¿Deberíamos imponerles un límite moral a los ejercicios de memoria colectiva? Si no lo hacemos, ¿corremos el riesgo de degradar el derecho a revisar nuestro pasado a la categoría de curiosidad morbosa? El planteo que se desprende de Impuros es tan interesante como la porción de Historia que relata el documental de Florencia Mujica y Daniel Najenson: la trata de mujeres en la Argentina de principios del siglo veinte, a manos de una agrupación de proxenetas judíos oriundos de Polonia. A medida que avanza el largometraje, el historiador Haim Avni y el director de la Fundación IWO Abraham Lichtenbaum se revelan como representantes de dos posturas antagónicas. El primero alienta la investigación histórica metódica y comprometida; el segundo advierte sobre el peligro de reducirla a una insolente y destructiva práctica de onanismo intelectual. Mujica y Najenson articulan las declaraciones de estos dos entrevistados con las apreciaciones de otros investigadores –por ejemplo Yvette Trochon y José Luis Scarsi– y con el material que permite reconstruir el modus operandi de la mafia denominada Zwi Migdal, así como los intentos desesperados de sus víctimas por escapar y reclamar justicia. En este punto cabe destacar un gran mérito de los realizadores: la capacidad para encontrar cartas, artículos periodísticos, documentos oficiales e incluso el testimonio de descendientes de una de las mujeres sometidas a explotación sexual. Los directores erigieron a Sonia Sánchez en conductora de este viaje en el tiempo. El rol acordado a la activista chaqueña, sobreviviente de una red de trata contemporánea, explicita la adhesión a la postura de Avni y demás investigadores que señalan la importancia de desenterrar los secretos del ayer cuando se apunta a construir un hoy menos perverso. El adjetivo Impuro cambia de matiz según el objeto calificado: expresa criminalidad cuando remite al accionar de los rufianes, repulsión cuando se refiere a la condena social hacia estos delincuentes, vergüenza cuando describe el sufrimiento de las víctimas. Desde el punto de vista de Lichtenbaum, también es impura la indagación que –en las antípodas de las hagiografías– desentierra hechos putrefactos y ensucia muertos. Además de visibilizar un antecedente poco (o nada) conocido de la trata de blancas en nuestro país, la película de Mujica y Najenson invita a reflexionar sobre la memoria y el olvido colectivos. A partir del protagonismo acordado a Sánchez, también revindica la importancia del activismo a la hora de combatir la cosificación y explotación de la mujer. Impuros consigue mucho en apenas 86 minutos. Se trata de un documental saludable para quienes entendemos que las sociedades maduran y mejoran cuando les ponen punto final a los pactos de silencio sellados en el pasado.
Para el jueves 15 de noviembre está anunciado el estreno de El silencio es un cuerpo que cae, una de las películas más interesantes que se exhibieron en el 20º BAFICI (de hecho ganó una mención especial en la competencia de Derechos Humanos). En su opera prima, Agustina Comedi expone desde una perspectiva tan personal como atípica el daño que la heteronormatividad causó en la población homo y transexual argentina entre los años ’70 y ’90. “Cuando vos naciste, una parte de tu papá murió para siempre”. La realizadora cordobesa reconoce en esta suerte de oráculo contemporáneo el disparador de la investigación que se propuso llevar adelante para dar con ese pasado anterior –hasta entonces ignorado– de su padre. La documentalista lo rastrea en archivos familiares y en testimonios, a veces crípticos, a veces explícitos, de parientes, amigos, ex amantes. Esta búsqueda evoca el recuerdo de aquélla que Renate Costa Perdomo emprendió para reivindicar a un tío que la heteronormatividad también desapareció (en Paraguay). Esa otra indagación devino en el largometraje 108. Cuchillo de palo que se proyectó en el 12º BAFICI. Como la documentalista paraguaya, Comedi descubre la dimensión nacional de ese pasado individual que el entorno