El Otro es el enemigo, la amenaza, incluso ya no en un frente de batalla preciso sino en el imaginario paranoico nacionalista en donde el Otro es quien penetra el territorio y trastoca el bienestar de una nación. Es ésta una dimensión contemporánea de la guerra. Tesis de un cineasta: “un sujeto es profundamente irreductible a las representaciones sociales y raciales que se hacen de él”. Esa declaración escrita en una carta tan bella como extensa que Sylvain George envió para compensar su ausencia el día que le tocaba recibir su premio a la mejor película en la última edición del BAFICI, en abril de 2011, es una síntesis de su extraordinario film Que descansen en la revuelta (Figuras de guerra) (2010), cuyo tema en clave documental denuncia la impunidad de los poderosos. George, después de tres años de trabajo de registro, filma la vida de los inmigrantes africanos que intentan cruzar el Canal de la Mancha desde Calais para llegar a Inglaterra. La cámara de George “viaja” con ellos. Los vemos bañarse, cantar, huir, dormir, comer, reír, aunque la secuencia imborrable es aquella en donde estos hombres, que viven en la desesperación, se queman las huellas digitales para no ser identificados por los sistemas informáticos de la policía francesa. George, que durante todo el film propone una dialéctica entre la naturaleza, los animales y los hombres, reinventa el documental y expone un campo de batalla preciso aunque no reconocido como tal.
Tristeza de clase "Es una edad preciosa", le dice comprensivamente un directivo del colegio a Ana, una adolescente a punto de finalizar su paso por la escuela secundaria, si es que no se queda libre por faltas. No está en juego sólo su graduación sino también el inminente viaje a Bariloche. Los padres de Ana están separados; Ana vive con la madre, pero a menudo los espacios de convivencia no están del todo delimitados. Graciela, por su parte, cuida a Beba, una tía moribunda, y trabaja en una oficina. Rodolfo es odontólogo, pero su pasión son las plantas, primero, y después el fútbol. A Ana, que ha sido siempre una alumna brillante, ya no parece interesarle el colegio, ni mucho menos el handball, aun cuando tal vez pueda representar a la selección uruguaya. Tiene un novio de la escuela, pero cada tanto se acuesta con chicos más grandes. La cotidianidad es el último horizonte de existencia. Repetición sin diferencias: en cada minuto se corrobora la soledad de las criaturas y la insignificancia de su paso por el mundo. De allí que el mínimo impulso vital de Ana esté concentrado en el sexo. El placer conjura la monotonía, el cuerpo se conmociona. Graciela tendrá un atisbo de felicidad, casi clandestina, en el encuentro con Dustin, un hombre al que conoce en el hospital en una de las tantas noches que pasa cuidando a su tía. Rodolfo, que tomará la decisión de romper con Alicia (a quien jamás veremos, sí a su hijo), sería feliz si tan sólo pudiera recomponer el núcleo familiar, una utopía discreta que en el desenlace hasta será objeto de un número musical. El uruguayo Pablo Stoll, en codirección con Juan Pablo Rebella, ya había explorado este universo sombrío de clase en 25 Watts y Whisky. En Hiroshima, su película anterior, la más experimental y libre, lo lúdico se imponía sobre lo triste. 3, en algún sentido, es su película más convencional, en gran medida porque el costumbrismo prevalece. En el penúltimo plano, en el que se ve a los tres (madre, padre e hija) acostados en una misma cama mientras se escuchan desde el televisor explosiones de una batalla, es una síntesis anímica del filme y de la inteligencia formal de su director. Stoll ama el cine tanto como a sus personajes. Por eso, las miserias del costumbrismo permanecen a cierta distancia.
