La figura del militante vuelve; al menos hay indicios dispersos en varios frentes, por así decirlo, para suponer que una forma de existencia que se creía perimida y superada resurge de los escombros de una historia acaecida. Será la indignación que sienten muchos en tierras lejanas y ricas, donde hasta hace poco gozaban de un consumo ilimitado; será también el agotamiento de un ideal circunscripto a la felicidad del Yo como límite de todo, que resulta insuficiente para significar los actos cotidianos; o simplemente se trata de una reconfiguración del orden simbólico en los últimos estertores de un sistema económico global ya no del todo confiable y por cierto inestable, con efectos sobre los deseos y compromisos de quienes vivimos en él. Del mismo modo que se cree fervientemente en un dudoso principio de regularidad de la naturaleza, también se ha naturalizado una creencia insólita: la regularidad de los mercados. Las transacciones financieras globales y los ciclos productivos serán así por siempre; nuestro sistema económico general, se estima, no puede tener a largo plazo grandes transformaciones. Es que el capitalismo no es sólo un sistema económico y un estilo de vida sino un destino evolutivo. Como sea, hoy se vuelve a hablar de militancia y en el cine, como suele ocurrir, puede advertirse, como sucedía hace cien años y más aún hace cuarenta, una inquietud sobre el tema. Algunas películas recientes indagan sobre un modelo reconocible de militancia, aquel que despuntó en la década del ’70. La brecha Existe una dificultad para filmar la subjetividad militante pretérita. Las coordenadas simbólicas y los marcos de referencia de hoy por momentos parecen ser inconmensurables con los de las décadas del ’60 y ’70. A menudo, el protagonista de la lucha armada, aquel que dispuso su vida en pos de una transformación histórica, evoca una distinción entre su tiempo y el nuestro, una distancia casi ontológica, no sólo histórica, por la cual sólo él puede saber en última instancia cómo fue aquella experiencia. Es una experiencia del orden de lo intransferible. Se trata de una subjetividad extremada, como la denominó Nicolás Casullo en su libro casi póstumo Las cuestiones. El yo del militante era un yo sin mayúsculas, una pieza atómica de una subjetividad colectiva y una fraternidad del porvenir, una voluntad que se plegaba al requerimiento de una fuerza revolucionaria que habría de torcer la historia y hacerla justa. Frente a los placeres de la vida, los deberes ante la injusticia revestían un carácter de urgencia. Dice Casullo: “Sujeto revolucionario: conciencia que se constituye militantemente como torsión sobre sí misma”. En esa operación identitaria particular, tan característica de la militancia, hay una brecha entre el protagonista y el intérprete, un supuesto orden de la experiencia que no puede ser zanjado, aparentemente, por un “extranjero”, menos aún si éste proviene de una época, la nuestra, en la que el único proyecto histórico posible y utópico se circunscribe a un hedonismo festivo en el que el Yo y su felicidad es el único télos de la Historia. Es precisamente esa estructura de conciencia lo que devela Sibila, el sólido y magnífico documental de Teresa Arredondo. La joven directora chilena vuelve sobre un personaje central de su historia familiar, su tía Sibila Arredondo (viuda del famoso escritor peruano José María Arguedas), con quien compartió momentos importantes de su infancia cuando, después del golpe de Pinochet en 1973, ella y sus padres tuvieron que exiliarse en Lima, donde vivía Sibila. A través de material de archivo, entrevistas, películas familiares, Arredondo intenta descifrar el silencio de su familia, que un día determinado dejó de hablar(le) acerca de su tía. Sucede que Sibila fue arrestada y juzgada por un tribunal sin rostro del gobierno de Fujimori por terrorismo y por sus vínculos con Sendero Luminoso. Tras catorce años y medio de cárcel, Sibila quedó en libertad y después de un tiempo se fue a vivir a Francia. Arredondo recoge los testimonios de su madre, su padre, su abuela, una hija de Sibila y otros familiares. La directora permanece siempre en un fuera de campo visual, aunque está presente a través de sus preguntas, que sí se escuchan; en ese sentido, nosotros vemos y nos movemos junto con Arredondo, en una suerte de plano subjetivo diferido y amable con el que participamos de su conciencia e inquietudes. Su procedimiento es genealógico y preparatorio: las versiones de sus familiares van delineando un perfil de Sibila, que tendrá su aparición en el documental en los últimos minutos. Es evidente que la directora profesa admiración por su tía, pero esto no implica necesariamente comprender del todo su experiencia. Hay un pasaje clave en el que Arrendondo habla con su padre acerca de si él conocía en aquel entonces las actividades políticas de su tía. La directora dice: “Entonces en el momento que la detuvieron tú pensabas que ella era inocente”. El padre dice que sí, pero inmediatamente la corrige: “Hay que tener cuidado con los términos inocente y culpable en ese contexto. No es el mismo contexto de un robo. Es un contexto ideológico en donde la persona está convencida de que la guerra es necesaria para llegar a una sociedad más justa”. Esta demarcación semántica es fundamental. El padre de la directora identifica las coordenadas