Es saludable la decisión de haber dejado pasar un tiempo prolongado entre el estreno porteño de Zama y el reciente desembarco de Años luz en el Malba. Los once meses transcurridos desde la primavera austral de 2017 disipan el aura publicitario que el documental de Manuel Abramovich parecía tener cuando escoltó la ficción de Lucrecia Martel en la 74ª Muestra de Cine de Venecia, y mientras convivió con otras dos piezas tributarias del entonces nuevo largometraje de la cineasta salteña: el diario de rodaje El mono en el remolino que escribió Selva Almada y el simpático videojuego online del que quedó este recuerdo. Aunque retrató a Martel en pleno rodaje de la versión libre de la novela corta de Antonio Di Benedetto, Abramovich eludió el ¿género? del making of o ‘Detrás de escena’ que el canal E! puso de moda a fines del siglo XX. De hecho, Años luz no ofrece entrevistas ni a la directora, ni a los actores, ni a los integrantes del equipo técnico. Por otra parte es excepcional –además de tangencial– la filtración de algunas porciones de filmación. Al autor de La Reina le importa, no adelantar Zama, sino semblantear a Lu o Lucre como la llama su asistente de dirección Fabiana Tiscornia. El realizador se concentra en la mirada y el oído atentos a la instancia de grabación, en las instrucciones impartidas a los actores, en la revisión del mobiliario elegido para recrear el despacho del gobernador, en el embelesamiento que causan una delicada llama blanca y los sonidos de la selva misionera. Martel se sabe escudriñada y, otra vez a contramano de lo que suele suceder en los making of, manifiesta su irritación. Con tino, Abramovich convierte ese fastidio en rasgo coherente de su retratada: “Estoy a años luz de poder ser la protagonista de una película” había contestado en un principio cuando el también autor de Soldado le anticipó su ocurrencia cinematográfica. No es necesario haber visto Zama para disfrutar de esta invitación a buscar indicios del genio marteliano, y de paso presenciar la gestación de una película. Pero el placer es mayor para los espectadores que aún hoy recordamos a ese otro hombre que –en palabras de Raúl Scalabrini Ortiz– “está solo y espera”, y que Daniel Giménez Cacho interpretó de manera insuperable. Desde esta perspectiva Años luz hereda de Zama la apuesta al retrato (en desmedro de la crónica) a partir de una aproximación morosa aunque no exenta de tensión. Por carácter transitivo, este interesante juego de espejos alcanza a la novela que Di Benedetto publicó en el lejano 1956, y así resignifica la unidad de distancia que Martel mencionó en su respuesta.
"Yo no existo más desde el día que puse la palabra Fin en El fausto criollo hace cinco años. Todo el resto son cosas que ustedes están inventando… Yo soy una fantasmagoría… Prácticamente no existo más que por falsas proyecciones… Cuando ustedes se van de acá, yo hago como que voy a mi cuarto, cierro la puerta y desaparezco“. No es cierto. Fernando Birri dista de ser una fantasmagoría. No lo fue mientras conversó con Carmen Guarini meses antes de morir, y tampoco lo es ahora que lleva más de un semestre habitando otra dimensión. Por lo pronto, lo percibimos tan presente como siempre en las dos versiones que la cineasta y antropóloga hizo de aquel encuentro en Roma: el documental Ata tu arado a una estrella y este libro recién publicado. En todo caso, Birri reconoció la inminencia de la muerte o de una nueva forma de existencia fuera del cuerpo que lo acompañó 92 años, nueve meses, dos semanas. Otra prueba de lucidez por parte del autor de films memorables como Los inundados, Tire dié, ORG, y además fundador de la Escuela Documental de Santa Fe y de la Escuela de Internacional de Cine y Televisión en San Antonio de los Baños, Cuba. Ata tu arado a una estrella no sólo desmiente la pretensión fantasmagórica de Don Fernando; también desafía la noción lineal del tiempo. De hecho, Guarini articula el registro de las charlas en Roma con material que filmó veinte años antes, cuando acompañó al Maestro mientras rodaba un documental a propósito del 30° aniversario de la muerte de Ernesto Che Guevara. Curiosamente, en ese 1997 lejano Birri imaginó su propio funeral. Aunque acotadas, las apariciones de Ernesto Sábato, Eduardo