Una nación multicultural "Cada vez son más", puede pensar el xenófobo cuando transita por algunas peatonales de Buenos Aires, Córdoba y Rosario y ve a algunos negros, probablemente llegados de África, vendiendo relojes, aros y pulseras. El fenómeno migratorio hace tiempo que excede a los países limítrofes. La vieja descripción del país como crisol de razas deviene ahora en su versión del siglo XXI: Argentina es multicultural. Al xenófobo, probablemente, poco le importa saber sus historias, pero ¿de dónde vienen esos negros del asfalto que tanto le molestan? Los primeros cuatro planos generales de El gran río son precisos: el río Paraná y la zona costera de Rosario son el escenario excluyente; por allí llegan muchos de los nuevos inmigrantes, aquellos que el gobierno nacional en sus actas oficiales describe como "refugiados". No se trata del viejo cuento de viajeros venidos de Europa. Un adolescente de 13 años, oriundo de Guinea, puede viajar 27 días sin comer ni beber en la hélice de un barco. No siempre todos sobreviven. La película de Rubén Plataneo intenta no sólo reconstruir el derrotero de los nuevos nómades, más raperos que anarquistas, sino también seguir los distintos pasos de su asentamiento. El protagonista central de El gran río es David Dodas Bangoura, un joven que para establecerse en Rosario hizo forzosamente varias escalas. El castellano de David y su léxico evidencian observación y aprendizaje. Lo veremos alquilar una pieza, pintar, vender bijouterie en la calle, buscar otros trabajos y, fundamentalmente, rapear. David es músico y encontrará en sus pares vernáculos un espacio en común. El rap es una forma misteriosamente universal de articular rabia y desencanto en poesía y ritmo, y en ese sentido los músicos rosarinos y David se entienden a la perfección. Plataneo envía desde un principio señales extrañas. Unos cinco planos generales breves anuncian otra geografía y otra película. Plataneo quiere saber un poco más y se tomará la molestia de ir con su cámara hasta Guinea; el último acto de la película transcurrirá ahí. Si bien el viaje del director y el de su protagonista son inconmensurables, la música funciona aquí como una fuerza niveladora, la que sostiene la perspectiva de Plataneo. Cuando los jóvenes guineanos dicen "el rap es una forma de reclamar algo, de decir la verdad", justamente ahí explicitan una de las milagrosas funciones del cine. De algún modo, aquí los planos rapean y el propio director se ha convertido sin saberlo del todo en un griot con una cámara.
EN BÚSQUEDA DEL PADRE PERDIDO Si esta película no estuviera firmada, si los Dardenne fueran desconocidos, sería una de las películas del año. Es extraordinaria, no del todo perfecta, pero aún así un film que prevalecerá en el tiempo. Dedica a M, el jefe de todo esto El riesgo que enfrenta todo cineasta es imitarse a sí mismo. Los Dardenne estuvieron cerca de autoplagiarse con El niño. ¿Se había agotado el método? El silencio de Lorna fue un claro cambio de registro y quizás las debilidades de aquel film derivaban de una nueva búsqueda. No se trata de un film fallido, pero sí del menos consistente, aunque tenía una escena de sexo, casi una interdicción en el cine de los hermanos, y era una gran película sobre el dinero. El chico de la bicicleta es un regreso a un terreno conocido. Este ensamble entre Rosetta y El hijo, no obstante, no es un paso atrás sino la destilación de un método de trabajo. Es un film sin riesgo, pero casi perfecto y con un descubrimiento, el de Thomas Doret, un niño que sostiene el film desde el inicio al final, que bien podría estar a la altura de Jean-Pierre Léaud. El otro elemento sorpresivo es la luz. Los Dardenne siempre han pensado las estaciones como un elemento de la puesta en escena. En esta ocasión, la luz del verano incorpora matices visuales a la textura del film que no estaban presentes en sus trabajos pretéritos. Cyril, un chico de 11 años, experimenta la urgencia característica de todos los personajes de los Dardenne: corre, se escapa e intenta cumplir con su objetivo; en este caso, encontrar a su padre que, descubrirá con dolor y sin ningún tipo de mediación simbólica, lo ha abandonado. A la madre jamás se la nombra y permanece en un absoluto fuera de campo. Por azar, el chico conocerá a una bellísima peluquera que paulatinamente lo adoptará. En algún pasaje, Cyril será tentado para convertirse en un pequeño ladrón y finalmente tomará una decisión: vivir con Samantha (Cécile De France, la belga, no francesa, de Más allá de la vida, de Clint Eastwood). Lo que filman los Dardenne es el casi imperceptible pero verificable aprendizaje de Cyril. Y no lo hacen apostando a la psicología sino develando a través de las acciones cómo se constituye un carácter. El único refuerzo para señalar los instantes centrales de esta pedagogía materialista son unos acordes breves del Concierto para piano número 5 de Beethoven que remiten al estilo particular del uso de la música en Bresson. Los Dardenne han vuelto en forma. Los Dardenne piensan sus películas topológicamente. En