excepcionales (o inactuales) desde las que se leía una situación histórica. Era el momento en el que la ira de varios se lanza y se organiza contra una injusticia ejercida por otros; entre el sonido de las bayonetas y el estruendo de los disparos, una breve suspensión política de la ética daba (o da) lugar a que la interdicción social por excelencia se pusiera en duda: terminar con una vida es posible, el fin justifica los medios. El plano posterior es preciso y delicado: la mano de la directora abre una miniatura en la que se representa una revuelta popular. Un travelling sobrevuela ese escenario sangriento donde unos muñequitos diminutos reemplazan a los hombres; a través de un movimiento paulatino la cámara descubre en esa representación de la guerra, casi bajo tierra, mujeres y niños muertos. Es una situación intolerable, imposible. El plano contextualiza las palabras del padre y es una decisión responsable y sensible por parte de la directora para conjurar el anatema de la lucha revolucionaria, esa zona casi impensable y paradójica en la que se mata en nombre de la justicia. Pero el gran momento de Sibila, el gran atractor hacia donde todo se dirige desde un inicio, es su desenlace. Allí se da un choque de conciencias: la subjetividad extremada se expone completamente. Sibila responde a los cuestionamientos de su sobrina sobre el accionar de Sendero Luminoso; es un instante relámpago en el que la brecha entre dos tiempos deviene visible. Sibila defenderá el accionar de Sendero Luminoso porque entiende que hay siempre una razón política y que por ende no debe aplicársele una interpretación que lo asocie al terrorismo. La realizadora cuestionará los métodos del partido, no sus motivaciones, y dirá que hubo acciones que se pueden “entender como terroristas”. Sibila terminará la conversación diciendo: “Hablas con la boca de Bush”. Sibila, que se estrena en la primavera de este año, es la película perfecta para contrastar con Cuentas del alma, la nueva película de Mario Bomheker, donde una exmilitante del ERP, llevada por el contexto a un temprano arrepentimiento forzoso, y ahora exiliada en Israel, reconstruye su pasado revolucionario. Miriam, el único personaje de este filme (cuya aproximación formal está en las antípodas del filme de Arredondo), siempre tuvo dudas sobre la lucha armada. La aproximación ideológica de Bomheker, a pesar de pertenecer a otra generación, no es muy diferente a la perspectiva de Arredondo. Hay una correlación dialéctica; si se trata de pensar a fondo aquella subjetividad extremada que se configuró décadas atrás, Miriam y Sibila funcionan como personajes conceptuales. Ambas parecen estar atrapadas en un jet-lag histórico, lejos de donde nacieron y en tierras donde no se hablan sus lenguas ni interesan sus luchas.
Un cuento de hadas progresista El régimen victoriano, la Londres de 1880: una sociedad de modales refinados, demarcada por su diáfana división de clases y del trabajo, pendiente del lenguaje en público, obediente del orden imperial y civilizadamente curiosa. Los placeres de la carne, de existir, estaban localizados en la utopía conyugal, aunque aparentemente los hombres de aquel entonces no siempre reparaban en el bienestar erótico de sus esposas. Pero, como Histeria deja en claro desde sus planos iniciales, la represión no era del todo invencible. El deseo insistía, y las mujeres estigmatizadas como histéricas recurrían a un famoso médico cuyo tratamiento consistía en untarse las manos con aceites especiales y masajear la vulva de la paciente hasta que alcanzara un "paroxismo satisfactorio". Si el respetable doctor Dalrymple tuviera hoy un consultorio, su tratamiento poco tendría que ver con la medicina, pero unos 130 años atrás el orden simbólico legitimaba una masturbación aséptica, que era entendida como una terapéutica. Toda perspectiva es hija de su tiempo. Y no es todo, pues el tercer filme de Tanya Wexler, una comedia didáctica basada en un hecho real, también reconstruye la invención del vibrador. El juguete portátil capaz de ofrecer autonomía al placer femenino fue fruto de una intersección azarosa: un día, tras reiterados calambres por la frotación de las zonas íntimas de sus pacientes, al idealista doctor Mortimer Granville, asistente de Dalrymple, se le ocurrió aplicarse un plumero eléctrico sobre la mano para calmar el dolor. Dio resultado, pero también imaginó otras aplicaciones "médicas". Insólito pero real, el consolador es un producto de la época victoriana. Además, Wexler propone una agenda política combinada con la trama romántica. Una de las hijas de Dalrymple era socialista y feminista, trabajaba y vivía con los pobres y creía en la igualdad de géneros. De a poco, el corazón de Granville sería suyo. Lo mejor de Histeria pasa por validar el lugar del conocimiento en una sociedad. Discutir sobre la existencia "invisible" de los gérmenes y destituir la histeria nombrándola como una ficción resulta didáctico y simpático. Pero Histeria no es Un método peligroso, y Wexler no es Cronenberg. Es por eso que este cuento de hadas progresista, cuidadoso en su reconstrucción de época, abunda en lugares comunes y subraya en demasía su moraleja; hasta podría ser un filme de Disney o una producción de Billiken, aunque el deseo nunca ha sido el negocio predilecto de las buenas costumbres y los valores supremos.