calla o apenas farfulla. La realizadora argentina relaciona la primera muerte de su padre –ese deceso parcial y anticipado– con la supremacía de un poder punitivo históricamente entrenado para sancionar el incumplimiento del mandato patriarcal con estigmatizaciones, razzias, detenciones o internaciones, torturas, ejecuciones. También con la homofobia de la Izquierda donde Jaime militó en la prehistoria de su vida heterosexual. Comedi cuenta con un valiosísimo material del que Costa Perdomo careció: 160 horas de registros audiovisuales de viajes y reuniones sociales que su progenitor filmó antes y después del nacimiento que lo cercenó “para siempre”. Mientras proyecta algunos segmentos en su propio documental, la hija señala hilachas de verdad en encuadres azarosos y voces en off. El silencio es un cuerpo que cae comienza con un fragmento de la filmación que Comedi padre le dedicó al imponente David durante unas vacaciones familiares en Florencia. La atención acordada a los detalles de la estatua de Miguel Ángel exuda un homoerotismo que desmiente la muerte de esa “parte” sepultada para ejercer la paternidad como Dios manda. De ésta y otras revelaciones sutiles está hecha esta película intimista y a la vez política. Y además extremadamente estremecedora como toda historia de sujetos enterrados vivos.
A fines de los años ’50, el guionista Horacio Santiago Meyrialle imagina que, por designio divino, el verdadero Papá Noel baja del cielo, no del Polo Norte, para darles una mano a los argentinos en apuros. Santa Claus actúa de incógnito, disfrazado de hombre común: obrero, empleado, barman según la ocasión. La ocurrencia se transforma en película que Román Viñoly Barreto dirige al poco tiempo. Protagonizada por Raúl Rossi, Todo el año es Navidad se estrena el 25 de febrero de 1960. Más de medio siglo después, Néstor Frenkel rescata aquella fábula cinematográfica (también existió una versión televisiva) para darla vuelta y retratar a los mortales –actores, artesanos, changarines– que encarnan a Papá Noel en centros comerciales, desfiles, publicidades, a modo de ganapán. Algunos se sienten emisarios divinos; todos encarnan el personaje con profesionalismo. La película no es una ficción sino un documental; también se titula Todo el año es Navidad. Como en producciones anteriores, en ésta también Frenkel hace gala de un ojo clínico a la hora de identificar a ciudadanos tan desconocidos como dignos de los quince minutos de fama warholianos. En esta ocasión, el autor de Los ganadores, El gran simulador, Amateur, Buscando a Reynols ofrece un llamativo muestrario de hombres maduros que trabajan para una empresa especializada en proveer Papá-Noeles a shoppings, supermercados, agencias de publicidad, intendencias y demás clientes interesados en explotar la veta comercial y/o electoral del legendario San Nicolás. A contramano del discurso que insiste en la naturaleza mágica de la Navidad, el realizador dirige su mirada y sus preguntas hacia la construcción de un personaje cada vez más sujeto a la lógica del consumo masivo y del trabajo informal. La voluntad de mostrar esta arista artificiosa lo lleva a mostrarse como parte integrante de la puesta en escena en cuestión, por ejemplo cuando se filma detrás de cámara y cuando filtra algunas de sus intervenciones en las entrevistas así como sus directivas para la escena final. Por momentos Todo el año es Navidad exuda la misma sorna que destilan otros retratos de “persona(je)s de la vida real” según reza el lugar común. Además de aquéllos que llevan la firma de Frenkel, vale citar dos trabajos de Mariano Cohn y Gastón Duprat: Living stars y Todo sobre el asado. Las pinceladas socarronas constituyen el aspecto más discutible, acaso reprochable, de este tipo de documental. Por lo pronto, invitan a reflexionar sobre cierta tendencia cinematográfica a retratar a individuos atípicos –o extraordinarios en el sentido literal del término– a partir de la mirada condescendiente que a veces despliega la gente supuestamente normal.