Rosetta, una película de guerra, la ciudad, el bosque y el campamento de caravanas delimitaban un territorio de combate, de descanso y de abandono. El espacio estaba delimitado en sectores de intensidad. Algo similar sucede en El chico de la bicicleta: aquí, dicho por ellos mismos, la película triangula sus áreas simbólica: la ciudad se sintetiza en la casa de Samantha, sustitución de la casa de su padre; el bosque es el espacio delictivo, una región sin ley, en donde se aprende a robar y la vida se pone en peligro; finalmente, la estación de servicio, una zona de transición pero también de adquisición de elementos primarios de locomoción: aire para la bicicleta y gasolina. La topología de los Dardenne es así concebida en función de diseminar signos de aprendizajes y pruebas. Es que hay por detrás una pedagogía Dardenne, la que se repite una y otra vez, un sistema excepcional de mostrar un mismo tema desde perspectivas cambiantes que consiste en trabajar en la personalidad de sus protagonistas una noción de ley. Es como si los Dardenne estuvieran trabajando en una reparación o aun invención de, como dicen los psicoanalistas, la función paterna, pues parecen postular que gran parte de las inconsistencias sociales contemporáneas responden al debilitamiento de la noción de ley y la función de los padres. En otras palabras, Rosetta, el pibe del El hijo, y ahora Cyril, son pruebas vivientes y exposiciones fílmicas de cómo trabajar respecto de un tema que para los hermanos resulta una prioridad. En efecto: la ausencia de ley y la figura del padre articulan la filmografía de los hermanos. Como sea, El chico con una bicicleta es una pieza inolvidable; es una de las pocas películas que el guión no ahoga ni el registro, ni el montaje posterior. Los últimos 10 minutos son un prodigio de suspenso y el plano que clausura la película una conquista del personaje y de los cineastas, quienes saben retener en su tiempo justo la aparición y surgimiento de un sentimiento. Si Rosetta finalizaba en una nota sensible reservada a conjurar el desamparo y El hijo en retratar a la piedad en un sentido materialista, El chico con una bicicleta se cierra ante una bella evidencia: la autonomía de su protagonista.
Después de M, su conmovedora y rabiosa ópera prima acerca de su madre desaparecida en la última dictadura militar argentina, Prividera toma un camino inesperado aunque no menos personal, más allá del drama íntimo e histórico: filmar 200 años de historia argentina desde una necrópolis aristocrática, allí donde los supuestos héroes de la patria descansan. El cementerio de la Recoleta, en el centro de la Capital Federal, es el escenario elegido para que hombres y mujeres de distintas edades y profesiones (cineastas, escritores, actores, estudiantes, etc.) lean algunos textos centrales e ideológicamente relevantes de la Historia argentina oficial (y no oficial), en la mayoría de los casos al lado o al frente de las tumbas de sus autores. El resultado es magnífico y perturbador: los textos resultan actuales (y universales), más allá de que algunos pertenezcan al siglo XIX. Alberdi puede ser un contemporáneo de Paco Urondo; Rosas, de Lugones. Una cita de Evita, en uno de los momentos claves del film, adquiere una validez extrapartidaria, y de algún modo explicita la perspectiva del cineasta, jamás distanciada o neutra, sobre la violencia de clase que atraviesa la historia argentina. Si bien el texto urde un relato coral, algunas voces desentonan más que otras: las citas de Sarmiento, nunca fuera de contexto, denotan la barbarie congénita de su liberalismo de avanzada, mientras que el pasaje de la “Carta abierta a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh sintetiza una lucha por la justicia y la equidad, y cada palabra tiene una dignidad irrefutable frente a otros discursos leídos, pletóricos de galimatías y figuras retóricas que sólo resguardan el odio y el desprecio de clase. Los cuidadosos planos fijos y las elecciones de encuadre se apropian de las estatuas del cementerio, haciéndolas valer como elementos de una puesta en escena lúcida en donde arquitectura y discurso sintetizan los antagonismos y luchas de un país signado por la violencia, lo que se anuncia desde el comienzo con un trabajo de montaje controversial sobre material de archivo de varios estallidos sociales, incluyendo el de diciembre de 2001, mientras suena el himno nacional argentino. Prividera no desestima mostrar la vida que subsiste en la ciudad de los muertos, y en varios pasajes filma a los cuidadores de los mausoleos y panteones (hay un plano de la tumba de un trabajador del cementerio), observa a los gatos que deambulan, a veces disputándose una paloma muerta, y registra la visita de turistas, estudiantes, familiares y compatriotas. Pero Prividera tiene reservado un giro final; un preciso travelling aéreo sobre el cementerio tendrá un destino específico que refuerza la idea de una contrahistoria: la que viven inconscientemente en la memoria, como los espectros que la representan, quienes desconocen el descanso eterno.
