Juventud ¿divino tesoro? Un joven elenco se destaca en esta gran comedia dramática. Es, si se quiere, una película sobre la adolescencia, el primer amor, la identidad sexual, las drogas, las amistades duraderas y el no saber qué hacer cuando se está atravesando esa etapa matriz de la vida. Las ventajas de ser invisible es todo eso, pero pese a querer abarcar tanto, no resulta sobrecargada ni confusa, sino una bocanada de aire fresco sobre un momento que, al director, le significó algún que otro disgusto. Stephen Chbosky publicó en 1999 The Perks of Being a Wallflower , sobre su paso por la secundaria, cuando alumnos mayores a él lo cobijaron y lo guiaron por la vida. Las heridas que ciertas emociones dejan en algunos adolescentes parecen repercutir en Chbosky, cuyo alter ego, Charlie (Logan Lerman), viene con una mochila pesadita. El contenido se irá descubriendo con el correr de la proyección, lo mismo que la de Sam (Emma Watson, que con cada filme demuestra su crecimiento como intérprete) y su hermanastro Patrick (Ezra Miller, el hijo psicópata de Tilda Swinton en Tenemos que hablar de Kevin ). Que Charlie queda perdidamente enamorado de Sam es tan entendible como que Patrick no oculte que es gay, y que su franqueza para afrontar las cosas -y los problemas- le deparen a Charlie como una Guía Peuser por el camino de la vida. Chbosky mira a sus personajes sin condescendencia, en una etapa en la que el verbo crecer trae aparejadas muchas interpretaciones. Y lo hace con una mezcla de nostalgia, candor y algo agridulce. No todos los compañeros de Charlie son buenos con él -que es un poco inocente e inexperto en varios órdenes de la vida-, y el guionista y realizador le otorga a personajes secundarios, como el profesor que compone Paul Rudd, un sostén estimable. Las ventajas… es un filme en el que las actuaciones están muchas veces por encima de los diálogos o las situaciones que los personajes deben desafiar. Y así, si bien el protagonista es Lerman - Percy Jackson , también visto en Número 23 y en El tren de las 3.10 a Yuma - es difícil no estar atento a lo que dice, hace o deja de hacer Miller. Ventajas de no parecer invisible.
Mi primer beso La iniciación en el amor es troncal en la nueva película de Mariano Galperín, cineasta pero también director de videoclips de estrellas del rock, de Charly a Soda Stereo. El director de El delantal de Lili es afortunadamente inclasificable, ya que puede contar una historia truculenta como la de Chicos ricos y otra que es casi la antítesis como esta Dulce de leche , por momentos dulzona, pero llegando a su desenlace, bravita. Los protagonistas son Lucho (Camilo Cuello Vitale) y Ana (Ailin Salas). El recala en Ramallo para vivir con su madre (Florencia Raggi) luego de hacerlo con su padre en Buenos Aires. Y de pasear en bicicleta con su amigo Pedro pasa a noviar con Ana, a quien Pedro le echó el ojo -sólo el ojo- primero. Lucho la conoció sin saber que era la chica de los sueños de su amigo, así que todo marcha bien, con los jugueteos de la adolescencia, hasta que los mayores se meten en el medio. Luis Ziembrowsky es el padre comprensivo, de entrada, de Ana, y esa confrontación generacional, el espectador intuye, va a estallar en cualquier instante. Como la decisión que se debe tomar aproximándose al final, que deja bien en claro las hipocresías y el alma más pura de unos y otros, y que, ya se sabe, el dulce pueda ser amargo si no se lo sabe cocinar a la temperatura adecuada. Ailin Salas demuestra que está para más.
Cantando por un sueño Como un cruce generacional, pero también posando la mirada en la tercera edad, Las chicas de la banda demuestra qué tan joven se puede ser a cierta edad y qué tan viejo a una numéricamente inferior. De una cinematografía de la que no nos llega demasiado como la nelga, Claire (Marilou Mermans) acaba de enviudar, y antes que quedarse sentada mirando la tele o llorando por los rincones de su casa, decide recuperar la ambición asordinada y el afecto de los que la quieren, apelando a reunir a dos viejas amigas con las que supo tener una banda. Ya no cantarán a Jacques Brel, porque es su hijo, que (sobre)vive como puede siendo músico, el que quiere que las chicas se presenten a un concurso, cantando adaptaciones que él ha creado. Pero como se trata de una comedia dramática, Geoffrey Entoven le(s) hará pasar momentos no tan lúdicos y sí más conflictivos y angustiantes, a todos. Los años no llegan solos, y así como se puede redescubiri el amor a los setenta, también es factible que alguna enfermedad degenerativa se cruce en el camino. Sin apelar a golpes bajos, aunque hacendo nítidas diferencias en los personajes de los hijos de la protagonista (el mayor, que le cuida las cuentas bancarias; el menor, más bohemio y apegado), Las chicas de la banda funciona cuando aprieta los botones justos y prescinde de los momentos remanidos. Cuando deja que los personajes hagan lo que se les da la gana y no se pone a juzgar ni condenar a nadie, ahí sí logra meterse al espectador en el bolsillo.
