Una chica produce ruidos. Un profesor de Oxford cree que está enferma: todos sabemos que no, amigos, que hay un demonio suelto. Experimentos, gente que filma y la Inglaterra de los años setenta. Eso es lo que hay y si no fuera porque tenemos al gran Jared Harris (heredó de su padre Richard la enorme capacidad para mirar a la cámara e inquietarnos) sería otra película de terror más, parecida a todas. Bueno, lo es, pero al menos está Harris.
Hijo cuida padre enfermo; hermano vuelve no muy bien de Irak y se mete con gente peligrosa; luego desaparece. Hijo recurre a policía, policía no sabe nada, hijo va por las suyas a buscar a hermano. Pues bien, ese es el esquema básico y cualquiera sabe que cualquier film narrativo de Hollywood puede relatarse así. También sabe que podemos hablar de lugares comunes, pero es perezoso y, claro, otro lugar común. Lo que importa no es el qué -que nos permite ordenar los hechos- sino el cómo: cómo los personajes se presentan ante nuestros ojos, cómo actúan, cómo una imagen nos queda o no en la memoria. Este film tiene un poco para el recuerdo y un poco para el olvido: del lado memorable, los rostros y los movimientos de gente como Christian Bale, Woody Harrelson, Casey Affleck y Zoe Saldana. Para el olvido, cierta sobreactuación de lo “duro-macho-rudo-oscuro” de la América profunda, que suena a maquillaje convencional para insertar la violencia, no como tema sino como justificativo de efectos de sonido. De todos modos, lo memorable -por poco- supera el promedio.
Hay una cierta lógica del cine industrial que alimenta el adjetivo “industrial” sin necesariamente recordar el sustantivo “cine”. Esa lógica es la de la acumulación y la fórmula, y que en este caso se puede reducir a “dos grandes comediantes + una situación picante (disculpe el lector lo viejo del calificativo) = risas”. Esta lógica a veces funciona y a veces, no: es decir, a veces genera un buen film y a veces, no, y es puro azar, especialmente cuando no hay una idea que rija al conjunto. Aquí hay una mujer bella (Cameron Díaz) que descubre que su perfecto novio (Nikolaj Coster-Walda) está casado (con Leslie Mann). Busca a la mujer para destruirla, terminan amigas, el hombre tiene un tercer affaire (con Kate Upton) y las tres buscan destruirlo, tan amigas y solidarias. Podríamos estar frente a un ejemplo de inversión de la comedia romántica, de un intento por subvertir sus lugares comunes a través del humor, del marco ideal para que Díaz y Mann, dos cómicas excepcionales (¡qué poco les da Hollywood a las grandes payasas del cine!) generen comicidad. Pero no: detrás de este film hay un director casi anónimo (Nick Cassavetes, quien a pesar de su nobilísimo apellido siempre ha sido un empleado anónimo) que deja pasar de largo las oportunidades. Es cierto que el guión no brilla, pero es como en la cancha: dos jugadores brillantes pueden teñir de bello lo aburrido. No es el caso: deslucido cero a cero.
El término es “simpática”: una película que cuenta cómo dos amigos (uno muy maduro -Allen- y otro un poco menos -Turturro, aquí también director-) montan un negocio casi sin quererlo dándole placer sensual a señoras y señoritas. El sexo es lo de menos y lo más simpático del asunto -más allá de su múltiple elenco y de que Allen siempre es gracioso- es el desconcierto de los protagonistas ante las mujeres. El resto, fórmula pura.
Adivine: tanto Brick Mansions como este film (que tiene al gigante Kevin Costner) fueron producidos y escritos por Luc Besson, el francés que quiere ser adoptado por Hollywood. Aquí don Costner es un megaespía con enfermedad terminal (pero quizás curable) en última misión que pone en peligro a hija adolescente ¿Le recuerda Taken? Mismo productor-guionista. Aquí dirige McG, ocasional comediante de la cámara que esta vez se toma las cosas demasiado en serio.
El gran atractivo (para algunos) de este film es que se trata de al últimoa aparición en pantalla del malogrado Paul Walker, y digamos que Walker está entre lo mejorcito de la película. Incluso uno puede sentir melancolía: el actor, más maduro, estaba encontrando un gesto y un rostro clásicos que podrían haber hecho de él una auténtica estrella. En fin, especulaciones: el film en sí es una especie de antiutopía ubicada en un futuro cercano donde un cierto barrio otrora bello se ha vuelto hogar del crimen, donde hay un muro que separa a los buenos de los malos y donde un buen policía se infiltra. El lector podrá más o menos reconstruir en su cabeza las peripecias de la película a partir de estos datos, dado que no hay demasiadas sorpresas. Y no, las sorpresas o las originalidades de la trama no son imprescindibles para tener un buen film, sino cómo nos muestran las cosas. Y la gran falla de Brick... es que el conjunto huele a pereza (filmar a reglamento) o a falta de timing (hacer una cámara lenta cuando no es necesario, por ejemplo). En fin, es lo que hay.