Las aventuras de los inocentes Los grandes cineastas evitan duplicar con sus cámaras el mundo que los rodea. Se abstienen de copiar y se limitan a observar; de él sustraen cuidadosamente la materia para inventar e imponer una forma y un mundo. Un plano de Jacques Tati, de Pedro Costa, de David Lynch se reconoce al instante. Lo mismo sucede con Wes Anderson, el más grande de los cineastas norteamericanos de su generación. Anderson es casi un demiurgo, y en el planeta simbólico que ha concebido desde su primer filme no vemos otra cosa que un universo de obsesivos queribles, pequeñas comunidades excéntricas y dilemas existenciales que se mantienen un poco al margen de la historia y la rosca política. Es 1965, nos informa un narrador, y todo transcurre en una isla de Nueva Inglaterra. En esta ocasión el tema es el amor preadolescente entre Suzy y Sam. Suzy (Kara Hayward), a quien le gusta mirar el mundo a través de binoculares, y sus tres hermanos menores se entretienen escuchando a Benjamin Britten y leyendo literatura. Sus padres (Bill Murray y Frances McDormand) no parecen ser felices juntos (véase una escena magistral en la que la pareja verbaliza su decadencia), pero sí son buenos padres. Suzy conoció a Sam (Jared Gilman) en una función de teatro escolar. Este huérfano se siente más a gusto entre boy scouts que conviviendo con su familia adoptiva. Para ambos, fugarse juntos rumbo a un territorio indígena despoblado es un plan perfecto. Son aventureros por naturaleza y están viviendo su primer amor. Como en cualquier fuga serán buscados, pero eso es tan sólo una anécdota. La proliferación de travellings laterales y hacia atrás y adelante con los que arranca Un reino bajo la luna parece responder a una geometría secreta. Anderson delimita su mundo: los colores, los objetos, los mapas y los personajes expresan un microcosmos regido por la exuberancia y la rareza. Los detalles que pueblan cada plano denotan una obsesión. Tanto los personajes como el director se empecinan en ordenar y controlar el mundo, que resulta siempre ligeramente amenazante. Será por esto que una tormenta colosal terminará casi con el campamento de los scouts y el pequeño pueblo. Extraña paradoja y estrategia inconsciente: el universo seguro pero asfixiante del obsesivo requiere para su mantenimiento de aire y de la libertad nacida del caos. Pero lo más importante de todo es otra cosa: el amor aquí es empírico, se ve más que se enuncia. Y se confirma en la ternura que experimentan el policía interpretado por Bruce Willis y el líder de los scouts interpretado por Edward Norton; su preocupación por el joven huérfano revela la naturaleza amorosa de los filmes de Anderson. La hostilidad del mundo siempre es conjurada en alianzas secretas entre desamparados.
El patriota delicado Argo es una película encantadora. En septiembre, en el festival de San Sebastián, el público aplaudía de pie. El despegue de un avión desde un aeropuerto iraní con seis almas aterrorizadas y un especialista de la CIA precipitó la ovación. La tribuna entendió de inmediato el código: no tiene sentido apelar al vetusto antiamericanismo frente a esta pieza cómica de suspenso. Desterrada cualquier veleidad, por el glamour de sus intérpretes Argo puede ser un hit hasta en Teherán y Caracas. La historia real es de película y su versión cinematográfica lo es todavía más: seis diplomáticos estadounidenses refugiados en la embajada canadiense tras la toma de la embajada de su país en Teherán (el 4 de noviembre de 1979), simulando ser un equipo de filmación canadiense consiguieron eludir los férreos controles militares y escapar en un Boeing de Swissair rumbo al mundo occidental. Recién en 1997 se reveló el procedimiento y la estrategia empleada en la misión de rescate. ¿A quién se le podría ocurrir una fuga semejante? Al agente federal Tony Mendez (Ben Affleck). Un plan tan irrisorio como singular: con la ayuda de John Chambers (John Goodman), responsable del maquillaje de El planeta de los simios, y Lester Siegel (Alan Arkin), un productor y director (una invención del guión), concibe el falso rodaje de una película clase B de ciencia ficción llamada "Argo" y un viaje en búsqueda de locaciones al país entonces liderado por el Ayatolá Jomeini. ¿Delirante e inverosímil? Hollywood inventa, la CIA produce: la sinergia entre la fábrica de los sueños y la agencia de inteligencia no es una novedad, pero aquí alcanza una exposición insólita. Affleck es un director interesante. Aquí demuestra cierto oficio para trabajar sobre el montaje paralelo. Tanto en la toma de la embajada como en el escape final, Affleck gestiona el suspenso a través de un pertinente cruce de escenas. ¿Cine clásico? Affleck no es D.W. Griffith, pero sigue airosamente sus pasos en clave de entretenimiento. Se dirá que poco importa la representación de los iraníes como una horda fanática. A partir del despliegue de simpatía de los personajes de Goodman y Alan Arkin y de la pureza moral del héroe interpretado por Affleck, no es difícil adivinar dónde encarna la verdadera humanidad. Affleck se revela no sólo como un director ligado al cine clásico. Lo suficientemente liberal y demócrata para señalar la genealogía de la crisis de los rehenes y la revolución islámica pero demasiado convencido de la magnanimidad de sus compatriotas y de la grandeza del cine de Hollywood. Una película entre la bandera y el amor al cine.