Humor negrísimo Colin Farrell y especialmente Sam Rockwell llevan adelante esta comedia negra con asesinos de temer, pero también para divertirse. Autor teatral antes de devenir guionista y cineasta -ganó el Olivier por su obra The Pillowman -, el londinense Martin McDonagh es un amante de la comedia negra, y su anterior largo como realizador, Escondidos en Brujas , era precisamente un compendio de situaciones que incitaban a la sonrisa cómplice. En todo momento. Scorsese y Tarantino, dice McDonagh, de jóvenes 42 años, son sus referentes. Mucho hay de éste último en Sie7e psicópatas , su segundo filme, en el que vuelve a contar con Colin Farrell como coprotagonista en un elenco múltiple, que depara sorpresas en cada secuencia. ¿Cuántos directores pueden contar en sus películas a Farrell, Christopher Walken, Sam Rockwell, Woody Harrelson, Tom Waits, Harry Dean Stanton, Olga Kurylenko y Michael Pitt? Sí: Scorsese y Tarantino son dos de ellos. McDonagh se traslada de Brujas a Hollywood para contra una historia que, ya en el relato de su trama, puede sonar ridícula. Marty, un guionista sin demasiada suerte, tan borrachín como el propio Farrell en su vida real, se ve metido en problemas junto a un amigo actor, Billy (Rockwell) y el polaco Hans (Walken) cuando Billy le rapta su perrito a un mafioso, Charlie (Harrelson). Hans y Billy solían secuestrar perros y, ante los avisos callejeros de recompensa por extravío, se presentaban, devolvían las mascotas y cobraban como si los hubiesen encontrado en la calle. Fácil. Pero algo sale mal. Y no adelantaremos más, porque Sie7e psicópatas es de esas realizaciones que conviene irlas descubriendo secuencia por secuencia, escena por escena, toma a toma, y disfrutarla. La película es fabulosa en sus viñetas. Es poco frecuente que cada escena pueda valer por sí misma el precio de la entrada. La visita de Charlie al hospital donde está internada la mujer de Hans (Linda Bright Clay), por ejemplo, es un resumen de superlativa puesta de clamara, diálogo y actuación. O, habrá que decirlo, cada aparición de Sam Rockwell, el personaje más enigmático del esquema que ha urdido McDonagh, como base, para hablar de la amistad, la solidaridad, el amor y la violencia. Todo, claro, con humor. La película debe su título al guión que un Marty bloqueado empieza a escribir, con ideas que le ha tirado Billy. Los psicópatas tienen una historia detrás, y cada una de ellas merecería su película propia. Pero McDonagh sabe cómo sumar las partes y lograr un todo que regocijará a los amantes de los thrillers contados con ingenio, gracia y ocurrencias.
Hablando se entiende la gente Clint Eastwood y Amy Adams son padre e hija en un filme... como los de antes. Es una película como las de antes, gracias a Dios que lo es. Una trama sencilla a partir de la posible reconciliación de un padre y su hija, con el béisbol como telón de fondo, algunos personajes secundarios unidimensionales, humor, cierta cuota de ternura. Y algo que no suele encontrarse en el Hollywood de hoy en día: corazón. Curvas de la vida es una película de miradas, de lágrimas, con un Clint Eastwood que vuelve al gruñón de Gran Torino , con un personaje que, siendo un filme como dijimos de miradas, está perdiendo la vista. Es un cazatalentos del béisbol, un tipo de la vieja escuela que con sólo escuchar cómo le pega el bate a la pelota sabe si el bateador tiene -o no- lo que hay que tener. A los 82 años no es la primera vez que el actor -que vuelve a protagonizar un filme que no dirige desde En la línea de fuego (1993)- encarna a un personaje que está lidiando con el paso del tiempo y se niega a retirarse. A Gus le quedan tres meses de contrato con los Atlanta Braves, el equipo que está detrás de un bateador joven, rubio, gordito y fanfarrón. Gus y sus colegas lo seguirán en las pequeñas ligas, para ver qué tan bueno es, viajando por pueblos, parando en moteles y bares, comiendo comida grasosa. Su amigo Pete (John Goodman, cada vez mejor) nota que el hombre ya no es el de antes y convence a Mickey (Amy Adams), la hija con la que se ha distanciado desde hace años, a que lo acompañe en el viaje. Mickey tiene mucho por perder -está justo, justo a punto de ser nombrada socia en la firma de abogados en la que trabaja-, pero va igual. Junto a Gus está Johnny (Justin Timberlake, uno de esos personajes de un solo tono, pero que el actor y cantante sabe remontar), haciendo el mismo trabajo de Gus, pero para los Red Sox. Cartón lleno. Eastwood sabe afilar y sacarle la más colorida veta a la madera de Gus mejor que nadie. Es un tipo que prefiere ver las estadísticas de los jugadores en el papel del diario y no regirse “por la interweb”, como llama a Internet, un hombre que usa el teléfono público, no tiene celular y que da ¡5! dólares de propina al chico del delivery de la pizza. Sí, evidentemente es una película de las de antes, y de la clase de las que sabemos lo que va a pasar, todo parecerá arruinarse y... Pero nos dejamos embaucar. Y disfrutarlo. La secuencia del cementerio, en la que Gus va a visitar a su esposa, tuvo mucho de improvisación. Y si por esa escena Eastwood logra una nueva nominación al Oscar, bien merecido lo tendrá.
