Ratón en fuga Hubo un tiempo en el cine argentino en donde la coproducción permitía la consolidación de productos dentro y fuera del territorio, potenciando historias, con una clara integración de filmografías hermanas, ajenas entre sí, pero con un idioma que posibilitaba el encuentro y la realización. Así, la importación y exportación de talentos (infinidad de casos de actores y actrices que viajaban a protagonizar historias al exterior), la retroalimentación de la industria, y, principalmente, el fortalecimiento de equipos que trascendieran las propuestas y las convirtieran en ejemplos de realizaciones exitosas en todos los sentidos, marcaron el ritmo de una época. El Ratón Pérez y los guardianes del libro mágico (La gran aventura de Los Lunnis y el libro mágico, 2018) es una muestra clara que no siempre la ecuación anteriormente descripta puede ser buena, y mucho menos, fortalecer y respetar formatos, cuando se menosprecia al espectador, subestimando su capacidad de entendimiento por tratarse de un público mayoritariamente infantil como en esta historia. Juan Pablo Buscarini (El inventor de juegos), está detrás de esta historia, que sigue en sintonía con aquel relato basado en el clásico de Pablo De Santis que llevó al cine con solvencia hace unos años y que estimulaba la incorporación de la lectura y lo lúdico como catalizador de narraciones que en la nostalgia de otros tiempos, tiempos asociados a la niñez, los juegos en la vereda, a los clásicos libros de cuentos, permitían la exploración de géneros cinematográficos industriales. El principal problema de El Ratón Pérez y los guardianes del libro mágico es su identidad, en un relato que no puede encauzar las líneas que la trama abre, y que en la fascinación por multiplicar ideas, termina por dividir y restar oportunidades al cuento que cuenta con una estructura narrativa muy simple. Mar es una niña que ha sido transformada por los relatos que su abuelo le ha contado. Cuando una tarea del colegio la empuja a enfrentarse ante sus compañeros con su verdadero mundo interior, un viaje al mundo de la literatura en busca de un libro mágico, le devolverá la fe en sus sueños. “Existe si existe en tu imaginación” le dice el abuelo a Mar al pasar, y Buscarini se basa en esa frase para construir un relato atiborrado de ideas, que en la mala facturación de escenarios y participación de los verdaderos protagonistas de la historia, Los Lunnies, suerte de Muppets españoles, reporta una falencia de origen, el poder contar una historia clara para aquellos que se acerquen a la propuesta y, principalmente, mostrar al Ratón Pérez, quien aparece en la historia recién en el minuto 55 del relato.
Marcianos del fin del mundo Breve historia del planeta verde (2019), de Santiago Loza, propone una entrañable historia de amistad y amor en el marco de una road movie pedestre, y en la que el extrañamiento por la incorporación de elementos cercanos al realismo mágico, y cine de género, serán solo una pequeña parte de un relato mayor, que apela a la emoción e identificación para sellar su pacto con el espectador y dejar un profundo y sentido mensaje sobre diversidad e integración. Tania (Romina Escobar) es una mujer trans que intenta hacerse respetar y evitar ser discriminada, anda por la vida con Pedro (Luis Soda) y Daniela (Paula Grinszpan), sus amigos de toda la vida, con quien comparte el día a día y, entre todos, se cuidan de las amenazas que el exterior les pone. Cuando recibe un llamado desde el sur para avisar el fallecimiento de su abuela, decide emprender un viaje con sus amigos para recuperar parte de su historia, sin saber que en ese camino, la revelación que un pequeño ser del espacio exterior acompaño a su familiar durante el último tiempo, y que ahora le es legado para contactarlo con el planeta de donde es oriundo, construirá un nuevo sentido a su existencia y la de sus amigos. Santiago Loza propone y dispone, y juega de manera hábil con el tempo narrativo, para presentar en una primera parte a cada uno de los personajes con travellings y paneos que los detallan en sus lugares, y luego hacerlos interactuar en un marco natural bellísimo que realza, al comenzar a caminar junto al “ser de otro mundo”, sus intenciones de eliminar de Breve historia del planeta verde cualquier vestigio de lugar común y prejuicio. No por el color incluido en el título es que la película sea plástica, al contrario, lo es por el engamado y paleta de colores única, que brilla en las manos de la cuidada fotografía de uno de sus colaboradores más eficientes, Eduardo Crespo, y que en la elección del vestuario y puesta, suma elementos que potencian el relato. Al avanzar la película, y superar el extrañamiento con el alien, todo comienza a generar sentido en la sinergia del trío protagónico, personajes entrañables que están para ayudarse y que con oficio y conexión con los espectadores, gracias a naturales indicaciones en su interpretación, consolidan un guion que transforma el extrañamiento en empatía. Y gran parte de esa empatía se debe a la elección de Romina Escobar como protagonista, clave para comprender, además, los cambios en la representación del deseo y los cuerpos en el cine argentino, formas que empiezan a valorarse y a erguirse de otra manera. Voluptuosa, exigente, deseante y deseosa, foco de atención, así Tania camina con decisiones que repercuten en el resto del grupo, pero sin desear cambiar los estados dentro y fuera, y mucho menos juzgar las decisiones y que en la intimidad de cada protagonista Loza ubica respuestas verbales en un film que sorprende y estimula. La voluptuosidad de Tania, la ingenuidad de Daniela y el talento de Pedro, contrastan, en algunos pasajes, con el odio con el que la sociedad en la que deambulan los juzga, sin comprender que en el rechazo se fortalecen, se potencian y se multiplican, como las palabras de amor que se incluyen en uno de los guiones más inteligentes del cine argentino de los últimos tiempos.