La vida de los espectros Los fantasmas son recurrentes en el cine, un arte literalmente de fantasmas. Pero la tercera película de Daniel Rosenfeld nada tiene que ver, eventualmente, con los espectros de las películas de terror. Tampoco es un tratado del espíritu en clave esotérica. En principio, Cornelia frente al espejo es la trasposición al cine de un cuento corto (de título homónimo) de Silvina Ocampo. El procedimiento es atípico y arriesgado. Cada palabra pronunciada por los intérpretes corresponde al texto de Silvina Ocampo, de tal modo que la escritura reencarna, adquiere sonoridad, vive. Hay cuerpos y una casa. Y también música: Jorge Arriagada, un músico vinculado al cine de un genio, el gran cineasta chileno Raúl Ruiz, aporta misterio. Cornelia mira el espejo de su casa y ve a una mujer. ¿Es una pariente? Hablará con ella como si estuviera muerta. Luego tendrá una aparición breve una niña que quiere ver una muñeca de piedra, e imperceptiblemente desaparecerá para ser sustituida de inmediato por un ladrón obsesionado con las llaves de una caja fuerte. ¿Qué viene a robar? Poco importa. Finalmente, llegará un amante, pero Cornelia no lo recuerda y menos aun que él la ha besado. Le pedirá que la ayude a morir y él aceptará si ella le cuenta toda su vida, un segmento glorioso en el que viejas fotografías ilustran el pasado de la potencial suicida. Extraña y hermosa película la de Rosenfeld, destinada quizás al limbo en el que viven sus personajes y a cierta incomprensión general. No es teatro filmado, tampoco una adaptación literaria ni una película acartonada. Su anacronismo es su fuerza; su estilo, una certeza. ¿Cuál es su secreto? Después de un plano secuencia tan lírico como preciso en el que Cornelia se esfuma en el bosque, seguido de unos planos fijos de la casa en la que transcurre toda la película, se escucha: "Soy lo único que no conozco. Voy a beber algo mejor que la vida. Por suerte, ya sé todo lo que no soy yo". Lo que está frente a nuestros ojos no es otra cosa que la experiencia literaria, allí donde el yo confronta con la palabra su deleznable materialidad.
Has de cambiar tu vida En el inicio del filme, hay un pasaje clave, tan importante como la cita beat de Jack Kerouac: en un lugar supuestamente paradisíaco, donde la naturaleza se impone, Jerónimo (Martín Piroyansky), que ha viajado con su padre a las sierras de Córdoba (tal vez para un reencuentro y, según su padre, para ayudarlo), juega absorto en su computadora antes de dormir. Afuera suena la noche de un bosque, en su cabeza los tiros de una ametralladora virtual. En la escena siguiente, Jerónimo tendrá un sueño misterioso con una hermosa adolescente que cuida las cabañas donde se alojan, pero despertará para conocer a la criatura que da título al filme, la famosa araña vampiro. Estas dos secuencias no están unidas simplemente por el imperativo de un guión: hay un hilo filosófico entre ellas en el que se precipita una doble confrontación entre la naturaleza y la cultura y entre una percepción mecánica e inconsciente de sí mismo y el nacimiento paulatino de una clarividencia para observar la vida consciente. La araña, lógicamente, lo picará, y si bien una médica de una guardia les asegurará a Jerónimo y su padre que no corre riesgo, el joven, un hipocondríaco grave, sentirá que su brazo se está paralizando. Los lugareños tal vez piensen distinto, sobre todo una especie de chamán de la montaña que al examinarlo decreta: "Te estás muriendo, flaco". Pero la muerte es evitable y existe un sólo método: volver a ser picado por una araña. El veneno mata pero también cura. Lo que viene después es el ascenso a una montaña acompañado por un guía paranoico en búsqueda de una araña salvífica. ¿Cómo filmar un viaje de transformación interior sin ser mancillado por el kitsch de la iconografía y retórica esotéricas? Gabriel Medina conjura esa amenaza por una vía insólita: combinar cine de género con una inquietud metafísica difusa. El terror, la comedia y la aventura (minimalistas) funcionan como un método de extrañamiento por el cual se puede mostrar una conversión interior sin caer en la vergüenza característica del cine esotérico. La araña vampiro desconcierta: es una película demasiado inteligente y demasiado sencilla. No todos los días vemos en el cine una toma de conciencia.