La política tiene patas cortas Quizás él no se dé por enterado, pero seguro que en ese último plano que lo toma, el protagonista de El ministro se dé cuenta. Bertrand Saint-Jean es un animal político. Bertrand es el ministro de Transporte francés, un tipo sin pasado político, sin background, como le echa en cara una de sus asesoras, y tal vez por eso cuando se entera de un terrible accidente vial en una ruta, con niños como víctimas fatales, no le huye al compromiso; la misma noche se hace presente en el lugar del hecho. Y a partir de allí no abandonará el centro de la escena. Que pasa a ser, sí, una cuestión política, pero para Bertrand, de tintes más morales y personales. Se está ante la disyuntiva de privatizar las terminales de transporte. Y él está en contra. Producida por los hermanos Dardenne, la mano de los realizadores de Rosetta y El hijo , se nota en las características del personaje. Pero el director francés Pierre Schöller le imprime un ritmo propio. Si el “acoso” de la cámara sobre los personajes es algo así como la firma de los realizadores belgas, Schöller le aplica otra mirada. Construye un thriller político revelando tejes y manejes, enjuagues, agachadas, favores y traiciones en un mundo sucio en el que, cuando se atisba un poquito de pulcritud, siempre llega algo para enroñarlo. “En crisis de comunicación, olvídense de la realidad. Sólo cuenta la percepción”, se escucha. “Cuatro mil contactos y ningún amigo”, dice entre un suspiro y quejoso, mientras mira su celular el ministro, que ni sabe que su hija está en Egipto. El hombre que tiene un compañero (el gran Michel Blanc, tan versátil para el drama como para la comedia) del que se sorprende su rectitud humana y política. “El primer hombre que conozco que calza los mismos zapatos desde hace veinte años”, se ufana. Filme de fuertes contrastes y, como se ve, grandes diálogos, la interpretación de Olivier Gourmet está también entre lo más alto de la realización. Porque encarna, en definitiva, a un político, y desde la platea no sabemos nunca si lo que dice es lo que piensa, si lo que piensa lo actúa, si va a cambiar o si la palabra integridad está grabada a fuego en su vocabulario.