Oxígeno. Eso, oxígeno: entrar al cine y respirar tranquilo y distendido mientras se ve una película, de eso se trata cualquier film protagonizado por los Muppets y este no es la excepción. Los muñecos de felpa son algo así como la conciencia amorosa y burlona de Hollywood, transformando todos los lugares comunes del cine en elementos para jugar a puro absurdo (que el villano se llame “Badguy”, que sea un comediante, que el propio diálogo diga qué es lo que pasa mientras pasa, etcétera). Pero los Muppets, además, ejercen un poder secreto y rarísimo: nos emocionan y creemos en ellos como personas, aunque la felpa y el peluche sean evidentes (gran talento del realizador y de los titiriteros, claro). Aquí Constantine, la rana más mala del mundo –que es igual a Kermit salvo por un lunar en la cara– asume su lugar para intentar un impresionante robo, mientras culpan a Kermit y lo encierran en un gulag. Lo rocambolesco de la historia ya es un primer pie al absurdo (que comienza a los cinco minutos de película con un plano que parodia genialmente “El séptimo sello”), que se desarrolla como un juego musical, donde cada secuencia tiene el brillo distendido de una canción pop. ¿Película para chicos? No, o al menos no solamente. Como todo gran cine, apunta a todo el mundo, pero no con la demagogia fácil sino con sus propias reglas. Una película, pues, que nos ayuda a respirar.
Difícil colocarle una puntuación a esta película. En primer lugar, porque es muchas películas a la vez, y no necesariamente integradas las unas con las otras en un todo coherente. En segundo lugar, porque el puntaje refleja solo el hecho de que sería extraño que el espectador se aburra o que aquellos a quienes se dirige el film se sientan defraudados. Es un puntaje, pues, no estético, sino basado en lo efectiva que la película puede ser como producto. Como cine, cansa: es la historia de un jovencito contento con ser superpoderoso y los tiras y aflojes que eso le causa con su novia, la historia de un fanático tímido que se convierte en un super ser ególatra, la historia de un jovencito condenado por una enfermedad mortal y capaz de cualquier cosa por curarse, la historia secreta de los padres de Peter Parker, y varias otras historias (o mejor, “historietas”) encajadas. Algunas aburren, otras divierten: en el plano exclusivamente físico, los técnicos en animación han hecho un gran trabajo, y en el humano, las escenas de Andrew Garfield y Emma Stone son muy buenas. Si está dentro del conjunto de personas que ya sabía que iba a verla (obligada o no), alégrese: no ha de pasarla mal. Si no, difícilmente sienta curiosidad por ver este compendio de películas comprimidas para –intentar– gustarle a todo el mundo.
De nosotros, los críticos de cine, se dicen cosas horribles. Muchas son ciertas, aunque todas juntas es difícil que aparezcan. De todos modos, es cierto: hay algo de pedantería o soberbia en eso de querer decir lo que uno piensa a voz en cuello (sea sobre cine o sobre cualquier cosa). Tal es quizás el verdadero tema de esta película de Hernán Guerschuny, a su vez periodista y conocedor de los críticos de cine (edita la revista “Haciendo cine” con Pablo Udenio y varios de sus colegas aparecen en pantalla): cómo no estar tan seguro del mundo que a uno lo rodea al mismo tiempo que mantenemos tozudamente certezas sobre algunas de sus peculiaridades. El trabajo de Rafael Spregelburd, uno de los nombres más importantes del teatro contemporáneo, se mantiene en el filo entre la parodia total y la humanidad convincente, y la luz que Dolores Fonzi aporta a esta historia de señor demasiado serio vencido por el amor más simple, hace que la película, que amablemente nos toma el pelo, sea más que “una broma a mis amigos del medio”. No, es una comedia romántica, con sus meandros y sus desencuentros, y que, a pesar de ciertas fallas de timing (¡ahí tuvo que salir el crítico!) emociona con nobleza. No es necesario saber “algo” del medio para pasarla bien: después de todo, se trata de cómo las personas trascienden totalmente a su profesión… o no.
Por un lado, loable intento de contar la Argentina de cuatro décadas -desde los sesenta hasta los ochenta- a partir de la historia de un personaje que pasa de la marginalidad al éxito económico y la omnipotencia siempre en el filo de lo legal. Por otro, cierto desorden y énfasis en las actuaciones hacen que el film resulte en general fallido. Hay sin embargo buenos momentos, incluso si el queda a mitad de camino de sus intenciones.