Roma con amor debe ser una de las peores películas de Allen de su filmografía. “Con la vejez llega la fatiga”. Una línea del film, o su inconsciente expuesto. En Roma hay muchas historias, nos dice mirando a cámara un vigilante, pero no hay indicios de Historia en las cuatro historias. Como en todo paseo turístico el limbo prevalece. El coeficiente intelectual de Allen, aparentemente, es de 140 o 150, aún expresados en “euros”, es menos interesante que Judy Davis diciéndole que él tiene tres ID. A Roma con amor: el inconsciente al aire libre, una suerte de Idless: fantasías sin vuelo en bolas: el adulterio como picardía y la misantropía light como filosofía social. El gag de “Cantando bajo la ducha” es tan simpático como propio de un principiante, al igual que las citas de Freud y Marx (y varios novelistas). Alec Baldwin, Roberto Benigni y Penélope Cruz son tres presencias que no pueden ser conjuradas ni con un guión de Charles Lederer, ni con una relectura de viejas películas de Allen. El coro griego sin coro encarnado por Baldwin como interlocutor del deseo del alter ego juvenil de Allen interpretado por Jesse Eisenberg, quien condensa en tics el conductismo refinado de Woody, es un recurso perezoso, clonado y fallido del propio Allen. El después de los 15 minutos de fama del personaje Benigni posee casi la misma eficacia crítica sobre la sociedad del espectáculo que los gestos de Stanley Tucci en Los juegos de hambre. Una película irregular como Celebrity recupera aquí cierto valor, y El escorpión de Jade es una obra maestra. Penélope devenida en furcia y su correlato necesario en la novia ingenua venida del campo a la gran ciudad cumple con la cuota necesaria de misoginia, no siempre omnipresente pero amenazante, de muchos filmes de Allen. La virtud de Allen a la hora de filmar interiores se circunscribe a un movimiento de cámara hacia delante y atrás en el instante que Eisenbeg le declara su amor a Ellen Page. Fatiga ostensible, o el sitcom avanza sobre la puesta en escena. Finalmente, es lógico que Medianoche en París abriera Cannes y que A Roma con amor haya quedado afuera de Venecia y Roma. Como panfleto turístico no está lejos de Soledad y Largirucho. La ciudad se filma como en un video de promoción de colectivo interurbano. Ps: una declaración: en general me gustan las películas de Allen, pero no soy un fan acrítico. Este texto de Rosenbaum fue clave en cierto momento de mi formación como crítico. Pinche y lea.
Cannes English Bookshop es una librería inglesa que está a tres cuadras del teatro Lumiére. Tiene una sección de libros de cine muy acotada, pero la selección es siempre arriesgada. Allí pude comprar el año pasado, ni bien salía de imprenta, el libro que editó James Quandt para el Film Museum sobre Apichatpong Weerasethakul. También, en esa ocasión, estaba a la venta y de la misma editorial, el libro sobre James Benning. Dado que las esperas al sol, a veces parado o sentado, para ver una película En Cannes van de una hora a una hora y media, tengo el hábito de comprar un libro que me acompañará mientras el tiempo se diluye en la espera. En esta ocasión, el título elegido fue Film Theory: an Introduction through the Senses, de Thomas Elsaesser y Malte Hagener. Es un libro extraordinario, de lo mejor que he leído en años, y una pieza literaria ideal para acompañar al maravilloso The Material Ghost, de Gilber Perez. En ese libro se puede leer: “Si se mide la importancia que han llegado a tener en el siglo XXI la imagen movimiento y el sonido grabado, existe, finalmente, otra razón probable para concentrarse en el cuerpo y los sentidos: el cine parece haber dejado atrás su función de <<medio>> (para representar la realidad) para convertirse en una <<forma de vida>> (siendo entonces una realidad en sí y con derecho propio)”. La aseveración parece ser una síntesis perfecta de Flower of Evil, de David Dusa, un film exhibido en una de las secciones menos conocidas de Cannes: Acid (Asociación para la distribución independiente). El film de Dusa es un film menor, pero quizás se trate de uno de los pocos ejemplos exitosos en donde la imagen cinematográfica se conjuga y dialoga perfectamente con otros sistemas de producción y distribución de imágenes. Aquí, el cine, el Ipod, You Tube, y otros sistemas audiovisuales se combinan coherentemente en el relato. Flower of Evil, cuyo título remite lógicamente al libro de Baudelaire, es una película literalmente viva sobre el amor adolescente entre una joven iraní recién llegada de su país y un joven parisino, cuya mayor virtud consiste en bailar Breakdance en las calles, de lo que se predica una agilidad física extraordinaria. Su modo de transitar lo real es una