En Tierra del Fuego arranca la ficción de Albertina Carri, que se titula Las hijas del fuego como el libro de cuentos y poemas que Gérard de Nerval publicó a mediados del siglo XIX. De aquella obra del escritor francés, la autora de Los rubios, La rabia, Géminis, Cuatreros retoma además la idea de contar un viaje cuyas escalas están determinadas por el (re)encuentro con distintas mujeres. Por otra parte, la película que se estrena mañana en la Ciudad de Buenos Aires se titula (casi) igual que el documental más reciente de Stéphane Breton. En Filles du feu, el realizador –también parisino– retrata a un grupo de jóvenes kurdas que se armaron para combatir a tres enemigos feroces en Siria: el Estado Islámico, el ejército turco y las tropas de Bachar Al-Assad. Acaso inspirada en De Nerval, Carri le rinde homenaje al poder redentor de las mujeres. Probablemente sin proponérselo, coincide con Breton en retratar a guerreras en lucha: de hecho, las protagonistas de esta road movie que arranca en Ushuaia enfrentan el patriarcado y sus imposiciones culturales, narrativas, estéticas. En cambio, la realizadora se distancia de De Nerval y Breton a la hora de interpelar al público. Lejos de las cartas y poemas melancólicos que escribió el primero y del trabajo de campo que realizó el segundo, la también co-programadora del Festival Internacional de Cine LGBTIQ Asterisco busca sacudir, acaso escandalizar, a partir de una fábula pornográfica coral. Las hijas del fuego resulta interesante al principio, cuando Carri y su alter ego en la ficción (una cineasta que tiene en mente “filmar una porno”) se preguntan sobre las características de este género y sobre las maneras de subvertirlo. Para desilusión de algunos espectadores, a medida que avanza, el film reemplaza preguntas e hipótesis por lugares comunes: por ejemplo la escala donde las protagonistas liberan a la esposa sometida a cargo de Érica Rivas para representar sororidad, el simulacro de sacrificio sexual en una iglesia (que podría disgustar a Madonna, chicanearon Los Jóvenes Viejos cuando el film se exhibió en el 20° BAFIC) para desafiar la moral y buenas costumbres que dictan los voceros retrógrados de la religión católica; las múltiples escenas de sexo grupal para reivindicar el poliamor; la participación actoral de mujeres obesas, delgadas, butchs, una de piel oscura ¿y transgénero? para expresar diversidad. La discusión que esta película provocó en la edición más reciente del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente giró en torno a la atinada o fallida conversión del género pornográfico en manifiesto revolucionario. Seguro el estreno porteño reeditará aquel debate. Las hijas del fuego evoca el recuerdo de la encomiable Los decentes, que Lukas Valenta Rinner filmó dos años atrás en el límite entre un barrio privado y un club nudista cuyos socios también suscriben al poliamor. Ante la comparación, algunos espectadores encontramos todavía más impostada, artificiosa, solemne la diatriba anti-patriarcal de Carri. Asimismo corresponde contrastar la opinión de este público minoritario con los dos premios que el largometraje de Carri cosechó tras su exhibición baficiana: uno a la Mejor Película, acordado por el jurado de la competencia oficial argentina, y el segundo a la Mejor Sonido, concedido a Mercedes Gaviria Jaramillo por la Asociación Argentina de Sonidistas Audiovisuales.