El filántropo desconocido El médico Esteban Laureano Maradona es retratado por Martín Serra en un filme que combina armónicamente fotografías, videos y entrevistas. Se estrena hoy a las 19.30 en Ciudad de las Artes. No es fácil librarse de la tentación de vender un santo. Esteban Laureano Maradona, nacido en Esperanza, en 1895, poseía varias aristas para hacer de él un ícono de la perfección humana. Médico, naturalista y escritor, Maradona pasó más de 50 años ejerciendo la medicina en Estanislao del Campo, un pueblo perdido de Formosa, y a sus 100 años murió junto algunos familiares en Rosario. Sus pacientes fueron mayoritariamente indios. A mediados del siglo XX, junto a un inglés llamado Dring, Maradona formó una comisión indigenista y fundó la colonia Juan Bautista Alberdi. Vivió en la pobreza y por mucho tiempo pasó inadvertido. El director Martín Serra se desmarca con elegancia y precisión de la hagiografía. No hay duda de que entre los testimonios que recolectó de amigos, vecinos, periodistas, historiadores y familiares, estaba el deseo de conmemorar a Maradona, deseo que no siempre puede conjurar el impulso de su canonización. Serra parece advertir el problema y sorteará exitosamente el imperativo social de postular en Maradona un ideal platónico que todos deberían imitar. Hacia el final, Abel Bassanese, un querido amigo del médico y quien lee una conmovedora carta en su entierro, recapitula un deseo tardío de Maradona: "Si dicen alguna inexactitud, aunque me favorezca, desmiéntala". Serra es fiel al mandato. El plano inicial se repite varias veces. Un plano subjetivo que se adentra en la selva, el paisaje en el que Maradona vivió la mayor parte de su vida. La selva es un bioma demasiado exuberante para conocer en su totalidad. Lo mismo sucede con Maradona: hay algo de él que se resiste a ser develado. El ascetismo del médico es tan inescrutable como el gorro que solía llevar puesto; sabremos que alguna vez amó a una mujer y que ella murió demasiado temprano, pero nunca sabremos la razón de su inquebrantable soledad. ¿Era anarquista? ¿Un católico de izquierda? Fue perseguido por la policía en la época del presidente de facto José F. Uriburu y al escapó al Paraguay, donde terminó sirviendo como médico en la Guerra del Chaco. De este Maradona se podrían hacer miles de películas. Serra combina armónicamente fotografías, material de archivo, videos familiares y entrevistas. Cuando el filme descubre al naturalista a través de los libros escritos e ilustrados a mano por Maradona, la sabiduría del personaje alcanza su esplendor. Él, un ilustre médico, dice haber aprendido mucho en la "universidad de los indios". Y allí reside la hermosura del personaje (y del film): el amor por el conocimiento no está desligado del amor al prójimo.
