“Nadie en el mundo me convencerá de que somos malas personas” le dice David Greenbaum a su esposa en Más allá de las montañas y las colinas. Aunque pronunciada en medio de una crisis personal, matrimonial, familiar, la declaración del militar retirado adquiere ribetes (geo)políticos en esta película israelí que se proyectó dos años atrás en la sección Un Certain Regard del 69° Festival de Cannes, y que desembarcará en las salas porteñas como El enemigo interior. A contramano de lo que sugiere el título que eligió para su largometraje más reciente, Eran Kolirin recrea apenas el más allá del límite rocoso. A lo sumo lo representa con personajes de mirada torva y conducta sospechosa, y con indicios de contraste económico y cultural: calles de tierra transitadas por mulas, casas precarias, mujeres con hiyab versus autopistas diseñadas para autos último modelo, edificios con cámaras de seguridad, mujeres con jean. En realidad, el también autor de La visita de la banda se concentra en el más acá de las colinas y montañas, es decir, en la sociedad israelí. La aproximación da cuenta de tres fenómenos sustanciales: el mandato del éxito a cualquier precio, las dificultades de comunicación interpersonal, la amenaza permanente de agresión que proviene de ese traslasierra apenas frecuentado. Los exponentes ficcionales del objeto de estudio son el mencionado David, su esposa Rina, sus hijos Yifat y Omri. Cuando la película se proyectó en Cannes y en el 33° Festival de Cine de Jerusalén, algunos críticos le reprocharon cierta ambigüedad que corre el riesgo de resultar demagógica. Desde esta perspectiva, Kolirin parece compensar la caracterización sospechosa de dos personajes palestinos con la caracterización cínica de dos agentes del Ministerio del Interior israelí, y los prejuicios que asoman en la mentalidad progre de Yifat con la expresión “Lo que los judíos siempre hacen” en boca de Imad/Omar. Sin embargo la declaración de David a su mujer y el plano final donde la joven Yifat mira a cámara con gesto (re)conciliador invita a pensar que la ambigüedad observada refleja, en lugar de la demagogia del autor, cierta conducta social: porque están convencidos de que son buenas personas, algunos israelíes ubican el verdadero origen de sus males del otro lado de las montañas y colinas; por esa misma razón su sentido de la responsabilidad queda circunscrito a una instancia de error, traspié, confusión, debilidad. Desde esta perspectiva, Kolirin parece cuestionar la clemencia autocomplaciente de sus compatriotas. Ahí anida el “enemigo interior” que nuestros distribuidores convirtieron en título, y que insensibiliza –todavía más– a una sociedad algo perdida, cuyos integrantes se buscan, reencuentran y perdonan en viejas canciones pop. Esta segunda interpretación del film invita a parafrasear la célebre frase de Martin Luther King: La máxima tragedia no es la opresión y la crueldad de la gente mala, sino la autoindulgencia –en vez del silencio– de la gente buena.