Galeano, León Ferrari, Osvaldo Bayer alimentan la ilusión de inmortalidad de ciertos referentes y estimulan la reflexión sobre dos temas centrales del film: el arte –y el cine en particular– como ejercicio de resistencia política, y la utopía como faro para seguir avanzando por el camino de la libertad (o liberación). El libro que integra la colección Diálogos de cine permite repasar los recuerdos y las opiniones de Birri durante el encuentro de enero de 1997. De yapa, ofrece el Manifiesto de Santa Fe, el acta de nacimiento de la Escuela Internacional de Cine y TV en San Antonio de los Baños y la transcripción del Juramento Athanasiano que tuvo lugar en el acto inaugural de la EICTV. El (o los) trabajo(s) de Guarini resultan una bocanada de aire fresco para los espectadores hartos del cine que Don Fernando define como explosionístico, es decir, concebido para entretener, distraer, narcotizar a través de la recreación –cada vez más espectacular– de explosiones y disparos. Película y libro oxigenan pulmones, sangre, cerebro mientras reivindican otra manera de aprehender el legado de Georges Méliès y los hermanos Lumière. El recuerdo de Raymundo Gleyzer, Jorge Cedrón, Gerardo Vallejo entre otros compañeros de ruta y las imágenes tomadas en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma y en la entrañable EICTV dan cuenta de la dimensión colectiva, internacional, histórica de un movimiento irreductible a la obra de Birri, y por lo tanto con capacidad de intervención en nuestro atribulado presente. Sin dudas, el “subcine cómplice del subdesarrollo” se topará indefectiblemente con un límite mientras haya realizadores que, como Guarini, sigan produciendo películas realmente luminosas.
Apenas comienza El Espanto, algunos espectadores sentimos que caminamos en procesión detrás de la ambulancia que se dirige a baja velocidad hacia la casa de una vecina enferma. En ese andar entre parsimonioso y desvencijado, percibimos indicios contradictorios respecto de la naturaleza de la película de Pablo Aparo y Martín Benchimol que desembarcó ayer en el cine Gaumont. Lejos de disiparse, la duda sobre si estamos ante un documental o una ficción aumenta a medida que nos adentramos en un pueblo con más curanderos que –si los tuviera– médicos. Los modismos de los entrevistados y planos generales de casas bajas, calles de tierra, ganado suelto, pastos crecidos, una estación de trenes que parece abandonada sugieren que los realizadores ambientaron su segundo largometraje en una recóndita localidad bonaerense. También está claro el propósito cinematográfico: abordar la creencia en la sanación a través de la palabra y demás prácticas reñidas con el ejercicio ortodoxo de la medicina. Curiosamente El Espanto convive en nuestra cartelera con un documental italiano que aborda otro tipo de curación reprobada por la ciencia: el exorcismo. La coincidencia resulta interesante porque, mientras Liberami despliega una mirada entre antropológica y sociológica, la película de Aparo y Benchimol constituye una propuesta lúdica y pícara. Los también autores de La gente del río invitan a participar del juego de espejos que supone la confrontación entre lo estrictamente real (de todos los curanderos que habitan el pueblo, uno solo cura la enfermedad llamada Espanto), los testimonios de vecinos sobre esa realidad y la recreación que esas versiones corregidas y aumentadas inspiran en Aparo y Benchimol. El humor asoma, no al estilo del mockumentary, es decir con tono burlón, sino como guiños sobre la siempre discutible fabricación de la verdad o de lo que realmente ocurre o es. Los realizadores transgreden límites en un terreno que podría resultar resbaladizo, y sin embargo nunca pierden pie. La locución italiana Se non è vero, è ben trovato (Si no es cierto, está bien armado) ilustra muy bien la inteligencia a la hora de articular ficción y documental. Aunque estilizado por el juego y la picardía, El Espanto también invita a reflexionar sobre la fragilidad del ser humano o, dicho de otro modo, sobre nuestra necesidad de creer en algo que nos ayude a enfrentar la enfermedad, y por ende la inevitabilidad de la muerte. Sin dudas, Benchimol y Aparo también se desplazan con comodidad entre las dimensiones local y universal.