prolongación de su baile: se mueve por el espacio como si su cuerpo no tuviera gravedad y el aire fuera una pista en la que patina con su esqueleto. Se conocen por Facebook, y a partir de allí no dejan de estar juntos. Lo que Flower of Evil permite visualizar es cómo la subjetividad juvenil está inscripta en un orden audiovisual desterritorializado (perdón por la palabra)l. Dusa es inteligente, pues piensa y no juzga. Aquí, la digitalización de los actos cotidianos más que enajenar y privatizar la identidad constituye lo que más arriba Elasesser y Hagener llaman “una forma de vida”. Los jóvenes se conocen por la web. La joven usa su Iphone para seguir al momento todos los acontecimientos políticos de su país. El film permite intuir un sistema electrónico de información clandestino. Al instante, los videos sobre la represión callejera en Teherán están disponibles en la Web. En una escena romántica, los chicos bailan en su casa y es él que sostiene su teléfono mientras de ese “juguete” técnico se reproduce la música que bailan. Es una forma de vida en donde las tecnologías electrónicas de mano son una extensión de la identidad. Lo genial del film es que esta forma de vida no está en contraposición a un estilo ya pretérito pero no por ello superado, nacido con la imprenta, es decir, una invención del universo de Gutemberg, cuyas criaturas dependían del libro como práctica esencial para dotar simbólicamente el contenido de sus vidas. En efecto, la iraní le hará saber que Omar Kahayan es para su gente lo que para los franceses es Baudelaire. &sourceFile=image-10665 En el 2010, las películas latinas que se ven en Cannes giran también en torno al amor, o más bien estudian o intentan aproximarse a su reverso: el desamor. Año bisiesto, de Michael Rowe, transcurre durante todo el mes de febrero. Una periodista joven, quien colabora para varios medios, cuando no escribe coge. Su cama es un cuadrilátero multitudinario: pasan muchos hombres y no vuelven. Quizás ella espere un poco más de sus amantes, una caricia, un ademán menos mecánico. Hasta que un día, entre uno de los tantos con lo que tiene sexo, habrá de encontrar un compañero, lo que no significa un amor establecido o una relación estable. Sin música extradiegética y con un impecable trabajo sobre los encuadres, los planos, más bien cerrados y fijos, pueden llegar a ser asfixiantes, pero justifican el pathos del film, un interesante ensayo sobre el instinto de muerte, aquí vinculado con una práctica sexual extrema: el sadomasoquismo, extraña táctica por la cual la protagonista en la hipérbole del castigo y el flagelo hallará un reparo y modo de volver a pensarse. Con reminiscencias a Viva el amor, de Tsai Ming liang y a Batalla del cielo, de Carlos Reygadas, el sexo es casi siempre un estimulo biológico y una neutralización de una carencia ontológica. Si no cogen, no son nada. La provocación es una regla, y todo está permitido: cachetear, atar, cortar, mear. Y sin embargo, Año bisiesto no llega a ser por eso un film cínico. El giro final constituye un toque dialéctico: la aparición de Eros. Octubre, de los hermanos Diego y Daniel Vega, es todavía más sórdida que Año bisiesto. El escenario no es el Distrito Federal sino Lima, la capital del Perú y una ciudad que a juzgar por el retrato del film, no evidencia bienestar. Aquí el personaje no es una periodista sino un prestamista, quien además continúa una tradición familiar. En algún momento, una prostituta le dejará una criatura recién nacida. Quizás es su hija. Inconscientemente misántropo, el protagonista habrá de aprender a vincularse no solamente con su “hija”, sino también con una mujer que lo desea, un “socio” que le demuestra afecto e aun con las furcias. Una vez más, existe una preferencia por los planos cerrados, que formaliza la experiencia solitaria del personaje. Los Vega deciden también no mover su cámara. Los planos son fijos, la luz tenue, y no habrá en toda la película ninguna pieza musical, excepto por los acordes que se escuchan en una procesión religiosa que remite al paganismo característico de la cultura precolombina del Perú. Uno de los pocos planos abiertos del filme. Aquí también el sexo es mecánico y reptil. Es sexo bestial, y casi siempre pago. En efecto, lo más poderoso del film peruano es mostrar cómo la sintaxis de la conducta humana es mediada y constituida por el dinero y el sexo; es decir por un papel de un poder inexplicable, cuyo misterioso poder excede a la película. ¿Economía libidinal? El dinero, el único Dios vivo sobre la Tierra, rige todo, incluso el instinto, al menos eso sucede en la vida de algunos peruanos, obligados a vivir en las sombras. Fotos: 1) Año bisiesto; 2) Los hermanos Vega.