A través de ficciones y documentales, el cine argentino abordó varias veces el suplicio que la desaparición forzada de personas inflige en familiares y amigos que las buscan. El Estado terrorista que chupó a miles de ciudadanos entre 1976 y 1983, la abducción de Luciano Arruga y Julio López en plena democracia, el secuestro de cientos de mujeres con fines prostibularios inspiraron películas que recrean la desesperación ante la ausencia impensada, ante la indiferencia de una sociedad sensible a otros delitos, ante la proliferación de testimonios parciales, sospechas inconducentes, hipótesis incontrastables, noticias malintencionadas. Entre estos films, son pocos aquéllos que recrean de manera exclusiva la lucha cuerpo a cuerpo –a veces sin ninguna asistencia profesional– contra una Justicia que, de manera deliberada o por desidia, impide el avance de la investigación por averiguación de paradero. A esta minoría pertenece Una hermana de Verena Kuri y Sofía Brockenshire, que se proyectó por primera vez (y ganó el premio de la Sociedad Argentina de Editores Audiovisuales y de la Asociación Argentina de Editores Audiovisuales) en el BAFICI de 2017. Quizás esta perspectiva infrecuente tenga que ver con la combinación entre procedencia y lugar de formación de las autoras: Kuri es alemana; Borckenshire, canadiense; ambas estudiaron en la Universidad del Cine de Buenos Aires. En otras palabras, es posible que el maltrato estatal esté tan naturalizado en la Argentina que convoque menos a realizadores nacidos y criados que a sus colegas extranjeros, y al mismo tiempo es necesario que éstos conozcan mínimamente nuestro país para entender y describir los efectos de esa violencia institucional. En Una hermana, Kuri y Borckenshire recrean con sutileza, y no por eso falta de contundencia, el derrotero personal, policial, judicial de Alba en busca de su hermana Lupe. La sensación de desolación e impotencia marca el rostro de la protagonista que Sofía Palomino encarna con notable sensibilidad. Adriana Ferrer y Eugenia Alonso la secundan con la misma calidad actoral. Las realizadoras señalan apenas a los sospechosos de una desaparición que parece vinculada por momentos con el delito de trata, por momentos con una venganza por despecho. A partir del trabajo fotográfico de Andrés Hilarión, Roman Kasseroller y Federico Lo Bianco, Kuri y Borckenshire convierten a la localidad bonaerense de Empalme de Lobos en un escenario siniestro, punto de encuentro entre la acción criminal y la inacción estatal. Una hermana desembarcará el 31 de mayo en el BAMA y el 14 de junio en el cine Gaumont. Entre una y otra fecha, la Ciudad de Buenos Aires será testigo de una nueva movilización bajo la consigna Ni Una Menos. La decisión de estrenar en ese marco aumenta la sensación de que las autoras asumieron un compromiso político cuando produjeron su primer largometraje.
Ojalá los admiradores de Ramón Palito Ortega sepan perdonar la ocurrencia de titular esta breve reseña como la ficción que Enrique Carreras dirigió y el cantautor tucumano protagonizó a fines de los años ’60. Sucede que, en el documental aquí abordado, éste que Miguel Mato le dedicó a Sandro, el otro astro de la industria discográfica argentina parece estar a un tris de pronunciar la célebre expresión ‘Un muchacho como yo’. En realidad quien parece estar a punto de repetir esas palabras no es Sandro, sino su creador: el nada mediático Roberto Sánchez, que falleció en 2010. Acaso este desdoblamiento sea uno de los aspectos más interesantes del largometraje concebido varios años antes que la serie de Adrián Caetano que Telefé emitió en marzo. “Un muchacho como yo” podría haber bromeado Sánchez sobre su alter ego exitoso en la entrevista informal que le hicieron en 1970, y que Mato convirtió en hilo conductor de su coqueteo con el género autobiográfico. A partir de filmaciones en Súper 8 y fotos tomadas lejos de los escenarios y sets de cine y televisión, el realizador refuerza la distinción del sujeto privado respecto de su versión estelar o pública. Mato se aparta un poco de esta aproximación cuando abandona el material de archivo nunca o rara vez expuesto para dramatizar algunos recuerdos evocados (en esa instancia los actores Daniel Valenzuela y Celeste Gerez encarnan a los padres del niño Roberto). También para entrevistar a dos colegas de Sandro, José Luis Rodríguez y Lucecita Benítez, y para reproducir mensajes grabados de las admiradoras históricas del también bautizado Gitano. Algunos espectadores encontramos que las pinceladas de ficción atentan contra la originalidad de este homenaje. En cambio los testimonios del Puma venezolano y de la cantante portorriqueña, así como las declaraciones de amor de las Nenas, enriquecen la reconstrucción que Sánchez hizo en 1970 de su vida artística, desde la (controvertida) inscripción de su nacimiento en el Registro Civil hasta su conversión en Sandro de América.
