolutamente fiel a sus obsesiones de siempre, esos devaneos del cuore que no caducan nunca (para nadie) y que él sigue investigando con fruición.