LOS ATEOS Hay directores que con sólo nombrarlos invocan la peste. Bruno Dumont es uno de ellos. La desconfianza que despierta es magnífica, la antipatía inigualable. Ateo confeso y bressoniano (más por Bernanos quizás que por el propio Bresson), desde su primer película, La vida de Jesús hasta Hors Satan, la especialidad de Dumont es la experiencia religiosa. Se suele decir que sus trucos están a la vista. De su galera, tal vez, no puede salir otra cosa que un conejo desnutrido y ni siquiera blanco. Diríamos, entonces, que de su puesta en escena no puede haber otra cosa que una cogida violenta y alguna incursión voluptuosa en los misterios de la fe. Los conejos cogen, sus criaturas cogen como conejos. Algún día me gustaría vivir en un mundo sin nombres propios. ¿Qué veríamos en Hors Satan si estuviera firmada por un desconocido? Es probable que Dumont, el sujeto empírico sea un cretino, aunque un amigo en común me decía hace unos tres meses atrás que esa reputación de monstruo, esa bestia inhumana esconde un buen y noble corazón. En verdad, poco importa si un director de cine es una buena persona o una criatura infame. No habría que confundir nunca la firma con la carne. Es como el analista: en su vida privada puede ser un miserable, pero su técnica y su experiencia clínica puede resultar terapéuticas. Las películas de Dumont, efectivamente, sí poseen sus pasajes mágicos. Un primer plano de una vagina de una actriz no profesional suele celebrarse como un triunfo de la estética sobre la anatomía. De hecho, no hay película de Dumont que carezca de su escena pornográfica controversial. Copular, en estas coordenadas simbólicas, es casi rezar. Pero detrás de la pose y del cálculo, Dumont insiste en un camino, y en esto hay que concederle un poco de crédito. Desde el inicio hay una virtud indiscutible, y en esto adjetivarlo de bressoniano no es del todo un despropósito. Digámoslo así: Dumont es un gran curador de modelos. Su talento consiste en hallar una mirada (a veces más que humana o demasiada humana) en hombres y mujeres que sin una cámara de por medio pasarían inadvertidos. Su axioma de trabajo y punto de partida dice: “No creo en Dios, y mis películas no piden ninguna fe a su audiencia excepto la tener fe en el cine. Porque para mí el cine es lo que permite acomodar lo extraordinario en lo ordinario”. Las miradas de los protagonistas de La vida de Jesús y de la niña santa en Hadewijch, por citar dos ejemplos, dejan ver, no hay otro modo de decirlo, un elemento singular de la vida humana. En esos modelos, como sucedía en los de Bresson, la decisiva singularidad de un hombre plasma una noción de universal de humanidad sin apelar a la abstracción. En un hombre cualquier, en una mujer entre otras, lo universal se encarna. &sourceFile=038963 Hors de Satan La fuerza de Hors Satan se sustenta en la presencia casi diabólica de David Dewaele, el actor que interpreta al jardinero que va a la cárcel y que en el final de Hadewijch tiene un rol decisivo. Aquí es protagonista. ¿Es Cristo? ¿Un manosanta desclasado? El hombre, así se lo llama en los créditos, camina por los arroyos y senderos de un pueblo campesino del norte de Francia, duerme en el suelo, prende el fuego y hace milagros, incluso disparándole a un hombre que abusa de su hija o matando también de un tiro a un ciervo. En algún pasaje curará la perversión de un alma a la deriva cogiéndola de tal modo que su pene erecto parece convertirse en una falo estaca que concluye con una existencia vampirizada y envilecida de una joven mujer. Este hombre extraño e insondable ama profundamente a su única amiga, de la que no sabremos el nombre, y con quien pasea a menudo y hablan casi todo el tiempo, una conversación tan económica como la película. En algún momento, apagará un fuego exigiendo de ella una prueba; más tarde, la vieja anécdota de Lázaro recobrará sentido. ¿Qué es Hors Satan sino una aproximación a una experiencia, quizás no del todo divorciada del misticismo negativo, por el cual en el reverso del desamparo cósmico todavía existe un remanente que redime la materia del mundo? ¿Teología negativa traducida al arte cinematográfico? Quizás. Sucede que en esta ocasión Dumont se encomienda en un ascetismo estético innegociable. Los planos ya no son extensos, una modalidad soberbia, al menos en esta caso, en el que el registro exige una naturalidad fiel y absoluta a la naturaleza. Dumont parece interesado en otro registro: los planos varían sobre un mismo campo visual no del todo especificado: el hombre descansa y eso habrá de verse desde tres o cuatro ángulos distintos. Una fluidez novedosa domina el tiempo del film. Pero la proeza del film yace en el sonido. Después de verse el film sigue sonando, y en el recuerdo su sonoridad se ha hecho materia de la memoria y deseo de la conciencia estética. En efecto, la elección anacrónica y bizarra de elegir un audio monoaural responde a una exigencia ontológica. El sonido es un todo viviente, y su sincronización con la imagen participa quizás en el orden de un milagro técnico de reproducción y de adquisición. Hoy es un acto natural, pero que una imagen tenga un sonido, mucho tiempo atrás, debe haber sido un fenómeno paranormal. La mejor película de Dumont, al despojarse de cualquier intoxicación semántica, como sí sucedía en Hadewijch, en