La mexicana María Cristina Alemán lo explica muy bien en el sitio web del Festival Internacional de Cine de Morelia. En inglés, la expresión Found footage remite al material audiovisual presentado fuera de su contexto original. A diferencia de las imágenes creadas para una obra en particular, éste es –según dicta la traducción literal– un “metraje encontrado” en algún archivo público o privado, y reutilizado con la intención de resignificarlo. A esta categoría pertenece la nueva obra de Leandro Listorti, La película infinita. De hecho, el co-equiper de Albertina Carri a la hora de montar la impresionante Cuatreros esta vez amalgamó fragmentos de largometrajes nacionales que quedaron truncos. Por ejemplo, El juicio de Dios de Hugo Fili, Sistema español de Martín Rejtman, La neutrónica explotó en Burzaco de Alejandro Agresti, la versión de Zama que Nicolás Sarquís intentó dirigir tres décadas antes que Lucrecia Martel, la adaptación animada del Eternauta a cargo de Marco Bertolini y Hugo Gil. A partir de esta propuesta, el realizador, docente y actual titular del área técnica del archivo del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken revierte la suerte adversa que les tocó a esas producciones también llamadas huérfanas: de inconclusas, y por lo tanto sin posibilidad de estreno, a conformar un homenaje singular a la condición imperecedera e inagotable del séptimo arte. Esta película es tan infinita como el trabajo de archivista. A menos que nuestro país deje de producir cine (a veces agita este temor el devenir del INCAA en manos del actual Gobierno), la obra de Listorti podrá actualizarse ad æternum con la incorporación de fragmentos de nuevos proyectos fallidos para quienes miran el cine bajo una lupa exclusivamente comercial, reveladores para quienes lo entienden como expresión cultural e histórica. Ante esta versión de 54 minutos de duración, algunos espectadores imaginamos el cuidado que se les dispensó a las cintas encontradas en las instancias de reconocimiento, clasificación, limpieza, reparación, eventual digitalización, montaje. Desde este punto de vista, el trabajo de Listorti resulta tan admirable como aquél que realizó para la mencionada Cuatreros. Resulta inquietante la proyección de estos metrajes sin el audio original, y en cambio con una mezcla de música, silencios y las voces de Edgardo Cozarinsky y de Rosario Bléfari (que se dobla a sí misma). Como Sergio Wolf en Viviré con tu recuerdo, aquí también algunos espectadores intentamos leer labios, por ejemplo, aquéllos de Ángel Magaña en El juicio de Dios, de Pepe Soriano durante una prueba de maquillaje, de la Coca Sarli en quién sabe qué contexto. De ésta y de otras maneras, el público participa del esfuerzo restaurador. Por eso, y porque cita a otros autores, la película de Listorti es –además de infinita– una obra colectiva.