Javier y Juan Zeballos llevan adelante la difícil tarea de seguir los pasos de un joven recién salido de la cárcel que decide darle un nuevo rumbo a su vida enfocándose en la creación musical y la introspección que su reciente reclusión le ha otorgado. La cámara es un integrante más de las rutinas, apenas perceptible entre slams de hip hop, graffitis, mar y amor. La principal virtud de los realizadores es poder mostrar sin juzgar, tomando a Matías como objeto de discurso y empoderándolo.
Cómo el revés que el espejo devuelve de una imagen, podemos dejar de lado la venta que la distribuidora local está haciendo de “Brightburn: El Hijo de la oscuridad” (2019), anclada en el terror, para centrarnos en su relectura de uno de los comics más importantes de la historia: SUPERMAN. El superhéroe más luminoso, en contraposición a Batman, por ejemplo, ha tenido una larga vida en el mundo del entretenimiento gracias a sus posibilidades de exploración como hombre poderoso que llega del espacio. A las películas le siguieron una serie de productos como dibujos animados, programas de televisión, y en todos los casos, en el arranque se narraba la llegada y posterior crecimiento en medio de contextos “naturales”, del ser del espacio exterior y su adaptación al planeta Tierra. Con ese punto de partida David Yaroevsky se pone tras las cámaras de esta historia creada y producida por James y Mark Gunn, los mismos de “Guardianes de la galaxia” quienes repasan lo mejor del cine de género de los últimos tiempos, con esas narraciones centradas en jóvenes o niños con poderes y capacidades diferentes y que en determinado momento terminan por revelar su identidad ante el mundo. En la habilidad por inventar un nuevo género, “Brightburn: El Hijo de la oscuridad” avanza a paso seguro en la delgada línea que puede hacer tambalear una propuesta y descartarla desde el incio, o, la de potenciar ideas para replantear géneros y estilos cinematográficos. En la historia de Brandon y sus padres, y cómo de un día para otro un oscuro secreto del pasado comienza a transformar la realidad del pequeño pueblo en el que viven hay rastros de "Superman", pero también de "Carrie", y mezclando la llegada de un ser del espacio exterior y la decisión de encaminarse por un cauce que no es el esperado, Yaroevsky termina por construir un nuevo género, el del origen de un héroes, o antihéroe, ya se verá, con dosis de slasher, terrór, misterio y mucha fantasía. Muchas han sido las historias, más allá del hombre que llegó de Krypton, que supieron asociar seres del espacio exterior y familias que terminan adoptándolos a expensas de que el secreto pueda implosionar tiempo después. La principal habilidad de “Brightburn: El Hijo de la oscuridad”, además de reposarse en las logradas interpretaciones del trío protagónico (Elizabeth Banks, David Denman, Jackson A. Dunn –talentosisimo, a tener en cuenta y seguir su carrera-), es la de posibilitar la inmersión inmediata en el universo que propone y crea. Como película de género ejerce una fuerza totalizadora que respeta al espectador, lo hace parte del relato (siempre va a saber más que los protagonistas) y juega con él con los límites de la tolerancia en materia de niñohaciendosusmaldades y las posibles lecturas que de esto se puedan hacer, imponiendo una mirada distinta de los comics, a quienes debe sus inspiración, e inventando géneros.
Descomunal, impactante, brillante, escenas de acción como nunca antes vistas, algunos de las descripciones que pueden acompañar el lanzamiento de esta tercera entrega del vengador de los perros y que suma, con buen tino, a una socia feminista (Halle Berry, con sus ovejeros alemanes ataca penes) y recupera a la gran Anjelica Huston en un papel clave. Para pasarla bien y salir del cine escapando de los asesinos.
Son muchas las veces que este cronista se pregunta el porqué de algunas producciones, y en este caso la respuesta sigue sin aparecer. Guy Ritchie despliega todo su conocimento cinematográfico para adaptar a live action el clásico animado, pero excepto Will Smith (que la rompe) el fantasma, en todo sentidos, de Robin Williams merodea en una producción que fascinará a aquellos nuevos espectadores, y decepcionará a quienes nos apasionamos con el dibujo que marcó un antes y un después en los Estudios Disney
Siempre es difícil reconstruir una época, y más cuando el recuerdo y la vuelta constante sobre ella es más que elocuente. Aquí, en un impresionante blanco y negro, Kirill Serebrennikov reinventa las biopics musicales con una atrapante historia de amor, música y pasión en tiempos de prohibición y represión.
En tiempos de empoderamiento femenino, esta historia con una mujer que decide romper con su dolor y sufrimiento, llega para demostrar que no hay géneros ni estereotipos en el cine, que solo las ideas y las logradas interpretaciones pueden superar aquellos límites que el desarrollo podría llegar a sugerir. Guadalupe Docampo, una vez más, brilla.
Oliver Assayas reposa en esta oportunidad su reflexión sobre el mundo literario, y a partir de allí comienza a desarrollar con cinismo y humor mordaz universos posibles en éste, la televisión y la cotidianeidad de parejas que tienen muchas cosas para reprocharse. Así construye un atractivo relato que acentúa su lucidez a medida que avanza la historia.
Desmenuzando la vida de un hombre en plena crisis con el mundo, la llegada de una joven, tan o más conflictuada que él, permiten recuperar para el cine nacional un apasionante relato sobre historias pequeñas, locales, con los misterios y secretos de un pueblo, pero con la seguridad de concentrarse en un personaje central que vive de mentiras y de sus padres, y que a la vez brilla por su universalidad. Barbara Lombardo sorprende con su desprejuiciada Luciana.