Felices sueños Una especie de Liga de la justicia que cuida a los niños de los malos protagoniza el filme animado de DreamWorks, en 3D. “Nuestra misión es proteger a los niños”, dicen una y otra vez los protagonistas de El origen de los guardianes 3D . Para que quede claro, ellos son Norte, El Conejo de Pascuas, El Hada de los dientes y Sandman. Y hay que explicarles a los chicos que acompañen a papás, abuelos, tíos o hermanos mayores que Norte es Papá Noel (¿será por problema de derechos que lo llaman así?), la que traía los huevos de Pascua para nosotros siempre fue la Coneja y no el Conejo (cambio de género), y al menos sí aclaran como un guiño que “en la división latina” de la búsqueda de los dientes dejados debajo de la almohada, trabaja el Ratón Pérez (en el Hemisferio Norte es el Hada). De Sandman, por estos lares, ni noticias. Hechas las salvedades, a estos cuatro protectores de los sueños y las esperanzas infantiles se les suma Jack Frost, figura legendaria que en la tradición del Hemisferio Norte deja escarcha en las ventanas en invierno, un joven que apenas comienza la proyección descubrimos que es como un fantasma (murió), y al que el Hombre de la luna decidió sumar al cuarteto de arriba para combatir el Mal, encarnado en Black Pitch. Algo así como el monstruo que espera escondido debajo de la cama de los niños para que sus sueños se conviertan en pesadillas. La película animada de los estudios DreamWorks apela al miedo, al susto como fondo, igual que en las recientes Paranormal , Hotel Transylvania o hasta Frankenweenie , para hablar de valores más puros como la solidaridad y el valor propio. Y el sacar de adentro de uno mismo el coraje, la valentía y el espíritu necesarios para enfrentar un mundo cada vez más hostil y menos solidario. No tiene sentido detallar más aspectos de la trama. Sí adelantar que tanto la casa en el Polo Norte de Noel, la madriguera del Conejo y el Palacio de los dientes tienen lo suyo, igual que el trineo de un Papá Noel con los brazos tatuados y que tiene, ejem, dos espadas en sus manos. Basado en una serie de libros juveniles de William Joyce, es un nuevo giro a la eterna lucha entre el Mal (encarnado por Pitch, que gobernaba en la época de la Edad oscura) y el Bien, con los guardianes que reemplazan su miedo y oscuridad con luz, dándoles esperanzas a los chicos. Pitch dice que “ya es el turno de que el mundo los olvide” y quiere volver a reinar. Pero si nos sacan la esperanza, ¿qué nos queda? Lo mejor de esta opera prima de Peter Ramsey es la animación en sí misma, que demuestra que DreamWorks está cada vez más cerca de Pixar, y la banda de sonido de Alexandre Desplat. ¿Sabían que los dientes guardan las memorias más importantes de nuestra infancia? Todos los días se aprende algo nuevo.
Yo fui hecho para amarte El final de la saga de “Crepúsculo” dejará más que satisfechos a los fans. La saga Crepúsculo , ya en las cuatro novelas de Stephenie Meyer (igual que con Harry Potter , el último libro se dividió en dos películas para recaudar el doble), plantea una diferencia desde las entrañas, bien sanguínea, con el mito vampírico. Los chupasangres de antaño ahora son galanes adolescentes. Los jóvenes son todos lindos y la trama romántica siempre estuvo por delante de todo. Del despertar sexual, de la relación paterno filial, de los vínculos de la amistad y de la diferencia de clases. El miedo a lo desconocido siempre estuvo grabado en la saga. Un balance de Crepúsculo nos llevaría a observar cómo el personaje de Bella (Kristen Stewart) fue transmutando desde aquella tímida adolescente a esta mujer que, cuatro películas después le dice a su amado Edward Cullen (Robert Pattinson) lo que él más quería escuchar: “Yo nací para ser vampira”. Y sí, tienen la misma temperatura... Así, esta Parte 2 de Amanecer es, si se quiere, más de lo mismo -Taylor Lautner, el lobo, debe sacarse la camisa por contrato-, pero con dos segmentos bien diferenciados. Como arranca donde terminó la primera parte, comienza con el reacomodamiento de Bella Swan (que renace como indica su apellido como un cisne, ahora vuelta vampira) descubriendo su velocidad, su fuerza y sus ojitos rojos. La segunda ya nos lleva de lleno al desenlace de la saga que se veía venir: el combate final entre los Cullen y los Volturi. Con más parsimonia y menos truculencia -aunque haya varias decapitaciones sin sangre-, el director Bill Condon (el de Dioses y monstruos y Amanecer Parte 1 ) narra cómo otros vampiros buenos se acercan y apoyan a Bella y Edward, cuya hija Renesmee crece a pasos agigantados (su carita digital de bebé recuerda a los efectos de Benjamin Button) y, no habiendo sido mordida, es mitad vampira mitad humana. Los Volturi la creen una amenaza para la especie (de inmortales) y de ahí a la secuencia final hay sólo un paso. A los fans de Crepúsculo poco y nada les puede importar algunos clisés, porque todo final conlleva un frenesí, un entusiasmo sólo comparable con la exacerbación y la exaltación por un equipo de fútbol. Y como sólo lo conocido es tolerable y seguro, como esboza Aro (Michael Sheen, el líder de los Volturi), en Parte 2 abundan los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, los lobos aullando y, lo que sí es nuevo, las vueltas de tuerca. El combate final sí hace abrir más grandes los ojos, no por la pelea sino por lo que pasa. Hay sorpresas (no para los que leyeron el libro). “Nadie ha amado a alguien como yo a ti”. Imaginen quién se lo dice a quién. Así como Harry Potter acompañó, película tras película, el crecer de varios chicos hasta su adolescencia, el capítulo final de Crepúsculo encontrará a sus adolescentes contentos y felices. Quédense a ver los créditos. Mejor final no puede tener.