A Fernando Pino Solanas le detectaron residuos de pesticidas en sangre… La afirmación suena a apertura de una noticia informativa o amarillista según quien califique, pero aquí presenta el nuevo documental del veterano cineasta y senador nacional. Viaje a los pueblos fumigados se titula esta aproximación a las consecuencias letales que la deforestación, la sojización y la explotación agropecuaria a escala industrial provocan en territorio argentino. Solanas encarna el rol de investigador comprometido en esta road movie que filmó en Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Salta, Chaco, Misiones. Comprometido por partida doble: primero porque suscribe a la verdad que (le) cuentan descendientes de pobladores originarios del Impenetrable, médicos de provincia, maestras rurales, integrantes de las Madres de Ituzaingó, el coordinador de los Campamentos Sanitarios de la Facultad de Ciencias Médicas de Rosario, ex referentes de la Federación Agraria Argentina y del INTA, productores orgánicos, la hermana Martha Pelloni entre otros entrevistados; segundo porque se descubre afectado clínicamente por la contaminación progresiva –a veces silenciosa, a veces silenciada– que denuncia. El truco del análisis de sangre evoca el recuerdo de los controles médicos que Morgan Spurlock se hizo mientras filmó Super size me, documental sobre la incidencia perniciosa de las comidas rápidas en la salud. La coincidencia cinematográfica se diluye cuando constatamos que, a contramano de su colega estadounidense, el autor de Las hora de los hornos evita pisar suelo hostil, es decir, en su caso, interpelar a algún vocero del empresariado sojero, de la industria agrícolo-ganadera y/o de los laboratorios especializados en agrotóxicos y semillas transgénicas. Para satisfacción de sus seguidores y fastidio de sus detractores, Solanas parece haber repetido el formato narrativo que les aplicó a documentales anteriores, por ejemplo La guerra del fracking que estrenó cinco años atrás: propone un recorrido por el interior del país; se erige en guía omnipresente; estructura el relato en capítulos; convoca a fuentes cuyos testimonios y datos técnicos concuerdan; reivindica la resistencia popular. Como en aquella película, en ésta también intervinieron el director de fotografía Nicolas Sulcic y el musicalizador Mauro Lazzaro. Por la temática abordada, Viaje a los pueblos fumigados dialoga con las recientes Agroecología en Cuba de Juan Pablo Lepore y La mirada del colibrí de Pablo Leónidas Nísenson. Aunque las separan grandes diferencias narrativas y técnicas, estas tres películas nacionales señalan la imperiosa necesidad de erradicar el agronegocio transgénico y tóxico (también algunos emprendimientos inmobiliarios) no sólo de nuestro país. Sus autores coinciden además en reclamar una urgente y rigurosa intervención estatal. Desde una perspectiva ambientalista, el nuevo documental de Solanas constituye una propuesta valiosa por su capacidad concientizadora. Concentrarse en las características discutibles del abordaje cinematográfico y/o en algunas contradicciones políticas del autor equivale a acordarle más atención a Pino que a un bosque a merced de la desforestación, la sojización, la fumigación y demás prácticas criminales del capitalismo depredador.
En nuestra cartelera comercial desembarcará como Hablemos de amor, pero es Tenemos que hablar el título original de la comedia dramática que el italiano Sergio Rubini filmó en 2015. La mención de la perífrasis que ningún enamorado quiere escuchar en boca de su media naranja (o naranja entera corregirán algunos) adelanta la intención de abordar una crisis de pareja en plena ebullición. Por otra parte, el Dobbiamo parlare y el Hablemos anuncian la necesidad imperiosa de verbalizar: atención, este otro anticipo debería encender una señal de alarma –bien roja– en los amantes del cine lacónico. El crescendo y las consecuencias de esa verba ¿amorosa o escondedora? constituyen el tema central del largometraje que el mismo realizador, y además