El 24º aniversario del atentado a la AMIA resulta un marco propicio para el desembarco –por ahora porteño– del tercer largometraje de Ricardo Piterbarg, Ikigai. Volver a la vida. De hecho, la voladura intencional de la Asociación Mutual Israelita Argentina el 18 de julio de 1994 constituye el punto de partida y a la vez eje central de este retrato de la artista plástica Mirta Regina Satz. A tono con la especialidad –el mosaiquismo– de su musa inspiradora, el realizador criado en La Boca también trabajó con piezas de distintas formas, texturas, colores. Por ejemplo, la definición del término japonés erigido en título del film, anécdotas de inmigrantes temerarios, melodías y pasos de tango, la legendaria sonrisa de Carlos Gardel, testimonios de colaboradores, alumnos, familiares, postales de los barrios de Parque Patricios y Balvanera (u Once), recreaciones varias del desmoronamiento que una detonación criminal provocó un cuatro de siglo atrás en la calle Pasteur. En las antípodas del modelo de resiliencia estrictamente individual, Piterbarg resalta la dimensión colectiva del resurgir personal y profesional de Satz. Por eso se concentra en la evolución de una de las obras que la fundadora de la escuela de arte Inclán dirigió años atrás: el precioso frente que desde 2015 viste la casa familiar devenida en taller barrial. “La cultura es un enorme corazón que nos da vida y este mural es un latido más en nuestra amada Buenos Aires” lee esta mujer que emergió de los escombros de la vieja AMIA, abrazada a la segunda oportunidad que le brindaron las actividades artística y docente. Como la cigarra protagonista de la entrañable canción de María Elena Walsh, Mirta Regina también resucitó y encontró quien la acompañara –en su caso– a rescatar trocitos de azulejos descartados, a reinventar veredas, a restaurar fachadas. En una sociedad más atenta al presente de las celebrities que a las enseñanzas más o menos recientes de la Historia, Ikigai es una propuesta osada por partida doble. Primero porque invita a descubrir una luz ajena al firmamento de estrellas estereotipadas; segundo porque evoca el recuerdo de un episodio trágico de nuestro pasado nacional. Mientras tanto, Piterbarg le rinde tributo a la cultura porteña en tanto amalgama de venecitas de origen europeo, japonés, paraguayo, milonguero. A su manera, el realizador también le da gracias a la desgracia que mata tan mal y deja seguir creando.