Piratas del deshielo Como sea, el inicio es fenomenal. ¿Un gag evolutivo? La deriva de los continentes –se propone aquí en forma de una hipótesis lúdica– fue ocasionada por la desesperación obsesiva de la ardilla Scrat por atrapar y devorar la famosa bellota. En efecto, intentando atrapar el fruto que comanda su deseo, Scrat llegó hasta el centro de la Tierra y alteró el equilibrio geológico. Así, un acontecimiento azaroso y banal puso en movimiento al planeta en su conjunto y desde entonces sus paisajes y ecosistemas se transformaron para siempre. El accidente evolutivo en cuestión pone en marcha el relato. El mamut Manny, su esposa e hija, además de Sid, el perezoso, y el tigre Diego tendrán que escapar de las sacudidas geológicas que ponen en riesgo la vida animal. Las bestias están obligadas a huir. Literalmente, las montañas pueden caer sobre ellos y el suelo partirse en mil pedazos. Manny, Diego, Sid y su abuela (un personaje nuevo) quedarán flotando en un iceberg y la corriente los llevará muy lejos, mientras que la familia de Manny permanecerá en lo que queda del viejo "hogar". De allí en adelante habrá un solo objetivo: reunirse con la familia. Y no será fácil porque el océano no está deshabitado ni exento de peligros. Las mareas y los tornados acechan y las sirenas tientan, aunque el verdadero peligro yace entre la niebla: un navío-iceberg de piratas es liderado por un mono feroz, el Capitán Tripa. Allí viaja también la tigresa Shira, que pronto llamará la atención de Diego. Los piratas no son precisamente amigables y Manny y los suyos tendrán que ingeniárselas para liberarse de ellos. La era de hielo 4 conquistará a todos: los personajes son queribles, los gags de la ardilla efectivos y nadie podrá quedar impávido frente al anhelo de un padre que sólo quiere volver a estar con su familia. La familia es el valor supremo, el modelo preferencial. Será Diego quien exprese la superioridad de pertenecer a una familia frente al mero ser parte de una manada, incluso cuando se advierta que no se trata de una institución inmaculada. Al comienzo, al perezoso lo abandona su familia y de paso le dejan a su abuela como un regalo. Lejos del secreto western de la primera entrega, La era de hielo 4 es una sencilla película de aventuras, acaso una de piratas en clave evolutiva, adornada por citas literarias y cinematográficas diversas. La textura del mar, unas ardillas que vuelan en hojas de árboles y la minuciosidad del ínfimo movimiento capilar de las criaturas salvajes justifican la opción en 3D. Un relato aceptable, un poco de goce visual y algunas travesuras de Scrat: la cuarta entrega de la saga no es ni más ni menos que eso.