Al fin una comedia negra Valeria Bertuccelli y Martín Piroyansky alternan protagonismo en un divertido filme. No abundan, por desgracia, los títulos en el cine nacional que combinen la comedia y, digamos, el thriller, o la película con uno, dos o más muertos . Y menos como lo hace el director y guionista Martín Salinas en Ni un hombre más , con un protagonismo que va rotando entre Valeria Bertuccelli y Martín Piroyansky. Acá la comedia suele ser comedia, el thriller es un género poco abordado y si hay algún cadáver difícilmente se promueva a la risa. Los personajes de Bertuccelli y Piroyansky, Karla (“con K”, aclara ella) y Charly se conocen de manera fortuita. Ella y su novio (Juan Minujín) llegan a una suerte de hostería en Misiones que atiende Charly, él ensangrentado, ella un tanto nerviosa. Tienen el primer cadáver en el baúl de un auto con el que chocaron y dejaron abandonado. Y tienen una cajita con 100.000 dólares no del todo bien conseguidos. La película cuenta con el enorme aporte de Bertuccelli que, como comediante en el cine nacional, a estas alturas pareciera no tener quién la iguale. Es rápida para la respuesta supuestamente improvisada, sabe manejar su cuerpo y no sólo sus gestos en el humor más físico, cambiar el tono en un mismo parlamento y ser natural cuando otra hubiera pisado el palito del grotesco. Bertuccelli, no. Es que el humor negro tampoco es moneda corriente por estos lares, y ella se mueve con llamativa comodidad. Lo mismo sucede con Piroyansky, que se suelta del papel del joven-atribulado-en-circunstancias- inesperadas en el que lo encapsularon ya suficientes veces. Charly tiene más oportunidades de cambiar a lo largo de la proyección ante los ojos del espectador, porque el guión le da cimbronazos desde que empieza hasta que termina. Salinas se apoyó en un elenco dúctil -Luis Ziembrowsky, el mencionado Minujín, Emme- y aunque las acciones suceden casi siempre dentro de cuatro paredes, cuando es necesario airear las situaciones sabe cómo explotarlas. En síntesis, la sensación que perdura luego de ver Ni un hombre más -que no es un manifiesto feminista ni mucho menos- es la de haber pasado un rato agradable, escuchando retruécanos desopilantes y con buenas actuaciones. La comparación entre las relaciones humanas y las iguanas macho y hembra podrían estar o no, obviando un relato en off que genera expectativa y nada más.
Mensaje en una limusina Robert Pattinson compone al gélido protagonista, tan monstruoso como solitario. El libro que el propio David Cro-nenberg adaptó de Dom DeLillo preanunciaba una filme con más fuerza en los diálogos que en las imágenes. Más aún con el recuerdo de su película inmediatamente anterior, Un método peligroso , por más que Cosmópolis eche mano a un mundo entre surreal y alegórico. Mensaje en una limusina. Encerrado, aislado y ensimismado en sí mismo -y en su vehículo, a prueba los ruidos de la calle- Eric Packer es un yuppie hipermillonario, un joven que no sabe -o no le preocupa- que sus ganancias manipulando Wall Street pueden afectar a otros. Un tipo que lo tiene todo y que de pronto se queda sin nada. Pero Eric se propuso como meta este día, el que retrata Cosmópolis , una visita a su peluquero. Para ello debe atravesar Manhattan la misma jornada en que la visita del Presidente, el cortejo fúnebre de un rapero y una revuelta de protesta enloquecen el tráfico. Cronenberg supo crear un microcosmos en esa limusina, para mostrar cómo es su protagonista, capaz de mantener un diálogo con una mujer mientras su médico particular le realiza un test de próstata ahí, en el vehículo. La alienación, la soledad y la falta de solidaridad son temas que saltan a la cara del espectador entre frases rimbombantes, filosóficas o de compleja comprensión acerca de la globalización y el capitalismo. Cronenberg no se preo- cupa si distancia al público: no es ésta una película ni convencional ni simplista. Cronenberg eligió a Robert Pattinson, a quien se le cuestiona su frialdad para un papel que precisamente lo que necesita es su ser gélido. Cada relación que entable con diversos asistentes, su esposa, su amante, su chofer, una agente de su seguridad, está signada por la impotencia, por más que tenga sexo con más de un personaje. Los rostros de Juliette Binoche y Samantha Morton impactan de movida, pero sucumben ante un ser monstruoso y que también genera pena, un solitario en un universo de depredación.