“Esto es El proceso de (Franz) Kafka y Dilma (Rousseff) es Josef K” protestó el senador Lindbergh Farias en una de las sesiones de la comisión del Senado de Brasil que llevó adelante el juicio político contra la entonces Primera Mandataria de ese país. La referencia literaria parece haber inspirado el título del imperdible documental que desembarcará mañana en tres salas porteñas, y que muestra detalles de la farsa legislativa que entre diciembre de 2015 y agosto de 2016 consumó la destitución presidencial. A años luz del estadounidense Orson Welles y del inglés David Jones, la brasileña Maria Augusta Ramos le rinde un atípico tributo cinematográfico a la novela póstuma del escritor checo. O processo constituye un homenaje sui generis porque, a contramano de las películas de 1962 y de 1993, se limita a retomar aquella mención del título traducido y del protagonista de Der Prozess. Por lo demás, el mayor desafío que enfrentaron Ramos y su equipo consiste en denunciar con contundencia kafkiana la naturaleza arbitraria, absurda, perversa del impeachment que habilitó la asunción presidencial de Michel Temer. En las antípodas de Welles y Jones que adaptaron Der Prozess en tanto ficción, la realizadora brasileña documentó el aquí-y-ahora de un momento histórico crucial. Lo hizo a partir de más de 450 horas de material filmado por sus cámaras, por aquéllas que integran el circuito cerrado del Congreso Nacional de Brasil, por medios de comunicación locales y extranjeros. La capacidad para captar momentos únicos y para luego articularlos con imágenes de terceros es uno de los principales aciertos del trabajo de Ramos. En este punto corresponde aclarar que la también autora de Futuro Junho, Seca, Morro dos prazeres no entrevista ni monta escenas: sólo registra (intercambios de palabras, silencios, miradas y otros gestos en distintas salas del edificio parlamentario y manifestaciones populares en los alrededores). La atención acordada a las intervenciones ciudadanas le impone un límite a la comparación con la novela de Kafka. A diferencia de Josef, Dilma es un personaje público y como tal abre una grieta en la arena estrictamente política y en la calle. Con tino, Ramos elige retratar a admiradores y detractores de la Jefa de Estado suspendida en uno y otro espacio. A contramano de los reparos que las películas largas provocan en algunos espectadores, las dos horas y veinte minutos que dura O processo distan de resultar excesivas. En todo caso, la extensión ilustra la dimensión de la puesta en escena donde descolla la denunciante Janaina Paschoal, que en julio pasado declaró su apoyo a la candidatura presidencial del fascista Jair Bolsonaro, y la agonía que la democracia brasileña sufre desde la reelección de Dilma, cuando los poderes fácticos instalaron la sospecha de fraude. El documental de Ramos se estrena en nuestra ciudad semanas después de haberse consagrado como la mejor película de la competencia internacional del sexto Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires, y tres días antes de los comicios presidenciales en Brasil. El inmejorable contexto aumenta el interés de este testimonio histórico de indudable alcance regional y –por qué no– mundial… igual que la obra de Kafka.
“Sacrificio es estibar bolsas en el puerto” sostiene la madre de uno de los alumnos debutantes del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, que Cecilia Miljiker retrata en 'Un año de danza'. La declaración explicita una cuestión inevitable cuando se habla de baile profesional en general y de ballet clásico en particular: en palabras de la maestra Lydia de Fama, cuál es el “precio” del éxito y desde qué momento corresponde “empezar a pagarlo”. Para satisfacción del público cansado del cine que reduce la formación del bailarín clásico a un martirio rayano con la locura, el documental que se estrenó el jueves pasado en el Centro Cultural de la Cooperación evoca el recuerdo de Billy Elliot. De hecho, de la quincena de chicos filmados, la mayoría emite una energía símil a la “electricidad” que el protagonista de la memorable ficción británica menciona cuando, al término del examen de admisión para el Royal Ballet, le preguntan qué siente mientras baila. Miljiker invita a reemplazar el lugar común del sacrificio por la noción de vocación temprana. El testimonio de las madres ayuda en este sentido, aunque también despierta suspicacias en torno a la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto los adultos sabemos / podemos distinguir entre nuestras expectativas y las inquietudes y deseos de nuestros hijos? Desde el punto de vista retórico, resultan especialmente interesantes las entrevistas que madres e hijos contestan juntos, de a pares. Las progenitoras reconocen el fantasma del sacrificio pero, algunas más que otras, se empecinan en aclarar que lo mantienen bajo control. Los chicos asienten con distintos grados de convicción. Desde el punto de vista narrativo, Miljiker se sitúa en las antípodas de Manuel Abramovich cuando dirigió el corto La Reina. En este retrato de una nena que concursa en un desfile de carnaval en la provincia de Corrientes, el realizador argentino se concentra en las fuerzas dispares que atraviesan toda relación paterno-filial, y que en este caso imponen una tiranía materna. Un año de danza, en cambio, transmite pura armonía. En esta instancia se produce cierta distancia con Billy Elliot, pues la comedia dramática de Stephen Daldry y Lee Hall desarrolla una veta conflictiva de corte social y en un marco histórico preciso. Miljiker se concentra tanto en los niños y en sus madres (abuela en un caso) que ofrece un retrato acotado, donde los maestros asoman desde un espacio secundario. ‘Amable’ es un buen adjetivo para calificar este documental que llama –y sostiene– la atención de los espectadores a partir de la atinada selección de los chicos retratados, y de la rigurosidad con la que se los siguió durante un año académico. De esta manera, Miljiker ofrece un sólido trabajo de divulgación sobre el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, y de paso deja atrás el recuerdo de este antecedente televisivo deslucido.