co-protagonista, escribió con su esposa Carla Cavalluzzi y Diego de Silva. Por si una sola pareja ofreciera poco material para este propósito, los guionistas se propusieron retratar a dos: una conformada por un cirujano y una dermatóloga, y la otra por un escritor en declive y una colega con ganas de abandonar su trabajo como ghost writer . En nombre de la amistad con Vanni y Linda, los doctores Alfredo y Costanza se permiten recalar en casa de los autores para desahogar sus penas matrimoniales. El living del departamento romano se convierte en escenario central de una catarsis por momentos incontrolable, que además se revela contagiosa. Rubini recrea las distintas instancias de discusión un poco como Roman Polanski cuando filmó Un dios salvaje. Una y otra película presentan una versión teatral. De hecho, aquélla protagonizada por Jodie Foster, John C. Reilly, Christoph Waltz, Kate Winslet es la adaptación de la obra Le dieu du carnage de la dramaturga francesa Yasmina Reza, y en Italia Hablemos de amor pasó por las tablas después de haberse proyectado en la pantalla grande. Rubini, Cavalluzzi, De Silva toman distancia de la dupla Polanski-Reza cuando enmarcan el relato central –aquél atravesado por los duelos verbales de las parejas– con un pequeño relato que protagonizan los peces dibujados en la esquina inferior derecha del afiche del film. A partir de esta simpática ocurrencia narrativa, los guionistas italianos están en condiciones de atajar los pelotazos que los críticos suelen patear apenas detectan ese prototipo de cine que denominan, con tono despectivo, teatro filmado. Algunos espectadores encontrarán que es más explícita la intencionalidad política de Hablemos de amor. Quizás Rubini, Cavalluzzi, De Silva se exceden un poco en la caracterización de los médicos conservadores y de los escritores progres, pero aún así resultan graciosas las chicanas que sugieren la existencia de una grieta alla italiana. Fabrizio Bentivoglio, Maria Pia Calzone, Isabella Ragonese, el mismo Rubini responden con solvencia a las exigencias que les imponen un guion generoso en parlamentos verborrágicos y una puesta en escena claustrofóbica. Asimismo saben expresar los altibajos emocionales de sus personajes a través del timbre de voz y de la gestualidad. La banda de sonido de Hablemos de amor está conformada por música original de Michele Fazio, por el hit Happy de Pharrell Williams (he aquí un guiño irónico sobre la in/felicidad) y tres piezas de Las bodas de Fígaro (el amor no es el único motor de las relaciones de pareja, advierte la célebre versión operística que Wolfgang Amadeus Mozart y Lorenzo da Ponte hicieron de la comedia de Beaumarchais). Acaso Rubini también debería haber incluido la canción Parole, parole que los italianos Mina Mazzini y Alberto Lupo cantaron primero en 1972, y que con el tiempo también entonaron los españoles Carmen Sevilla y Francisco Rabal, los franceses Dalida y Alain Delon e incluso el dúo argentino Pimpinela.
Amor por la arquitectura como expresión de la sensibilidad humana, por las proporciones matemáticas en tanto clave de la belleza, por el dibujo que le niega espacio a la mentira, por la obra de Le Corbusier, por la Casa Curutchet… De las películas que Andrés Duprat escribió y que su hermano Gastón y Mariano Cohn produjeron y/o dirigieron, La obra secreta es sin dudas la propuesta más amorosa (o amorosa a secas, sin adverbio aumentativo). Acaso este punto de inflexión en la filmografía de los autores de Yo Presidente, El artista, El hombre de al lado, Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, El ciudadano ilustre se deba a la intención de homenaje por parte del guionista, y al aporte de la artista y curadora Graciela Taquini que dirigió esta original fusión entre documental, ficción y videoarte. El largometraje gira en torno a dos personajes: el ignoto arquitecto Elio Montes, fanático de Le Corbusier que trabaja como guía y atípico cuidador de la Casa Curutchet, y el maestro suizo que en 2017 abandona las aguas donde pereció en 1965 