donde una saturación simbólica estrangulaba el libre movimiento de las imágenes, revivifica una experiencia sensorial que en este registro de pobreza voluntaria parece, paradójicamente, inagotable. Por cada plano el mundo habla su propia lengua. Quería saber si Moretti secretamente ridiculizaba al creyente o si tan sólo había sucumbido al amor obsecuente de los feligreses. Ni lo uno, ni lo otro. Ese es el veredicto. &sourceFile=038160 Habemus Papam No hay duda de que Habemus Papam está entre lo mejor de su obra, después de su única y verdadera gran película: Caro diario. Como sabemos, el tema de esta última no es otra cosa que la decepción paulatina de los fieles respecto de su Papa elegido. Extraña parodia democrática la elección de un Papa: el voto individual de los prelados, en esencia, más que representar una convicción es la canalización directa de una voluntad de otro orden que dicta y confirma a su representante en la tierra. Moretti no es un gran organizador del espacio cinematográfico. Filma como puede y a veces acierta en sus elecciones formales. El plano generalísimo parece su favorito. El registro de los fieles y el Vaticano en esta ocasión es notable. Sin duda, el film se beneficia de su Papa. Michel Piccoli ofrece un trabajo extraordinario como un Papa que una vez elegido será objeto de un ataque de pánico y luego esclarecido a través de de un acto de desobediencia institucional y de obediencia personal. Cuando desde el Vaticano llaman al psicoanalista interpretado por Moretti, y éste pregunta sobre qué puede y no puede preguntar; llega a pronunciar obstáculo fundamental, el centro de todo conflicto: todo religioso, tarde o temprano, habrá de resolver su relación con su propio deseo. Y aquí, el deseo del Papa elegido, consiste en retomar una vieja y postergada pasión por el teatro. No lo expresa de ese modo, pero sí finalizará viendo una obra en un teatro y representando luego un papel al que su deseo le impone una lógica fuera de la obra en la que ha sido elegido como estrella canónica y única. Hay en Habemus Papam una operación sagaz que hace añicos el núcleo de la creencia religiosa. Moretti destituye sigilosa y piadosamente el concepto de mediación. Que el Papa votado y elegido finalmente renuncie a su puesto y se resista a su predestinación es un acto que en otro tiempo histórico hubiera encendido los fuegos de la hoguera. Quizás por ello el retrato del feligrés y de los religiosos es demasiado respetuoso, casi al borde la sospecha. ¿Puede ser que entre todos los candidatos no escuchemos miserias y ambiciones inconfesables? Los cardenales son amorosos; los fieles en la plaza del Vaticano rebosan de simpatía. Moretti, a diferencia de Bellocchio, otro director italiano y ateo, que va de frente e impugna el accionar de la feligresía, apuesta a un retrato piadoso y acrítico de la institución mientras que impone una agenda secreta que hiere el fundamento de la fe. La excesiva presencia de Moretti, por ejemplo el campeonato de vóley en el Vaticano, pertenecen a otra película, como también el pasaje, forzado y ligeramente demagógico, en el que se escucha a Mercedes Sosa. Sin duda, el cierre del film con la sugerente Misere de Ärvo Pärt, es una de las secuencias más extraordinarias de la carrera de Moretti. Siguen las discusiones en torno a El árbol de la vida, la poderosa pero no del todo perfecta película de Terrence Mallick, sin duda, la película de un creyente y de un cineasta inimitable. Para muchos se trata del filme del año, para otros es una decepción. &sourceFile=039459 Le Havre Quien no encontrará muchas resistencias en Cannes es Aki Kaurismäki, un incrédulo utópico cuya nueva película, Le Havre, carece de cierto cinismo difuso de algunas de sus películas y es el título más amable de la competencia oficial. Se trata de un filme político, acaso un cuento de hadas materialista, como si Tati y Bresson desde un más allá imaginario le dictaran las pautas estéticas de esta comedia sobre la inmigración, situada al norte de Francia y que tiene un giro romántico que puede conquistar hasta a un cocodrilo. Un lustrabotas, por casualidad, termina ayudando a un niño venido de África en un container que encuentra la policía francesa. Allí van “los muertos vivos”, los inmigrantes. El niño logra escapar y la policía lo busca como si se tratara de Osama Ben Laden. Marcel Marx, que está casado con una extranjera y tiene un gran amigo asiático, entiende muy bien que la xenofobia francesa no es menor. En algún momento se verá un material de archivo de la destrucción de “La jungla”, el famoso asentamiento arrasado, hace muy poco, por la gendarmería y la policía galas. En algún momento, Marx organizará un concierto de rock proletario. Así, juntarán el dinero para que el niño viaje clandestinamente a Londres. Algunos vecinos apoyan, otros delatan, e incluso en el seno de la policía hay un inspector desobediente. Y mientras esto sucede habrá un milagro: la esposa de Marx se curará de una enfermedad terminal. Así descripta puede parecer una película ingenua y blanda. Pero la puesta en escena, el tono emocional y las elecciones musicales hacen de Le Havre un filme sólido, bello y valiente. No pertenece al lote de las películas importantes. Y sin embargo revela algo de nuestro mundo sin traicionar jamás el arte cinematográfico.