“El amor nunca muere; el amor continuará / El amor sigue latiendo cuando te vas”… Así dicen los versos de la canción Love never dies de Andrew Lloyd Webber, que Abbas Kiarostami eligió para musicalizar el último de los cortos que conforman su obra póstuma, '24 cuadros'. Por si cupiera alguna duda sobre la intención de despedida, el realizador iraní incluyó en este cuadro final el ralenti de un apasionado beso ¿hollywoodense? y la legendaria placa The End. Con perdón de la herejía, en algunos espectadores la emotiva combinación evoca el recuerdo del legado de Alfredo a Totó en la a veces subestimada 'Cinema paradiso'. Kiarostami dedicó sus últimos tres años de vida a desarrollar este proyecto experimental cuyo título alude al estándar fundacional del cine, es decir, a la sucesión de 24 cuadros por segundo que provoca la ilusión de movimiento. En este caso, se trata de 24 cortos de cuatro minutos y medio de duración, a partir de un único plano fijo. El primero –una versión sutilmente animada de Los cazadores en la nieve de Pieter Bruegel ‘El Viejo’– parece adelantar una segunda intención del cineasta que falleció el 4 de julio de 2016: darle gracias a la vida como hiciera la gran cantautora chilena Violeta Parra. Kiarostami animó la nieve, los pájaros, uno de los perros que Bruegel pintó en 1565. Dejó inmóviles a cazadores y campesinos, y en cambio agregó una hilera de vacas en movimiento. A la nieve, al ganado, a las aves, a los perros que intervienen en casi todos los demás cuadros, les sumó la lluvia, las nubes, el mar, lobos, ovejas, una pareja de leones. El ser humano forma parte del decorado con menos frecuencia y, salvo por un par de excepciones, o bien inmóvil (como las presunta familia musulmana de la atípica postal parisina) o bien a partir de metonimias visuales (por ejemplo una secuencia de motos que circulan por el asfalto) y sonoras (el ruido de motosierras, de disparos de arma de fuego, de llaves que accionan la cerradura de una puerta). De manera progresiva, el realizador se muestra más agradecido a la naturaleza que a nuestra especie. '24 cuadros' es un legado hermoso. Además de la estética visual de cada corto, cabe destacar la banda sonora también conformada por Caruso de Lucio Dalla, el Ave María de Franz Schubert y, vaya sorpresa, el tango Poema del uruguayo Francisco Canaro. El ejercicio conmueve profundamente a los admiradores del autor de Copia certificada, Diez, El sabor de las cerezas, A través de los olivos, Primer plano. En cambio, es probable que las dos horas exactas que dura la proyección le resulten excesivas al público sin relación afectiva con el maestro iraní y/o indiferente al cine que algunos llaman “de contemplación”.