para recorrer la ciudad de La Plata, que visitó una sola vez en 1929. Convertido en una entrañable versión holográfica, el bautizado Charles-Edouard Jeanneret-Gris transita las diagonales platenses hasta llegar a la vivienda y consultorio médico que diseñó a mediados del siglo XX a pedido del doctor Pedro Domingo Curutchet. El trailer adelanta el encuentro con el discípulo oriundo de Montevideo, igual que el actor que lo interpreta: Daniel Hendler. Como Montes, Andrés Duprat estudió Arquitectura en la Universidad Nacional de La Plata y conduce un espacio destinado a la divulgación artística. A juzgar por las características de La obra secreta, también es ferviente admirador “del Corbu” como dice Elio cuando promociona los souvenirs de la visita. Además de rendirles tributo al padre de La máquina de habitar y al arte que consiste en proyectar, diseñar, construir, remodelar hogares, el guionista reivindica la relación –en general inquebrantable– que los simples mortales establecemos con nuestros maestros. He aquí otro motivo por el cual el film resulta amoroso. Andrés Duprat, Taquini y el asistente de dirección Jerónimo Carranza combinaron con inteligencia y sensibilidad elementos del documental, la ficción, el videoarte. Constituyen el soporte pedagógico 1) las hermosas fotos que Mario Chierico le sacó a la Casa Curutchet; 2) las imágenes de archivo que muestran las Casas de la Weissenhof-Siedlung, el complejo Capitolio de Chandigarh, el Museo Nacional de Bellas Artes de Occidente de Tokio, la Unidad de Viviendas de Marsella, la cabaña de vacaciones en los Alpes Marítimos entre otros palacios concebidos por Le Corbusier; 3) la interesante selección de textos originales del arquitecto suizo; 4) las explicaciones de Elio mientras guía las visitas. Por su parte, la ocurrencia del encuentro entre Montes y el ideólogo del Modulor, la caracterización friki o freaky del primero, la representación holográfica del segundo, la proyección de postales de La Plata actual a la par de los créditos finales concretan el propósito de entretener además de informar y enseñar. La obra secreta también invita a la reflexión. Las dimensiones histórica, social, estética, matemática, espacio-temporal de la arquitectura, la vivienda como variable de bienestar, el arte como disciplina rigurosa y no como mera actividad decorativa, las limitaciones de la formación académica son algunos de los temas que abordan Le Corbusier a través de sus textos y/o Montes a través de sus parlamentos. Por su parte, Duprat y Taquini señalan el contraste y eventuales contradicciones entre el pensamiento lecorbusiano y nuestro presente, por ejemplo cuando deciden ilustrar la definición de ciudad contemporánea (“hermosa catástrofe”) con un plano general del holograma caminando por una calle cortada por una manifestación política. Los realizadores también abren la discusión en torno a la ¿necesaria o improcedente? separación entre el artista como sujeto creativo y como sujeto político, por lo tanto con simpatías partidarias a veces indigestas. En esta propuesta generosa en guiños (atención, admiradores de El hombre de al lado), la sociedad creativa entre Andrés Duprat y Taquini parece inspirada en la relación laboral entre Le Corbusier y nuestro Amancio Williams mientras duró la construcción de la Casa Curutchet: el maestro suizo eligió a su colega argentino para que dirigiera la obra diseñada a distancia, y aceptó las modificaciones que éste le sugirió con tino. Este paralelismo alimenta la hipótesis de que Taquini influyó en la decisión de retratar con piedad la obsesión e intransigencia de Elio, así como en la representación posmoderna de Charles-Edouard Jeanneret-Gris. La ópera prima de Taquini se rodó a principios de 2017, en apenas cuatro semanas, con un equipo técnico y un elenco reducidos (además de Hendler, actúa Mario Lombard que encarna a Le Corbusier con la preciosa voz de Roland Bijlenga). Como muchos diseños del arquitecto homenajeado, esta película es una pequeña gran obra hecha a escala humana.