Travestidos por un sueño Glenn Close despertará admiración. Un poco por el exceso de maquillaje, otro poco por la psicología represiva del personaje, que incita casi a un grado cero de expresividad. Su composición de Albert Nobbs, una mujer escondida en el semblante de un sirviente, consiste en un dominio selectivo de ciertas expresiones faciales mínimas y un trabajo meticuloso sobre el lenguaje corporal. El contexto no podría ser otro que el de la era victoriana, aunque este drama íntimo y social tiene lugar en Dublín. Nobbs es uno de los muchos sirvientes de un hotel para aristócratas; vive en una pieza del edificio y durante décadas obedecer y atender ha delimitado su vida. De su salario y sus propinas sueña con comprar una propiedad, abrir una tabaquería y unos años después irse a vivir al lado del mar. Si bien el sexo es un accidente que tiene lugar en la vida de los otros, Nobbs concebirá algo parecido al erotismo después de conocer al pintor del hotel, un tal Hubert Page, con quien tendrá que compartir involuntariamente su habitación. Nobbs no está sola: disfrazarse de hombre parece un método de supervivencia para muchas mujeres victorianas, pero en el caso de Page viene acompañado de una revelación: él (o ella) se ha casado con una mujer. Así, Nobbs empezará a pensar en un posible matrimonio con una de las criadas de la casa, alguien con quien podría compartir la utopía burguesa de ser dueña de su propio negocio, pero la joven está enamorada de un empleado del hotel cuyo objetivo es emigrar a "América". No tienen dinero; Nobbs, sí: el conflicto es inminente. Basada en Vidas célibes (1927), una novela de George Moore, la sensiblera versión cinematográfica de Rodrigo García, hijo del mítico Gabriel García Márquez, incorpora mecánicamente cierta sensibilidad sociológica de Moore. La opresión de clase se percibe mediante un registro en el que predominan los planos cerrados, y es por eso que un paseo a la orilla del mar, tras una hora de metraje, es visualmente un alivio. Pero García no puede con su genio y necesita subrayar la felicidad del personaje pidiéndole a su actriz un gesto unívoco de alegría. Un ademán semejante en primer plano invoca la ridiculez: ¿qué decir entonces de las secuencias donde los sueños de Nobbs se "hacen realidad"? Travestirse para sobrevivir. En esa decisión se condensa el misterio de un orden simbólico; en El secreto de Albert Nobbs tan sólo vemos la primera capa de su maquillaje.
Nuestro prójimo Hace unos días hubo una noticia de color que recorrió todos los noticieros. Un chimpancé bebé jugaba a través del vidrio de su jaula en un zoológico con un bebé de nuestra especie. Es acaso natural que ambas criaturas pudieran establecer contacto: después de todo, el genoma humano y el del chimpancé son casi idénticos. Los chicos amarán a Oscar, el chimpancé protagonista de este documental producido por Disney con cierta voluntad ficcional omnipresente a lo largo de toda la película. Oscar, como los niños espectadores, está en plena edad de aprendizaje. Ellos también necesitan aún de sus progenitores: miran, escuchan, copian. Exactamente eso es lo que hace Oscar, aunque él, lógicamente, no habla, lo que no tendrá importancia: si preocupa que los chicos puedan distraerse o no entender lo que ven, una voz en off (demasiado simpática y humana) interpreta hasta el último gesto de los mamíferos en cuestión. Ni siquiera un movimiento de cejas queda sin explicación. En el corazón de la selva, en alguna región de Costa de Marfil y Uganda, Fothergill y Linfield consiguen retratar la vida de los chimpancés sin intervención humana alguna. Eligen seguir el crecimiento de Oscar, cuya vida cambia drásticamente cuando un grupo de chimpancés rivales, en búsqueda de alimento y conquista de mayor territorio, termina con la vida de su madre. Oscar quedará momentáneamente huérfano y sus posibilidades de sobrevivir serán mínimas. Pero acontecerá una suerte de milagro natural: Freddy, el macho alfa de su grupo (según el narrador, portador de sabiduría y experiencia), adoptará al pequeño Oscar. No hay duda: incluso los machos pueden ser tiernos y sacar a relucir su costado femenino, y es allí donde la manipulación humana, paradójicamente, nada tiene que ver. El cuidado que dispensa Freddy a Oscar es sencillamente sorprendente. Aquí, lo real dirige la puesta en escena. El registro fílmico de Chimpancés es alucinante. Se descubre la vida animal y vegetal de la selva. A veces, los directores aceleran las imágenes, y en otras ocasiones eligen lentificarlas; así, la plenitud de una ecología jamás filmada resulta una revelación: las gotas de agua, los hongos, las flores parecen de otro mundo. Pero la mirada de nuestros prójimos, aquellos que Darwin decretó como nuestros hermanos más cercanos entre la diversidad de las especies, es el gran misterio del filme. Lamentablemente, una voz casi insoportable insiste en ver en los chimpancés a un grupo de actores entrenados en el Actors Studio.