'Amores que no saben estar en el mundo' es la traducción exacta, aunque no necesariamente la mejor, para el título original de la adaptación cinematográfica que la italiana Francesca Comencini hizo de su propia novela, con la colaboración de las guionistas Francesca Manieri y Laura Paolucci. Nuestros distribuidores podrían haber optado por 'Amores que no pertenecen a este mundo' o 'Amores de otro mundo' pero, haciendo gala de su poder de síntesis, eligieron el escueto 'Amores frágiles'. La fragilidad de las relaciones de pareja en la Italia actual es el tema central de este largometraje que re o deconstruye la historia de un amor pasional condenado al fracaso. Quizás la directora de varios episodios de la feroz 'Gomorra' encontró en el libro que publicó cinco años atrás la inspiración necesaria para tomar un descanso de los mafiosos sanguinarios que protagonizan la serie basada en el best seller homónimo de Roberto Saviano. Las primeras páginas de 'Amori che non sanno stare al mondo' revelan dos grandes diferencias con la puesta cinematográfica. El libro está estructurado en cuatro capítulos, y recrea el fluir de la conciencia de los integrantes de la pareja protagónica –los profesores universitarios y cuarentones Flavio y Claudia– y de las dos jóvenes alumnas que irrumpen en la vida de uno y otra: Giorgia y Nina. En cambio, la película carece de episodios y se concentra en lo que piensa/siente la docente. Los espectadores alérgicos a los guiones verborrágicos apreciamos la decisión de adaptar un solo soliloquio. Probablemente opinen parecido aquéllos que les huyen a las películas corales. Lucia Mascino camina con seguridad por la cornisa que suponen los personajes excéntricos como Claudia. La actriz de 41 años se luce en las escenas que, como aquélla ambientada en el baño de un club nocturno, evocan el recuerdo de algunas viejas comedias de Woody Allen. Dicho esto, corresponde aclarar que –a diferencia del realizador neoyorkino– Comencini es presa de ciertos lugares comunes. Por ejemplo aquél sobre el supuesto efecto sanador que una relación lésbica ocasional provoca en las mujeres heterosexuales con mal de amores. Aunque coquetea con los principios 'progre's de la protagonista, la realizadora se revela conservadora cuando recurre a imágenes de archivo para rendirles homenaje a los buenos viejos tiempos en que hombres y mujeres se enamoraban en los bailes del pueblo. Por si quedara alguna duda sobre su postura, la hija del ¿olvidado? Luigi Comencini contrasta esa versión idílica del pasado con la charla académica que una militante feminista y andrógina ofrece sobre la relación entre capitalismo y patriarcado. Acaso nuestros distribuidores deberían haber elegido el título 'Amores eran los de antes'.
Por si cupiera alguna duda sobre la fragilidad de la psiquis humana y sobre las limitaciones de las instituciones a la hora de apuntalar a quienes la padecen especialmente, Liberami aborda ambos fenómenos desde una perspectiva infrecuente, montada sobre dos plataformas incómodas para una sociedad afecta a los manuales de autoayuda: el sufrimiento de creyentes católicos que se sospechan poseídos por el diablo y el compromiso que sacerdotes especializados asumen para exorcizar a estos fieles. Es muy respetuosa la aproximación de Federica Di Giacomo a esta suerte de terapia religiosa contra padecimientos que ningún médico –ni clínico ni psiquiatra– ha sabido tratar, mucho menos curar. Acaso por eso la realizadora (y antropóloga) italiana consiguió las autorizaciones necesarias para seguir de cerca a cuatro feligreses en pena, filmar sesiones de conjuro completas, e incluso registrar la charla de un grupo de exorcistas de distintas nacionalidades en el recreo de un curso de capacitación auspiciado por el Vaticano. El guión co-escrito con Andrea Sanguigni les da una estructura sólida a los testimonios recogidos en Sicilia y en Roma. El protagonismo acordado al Padre Cataldo contribuye sustancialmente a ordenarlos en un marco libre de estigmatizaciones. Las risotadas que ciertas escenas de Liberami provocaron el año pasado entre el público que asistió a una de las proyecciones programadas en el 19º BAFICI dan cuenta del desprecio y/o insensibilidad en torno a un fenómeno global y en aumento según este informe de Le Monde que inspiró a la documentalista. También de cuán profundo han calado las películas de terror, y sus parodias, que recrean la lucha contra las posesiones demoníacas. En Italia, sin embargo, el largometraje de Di Giacomo fue distinguido con el premio Horizonte del 73º Festival de Venecia en 2016 y con el David de Donatello (equivalente local del Oscar) al Mejor Director de Documental en 2017. Con suerte, la difusión de estos reconocimientos aumenta la curiosidad –y disminuye los prejuicios– de los espectadores porteños ante esta película que regresa a nuestra ciudad para exhibirse, esta vez, en el Malba.