120 pulsaciones por minuto transcurre en Francia a principios de los años ’90 pero aborda un fenómeno que se anuncia característico del siglo XXI: la(s) ausencia(s) del Estado en el ámbito de la salud. En otras palabras, la película de Robin Campillo invita a considerar nuestro presente a partir de la lucha que los integrantes parisinos de la agrupación ACT UP llevaron adelante contra la inacción del gobierno de François Mitterrand y de los laboratorios frente a la funesta propagación del HIV. De hecho, bastante antes de que apareciera este film, hicieron algo por el estilo quienes alguna vez les sugirieron a las asociaciones de familiares contra el Alzheimer que imitaran aquella militancia capaz de visibilizar una enfermedad perturbadora, convertirla en prioridad sanitaria, acelerar los tiempos de la investigación científica enfocada en hallar un tratamiento eficaz. La ficción del realizador marroquí desembarcó en la cartelera argentina justo cuando los Ministerios de Salud de San Luis y otras provincias denunciaron que el Estado nacional estaba incumpliendo el cronograma de entrega de retrovirales a cerca de sesenta mil enfermos registrados en el Programa Nacional de SIDA. La coincidencia resalta la arista política del largometraje que en 2017 ganó cuatro premios en el Festival de Cannes. 120 pulsaciones… gira en torno a la pareja que conforman Sean y Nathan, y que interpretan los magníficos Nahuel Pérez Biscayart y Arnaud Valois. Sin embargo, el gran protagonista del film es el sujeto colectivo que constituyen los organizadísimos miembros de ACT UP. Esta decisión narrativa se ve reflejada en la rigurosa recreación de marchas públicas, y de los meetings convocados para pergeñar campañas gráficas, coreografías callejeras, irrupciones en laboratorios, conferencias, escuelas. Campillo representa muy bien las dos actividades militantes por excelencia: discutir hasta acordar la estrategia de acción, y poner en práctica dicha estrategia. El realizador se maneja con destreza en espacios cerrados (la suerte de aula donde se reúnen los activistas; oficinas y pasillos de multinacionales farmacéuticas; salones de cumbres científicas) y en la vía pública. Dirige con la misma comodidad tanto a actores secundarios y extras encargados de la representación colectiva como a Pérez Biscayart y Valois cuando encarnan a sus personajes en la intimidad. Sobre todo al principio del film, es posible que algunos espectadores encuentren un poco apabullantes los debates entre los integrantes de ACT UP Paris. Justo en ese momento impacta la camaleónica conversión del argentino Pérez Biscayart en un francoparlante hecho y derecho. Desde cierta perspectiva militante, 120 pulsaciones por minuto contrasta notablemente con El club de los desahuciados o Dallas Buyers Club, que en nuestro país se estrenó hace cuatro años. Basada en la historia de un estadounidense de carne y hueso, la película de Jean-Marc Vallée también recrea la época en que el sida era considerado una enfermedad oportunamente higiénica además de mortal. A diferencia de Campillo, el realizador canadiense prefirió relatar la lucha solitaria de Ron Woodroof, así como Jonathan Demme contó aquélla de Andrew Beckett en Filadelfia. La comparación cinematográfica sugiere que existen dos maneras de recrear la lucha de los portadores de HIV, no sólo contra las enfermedades que provoca la inmunodeficiencia adquirida, sino contra el desamparo estatal y el maltrato de la industria farmacéutica. Una reivindica la construcción de un sujeto colectivo; la otra prefiere al héroe solitario y casi-casi autosuficiente.
En algunos espectadores, el discurso sobre la francophonie en boca de los funcionarios Galgaric (Mathieu Amalric) y Rosio (Jean-Luc Bideau) podrá sonar a tiro por elevación contra la película más reciente de Aleksandr Sokurov. Pero no: con La ley de la jungla Antonin Peretjatko no pretende ir tan lejos en su afán por tomarles el pelo a algunos aspectos de la idiosincrasia francesa. Por ejemplo el culto a la norma, la añoranza de ciertas pretensiones napoleónicas, la subestimación de lo que hay y/o sucede en el extranjero. A lo sumo, el realizador nacido en Grenoble (a no dejarse llevar por la sonoridad de su nombre y apellido) parece sugerir que los franceses contemporáneos se parecen más a los romanos que a los galos inmortalizados por Albert Uderzo y René Goscinny. Ante la evidencia, Obélix exclamaría “Ils sont fous, ces Français!“. Sin dudas, hay mucho de historieta –para empezar, el título– en este film cuya première latinoamericana tuvo lugar en el 19º BAFICI. Algunas de las aventuras que la Guyana (francesa, obviamente) les depara a los pasantes Marc Châtaigne y Tarzan se parecen un poco a aquéllas que el periodista belga Tintin protagonizó en otras ex colonias francófonas. Peretjatko causa menos gracia cuando parece rendirles tributo a comedias made in Hollywood como aquéllas de Jim Abrahams, sobre todo La pistola desnuda y Locos del aire 2. En cambio, se luce cuando retrata a los funcionarios del Estado francés dentro y fuera de la metrópoli, cuando parodia las reuniones de trabajo convocadas por organismos internacionales, y cuando sugiere que tampoco se toma en serio su propia obra. La loi de la jungle propone además un feliz reencuentro con Vincent Macaigne. El actor que encarna al mencionado Châtaigne es tan bueno para el humor (lo vimos en La chica del 14 de julio del mismo realizador y en Noticias de la familia Mars de Dominik Moll) como para el drama (encarnó al médico obstetra de Las inocentes de Anne Fontaine). La ley de la jungla figura en el octavo puesto del ranking de las mejores películas que Cahiers du Cinéma publicó a fines de 2016. He aquí otro motivo para ver la sátira de Peretjatko, que desembarcará en nuestras salas el jueves 28 de diciembre.