Si el tango Volver –en especial los versos sobre el temido encuentro entre pasado y presente– constituye(n) el leitmotiv de Regreso a Coronel Vallejos, bien vale definir este documental de Carlos Castro como una aventura más osada que aquéllas imaginadas por H.G. Wells a fines del siglo XIX y Robert Zemeckis y Bob Gale a fines del XX. Es que la invitación vernácula a viajar entre dos tiempos –en este caso, el ayer y el hoy– también supone un traslado atípico entre dos pueblos –uno real y su recreación literaria– y el homenaje a un autor maldito. General Villegas se llama la localidad bonaerense donde Manuel Puig nació y se crió hasta terminar la escuela primaria. Coronel Vallejos, aquélla donde el escritor ambientó sus dos primeras novelas, La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas. La distancia entre uno y otro pueblo depende del grado de distinción entre realidad y ficción: así de flexible es la dimensión por la que viajamos de la mano de Castro, de su co-guionista Gustavo Alonso, de la bibliotecaria Patricia Bargero y de otros vecinos villeguenses. Puig también interviene en el documental, a partir de fragmentos de un programa de televisión que nunca se emitió. Apenas comienza el largometraje, lo vemos y oímos decir que “el paisaje de la Pampa, en realidad ausencia de todo paisaje, resulta una pantalla en blanco donde cada uno proyecta la fantasía que quiere”. La declaración catódica parece adelantar la importancia que Castro le atribuye a la subjetividad de quienes emprenden o acompañan al regreso anunciado en el título del film. El realizador convierte a Bargero, sobre todo la relación que esta bibliotecaria mantiene con (la obra de) Puig, en potente motor del vehículo que nos traslada de Coronel Vallejos a General Villegas y viceversa. Esta especialista es tan protagonista del documental como el escritor fallecido hace 28 años y como el pueblo que lo maldijo primero y reivindicó después. Entre las virtudes de Regreso a Coronel Vallejos, sobresale la lograda personificación del pueblo a partir de los testimonios de un sacerdote católico, de un pastor evangélico, de un médico, de tres vecinas mayores sentadas ante una mesa de té. Los testimonios obtenidos son tan ricos como las verdades y no tanto que se esconden detrás de gestos y silencios. Asimismo corresponde destacar el sentido homenaje a quienes cuidan nuestro patrimonio literario. Castro lo explicita antes mismo del comienzo de la película, con la dedicatoria a otra bibliotecaria villeguense –Susana Cañibano–, y hacia el final con las intervenciones del escritor e impulsor del Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, Mempo Giardinelli, y de Carlos Puig, hermano de Manuel y albacea de su obra.
Como otras películas de Naomi Kawase, 'Una pastelería en Tokio' también desembarcó con demora en nuestra cartelera; de hecho antes de ver este largometraje en el Cosmos UBA los porteños esperamos tres años desde el estreno internacional y dos desde la primera proyección local en la tercera edición del festival Construir Cine. Sin embargo, nunca es tarde para reencontrar a esta realizadora japonesa cuya obra se rige por criterios estéticos y narrativos indiferentes a la exigencia de inmediatez comercial. 'An' es el título original de esta adaptación de la novela homónima que Durian Sukegawa publicó en 2013. El monosílabo nipón significa “pasta de frijol dulce”, acompañante fundamental de los dorayaki que el parco Sentarô prepara y vende para pagar una deuda en principio insaldable. En realidad se trata del “alma” de estos pequeños panqueques, corregiría la visitante ocasional primero y ayudante esmerada después, de nombre Tokue. Kawase recrea el encuentro de estos extraños –él de 40 y tantos; ella de más de 70– con un estilo similar al que utilizó once años atrás cuando retrató la incipiente amistad entre un viudo enfermo de Alzheimer y su joven cuidadora en 'El secreto del bosque'. De aquella película que la misma realizadora escribió, y que ganó el Gran Premio del Jurado del 60º Festival de Cannes, Una pastelería en Tokio heredó la calidad fotográfica (responsabilidad de Shigeki Akiyama) y actoral (Masatoshi Nagase y Kirin Kiki conmueven a partir de gestos apenas perceptibles). Aunque no transcurre en un bosque como su predecesora, An también invita a reconocer y a fortalecer nuestro vínculo con la naturaleza. Con esta intención en mente, Kawase ofrece postales tokiotas mucho menos frecuentes que aquéllas atiborradas de rascacielos espejados, carteles luminosos, transeúntes con apariencia de autómatas. En este marco encarnan un rol protagónico los cerezos en flor. 