Con tanta película de terror cuyo título lleva el adjetivo Paranormal, quizás los distribuidores locales de Nails deberían haber respetado el nombre original del largometraje irlandés que desembarcó antes de ayer en nuestra cartelera comercial. Las uñas sugieren poco en un contexto impreciso pero el género las convierte en artífice de por lo menos dos situaciones espantosas: toparnos con una criatura munida de garras asesinas, y asistir a –o peor, ser víctimas de– la típica sesión de tortura que consiste en arrancar las extremidades de los dedos de manos y/o pies. En su ópera prima, Dennis Bartok desarrolla la primera fantasía. De hecho imagina un espíritu maligno que se caracteriza por llevar uñas largas y querer clavarlas con intención letal. Por si fuera poco, cuando estaba vivo, el personaje ya estaba obsesionado por las uñas ajenas; de ahí el apodo que da título al film. Nails carece del protagonismo que tuvo aquel otro aparecido de extremidades filosas, Freddy Krueger, porque fue concebido como parte de una pesadilla mayor: aquélla que consiste en estar internado en una clínica de mala muerte (en el sentido metafórico y literal de la expresión), conectado a un respirador artificial, con el cuerpo inmovilizado y sin capacidad de habla. Por si ese destino inspirara poca aprehensión, el realizador debutante se lo impone a una deportista. Bartok explota el miedo que todos tenemos a convertirnos en despojo humano y, por supuesto, a morir en circunstancias tan desgraciadas. Lo exacerba a partir del acoso de un fantasma resentido que recuerda cuán delgada es la frontera entre la vida y un más allá sórdido. En esta entrevista que le concedió a Norman Gidney de Horror Buzz, Bartok contó que es hijo de un médico y de una enfermera. “Los hospitales siempre me perturbaron” agregó a la hora de reflexionar sobre las musas inspiradoras del guión que escribió con Tom Abrams. El realizador irlandés recrea bien el clima siniestro de las clínicas de cuarta categoría (asoma un atisbo de denuncia social cuando el esposo de la internada Dana explica que la prepaga no puede costearles una institución mejor). También ofrece un juego interesante entre la percepción directa de la realidad y aquélla a través de un circuito cerrado de televisión. La película pierde puntos cuando reedita recursos clásicos del género, por ejemplo los golpes de efecto musicales y las irrupciones del primer plano de un Nails a veces munchiano. Por otra parte resulta defectuosa –de hecho, casi paródica– la puesta en escena del ataque final. Paranormal es una propuesta entretenida (la actuación de Shauna Macdonald contribuye mucho en este sentido). En cambio le faltan atributos para sobresalir entre tantos largometrajes sobre apariciones de muertos que ni descansan ni dejan vivir en paz.
Por si todavía cupiera alguna duda sobre la vigencia del género cinematográfico que inmortalizó a los cowboys, una realizadora alemana tituló Western la ficción que filmó en un pueblito búlgaro fronterizo con Grecia. Por si persistieran los reparos, Valeska Grisebach no convocó a estrellas de la talla de Gary Cooper, John Wayne, Henry Fonda, Clint Eastwood, Jack Palance, Glenn Ford, sino a obreros de la construcción teutones y a habitantes del mencionado rinconcito europeo. Ninguno con experiencia actoral. Pocas realidades parecen tan alejadas del llamado Lejano Oeste (una porción de los Estados Unidos en el siglo XIX) como el presente del viejo continente, y poco tiene que ver el tercer largometraje de Grisebach con el cine made in Hollywood. Sin embargo, la realizadora bremense consigue convertir la localidad de Petrelik en territorio remoto que un grupo de forasteros (en este caso, alemanes) ocupa en nombre de una misión civilizadora (montar una obra hídrica para mejorar el servicio de agua potable). En Western no hay indios salvajes pero sí búlgaros atrasados. El film también ofrece un lone ranger. Meinhard fuma, bebe, sabe jugar a las cartas y montar a caballo; es tan solitario, errante, lacónico, transgresor, temerario, en algún punto seductor como algunos vaqueros consagrados en la pantalla grande; carece en cambio de atributos (super)heróicos y del porte impecable que Morris caricaturizó con Lucky Luke. Grisebach coquetea con los estereotipos del género pero los supera. Por eso termina resultando anecdótica la rivalidad del protagonista con el villano Vincent. La también autora de Deseo y Mi estrella filma menos acción (o acciones) que atmósferas. Conmueve el retrato de un hombre que no se considera de aquí ni de allá, y que sin embargo –o por eso mismo– se aferra a una inesperada ilusión de pertenencia y al voto de hermandad en boca de un búlgaro con el que puede comunicarse a pesar de la barrera idiomática. Western es una película morosa y poco hablada. En el marco de la mesura bucólica se lucen el director de fotografía Bernhard Keller y los actores ad hoc Meinhard Neumann, Reinhardt Wetrek, Syuleyman Alilov Letifov. También la propia Grisebach cuando administra las dosis de tensión –incluso violencia– inevitables en un relato que, como la mayoría de los westerns, sugiere cierta relación entre exceso de testosterona y conflictividad.