La suerte de epifanía que Silvia Majul tuvo en 1992 (“Comprendí que quería ser un puente” según consta en esta presentación profesional) se cristaliza –todavía más– a partir de la ópera prima que la agente de prensa de autores de música popular argentina empezó a filmar en 2014, y que desembarcó ayer en el cine Gaumont. Un pueblo hecho canción se titula este viaducto al alma de Ramón Navarro, compositor riojano que recibió un hermoso regalo cuando cumplió 80 años: el rebautismo de las calles de su Chuquis natal con el nombre de algunas de sus vidalas y cantatas. Las letras y melodías de Navarro son tan ricas en colores, sonoridades, reverberaciones como los paisajes del noroeste argentino. La novel realizadora consigue reproducir unas y otros para la pantalla grande con sensibilidad estética, musical, poética (dicho sea de paso, conviene ver en sala el film de ochenta minutos para disfrutar mejor de su fotografía y banda sonora). La introducción animada, una suerte de simulación impresionista a cargo de la cooperativa de animación Ganga, adelanta la intención de acordarle a la amalgama riojana de montañas y llanuras un protagonismo digno de su rol de musa inspiradora. Las voces de Mercedes Sosa, León Gieco, Raly Barrionuevo llaman la atención del espectador desprevenido, que quizás desconocía la identidad y la trayectoria del autor de canciones tantas veces entonadas. A partir de dos entrevistas centrales –una realizada en una oficina de SADAIC, otra en la casa familiar que un abuelo de Navarro estructuró como un panales de abejas– Majul invita a repasar y/o descubrir datos biográficos, la historia de canciones tan entrañables como Don Rosa Toledo y Leopoldo Silencio, anécdotas profesionales significativas como el espaldarazo de Atahualpa Yupanki en París o el encuentro en una pequeña peña con la entonces desconocida Negra Sosa. Gracias a la elocuencia de Navarro, Majul ofrece una obra generosa en reflexiones, y por lo tanto irreductible al género biográfico. La relación entre las dimensiones local y universal del arte, el misterio de la creación, el fenómeno de resignificación a través del tiempo y de las variadas interpretaciones de las canciones son algunos de los temas que el entrevistado aborda con conmovedora lucidez y, no es de extrañar, un envidiable dominio de la palabra. Además de las virtudes del documental, algunos espectadores celebramos que este tributo haya sido hecho y estrenado cuando el homenajeado todavía vive. No sucedió lo mismo con la mencionada Mercedes y con otro grande del folklore nacional, el Chango Farías Gómez. Un pueblo hecho canción es el primero de una serie de largometrajes que Majul planea dedicarles a nuestras voces ‘del interior’, dirá más de un porteño. De hecho, ya está en marcha la semblanza cinematográfica del salteño Daniel Toro, que en principio se titulará El nombrador. Por lo visto, sigue extendiéndose el puente anunciado hace más de 25 años. Los cinéfilos que también son amantes de la música popular argentina, encantados.