La experiencia incofesable En ese orden simbólico, cuestionable pero históricamente comprensible, una joven cordobesa y judía llamada Miriam, al inicio de la década del '70, tal vez inducida por su propia historia familiar (sus padres habían muerto en un accidente) y su pertenencia confesional, y llevada por el contexto de su época, se unió a una fuerza política revolucionaria. No se trató, como ella explica, de un desarrollo de la conciencia política sino más bien de una empatía sentida con sus compañeros por un ideal impreciso pero legítimo de construir una sociedad más justa. Miriam se convertirá en una célula del ERP, será entrenada rápidamente y sin mucha preparación caminará por la selva tucumana. La atraparán junto a otros compañeros. Un tiempo después, justamente el 24 de marzo de 1976, frente a las cámaras de la televisión, se arrepentirá públicamente de su accionar. "Negociará" una salida rápida, irá a Paraguay y mucho tiempo después llegará a Israel, donde vive actualmente. Miriam, que nunca estuvo convencida de la lucha armada, no dio nombres. Si bien no la torturaron, el antisemitismo y el machismo característicos del escuadrón militar dejaron sus efectos. No es difícil imaginar cuál fue el método elegido. Tampoco fue una igual, después de su arrepentimiento, para sus camaradas políticos. Guerrillera para algunos, traidora para otros: la posición de Miriam desde entonces no fue sencilla. Mario Bomheker restituye la fuerza del testimonio documental. Una presentación breve del caso, un travelling sobre un barrio israelí, apenas un poco de música y algunos apuntes delimitados por un poco de material de archivo preceden a una entrevista precisa, con no menos de tres o cuatro encuadres para captar a su protagonista sentada frente a una mesa en la que sólo se ve una limonada. Bomheker sí elegirá relacionar el relato de su entrevistada con la tradición judía. El examen de conciencia y el mesianismo son elementos ineludibles de la subjetividad de Miriam. La entereza y vitalidad de la protagonista son incuestionables, y el entrevistador le inspira la confianza necesaria para que en su relato se reconstruya el pasado y su interpretación. Una experiencia inconfesable se hace pública: la historia personal es Historia universal. Sus palabras pueden incomodar, pero se sustentan en una honestidad brutal y en una humanidad reconocible.
Pocas películas permiten visualizar con tanta claridad y cariño la subjetividad global adolescente de nuestro tiempo como en estas dos ópera primas A juzgar por películas como Tilva Ros, ópera prima de Nikola Lezaic, los adolescentes del mundo están unidos. Hijos de la era digital, su ser en el mundo no puede ser menos que global. Las nuevas tecnologías los moldean; su cotidianidad e identidad, más allá de las coordenadas simbólicas de una cultura y una lengua, se experimentan y expresan bajo un mismo sistema de comunicación. Lo que pasa en un pueblo perdido de Europa del Este no es diferente de lo que le sucede a un joven de Cruz del Eje, y en pocos segundos, si quieren, lo pueden socializar, publicar, mostrar. Tras finalizar la escuela secundaria, Toda, hijo de un minero, y Stefan, hijo de un empresario, junto con la bellísima Dunja y otros jóvenes, esperan por un futuro que resulta inestable e incierto. Viven en un pueblo de Serbia, pero podría ser cualquier pueblo del mundo globalizado. Algunos de ellos irán a la universidad, otros no tendrán otra opción que buscar trabajo. Durante ese último verano sin demasiadas responsabilidades se deslizan con sus skates entre los escombros de una fábrica abandonada o inventan juegos extremos, a veces masoquistas, que suelen filmar para subir a YouTube. No es casual que elijan saltar desde puentes, viajar en el techo de un auto y marcar sus propios cuerpos. La experiencia física y extrema constituye una evidencia de que existen, lo que explica la socialización de los impactos y las proezas en la web: no se trata de exhibicionismo narcisista sino más bien de un impulso por forjar una identidad en un mundo en el que el mercado laboral absorbe el deseo. Lezaic, cuyos personajes pueden rapear a imagen y semejanza de MTV, elige un procedimiento formal a contramano de esa lógica audiovisual dominante. Los planos secuencia son constantes y alcanzan su perfección en dos pasajes centrales (una manifestación callejera en contra de algunas privatizaciones seguida de una moderada revuelta por parte de los skaters en un supermercado) donde Lezaic, en un control absoluto del espacio (cinematográfico), explicita el contexto político que define imperceptiblemente la subjetividad de sus criaturas a la deriva. El amor que profesa por todos sus personajes es ostensible, lo que no le impide sugerir ciertas tensiones de clase en el seno de las amistades: Stefan y Dunja se filman con i-phones; Toda, con un celular miserable. Tilva Ros es una película notable. Si en Marte hubiera antropólogos sería ideal enviarles vía dropbox una copia en DVD. En menos de una hora y media sabrían qué significa ser joven a principios del siglo XXI en nuestro planeta.