“Retrato de dos jóvenes senegaleses en Buenos Aires” es una síntesis correcta del documental que Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik filmaron entre 2014 y 2017 en nuestra ciudad y en Senegal. Sin embargo, Estoy acá – Mangui fi ofrece bastante más que una semblanza de Ababacar y Mbaye. Por lo pronto, una aproximación a los muchachos africanos que prueban suerte en la Argentina, un tributo a la amistad entre compatriotas en tierra extranjera, postales de una Reina del Plata reacia a esta nueva ola migratoria. Como bien sugiere el título del largometraje, los realizadores exponen el aquí y ahora de Ababacar y Mbaye. El adverbio de lugar remite a dos países y el adverbio de tiempo, a un presente severamente afectado por la incertidumbre que provoca el futuro. De esta manera, la afirmación “Estoy acá” –ya sea en Argentina o en Senegal– prevalece sobre la costumbre de (auto)definir(se) a partir del verbo Ser. Bramuglia y Tabacznik encontraron en sus protagonistas dos prototipos de migrante: aquél que aprende a sentirse cómodo en el país extranjero y que vislumbra la posibilidad de radicarse, y aquél que sufre el destierro, no consigue adaptarse y proyecta un regreso definitivo a su patria. La dupla autoral aborda este contraste desde las perspectivas de Ababacar y Mbaye, a partir de conversaciones que mantienen mientras caminan por Buenos Aires. Estos registros constituyen la parte más rica del documental, no sólo porque permiten conocer mejor a los jóvenes retratados, sino porque ofrecen muestras interesantísimas del fenómeno de asimilación que se produce más allá de consideraciones personales. Por ejemplo, el uso compulsivo de la expresión Tomátelas en medio de pronunciamientos hechos en idioma wólof. El documental exhibe otros materiales además de estas instancias de diálogo íntimo. De hecho, los realizadores entrevistaron formalmente a los protagonistas y, cámara en mano, los acompañaron en su rutina diaria (acá y allá) y en reuniones con amigos (acá) y con amigos y familiares (allá). Sin dudas, Bramuglia y Tabacznik sientan un precedente a la hora de retratar a los esbeltos senegaleses con un pie en la Argentina y otro en suelo patrio. Tres siglos nos separan de las Cartas persas que el Barón de Montesquieu publicó en Amsterdam, y sin embargo algunos espectadores recordamos aquella novela epistolar cuando en el transcurso de la película asistimos al intercambio de anécdotas y reflexiones sobre la idiosincrasia porteña. Desde este punto de vista, los testimonios de Ababacar y Mbaye revelan tanto de los argentinos como revelaron de los franceses las impresiones que el filósofo y jurista parisino puso en boca de los ficticios Rica y Usbek. Aunque no es el objetivo principal de su ópera prima, Bramuglia y Tabacznik también despliegan la mirada extranjera para poner en evidencia taras nacionales. “Allá no tenés agua y venís a malgastarla acá” repite Mbaye lo que le espetó una vecina, y con este testimonio señala el espíritu xenófobo que vaga vivito y coleando por los barrios de nuestra ciudad.