'Una pastelería en Tokio' pertenece a esa suerte de género gastronómico que años atrás encabezaron la exitosa 'Como agua para chocolate' del mexicano Alfonso Arau, adaptación de la novela homónima de Laura Esquivel, y 'Bella Martha' de la alemana Sandra Nettelbeck, que inspiró una malograda remake estadounidense. A diferencia de estas predecesoras, la película de Kawase carece de veta romántica o, en otras palabras, apunta al amor –no por una persona en particular– sino por la vida en general. 'An' tiene mucho de fábula clásica; por lo pronto la enigmática protagonista septuagenaria posee rasgos de las viejas hadas buenas con sabiduría popular y don sanador. Ya que hubo (y sigue habiendo) un 'Juanito y las habas', 'Tokue y los frijoles' habría sido un buen título para este delicioso film nipón.
“No pienso morirme. No me voy a morir ni bosta” dice la madre de Alejandro hacia el final de Casa propia y así expone –y destroza– una fantasía del docente cuarentón que protagoniza la nueva película de Rosendo Ruiz. El exabrupto corona el crescendo de tensiones afectivas que conspiran contra el proyecto de (tardía) emancipación habitacional, y que el realizador cordobés recrea a partir del guión inteligente que escribió con Gustavo Almada. Almada también encarna a este profesor de secundario que pernocta en tres casas –la de su madre enferma, la de su novia, la de un amigo– mientras busca departamento para alquilar. El guionista y actor lo compone levemente desgarbado, más a gusto entre sus alumnos adolescentes que entre los adultos que lo albergan bajo ciertas condiciones y por tiempo limitado. La caracterización de Alejandro parece ilustrar dos fenómenos sociales contemporáneos: la prolongación de la adolescencia y la fragilidad de algunos varones adultos frente a mujeres con personalidad fuerte como, en la película, la madre, la hermana, la novia y una pretendiente del protagonista. El exabrupto de mamá Marta explicita la envergadura de esa debilidad: sólo la muerte ajena –de la progenitora y/o del vínculo amoroso con Verónica– habilita la propia emancipación. Ruiz y Almada son ingeniosos a la hora de representar por un lado la falta y por otro lado el anhelo de un “lugar en el mundo” en palabras de Adolfo Aristarain. Los planos del protagonista durmiendo en sillas, sillones, sofás y transitando las calles de Córdoba capital, mochila al hombro, recrean una atípica condición homeless (en comparación con la persona “en situación de calle” como suele decirse ahora). El deseo queda plasmado en los planos cortos de Alejandro cuando visita departamentos en alquiler (rostro entusiasta, respiración serena, postura erguida) y en la atenuación del sonido ambiente que emite la ciudad (en este punto vale recordar que la Asociación Argentina de Sonidistas Audiovisuales distinguió a Casa propia con una mención del jurado en el marco del pre-estreno en el 20º BAFICI). Irene Gonnet y Maura Sajeva se destacan en tanto la madre y la novia que, sin necesidad de asociarse, coinciden en a veces retener, a veces expulsar al docente estancado. También cabe destacar dos trucos narrativos: aquél que juega con la maqueta de una vivienda y el comienzo del film que parece anunciar otro relato donde Alejandro es un personaje secundario. Con Casa propia, Ruiz se consolida como referente del tan mentado “cine cordobés”. Acaso por eso los programadores de la Lugones decidieron acompañar este estreno con una “retrospectiva integral” del realizador con, valga la redundancia, productora propia. Aquí figuran los datos de las proyecciones de Maturità, El Deportivo, Todo el tiempo del mundo y Tres D, De caravana.