Wolverine: inmortal

Crítica de Rodolfo Bella - La Capital

Épica del cowboy inmortal

"Soy un ronin, un samurai condenado a vivir, sin saber por qué vivir". Y ahí está la respuesta para el atormentado Logan-Wolverine: el amor. Pero no tan rápido. La idea del ronin está ligada, en el caso del protagonista de "Wolverine: inmortal", a la del guerrero solitario. Un ronin en el Japón feudal era un samurai deshonrado luego de la muerte de su daymio. Y Wolverine, en esta segunda incursión como protagonista de su propia película -sin la compañía de los X-Men- se reconoce como tal. El personaje, uno de los que gozan de mejor salud junto a Iron Man, cumplirá su rol en este filme durante un viaje a Japón. Allí se involucrará en una trama de conspiraciones, además de tener que lidiar con samurais y ninjas, pero sobre todo, se enfrentará a la posibilidad de la muerte, a que las heridas, literalmente, ya no cierren. La película cumple con las reglas del género: acción intensa, intrigas y luchas al estilo del cine de artes marciales. James Mangold, el director, es un versátil realizador capaz de hacer dramas en el otro extremo de "Wolverine", como el western intimista "El tren de las 3 y 10 a Yuma". En este caso consigue imprimir el vértigo necesario a la narración, pero Logan parece estar demasiado solo en su carrera: ni siquiera le pusieron un rival que esté a la altura de la tragedia de saberse inmortal.