Con entradas agotadas y la asistencia de un público eufórico, el jueves pasado se estrenó en el cine Gaumont el hermoso tributo a Víctor Manuel –alias Vitillo– Ábalos y a sus hermanos Napoleón Benjamín (Machingo), Marcelo Raúl (Machaco), Roberto Wilson y Adolfo, referentes fundamentales de la música popular argentina. Ábalos, una historia de 5 hermanos se titula el largometraje que los primos Josefina Zavalía Ábalos y Juan Gigena Ábalos les dedicaron a sus mayores: la primera lo dirigió con Pablo Noé; el segundo se encargó del afinadísimo diseño musical. El reciente estreno porteño representa una escala en el itinerario de exhibición comercial que arrancó el 2 de mayo en los pagos de los Ábalos, Santiago del Estero. Tuvo lugar justo un año después de que Don Vitillo ganara el Premio Gardel al Mejor Álbum de Artista Masculino de Folklore por El Disco de Oro, Folklore de 1940 que grabó en 2016 a sus entonces 88 años con Peteco Carabajal, Juanjo Domínguez, Jaime Torres, Liliana Herrero, Leopoldo Federico, ¡Jimmy Rip! entre otros músicos de renombre, y bajo la dirección de su sobrino nieto Juan. La grabación de este álbum doble conforma el hilo conductor del film. La también guionista Zavalía Álabos encontró en esa rutina de trabajo el marco ideal para el retrato de su tío abuelo. La personalidad carismática, sin “edad calendario”, del protagonista resulta tan rica desde el punto de vista narrativo que libera a la película del esperable corset biográfico. Además de contar el debut de Vitillo como solista y la prolífica trayectoria con sus hermanos, Ábalos le rinde homenaje –en palabras de su protagonista– al “arte de combinar los sonidos”. Por este sendero trastabilla el mito sobre el enfrentamiento histórico del folklore nacional con la música clásica europea y con el rock; entre los agentes desestabilizadores figuran la grabación del Gatito de Tchaikovsky con Domínguez, el abrazo entrañable con Luis Alberto Spinetta, el encuentro con Ciro y los Persas, con Rip, con Roger Waters. Así como desarticula ciertos estereotipos musicales, Ábalos también desmiente la tantas veces declarada división entre jóvenes y viejos. La filmación de la participación de Vitillo en el espectáculo La Bomba de Tiempo ofrece una prueba contundente de sinergia intergeneracional. Al principio del film, el cantante, bombista, bailarín de 90 años recuerda los primeros tiempos en Buenos Aires, cuando arrancaba la carrera nacional e internacional de Los Hermanos Ábalos. “Poco a poco nos íbamos aclimatando a la ciudad. Hablábamos; no les entendíamos nada. Yo andaba en el tranvía con el bombito en la funda… – Che, pibe, ¿qué es eso? – ¡Un bombo! – ¿Y cómo es eso? ¿Vos sos africano de cara blanca? – ¡No, señor! Yo soy santiagueño”. Como la anécdota en el tranvía, otras instantáneas porteñas emergen de la memoria de Vitillo, del estudio de rock donde se grabó El Disco de Oro, de los entretelones del videoclip que Diego Kaplan dirigió para Waters. Zavalía Ábalos supo reconocerlas y ensamblarlas a la hora de montar una película que trasciende la intención de tributo personal, familiar, musical. “Che, Machaco… Hay una parte del Lago de los cisnes que es un gatito. ¡¿No será que Pedro Tchaicovsky se crió en Rusia pero era santiagueño?!”. Los Ábalos también hace gala del fino sentido del humor que caracterizó al célebre quinteto argentino.